22. El eslabón más débil
El vecindario al que llegaron era de interés social, casas pequeñas, improvisados negocios, calles descuidadas, basura, autos de modelos pasados y algunos niños correteando por las aceras. Entornos empobrecidos que para Diana significaban memorias en las que le disgustaba pensar. Para no hacerlo solía desconectarse, como si quien estuviera en ese momento recorriendo esos senderos fuera otra y no ella, no la niña que creció en ellos. Dejó que el silencio inundase el interior del vehículo y se concentró en llegar a su destino. Dio la vuelta en una esquina y se internó más. No había mucha gente en la calle, el calor de las horas pasadas aun hervía el pavimento, pero los sonidos en el interior de las viviendas eran la evidencia de que sus moradores se encontraban dentro.
A su lado, Roberto la miró interesado. Hasta unos minutos antes habían sostenido una amena charla, pero de a poco iba notando lo común que era la manera en que ella pasaba de un estado de relajación a uno de completa alerta en cuestión de segundos. Él procuraba estar atento, deseaba apoyarla y hacerse especial en su vida ya que, aunque no lo hubiera hablado, sabía de sobra que su relación con Manuel no estaba del todo terminada. El hombre desapareció al verse descubierto, pero era como si su sombra estuviera presente y esa sensación lo agobiaba.
—¿Estás bien?
—¿Por qué no lo estaría?
—Tienes razón, ¿Por qué no lo estarías? —Roberto le acarició la mejilla. El suave tacto la estremeció, no era algo a lo que estuviera habituada, pero estaba dispuesta a aceptarlo, solo porque era él y lo que le inspiraba le colmaba de tibieza el interior.
—Ya estamos aquí.
El anuncio los hizo mirar en la misma dirección, hacia la casa frente a la cual estacionó el vehículo. El lugar parecía estar abandonado. Descendió del lugar del conductor y miró a su alrededor, después avanzó por el frente hasta la puerta de entrada. Los papeles y desperdicios que el viento y los transeúntes dejaron ahí sumaban al estado deplorable. En tanto ella exploraba con la mirada cada rincón, su compañero se preguntaba ¿Quién podía vivir ahí? Solo un infeliz como su hermano, al que no le importaba nada y que solo seguía vivo por pura inercia.
El sol ya no coronaba el cielo, pero la luz era suficiente para detallar el panorama. Confiada, se asomó por las ventanas. A través de las cortinas pudo apreciar parte del interior. La mesa del comedor estaba desordenada y todos los muebles se encontraban dentro. No habían planeado irse, pero la cerradura tampoco estaba forzada y se tomaron el tiempo de cerrar todo para que no fuera fácil el ingreso. Pensando en lo que significaba, recogió algunos sobres que el cartero dejó incrustados en la hendidura de la puerta principal. Eran recibos de servicios, ninguno estaba a nombre de Edgar o su novia; la casa debía ser alquilada o prestada. Lo último era más probable pues un arrendador ya hubiera vuelto a tomar posesión de su propiedad.
«Agustín». Era el nombre que aparecía en los recibos.
—¿Qué piensas? —preguntó él, siguiendo los movimientos de la mujer, en tanto permanecía recargado en el auto y con los brazos cruzados.
Todo lo relacionado con Edgar lo ponía de mal humor y estar ahí no era la excepción. Si no fuera por ella que disipaba cualquier sentimiento negativo, ya se hubiera marchado maldiciendo al ingrato.
La respuesta tardó en llegar. Tras largos segundos, ella fue hasta él. Tenerla tan cerca lo hizo desear abrazarla, pero se contuvo aprovechando su postura. Mantuvo los brazos entrelazados porque de otra forma la atraparía con ellos y la besaría hasta que a los dos les faltase el aire. Estar a su lado lo convertía en un adolescente idiotizado por el enamoramiento, había olvidado cómo era sentirse así. Paciente, esperó a que dijera lo que fuera a compartirle.
—No hace mucho que se fueron, algunos recibos no tienen ni un mes de haber sido emitidos.
—Yo vine hace dos semanas.
—Lo sé. Puede ser también que alguien esté al pendiente de la casa y se haya llevado el resto de la correspondencia —. Hablaba sin verlo, pendiente de su alrededor; atenta, agudizó la vista como si estuviera buscando algo. Lo encontró en el niño que los observaba desde la esquina —. Parece que encontramos a quien puede ayudarnos.
—¿Qué?
