32. Sin agravios
Es momento de empezar a reconocer a quien me ha acompañado en esta aventura que de a poco se acerca al final. Este capítulo en especial se lo dedico a mi lectora y amiga que desde la Olla me sigue apoyando y motivando con cada lectura y comentario. Gracias Lizzy, ha sido genial coincidir contigo.
Diana se apretó las sienes con ambas manos y hundió la cabeza entre los brazos. Vestía una campera ajena que le dieron para sustituir la blusa teñida de sangre que perdió, también le permitieron lavarse manos y brazos. Sin embargo, la sensación del líquido vital entre sus dedos y bajo sus uñas quedó grabada a fuego, lo mismo que el olor a hierro que le penetró la nariz como un turbio recordatorio de lo sucedido. Por más que cerrase o abriera los ojos, así parpadease mil veces, la imagen del cuerpo de Saúl seguía clavada en su mente; un bulto alargado bajo la sábana azul celeste con la que los paramédicos que intentaron mantenerlo vivo lo habían cubierto luego de no lograr su cometido. Su mano inerte, que sobresalía bañada en su propia sangre, era el clavo ardiente que le atravesaba la consciencia.
Ignoraba cuánto tiempo había estado ahí, sin duda horas que transcurrieron inclementes en esa fría habitación en la que varios agentes del Ministerio Público la interrogaron alternándose entre ellos. Un zumbido constante en sus oídos junto al mareo que le revolvía las tripas se unió sin piedad a sus excompañeros para atormentarla.
El estómago había dejado de exigirle alimento y pese a querer, no podía tocar la botella de agua que alguien amable le había llevado; lo intentó, pero al primer trago las náuseas por poco la hicieron vomitar. Sin comer ni beber, un temblor se apoderó de su cuerpo provocándole balancearse de un lado a otro con un leve movimiento, casi imperceptible, que para ella era igual que estar a bordo de un barco en medio de una tormenta embravecida. En tales condiciones, estar sentada fue lo único que evitó que cayese al suelo.
—Entonces, ¿Qué dices que estaban haciendo en los baños El Señorial alrededor de las seis de la tarde del...?
—¿No me preguntaron ya eso? —interrumpió al agente en turno sin verlo a la cara, agobiada por el malestar físico y moral.
El hombre tras el escritorio resopló frustrado, volteó a otro lado con tedio y contempló un par de segundos a la mujer frente a él. Un destello compasivo atravesó sus ojos para perderse en el instante que se impuso la brutalidad con la que acostumbraba a manejarse.
—Escúchame bien, Carvajal, y que no se te olvide: ¡Domínguez está muerto! Y tú estabas con él, así que más te vale cooperar y responder todo cuantas veces te lo pidamos, así sea la misma pinche pregunta y te lo exijamos mil veces, ¿Entiendes? No me importa si estás cansada o no te da la gana. Ahora dime otra vez, ¿Por qué estaban ahí? ¿Qué los hizo ir tras ese cabrón?
—¡Ya se los dije! —exclamó y hacerlo le costó que su propia voz retumbase dentro de su cráneo. Un rictus de dolor deformó sus facciones.
—Repíteme cómo supieron qué estaba ahí y por qué lo buscaban.
—Yo... —las palabras se silenciaron en su boca, con la lengua se relamió los labios sintiendo la saliva espesa aliviar en poco la falta de humedad —. ¿Puedes darme un momento?
—Claro que puede —sentenció con autoridad que no daba lugar a réplica el hombre que entró luego de abrir la puerta sin previo aviso.
El agente a cargo del interrogatorio lo miró a la expectativa de lo que fuera a decir, tenía rato esperando verlo aparecer e incluso pensó que había tardado demasiado tratándose de ella. Por su parte, Manuel le prestó poca atención a su compañero, sus ojos de inmediato se posaron en Diana, verla hecha añicos y con la mirada lánguida le dio un vuelco al corazón. Por más que intentó sustituir lo que sentía por la mujer con resentimiento y destruir su recuerdo, tenerla ahí logró que un cúmulo de emociones lo orillase a querer protegerla a toda costa.
