24. Amantes


El silencio nocturno y las luces apagadas no fueron suficientes para que pudiera dejar de pensar en la persona que yacía a su lado. Incapaz de conciliar el sueño, abrió los ojos y recorrió con ellos la silueta femenina cuyo contorno se dibujaba en contraste con la luz de la calle filtrada entre las cortinas de la ventana. El ambiente estaba pintado en una escala de oscuros grises entre los que destacaban los colores más vívidos. La escasa iluminación era suficiente para detallarla, Diana estaba de espaldas a él y le pareció que dormía, así se lo indicaba la respiración acompasada que provocaba el único y tenue movimiento de su cuerpo. Le había prometido que solo dormirían, pero era imposible teniéndola ahí, al alcance de su mano. Con las yemas de los dedos trazó una línea que comenzó en el hombro de ella, siguió por su brazo y descendió hasta la curva de sus caderas. Para cuando llegó le fue imposible contenerse, la tomó por la cintura atrayéndola hacia él. Le besó el cuello y mordisqueó la oreja con suavidad.

—Me dijiste que solo me quedara a dormir ...

Ella estaba despierta, no lo sorprendió.

—¿Y por eso fingías hacerlo?

—Quería ver cuánto tiempo mantenías tu mentira.

Diana se giró sobre su costado para verlo de frente.

—Mentí, lo confieso. La verdad es que muero por tocarte.

Lo dijo sosteniéndole la mirada y por eso pudo darse cuenta de que ella no le creía del todo, le disgustaba ver esa duda así que asaltó su boca con un beso feroz que les arrebató el aliento a ambos. Su boca no le dio tregua, menos lo hizo cuando su cuerpo la envolvió, poniéndose sobre ella y sofocándola al verse rodeada de su calor. Siguió besando, succionando con avidez sus labios y saboreando con su lengua la cavidad entera de su boca. Cuando por fin se separó un poco fue solo para verla a la cara. Los ojos oscuros y profundos le rogaron continuar y también lo hicieron los labios inflamados por sus besos. Siguió haciéndolo, más lento, acariciando con su boca la de ella. 

Por su parte, Diana ya no quería esa ternura, lo deseaba tanto que lo empujó para obligarlo a tenderse boca arriba. Se sentó a horcajadas sobre él, apretándole con los muslos la cintura y sintiendo entre las ropas que ambos llevaban puestas la erección que quedó atrapada en su entrepierna. Él se aferró a sus caderas, pero ella le tomó las manos y las cruzó sobre su cabeza, sosteniendo sus muñecas. Fue un movimiento brusco, rápido, de sometimiento que él permitió extasiado con la visión de esos pechos que lo enloquecían tan solo de imaginarlos, tan cerca que si se inclinaba un poco más podía atrapar uno con la boca. Lo intentó, hizo por levantar la cabeza, pero lo frenó la presión que los antebrazos de ella ejercieron sobre los suyos.

—Quieto, Medina. Hoy te toca estar tranquilo.

El tono inquisitivo con el que masculló la advertencia aumentó la tensión en sus músculos, lo mismo que la agitación de su respiración. Aceptó mudamente, con sus miradas enganchadas. Ella sonrió de lado, como siempre lo hacía y enderezó su espalda, liberándolo de su agarre. Sin embargo, él no hizo mucho, solo bajó las manos y tímidamente las posó en las piernas femeninas a sus costados. Apretó un poco la carne que palpaba cuando sintió las caderas de ella moverse en círculos amplios que iban achicándose sobre su excitación. 

No dejaba de mirarlo con el gesto encendido, lo sentía estremecerse bajo sus movimientos y subir su propia pelvis. Paró de repente y descendió por las piernas de él hasta que su cara estuvo a la altura de su erección. Tomó el elástico de las prendas que la cubrían y las bajó dejándolo desnudo de la cintura para abajo. Su boca y lengua se apropiaron del miembro viril. Eran en extremo hábiles, jugaron con él hasta llevarlo al límite entre resoplidos y el ronco jadeo que se escapaba de su garganta.

—Ven acá —dijo él con la voz entrecortada e incapaz de controlar las sacudidas instintivas que le turbaban medio cuerpo. Lejos de atender su petición, ella aumentó la intensidad de lo que hacía —. Por favor... —volvió a pedir.