Intrigado, volteó hacia donde ella comenzó a avanzar sin aviso. El pequeño que los vigilaba notó su intención de alcanzarlo y dio media vuelta. No obstante, la mujer aceleró sus pasos y cuando él hizo lo mismo, comenzó a trotar. Le bastó muy poco para alcanzarlo. Era en verdad pequeño, no tendría más de seis años. Para su buena suerte, dudó mucho en salir huyendo, lo que le permitió ponérsele enfrente y cortarle el escape.
—Espera... Por favor. No te asustes —. Su voz tranquilizó al niño, no era cariñosa, pero tampoco amenazante. El solo gesto de su mano levantada hacia él fue como una orden que no pudo ignorar.
Todavía nervioso, miró a uno y otro lado en tanto lo detallaba de pies a cabeza. Estaba en exceso delgado, no debía comer muy bien, encima tenía el lenguaje corporal de un animalito apaleado. El descuido era notable e hizo a la investigadora apretar los puños de pura impotencia, odiaba esa visión.
—No hice nada malo.
—Sé que no, pero estoy buscando a Nora. ¿La conoces? ¿O a Edgar tal vez?
El niño dudó en responder, levantó su brazo derecho y se acarició el izquierdo con la vista clavada en el suelo.
—A él casi no.
—Entiendo. Mira, yo soy Diana y él —dijo señalando al hombre que llegaba a su lado —. Es el hermano de Edgar. Su mamá lo está buscando y sé que está con Nora. ¿O me equivocó? —. La respuesta fue un encogimiento de hombros. Roberto resopló, aquello le parecía una pérdida de tiempo. Ella en cambio no dejó de mirar el semblante angustiado del niño —. ¿Sabes si Nora volverá?
—Si te digo mi mamá se va a enojar —escupió, con el rostro compungido que de pronto le sostuvo la mirada.
—¿Ella la conoce? —. El niño asintió y Diana se puso en cuclillas frente a él para estar a su altura —. Entonces hagamos esto, ¿Puedes llevarme con tu mamá? Hablaré directamente con ella, no sabrá que tú me lo dijiste, te lo prometo. Es más, ve a tu casa y yo solo te seguiré, tardaré lo suficiente para que ella no sepa que te seguí.
—Es que ella no está...
—¿Estás solo? ¿Hay alguien cuidándote?
Las lágrimas que asomaron al rostro infantil le dijeron que la situación era peor de lo que pudo anticipar. Respiró hondo antes de volver a hablar, no quería que se asustase o no podría ayudarlo.
—No te preocupes. Ni tú ni tu mamá están en problemas. Solo quiero ayudar, antes era policía, así que tal vez pueda hacerlo.
Los ojos del niño en los suyos reflejaron asombro seguido de alivio, esa mirada lo valía todo.
—Estamos con Rosa —soltó al fin moqueando y limpiándose la nariz con el dorso de la mano.
—¿Estamos?
—Mi hermanito y yo. Mi mamá está trabajando y nos deja con ella, pero...
Entre respiros prolongados para calmarse y gestos que iban de verla a la cara a mirar a otro lado, el niño le dijo que su nombre era Axel, también el resto. Su mamá era amiga de Nora y antes ella era quien los cuidaba a su hermano menor y a él. No obstante, su cuidadora había ido una noche a su casa, nunca la vio así. Axel aseguró que estaba enojada, pero Diana supuso que podía haber estado asustada.
Luego de eso, no había vuelto a ver a Nora y era Rosa la que iba a quedarse con ellos para que no estuvieran solos. Por desgracia, la mujer se la pasaba dormida o haciendo cualquier otra cosa. No les daba comida hasta cerca de la hora en que su mamá volvía y su hermanito, de poco más de un año, no dejaba de llorar hasta quedarse dormido. Él se escapaba cuando podía motivado por el hambre y la esperanza de que Nora ya estuviera de vuelta.
—Rosa grita mucho, no me gusta.
—¿No le has dicho a tu mamá?
—Es que... Si le digo ya no puede ir a trabajar.
Contrariada, miró a otro lado para que el pequeño no viera el destello rabioso que atravesó sus ojos y gesto. Aborrecía a los abusadores y más si sus víctimas eran niños.
—Vamos a tu casa —. La rotunda negativa que le dio con el movimiento de su cabeza la frustró un poco, pero se obligó a mantener la calma —. Tu hermanito no puede estar sin comer. Le daré algo. También me quedaré con ustedes hasta que tu mamá vuelva.
—Pero Rosa...
—No te preocupes, yo hablaré con ella.
—¡Te va a pegar! —. Esa advertencia era la certeza de que lo había hecho con él, y eso la hizo enfurecer más.