Aún odiaba saberse rechazado, cambiado por un hombre más joven que podía darle lo que él no fue capaz por tantos años. Aborrecía haber sido tan cobarde y no atreverse nunca a decirle a su esposa que deseaba estar con otra. Mucho era lo que le causaba molestia, pero no Diana, ella jamás. A esa muchacha que conoció siendo una solitaria y dando zarpazos para no salir herida solo le nacía abrazarla. Apretó los puños sofocando el deseo de extender sus brazos y rodearla con ellos.
—Ruiz... —dijo el hombre viendo que el recién llegado no se animaba a hablar, prendado de la imagen de su examante.
—Sal, ya todo está en orden.
—Pero...
—¡Que salgas te digo! —rugió mirándolo directo. Al otro no le quedó más que obedecer, se puso de pie a regañadientes y salió sacudiendo la cabeza.
Diana se estremeció un poco, se negaba a levantar la mirada y encontrarse con Manuel. Permaneció doblada sobre sí misma, sintiendo agudos espasmos por todo el cuerpo.
—Vamos, te llevaré a tu casa —. Lo escuchó decirle y eso la obligó a enfrentarlo con un desaliento que él nunca vio en ella.
—Manuel, yo... Lo lamento tanto —emitió con los labios tiritando.
Que lo llamase por su nombre era suficiente para quebrarlo. De pronto, el aire que entraba en sus pulmones se tornó denso.
A ella con cada palabra la vergüenza le cayó encima cual cántaros de agua fría que la helaban por dentro. Saúl era para Manuel algo más que un colega, entre ambos existía una profunda amistad y Diana era incapaz de negarse a la realidad, ella fue quien puso al agente frente a su asesino.
La respuesta de Manuel fue mirar a uno y otro lado con un rojo húmedo pintando sus ojos. La muerte de su amigo le atravesaba el corazón, pero en su fuero interno, perderlo a él era menos doloroso que la idea de que alguien pudiera extinguir la vida de ella. La culpa se sumó al peso que le aplastaba el ánimo, pero era un fantasma que tiempo atrás había aprendido a ahuyentar. Sin más, se acercó y tocándole el hombro la instó a ponerse de pie. Salieron de ahí ante el juicio de miradas ajenas, unas curiosas, otras con reproche, pocas compasivas y muchas indecisas entre qué pensar o sentir. Los en otro tiempo amantes atravesaron pasillos y habitaciones uno al lado del otro, conscientes a plenitud de que todos ahí sabían lo que había sucedido entre ellos y lo ocurrido en las últimas horas. El luto enviciaba el aire que se forzaban a respirar. En ese momento no había cabida para los agravios, eran ellos contra el resto.
Afuera el amanecer despuntaba y el fresco matutino inundó a Diana, haciéndola recordar que siempre se podía vivir un día más si se contaba con la bendita suerte. En un lastimoso silencio llegaron a la camioneta de Manuel. Estando dentro del vehículo, su acompañante le extendió el móvil junto a sus llaves y las pocas pertenencias que le habían requisado para las averiguaciones.
—Ha estado sonando bastante, parece que a alguien le urge localizarte.
Él podía imaginar quién era ese alguien y pese a que el despecho lo golpeó mal aconsejando sus oídos, hizo acopio de cualquier atisbo de autocontrol que encontró en sí mismo para morderse la lengua y amarrarse las manos. No era momento para abrazar pasadas afrentas, su amigo acababa de ser asesinado y la mujer que amaba no estaba en condiciones de nada que no fuera ser cuidada. También tenía a un criminal esperando a que hiciera todo a su alcance para hundirlo en prisión. Lo que lo enloqueció cuando se supo reemplazado por Roberto, se volvió insignificante ante tremendas circunstancias.
Por su lado, ella tomó el aparato y lo vio sin revelar más emoción que la del alivio. Decenas de llamadas perdidas y mensajes en la pantalla la hicieron aspirar aire a fondo; algo que extrañaba de la soledad era no preocupar a nadie, pronto recordó la angustia que podía ocasionar en quien la amaba. Respondió el último de los intentos escritos de localizarla con una corta explicación y sintió como la sensación de movimiento exterior comenzó a arrullarla, el agotamiento la venció en segundos. Despertó cuando el motor se apagó, los párpados le pesaban como plomo que le exigía retomar el sueño interrumpido, no obstante, una necesidad más apremiante emergió anteponiéndose a las básicas que su organismo exigía satisfacer.
—Ese hombre es el mismo que casi me mata, él es a quien buscábamos... Por favor, encuentra a Fátima.