Terminar en su boca era tentador, pero más lo era hacerlo en su vientre. Ella hizo caso y besó una última vez la piel sedosa y firme que había estado mimando. Se desnudó frente a él, quitándose todo excepto la blusa que se negaba a dejar de usar. Roberto maldijo por lo bajo, deseaba verla desnuda por completo, pero ya había aprendido que lo que ocultaba era importante para ella. Le tocaba esperar a que alguna vez le tuviera la confianza para mostrarse.
La vio posicionarse otra vez sobre él y bajar su entrepierna lento, permitiéndole enterrarse de a poco y por completo para a continuación, comenzar a saltarle encima, aumentando el ritmo hasta llegar al frenesí. Tras estar así un rato se quedó quieta de nuevo, mirándolo.

—Preciosa...

Ella se llevó el dedo índice a la boca, exigiéndole silencio. Le fascinaba verlo así, rendido a sus deseos y expectante. Solo le sucedía con él, no era algo que con otro hombre hubiera buscado. Roberto la hacía desear prolongar las sensaciones que la inundaban al estar juntos. Entonces se giró para darle la espalda justo en el momento en que el viento sopló fuerte, apartando la cortina. La luz de la calle se coló en mayor medida, dándole a él una vista fabulosa del trasero femenino sobre su cuerpo. El deseo se le disparó hasta embotarle los sentidos, lo que percibía era todo ella y el deleite que le daba. 

En esa postura, la contempló retomar el ritmo que detuvo antes. Siguió así, gimiendo libre, completamente perdida en su vaivén, luego volvió a la pose original y tras dedicarse a ello, alcanzó la cumbre del placer en medio de la sacudida de sus extremidades y la contracción de su musculatura pélvica. Una vez que terminó, él se sentó para abrazarla, limpiando con su propia piel las delgadas líneas de sudor que recorrían la de ella. La besó antes de recostarla y hundírsele dentro. Era su turno de gozarla y lo aprovecharía al máximo.

El amanecer llegó pronto ante las horas nocturnas que quedaron atrás sin que las durmieran por entero. No obstante, ninguno de los dos se sentía cansado. Mientras él tomaba una ducha y se preparaba para el trabajo, Diana permaneció sentada en la cama con las piernas estiradas, completamente relajada y observando en su móvil unas imágenes a las que había tomado captura de los vídeos de la tienda donde trabajaba Fátima cuando desapareció. Algunas eran del día fatídico en que no se supo más de ella, otras de días anteriores. 

El dueño había cooperado y les entregó varias de las grabaciones de esa misma semana que ella le pidió a Saúl. Le había llamado la atención notar que la mañana antes de su desaparición, Fátima había estado mirando afuera a lo largo de su turno. Se quedaba por algunos minutos con la vista fija hacia algo o alguien que no captaron ninguna de las cámaras externas. Todavía más le interesó cuando en uno de los informes leyó que había expresado sentirse vigilada, aunque únicamente se lo comentó a su compañero del turno nocturno en una ocasión.

 Al ver otros vídeos, notó que aquel no había sido el único día que la joven se mostró temerosa; el maldito que se la llevó se había tomado el tiempo de acecharla y eso daba la posibilidad de que un testigo lo hubiera visto. Tampoco podía sacarse de la cabeza lo que hizo que la secuestrase cuando aun mantenía cautiva a su víctima anterior. Era la primera vez que hacía algo así.

—¿Por qué no le dijiste a nadie, niña tonta? ¿O si lo hiciste? —cuestionó a la pantalla en la que veía la imagen de Fátima mirando hacia afuera.

Luego buscó en su lista de contactos el número de Saúl y le marcó. Una vez que el agente le respondió, le expresó dudas puntuales y le informó sus sospechas. Él prometió indagar más y tenerla al tanto, eso la dejó un poco tranquila. No lo suficiente. Sin duda tenía que encontrar a la menor brevedad a Edgar para volver a enfocarse en Fátima.

—¿Hablabas con alguien?

Miró a Roberto que salía del baño y asintió con el gesto suavizado. Él parecía inquieto y notarlo picó su curiosidad.

—¿Quieres saber con quién hablaba?

—No... —. Apretó los dientes y los ojos, se moría de ganas de saber si con quien estaba al teléfono era un hombre en particular, pero no quería parecer demasiado invasivo. Al final decidió que necesitaba sacarse la duda —. Solo quiero saber si volverás a verlo.

—¿De quién hablas?

—Sabes a quien me refiero, a ese hombre, con el que estabas antes.

