25. Encuentro peligroso



Diana miró a los alrededores una vez que el auto estacionó, el sitio era una cantina de mala muerte en una apartada zona de la periferia donde no llegaba ni el pavimento, los caminos eran de tierra y el alumbrado público escaso, para colmo defectuoso. El farol del poste bajo el cual estacionaron estaba apagado, por lo que varios metros a la redonda quedaban sumidos en la oscuridad. 

Quienes se movían ahí eran en su mayoría drogadictos, asaltantes y prostitutas, uno que otro traficante. Por eso había decidido ir acompañada y reducir el riesgo de morir pronto. Giró hacia su acompañante en un gesto de complicidad. Luego levantó la pierna derecha junto al pantalón que le cubría la pantorrilla y sacó de la funda tobillera el revólver que guardaba. Revisó el arma una última vez y volvió a ponerla en su lugar.

—Solo entra y avísame cuando salga. Disimula lo que eres, caminas igual que el viejo. Él también se meneaba como si llevara el cinturón de policía pegado alrededor.

El hombre soltó una carcajada. Tenía tiempo sin trabajar con la hija del primer compañero con el que había patrullado una vez que se convirtió en oficial. Le tenía especial aprecio y la ayudaba cuando podía.

—El perro no deja de ser perro. Así era Alfonso, tú te pareces a él.

—No digas idioteces, Méndez.

Jesús Méndez ya no era joven, le faltaban pocos años para jubilarse y obtener uno que otro encargo como aquel le facilitaba pagar las cuentas. Diana confiaba en él y por eso era a quien acudía cuando necesitaba apoyo. Aún así no le gustaba la idea de arriesgarlo, aunque se lavaba la consciencia pensando que el dinero que le cobraba a Roberto sería en parte para él y no entero para ella. 

—No tengas pendiente, los viejos como yo sabemos cómo actuar. Cuídate una vez que ese cabrón salga, igual trataré de alcanzarte.

—¡Déjamelo a mí! Solo haz algo si ves que no puedo.

—Muchacha idiota, con razón tu papá se quejaba tanto de ti. Igual sigues siendo la jefa. Solo acuérdate que, si algo te pasa estando conmigo, Alfonso es capaz de salirse de la tumba para venir a golpearme.

Por un instante, Diana se quedó mirando a la nada, meditabunda. ¿Realmente le importaba tanto a él? Nunca recibió una muestra de cariño de su parte, tampoco una palabra de aliento. Desde que había aceptado a Roberto en su vida, comenzaba a entender cómo se demostraba el afecto y era algo que nunca tuvo con Alfonso. Dejó de pensar, no tenía tiempo. Junto a Jesús descendió del vehículo, él entró al destartalado establecimiento. El olor a orina y cerveza se respiraba alrededor, pero ya estaba acostumbrado así que ni se inmutó al atravesar el umbral. Por su parte, Diana permaneció afuera sin hacerse notar. Lugar de porquería, la de enfrente era la única salida, una trampa mortal sin el mínimo de condiciones seguras.

No tardó mucho en recibir el mensaje de texto de su compañero confirmándole que a quien buscaban se encontraba ahí, era todo lo que necesitaba saber. No obstante, tuvo que pasar otra media hora para que el siguiente mensaje llegase. Johny acababa de despedirse del par de hombres con los que había estado bebiendo e iba de salida. Al enterarse agudizó la vista para no perderlo, no era que hubiera mucha gente entrando o saliendo, pero todos lucían más o menos igual si no se prestaba atención. Observó a un par de hombres salir tambaleándose antes de que Johny apareciera. 

Su objetivo comenzó a andar por la solitaria calle y ella a seguirlo a una distancia prudente para asegurarse de que no se encontraría con nadie más. Él dio vuelta en una esquina de muros grafiteados y por un breve instante, se quedó paralizada; el recuerdo del asesino apuñalando su cuerpo la turbó, endureciendo sus extremidades y acelerando el palpitar de su corazón. Se forzó a recomponerse y fue tras los pasos del hombre. Apenas dio vuelta en la inflexión del camino, se encontró de frente con unos ojos inyectados, enrojecidos y enmarcados con una expresión furiosa, pudo detallarla pese a las sombras nocturnas que desdibujaban el entorno. Se le fue directo al cuello y la llevó contra la pared, estrangulándola con ambas manos.

