28. Mutuo consuelo
Él la contempló y ella a él. Por un instante, los sonidos de motores lejanos, pájaros sobrevolando sus cabezas y murmullo vecinal se silenciaron. Solo se percibieron a sí mismos, lo que cargaban, lo que habían pasado en las últimas horas y el gran deseo de estar juntos. Sus ojos se detallaron en la lejanía, heridos por el mundo y consolados por la mutua presencia. No obstante, ninguno hizo por acercarse, siguieron observándose por algunos segundos con el sendero de gris y desgastado pavimento entre ellos, ambos estaban agotados y masticaban su nueva realidad, de la que esperaban hacer parte al otro. Un auto pasó lento y se transformó en una sombra difusa y demasiado débil como para captar su atención, lo mismo sucedió con algunas personas caminando por la acera desde la que se encontraba cada uno.
Fue Diana la primera en avanzar cuando el gesto abatido de él le dijo que lo descubierto en esa casa era peor de lo que imaginó. Era la primera vez que lo veía así, ni después de recibir el veredicto que le robó seis meses de su vida lo notó tan devastado o con esa sombra que opacaba sus facciones; lo sabía porque había estado ahí sin que él lo supiera. Desde entonces algo en ese hombre la atraía como en ese momento en el que su única necesidad era librar la distancia que los separaba.
Antes solo se limitó a saber de él, se había convencido de que sus mundos eran dos galaxias que jamás convergerían, lo seguía pensando incluso cuando las circunstancias le dieron una excusa para hablarle otra vez. Ante eso abrazar su propia desconfianza y rechazar cualquier posibilidad fue la opción viable para no terminar herida, pero eso había cambiado. Hay cosas que están destinadas a ser, personas que por más diferentes que parezcan son capaces de caminar en una misma dirección. Le costó aceptarlo, tener a alguien, especialmente a él, dispuesto a no abandonarla era algo que a ratos le parecía más una ilusión que algo tangible, aunque ya se había jurado a sí misma que sin importar lo que sucediera iba a intentar conservarlo, así tuviera que correr o sumergirse en el fango, ella pondría todo su empeño en lograrlo.
Llegó a su lado en un suspiro, de cerca se dio cuenta de que el daño era todavía mayor. El saco de su traje manchado, su camisa arrugada, y las lesiones en su rostro. Levantó su mano y acarició ahí donde su antiguo amante había golpeado. Lo miró a los ojos y se encontró navegando en la humedad que cubría sus pupilas con una densa cortina de dolor que él no dejaba fluir.
—Vámonos de aquí, ¿Quieres? —le dijo. Intuyó que estar ahí lo hería.
Junto a la saliva en su boca, se tragó las ganas de saber lo que había sucedido, quién se había atrevido a lastimarlo y lo que le dijeron sus padres para dejarlo en ese estado en el que lejos de ser el hombre seguro de sí mismo que conoció, se había vuelto despojos lamentables que se aferraban a lo más vulnerable de su humanidad para seguir en pie. Al escucharla asintió y fue que vio que ella tampoco estaba intacta, las marcas de violencia en parte de su faz y el cuello que él disfrutaba besar lo preocuparon sacándolo de su ensimismamiento, se veía tan magullada que la rabia le calentó la sangre en las venas.
—¿Qué te sucedió? —preguntó, tomándole con suavidad el rostro entre las manos y acariciando las variaciones en el tono de su piel. Su preocupación la enterneció.
—¿Qué te pasó a ti? Te dije que no te divirtieras solo —. Sonrió y ese gesto logró que el calorcito del sol languideciendo se metiera de a poco dentro de los dos y calentase la frialdad que otros dejaron.
No había querido abrazarla porque de hacerlo sentía que iba a perder la poca entereza que conservaba. Sin embargo, escucharla lo venció, necesitaba sentirla, de ser posible tan cerca que si alguno fuera metal ardiente pudiera fundir al otro para ser uno solo. Sus brazos no le pidieron permiso, la rodearon y estrecharon contra su cuerpo. Aspiró hondo el aroma que captó su nariz, permitiendo que inundara sus terminaciones nerviosas y se le clavara en lo más hondo. La sintió ponerse rígida, tal vez era demasiado, pero él no podía ir lento, no en ese instante en el que su mundo se desmoronaba.