—Ruiz...

—Él.

—¿Por qué te preocupa? Lo más seguro es que tenga que volver a verlo, pero eso no afecta lo que sucede entre nosotros.

—¿Cómo no lo va a afectar? Si él y tú...

—¿Somos amantes? —lo interrumpió —. ¿Eso es lo que ibas a decir?

Ese "somos" caló como puñalada.

—No quería decirlo de esa forma.

Ella suspiró sin mirarlo, luego se arrodilló en el colchón y se le acercó. Levantó su mano y le acarició el pectoral desnudo, provocándolo. Era una desgracia que no tuviera tiempo para quedarse otro rato a su lado. Con la piel de las mejillas y el pecho ruborizada, la vio trazar una línea que bajó por su torso hasta llegar al borde de la toalla que le rodeaba la cintura. Sus ojos se buscaron mutuamente.

—Ruiz es mi problema. No pienses en él.

La afirmación mató el momento.

—No es tan fácil...

—¿Por qué no lo es? ¿Qué es lo que en verdad quieres? —. La pregunta fue acompañada de la forma inquisitiva en que lo observaba y que pretendía ahondar en lo que él expresaba.

Las relaciones para Diana eran simples, estar con quien le mostraba un interés que ella podía corresponder. Sin promesas ni compromisos. Algo que acababa una vez que el rechazo aparecía en algún punto. Por eso le resultaba difícil comprender la manera en que Roberto se sentía. Aunque en el fondo, le causaba un inesperado temor pensar que él ya no quisiera estar con ella. 

Si un hombre podía herirla, era él. Sin que se diera cuenta se le había metido dentro con sus arrebatos apasionados, comprensión y adictiva ternura. Lo que significaba la aterrorizaba, pero ante el miedo su mejor defensa era obligarse a no pensar en el futuro.

—Entender lo que somos tú y yo, solo eso —exclamó, tomándola por los brazos con delicadeza. Evadiendo su mirada, prosiguió. Lo avergonzaba aceptar que estaba muerto de celos, odiando la idea de que aquello fuera solo una aventura pasajera para ella mientras el maldito hombre regresaba —. Además, no soporto pensar que volverás a estar con él.

—Lo único que puedo decirte es que me gusta estar contigo —aceptó, un tanto contrariada —. De lo otro, hay una razón por la que he estado con Ruiz estos años.

—Dime cuál es, haré lo que quieras si me eliges a mí.

—Es precisamente por eso, porque él no me exige seguir a su lado ni elegirlo. No puede. Siempre que me he ido, he podido volver.

Roberto la miró con la expresión descompuesta por la decepción, la respuesta estuvo lejos de agradarle y a cambio le resquebrajó un poco el corazón. Lo que había detrás de sus palabras era su propio deseo de estar sola y protegerse. Si había estado con ese hombre fue porque era su puerto seguro, ¿Cómo iba a competir contra eso? El único modo era volverse lo mismo.

—¿Y quieres volver con él?

¿Quería? Suspiró ante el cuestionamiento, estar con él le impedía pensar en ese otro hombre que creyó el único capaz de aceptarla. Por primera vez desde que inició la relación con Manuel, sentía que no lo necesitaba. Quiso poder decírselo claramente, pero antes tenía que aclarar sus propios sentimientos.

—No por ahora.  

—De acuerdo —declaró, con la desilusión clavada dentro que logró ocultar tras aparente convencimiento —. No quiero exigirte nada. Solo dejemos que pase lo que tenga que pasar. Puedes seguir quedándote a dormir conmigo cuando no tengas ganas de volver a donde vives. Sigamos divirtiéndonos juntos. Hasta te dejaré esposarme la próxima vez si es lo que quieres —. El ofrecimiento acompañado de una pícara sonrisa la contagió, haciéndola reír. La abrazó y besó su frente —. Háblame cuando no quieras estar sola, yo haré lo mismo. 

Ella afirmó con la cabeza, devolviéndole la tranquilidad. De a poco; aquello tendría que ser despacio. Mientras tanto, seguiría dándole motivos para no desear irse de su lado.

https://youtu.be/V2AncUyWDic

Las personas también podemos ser el puerto seguro de quienes nos importan. Cada vez que comprendemos lo que está sintiendo ese alguien que nos es especial, cuando le hacemos sentir que puede contar con nosotros sin juicios ni exigencias, entonces le damos confianza en nuestra sinceridad. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top