—¡Seguro vienes con el chota que está adentro! —escupió, atenazando con mayor fuerza a su presa.

La presión de la mano del atacante en su cuello pronto impidió que ella pudiera respirar, con la falta de oxígeno se activó un instinto de supervivencia y con él, una inyección de adrenalina que enfebreció cada gota de sangre que implosionaban desde su pecho. Cerrando ambas manos sobre la debilidad de sus muñecas logró ganar espacio para dar un respiro que al instante utilizó en un colérico contraataque de puño directo hacia la nariz de su oponente. La sangre comenzó a brotar desde dentro y pronto retrocedió cuando su vista comenzó a nublarse, sin un segundo de descanso ella conectó un aún más fuerte rodillazo en la boca de su estómago que acabó por dejarlo sin aire.

Aulló y maldijo a la mujer trastabillando hacia atrás, cayó sentado en la tierra en medio del polvo que se levantó bajo su peso. Pocas ganas tenía de ponérsela fácil y sacó del bolsillo de su pantalón la navaja que llevaba. Se puso de pie con la agilidad de un felino a la que contribuía su excesiva delgadez y se quedó con las piernas medio abiertas, las rodillas dobladas e inclinado hacia adelante. Rabioso, aunque aturdido, la amenazó con el arma blanca, obligándola a retroceder un par de pasos.

—¡Hasta aquí llegaste, pinche puta, conmigo nadie se mete!

Ella se agachó y desenfundó el revólver en su tobillo, volvió a enderezarse con los pies separados y el aliento contenido. Apuntó directo al hombre con el brazo extendido y apoyando la mano dominante en la otra, amartilló el arma de fuego y puso el dedo en el gatillo.

—¡Basta Johny, solo quiero hablar sobre Nora!

—¿Nora? —cuestionó él, sintiendo como si de golpe le bajasen los ánimos. Si alguien le importaba era su hermana.

—Sí. En realidad, estoy buscando a su novio, pero me enteré de que ella puede estar en problemas. Puedo ayudarla.

—¡Como si fuera a creer en la palabra de una perra!

—¡Cuida tu lengua imbécil y suelta esa navaja, antes de que te meta un tiro!

El hombre caviló sus oportunidades de huir, más no fue tan rápido para darse cuenta del oficial que llegaba corriendo hasta él por un costado y que con brusquedad le tomó la muñeca para doblarla y desarmarlo. A continuación, Jesús le dobló el brazo hacia atrás y lo tiró al suelo, ahí le sujetó las manos en la espalda y le puso la rodilla encima para inmovilizarlo.

—¡Quítamelo de encima o no te diré nada! —gritó.

Diana se lo pensó, ese bribón le estaba dando demasiados problemas. Miró a los ojos a Jesús y asintió sin dejar de apuntar a Johny. Este se puso de rodillas y se quedó ahí en tanto recuperaba el aire que le faltaba en los pulmones. Sentado sobre sus piernas se limpió en repetidas ocasiones con el dorso de ambas manos la sangre que brotaba de sus orificios nasales.

—Ahora dime, ¿Dónde puedo encontrar a Edgar?

—Ni me recuerdes a ese hijo de puta inútil, ni siquiera es bueno para defender a su vieja.

—¡¿Dónde?! —volvió a inquirir con creciente exasperación.

—Te lo diré si me juras que no vas por mi hermana y si le sacas a ese pendejo de encima.

—¿A Edgar?

Él negó.

—Ella te lo dirá, fue por eso por lo que tuvo que esconderse. Yo lo busqué, pero es como una rata escurridiza, el muy cabrón.... ¡Ah! Y tampoco quiero volver a verte por aquí, ni a ti ni a este —exigió señalando a Jesús.