Las facciones de su acompañante se endurecieron, apretó los puños sobre el volante hasta que los nudillos se le tornaron blanquecinos y volteó a verla.
—Ve a descansar, lo necesitas.
—¿Puedes mantenerme informada?
—No creo que sea buena idea.
—Por favor... Te lo ruego, necesito saber que pagará por lo que hizo, pero más allá de eso, necesito estar segura de que la muerte de Domínguez no fue en vano... Te lo ruego, salva a esa niña.
Tardó, pero al final aceptó, ¿Qué podía hacer? Encontrar a Fátima y llevar al asesino de Saúl tras las rejas era lo único que daría sentido a la tragedia y a tanto pesar. Diana al igual que él lo necesitaba para cerrar la herida que se abrió. Juntos bajaron de la camioneta, rodeó el vehículo hasta estar frente a ella, lo preocupaba dejarla sola.
—No quiero dejarte.
Abrió la boca para responder, pero el ruido de otro vehículo llegando y estacionando detrás captó el interés de ambos. De la puerta trasera descendió Roberto que al verlos se quedó petrificado en tanto el transporte que lo llevó se retiraba.
El escueto mensaje que recibió fue insuficiente luego de una noche en la que le resultó imposible conciliar el sueño a causa del miedo que se le implantó al no verla aparecer y que lo carcomió con pensamientos catastróficos. Saberla fuera de peligro le devolvió el alma al cuerpo, más no que le dijera que iría a su pieza en lugar de al departamento que habían decidido compartir. Lejos estaba de imaginar que lo que ella quería evitar era que la viera así, demacrada, cayéndose a pedazos y acompañada de Manuel, cuyo apoyo le fue imposible rechazar en medio de la caótica vivencia.
—Al menos no estarás sola —señaló el agente viéndola a ella, a él no quería ni hacerlo en el mundo. Lo ignoró como si ahí solo estuvieran ellos dos. Como un último acto de despedida, la tomó por los hombros, apropiándose del espacio —. No es tu culpa, ¿Entiendes? Saúl lo sabía. Tú y yo también. Cualquier día puede ser el último para quien vive como nosotros.
Ella no pudo evitar que sus ojos se perdieran en los de él, lo que compartieron en ese breve respiro hizo a Roberto desviar la mirada. Poco sabía de lo que había pasado Diana en las últimas horas, pero no tardó en intuir que el consuelo que le brindaba ese otro hombre era algo que tal vez él no podría. Se quedó callado, conteniendo lo que le estallaba en el pecho y se le expandía por el tórax hasta ascenderle a través de la garganta. Fue al verlo partir que se acercó a ella. Por un instante, sofocó el impulso de abrazarla, le pareció que hacerlo podía terminar de romperla en mil pedazos.
—¿Estás herida? —preguntó centrándose en las manchas de sangre en su pantalón.
Negó con un débil gesto y se inclinó hacia adelante, sintiendo que la poca fuerza que se obligó a mantener estaba por abandonarla. Su cabeza cayó sobre el pecho masculino que tenía enfrente. Lo abrazó, saboreando su calor, su olor, todo lo de él que le brindaba bienestar. Él la rodeó entera, nunca la percibió tan indefensa y necesitada. Apenas podía creer que fuera la misma mujer altanera que conoció aquella lejana tarde. Esa desconocida que en un principio le desagradó se tornó de a poco en su mejor motivo para levantarse cada mañana. Verla así de decaída en definitiva era peor que encontrarla con ese otro que le prometió no volver a ver.
—Perdóname, no quería preocuparte... Estoy tan cansada —susurró con entonación débil.
Tardó en responder, aplastado por la realidad. Aunque prometió apoyarla, no alcanzó a imaginar hasta donde tendría que soportar.
—Te llevaré adentro.
Al decirlo le besó la cabeza y la estrechó todavía más contra sí, lo suficiente para comprobar que estaba ahí, con él, a salvo.
Ninguno se percató de que, desde la esquina, Manuel se quedó observándolos por el retrovisor antes de decidirse a dar la vuelta y dejar la imagen atrás. Por primera vez el convencimiento de que la había perdido sin retorno lo golpeó directo a la cara. En él nunca buscó consuelo de la forma en que lo hizo con ese hombre que le arrebató su interés. Darse cuenta de la innegable realidad fue como limón directo a una llaga. Ardía en las entrañas.
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