—Si lo hace la meteré en la cárcel.
Al final, Axel accedió temeroso y los tres comenzaron a caminar rumbo a donde los guiaba. Iban en silencio, Roberto seguía procesando la escena que acababa de atestiguar, todo aquello lo incomodaba. Le era difícil comprender como Diana podía enterarse de lo peor con tanta naturalidad, estaba seguro de que para ella tampoco era agradable y, sin embargo, lo hacía sin emitir queja alguna, como un deber autoimpuesto al que se había condenado.
Entre cavilaciones llegaron al humilde hogar. El niño iba primero, con pasos lentos llegó hasta la puerta. Desde el interior se escuchaban los llantos infantiles de un niño muy pequeño seguidos de rabiosos gritos exigiéndole callarse, lo que solo servía para que los lamentos se tornasen fuertes y desesperados.
Axel se quedó paralizado a unos centímetros de la entrada, no se atrevía a llamar y por eso fue Diana la que se le adelantó. Con tres fuertes golpes de su puño sobre la puerta hizo que los gritos se silenciasen. La que asomó fue una mujer joven, en sus veintitantos. El exceso de maquillaje, la ropa ajustada y la postura retadora le daban una apariencia vulgar, era más baja que la investigadora y de complexión similar. Sus ojos primero se fijaron en la desconocida, luego se dio cuenta de la presencia de Axel y su expresión se tornó colérica.
—¡¿Dónde estabas?! —el reclamo emitido en voz alta e intimidante dejó temblando al niño al que se dirigió.
A punto estuvo también de sujetarle el brazo para obligarlo a entrar, pero antes se interpuso Diana entre ambos. Con un movimiento puso a Axel tras ella y miró a la mujer con aparente calma.
—¿Rosa?
—¿Quién eres tú?
—Mejor vete a tu casa, ya sé lo que haces con estos niños mientras su mamá no está.
—¡¿Me estás amenazando, perra?!
Diana sonrió de lado antes de que su mano fuera a parar en la nuca de la mujer. Los dedos se aferraron a los cabellos, enredándose en estos y poniendo a su víctima contra la puerta abierta. A continuación, acercó su rostro al de ella. Rosa se sujetó al brazo de quien la aprisionaba con fuerza, sin ser capaz de liberarse. Sus ojos espantados daban cuenta de que no esperaba la agresión, los músculos se le tensaron y por un instante se quedó sin aliento. La escena fue tan rápida que dejó paralizados a Roberto y a Axel. Asombrados, miraron a una y otra mujer en espera del siguiente movimiento.
—¡Sí, te estoy amenazando! Los golpeas y los dejas muriendo de hambre. Hay muchos tipos de personas que detesto y tú eres una de esas —sentenció, sacudiéndole la cabeza una vez y sacando de su garganta una lastimosa tonada de quejidos. Luego volvió a mirarla a los ojos en tanto con la otra mano le rodeaba el cuello —. ¿Cómo te atreves a abusar de la confianza que pusieron en ti?
—Está bien, lo siento.... Lo siento.... ¡Ya déjame, loca!
Tras obtener lo que quería, la liberó. La mujer fue por sus pertenencias, antes de irse la miró con agravio que no buscaba revancha, lo único que deseaba era estar lejos. La silueta alejándose a pasos apresurados pronto dejó de estar en el campo de visión de la pareja que la vio partir. Axel ya se encontraba dentro de la casa, consolando a su hermano, por lo que solo estaban ellos dos y el silencio. Todavía asimilando lo presenciado, él se acercó sin que su gesto fuera correspondido. Por el contrario, su compañera dio media vuelta sin mirarlo.
—Entremos.
Fue todo lo que emitieron sus labios e hizo lo dicho, se negaba a encararlo y encontrar en él la misma reprobación que otros le habían mostrado. Antes poco le importaba, pero le sucedía algo extraño, por primera vez en muchos años el rechazo era algo que se negaba a enfrentar.
El miedo al rechazo aparece cuando nos importa alguien y es consecuencia de las creencias que hemos interiorizado a lo largo de nuestra vida y que determinan la manera en que vemos al mundo y nos comportamos ante él. No obstante, este miedo es irracional, es la manifestación de la idea de que no vamos a ser aceptados ni queridos. Condiciona nuestras actitudes y la forma de relacionarnos, y como cualquier miedo irracional, es únicamente producto de nuestra propia percepción. Deshacerse de él no es tan simple, pero puede lograrse a través de un proceso de trabajo interno.
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