Tras breves segundos, ella resopló y asintió.

—Una última pregunta Johny, ¿De quién es la casa dónde vivían Nora y Edgar?

—¡Que te importa! —sentenció torciendo el gesto con desagrado. Al final respondió al notar que había vuelto a tensar el brazo por el que sostenía el revólver y su dedo parecía más dispuesto a apretar el gatillo —. Es de un pobre diablo que me debía dinero y terminó pagándome con su casa. ¿Ya? ¿Me dejarás en paz?

Diana volteó a ver a Jesús, este se encogió de hombros. Siempre era tentador meterle un balazo a un desperdicio como Johny, pero hacerlo solo la reducía, así que lo dejó ir luego de que obtuvo la información que había ido a buscar. Lo que sí estaba dispuesta era a llamar después a un par de conocidos que conservaba en el departamento encargado de narcotráfico, tal vez ellos quisieran hacerle una visita.

Para cuando volvió al cuarto que rentaba, estaba agotada. Le dolía todo el cuello y la molestia se le extendía hasta los hombros y cada vértebra de la espalda, pero al menos había logrado conseguir la dirección de Edgar. Por ese día era más de lo que podía pedir. Bajó con desgano de su vehículo, antes había ido a llevar a Jesús a su casa por lo que era tarde para intentar comprar comida y pese al hambre, lo único que deseaba era dormir hasta el día siguiente. 

A paso lento subió las escaleras y abrió la puerta, estando adentro se dejó caer sobre el colchón de su cama dispuesta a entregarse al sueño. Entonces, el móvil sonando le impidió cerrar los ojos. Vio el identificador y dudó en responder, lo hizo arrepintiéndose casi al instante.

—¿Dónde estás? —reclamó la voz masculina al otro lado, su entonación angustiada evidenciaba su preocupación.

—¿Dónde más estaría? En mi cuarto.

—Te he ido a buscar toda la tarde, también fui ayer y nada. Diana... Estoy preocupado por ti y te extraño lo que no imaginas.

—No tengo tiempo, Ruiz —exclamó fastidiada —. ¿Qué es lo que quieres?

—Verte.

—Ahora es imposible, estoy demasiado cansada.

—¿De mí?

—De todo y sí, también de ti.

Un denso silencio se prolongó al otro lado de la línea. Uno que rasgaba la respiración turbada de Manuel. Si hubiera podido verlo, se habría dado cuenta de la forma en que su declaración lo afectó, descomponiendo sus facciones hasta hacerlas lamentables.

—No me digas eso, eres la mujer que amo —. Su ruego a punto estuvo de hacerla flaquear, después de todo era tanto lo que la unía a él, toda una historia compartida. Tragó saliva pesadamente, le dolía el hacerlo debido al reciente ataque.

—Esa mujer debería ser tu esposa. Quédate a su lado y convéncela otra vez de que la amas. No debe costarte mucho, ya lo has hecho antes.

Tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para que no se le quebrase la voz. Las últimas palabras le dolieron también a ella, pese a todo él no merecía ese trato, pero no podía darle otro. Dejaría que el abismo que los distanciaba siguiera propagándose hasta enfriar sus corazones. Era lo mejor. No lo quería cerca y para eso lo mejor era terminar con su esperanza. Sin despedirse, finalizó la llamada.

Antes de apagar el móvil, revisó las decenas de mensajes que le habían llegado mientras lidiaba con Johny. Algunos eran de Manuel, otros tantos de Roberto. Éste último sabía donde estaba y si no la había acompañado fue por insistencia de ella, no quería volver a involucrarlo en la sordidez del mundo que a veces visitaba. 

Escribió un Te veo mañana y lo envió. Por esa noche, se desconectó. Necesitaba dormir con desespero. Por fortuna, las pesadillas le habían dado tregua las últimas semanas, permitiéndole descansar, solo esperaba que esa calma fuera duradera.

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