Tal y como suponía, para Diana las muestras de cariño no eran sencillas, nadie la enseñó a abrazar ni le dio pautas para consolar, ella solo sabía ser ella misma, así que una vez más se dejó llevar y relajándose, se permitió rodearle la cintura. Lo apretó con fuerza, lo respiró y se perdió en el ancho de su pecho. Escuchó su corazón, latía con pena, emitiendo una melodía de tristeza que de alguna forma captó y por la que se dejó arrullar.
Ninguno midió el tiempo, se quedaron así hasta sentir alivio. Una vez que la calma retornó, Roberto la liberó únicamente para perderse en esos ojos marrón oscuro que eran el único hogar con el que contaba.
—¿Nos vamos? No quiero estar más aquí.
—¿A dónde te llevo?
—A tu casa, vamos por tus cosas.
—¿Por mis cosas? —su pregunta era sincera, la expresión de niña confundida la delató.
—Sí, quiero que te quedes conmigo este fin de semana. ¿Puedes? ... No tengo ganas de estar solo y tampoco quiero que tú lo estés.
Ni lo pensó, movió la cabeza afirmativamente y de la mano fueron hasta el auto. Antes de abordar, Roberto dio un último vistazo a la casa en la que creció. Ignoraba si alguna vez le sería posible volver, no se creyó capaz con toda la rabia de Aracely pintando cada rincón de un hogar que nació de la tragedia. Ella era una víctima y lo entendía, pero no estaba dispuesto a seguir pagando los pecados del hombre que lo engendró. Hizo lo único que podía y se despidió, agradeció lo bueno, lo malo lo llevaría con él siempre, pero conocer los motivos de su madre de cierta forma le brindó paz.
En el trayecto no hablaron mucho. Él miraba al frente sin ver nada de lo que pasaba ante sus ojos, hundido por completo en sus pensamientos que fluctuaban entre sus recuerdos y el presente. Ella le dio su espacio, también tenía en que pensar. Manuel ya no estaba en su vida y pese a que no lo extrañaba, se sintió un poco a la deriva. A su manera él la apoyaba, sobre todo con lo concerniente a su trabajo, y pese a que contaba con sus propios recursos, tener aliados era mejor que lo contrario. De nuevo el pensamiento de cambiar de vida la motivó, no era algo fácil, se asemejaba a aprender a respirar en la superficie cuando llevas haciéndolo toda la vida bajo el agua. Aterraba.
Finalmente, una hermosa luna iluminó la llegada a su destino; la noche se había impuesto sobre la tarde mientras se trasladaban de un lugar a otro. Al entrar, él volvió a abrazarla, le tomó el rostro, se perdió en sus ojos y la besó. Fue una caricia diferente, más que placer buscaba consuelo. Diana lo desnudó de a poco, deteniéndose en cada palmo de piel que colmó con mimos que evidenciaban la ternura que yacía escondida en su interior, enterrada entre recuerdos de desamor y la hostilidad en la que aprendió a sobrevivir. Ambos se entregaron al sentimiento e hicieron el amor a un ritmo lento y cadencioso, cuidando del otro y lamiendo sus respectivas heridas. Fue hasta que terminaron tendidos y con los cuerpos palpitantes trenzados en la cama que él se atrevió a hablar.
—Sí es mi madre.
Al escucharlo, agudizó el oído y apretó los labios, presintiendo que lo que le dijera no sería fácil para él. Tal y como lo suponía no lo fue. A cada palabra revelando la verdad sobre su origen, la voz se le quebraba un poco y su respiración se agitaba. Lo sintió estremecerse, aquello lo superaba.
—Estaba preparado para aceptar que no eran mis padres, que ninguno de los dos lo era, pero no para enterarme de que soy hijo de...
—¡No lo eres! —afirmó levantando la cabeza lo suficiente para verlo a la cara. Odiaba que sufriera por los actos de un criminal —. Tu padre es el hombre que te crió, no ese mal nacido que abusó de tu mamá. Sé cómo se siente, que la mitad de ti venga de la basura, pero nosotros no somos ellos. Somos mejor que eso, al menos tú lo eres.
—Aunque lo sea ella me odia.
—Puede que sí, pero no eres responsable de lo que sienta. Cuesta aceptarlo, a mí me tomó años hasta que lo entendí, esa mujer que no tuvo reparos en abandonarme a mi suerte no podía darme lo que no tenía. Es eso o que yo no lo merecía, de cualquier forma, no había nada que pudiera hacer para cambiarlo.
—Sí lo merecías, ella es quien no merece una hija como tú —. Su convencimiento la dejó en silencio. Él le acarició la mejilla y parte de la cabeza, luego sus dedos la tomaron con suavidad del mentón y le fue imposible no volver a fijar la vista en las lesiones que pintaban su piel —. ¿Quién te lastimó? —preguntó dubitativo, tenía miedo de la respuesta porque presentía que la culpa era de él.
—Johny, el hermano de Nora.
Al saberlo la apretó un poco contra su pecho, le besó la cabeza y respiró aliviado. Sí era su culpa, pero al menos no había sido el mismo amante despechado que lo atacó. Si hubiera sido Manuel, le habría sido imposible tolerar el impulso de ir a reventarlo a golpes.
—¿Y a ti?
Se lo pensó, ¿Era necesario que ella lo supiera? Supuso que tampoco podía ocultárselo viendo quienes habían sido testigos, en algún punto lo sabría y era mejor que fuera él quien se lo dijera.
—¿No lo sabes ya? —emitió con voz queda, cansado de que el fantasma de ese hombre se interpusiera entre ellos como si tuviera derecho a hacerlo.
—No puede ser... Miserable, hijo de puta —masculló furiosa apretando los dientes. Manuel parecía otro, le pesó no haberse dado cuenta antes de la verdadera naturaleza de su amante.
—¿Le dijiste lo nuestro?
—Se enteró... —. Por un segundo se quedó callada, mordió su labio y su gesto se contrajo.
Los nervios le crisparon la piel desde media espalda hasta recorrer el largo de sus brazos y electrizar sus manos. Una montaña de dudas se le fue encima junto al eco venenoso de lo dicho por Manuel repitiéndose en sus oídos.
¿Y si tenía razón? Ella misma se respondió. No podía ser así, no cuando su calor la rodeaba y borraba cualquier amargura. Por otro lado, aunque lo fuera, ya no había lugar para los arrepentimientos. Con una ligera sacudida de cabeza intentó deshacerse de la atosigante idea de que para Roberto podía ser solo un juego. Demasiado cerca para no notarlo, él se dio cuenta de su indecisión y sus ojos la buscaron. El ambiente de pronto se volvió tenso, para aliviarlo entrelazó los dedos de su mano con los de ella.
—¿Y qué te dijo? —. Lo pensó mejor, esa no era la pregunta correcta —. O más bien, ¿Qué le dijiste tú a él?
Diana se negaba a verlo, con la cabeza sostenida en él y sus pupilas desviándose a una y otra dirección, una vez que tomó valor para hacerlo se encontró con que la miraba esperanzado. Tras ver el hálito de pesadumbre con el que abandonó la casa de sus padres, notarlo le dio el ánimo para superar su propia inseguridad.
—Terminé nuestra relación. No volveré a estar con él.
Él quiso no sonreír tan rápido, pero le fue imposible. Volvió a estrecharla contra sí traspirando emoción por los poros, sus palmas recorrieron los brazos y la espalda femenina. Estando así parecía tan indefensa que sus ganas de cuidarla aumentaron.
—Es la mejor noticia que he recibido hoy... En realidad, es lo único bueno del día, pero lo vale todo.
—¿Estás feliz? —la voz le tembló un poco al preguntar, pese a que el corazón en el pecho contra el que estaba sostenida su cabeza ya le había respondido con su intenso palpitar.
—Mucho... Sé que soy un egoísta, pero no me importa, te quiero solo para mí y no soportaba la idea de que un tipo como ese tuviera tu cariño. No cuando yo... —se guardó lo último un poco, antes levantó su espalda del colchón y recostó la de ella con su brazo sirviéndole de almohada. Con los dedos de la mano contraria acomodó los cabellos azabaches de su compañera detrás de sus orejas y le besó la frente, la punta de la nariz y los labios con dulzura. Ella lo miraba sin pestañar ni atinar a moverse, a la completa expectativa de lo que fuera a decirle —. Preciosa, yo de verdad te quiero, me cuesta pensar en estar sin ti.
—Roberto...
—Si no puedes corresponderme aún no digas nada, solo sigue conmigo, déjame convencerte —. Por un instante, meditó su otra petición —. Y aunque sé que no tengo derecho a pedirlo, por favor considera no volver a ponerte en peligro. Te agradezco que hayas encontrado al idiota de mi hermano, pero si hubiera sabido que alguien te iba a dañar jamás te lo hubiera pedido... Tú... Tú te has vuelto lo más importante para mí, no quiero perderte.
—Pero es mi trabajo...
—Puedes conseguir otro empleo, yo te ayudo. De hecho ...
—Roberto —lo interrumpió —. También quiero estar contigo, no sé bien cómo hacerlo, pero lo intentaré. Pero. Si vamos a estar juntos hay más que debes saber.
La seriedad que se apoderó de su semblante lo dejó mudo. Ella se liberó de sus brazos y se sentó en la cama abrazando sus piernas. Su mente fue a un lugar al que no podía acompañarla. Aguardó paciente a que volviera mientras contemplaba su perfil meditabundo. Tras una espera que le pareció eterna, la vio girar para verlo de frente e hizo lo último que esperó, vacilante tomó el borde de su blusa y la deslizó hacia arriba hasta quitársela por completo.
En silencio, contó las veces que habían estado juntos sin que pudiera convencerla de desnudarse por entero, y admiró los hermosos pechos que se le presentaron. Le fue imposible que el deseo que despertaban en él no fuera sustituido por malestar al notar las cicatrices que surcaban las elevaciones de su piel. Eran la materialización de la forma violenta y cruel en que ella vivía, ese mundo oscuro que reservaba para sí misma. Se preguntó cuánto tiempo llevaba luchando. Sin duda era una guerrera incansable. La imaginó sola, lidiando con el sufrimiento que debieron significar y las emociones se le anudaron en la garganta, lo mismo que la necesidad de salvaguardarla de alguna forma de tan escalofriantes vivencias.
—Tampoco me gusta vivir así —confesó sin mirarlo —. Pero no puedo cambiarlo hasta que el desgraciado que me hizo esto deje de existir.
—¿A qué te refieres? —indagó con la sangre congelada por las palabras que ella había decidido usar.
—No soy la única a la que lastimó, también les arrancó la vida a otras mujeres, jóvenes que empezaban a vivir y que no tenían culpa alguna de lo que el mal nacido tenga en la cabeza. Sé que no es lo que quieres escuchar, pero te prometo que me cuidaré, no pienso morir en sus manos, no teniéndote a ti. Solo es algo que necesito hacer o no podré vivir tranquila... Por favor, dime que lo entiendes.
Contuvo el aliento, la mujer que quería lo miraba esperando su respuesta. Negarse y dejarla sola no era opción, así que dijo lo que ella necesitaba escuchar, o lo que le pareció más cercano a eso.
—No sé si puedo entenderte, pero lo que sea que vayas a hacer cuenta conmigo.
La sinceridad que percibió en él la hizo sonreír aliviada, estaba dispuesta a cumplir su promesa. Viviría por ella y por él, viviría por ambos.
https://youtu.be/EN5MTutsr20
La confianza en una relación de pareja se construye mutuamente. Se manifiesta de una y mil formas, no solo implica compartir nuestras vivencias, miedos o preocupaciones, también es tener la certeza de que el otro estará ahí cuando lo necesitemos en medida de sus posibilidades.
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