15. El cuidado necesario
Casandra recibió la llamada con asombro. Escuchó atenta al hombre y aunque era horario laboral, bastó decirle a Daniel lo sucedido para que le permitiera salir. Al llegar, Manuel no le dio detalles, solo prometió volver. Las horas pasaron y llegó el momento de regresar a su casa. Esa tarde su abuela tenía una cita médica y a su mamá le costaba moverse sola con ella en trasporte público; ambas estaban ansiosas, insistiéndole en volver. Diana seguía durmiendo, únicamente había despertado por cortos e intermitentes períodos.
—Perdóname, si pudiera quedarme más lo haría —le dijo mientras le acariciaba la frente. Sin embargo, no pensaba dejarla a su suerte y antes de irse, se aseguró de buscar un sustituto.
Para cuando Roberto apareció en la sala de espera de la clínica, ella ya estaba saliendo y después de decirle la habitación en la que se encontraba Diana, se dispuso a retirarse con la preocupación atenuada porque él estuviera ahí.
—No la dejes sola ¿Sí? El hombre que la trajo aquí me dijo que regresaría. Creo que es familiar de ella.
—Familiar, claro —masculló y miró a otro lado frunciendo el ceño. Imaginó quién era la persona. El tipo lo enfadaba cada vez más. Tragó saliva para recomponerse. Su compañera parecía angustiada y no quería aumentar el sentimiento —. No te preocupes, aquí estaré hasta que le den el alta.
Luego de verla salir, se quedó unos minutos de pie sin atreverse a dar paso. Saber de Diana lo inquietó. Por días rehuyó pensar en ella, negándose a alimentar la infructífera emoción, nacida contra todo pronóstico. Rogó que la lejanía apagase cualquier deseo. Pero no pudo mantener la indiferencia, necesitaba asegurarse de que estuviera bien. Fue rumbo a su encuentro con las manos sudorosas a causa de la agitación y un ridículo nerviosismo que le recordó su primer enamoramiento.
«Compórtate que tienes mas de treinta años» se reclamó.
En la habitación a la que entró primaba el silencio. Cerró la puerta con delicadeza y avanzó hasta estar a un lado de la cama. Era la primera vez que la veía tan apacible, más que aquella ocasión en la que durmió en el auto. Su rostro demacrado lo hizo sentir impotente. No entendía cómo podía desatenderse tanto y al mismo tiempo pretender ayudar a otros. Era una testaruda sin remedio, pero le gustaba. Imposible seguir negándolo. Absorto en sus propios dilemas, no se dio cuenta cuando ella abrió los ojos y lo miró asombrada.
—¿Medina? —. Escucharla lo estremeció. Puso la mejor cara, quería contribuir a mejorar su ánimo.
—¿Ya se siente mejor?
—Tengo mucha sed.
Ante la petición, tomó la botella de agua que dejaron al alcance y la abrió para acercársela a los labios.
—Yo puedo sola —aseguró ella, tomando la bebida. Él notó como a su pulso le faltaba firmeza y más amargo sintió el momento.
—No debería forzarse tanto, ¿Acaso no le enseñaron que primero debe cuidarse usted misma?
—¿Solo vino a sermonearme?
—No... —. Acercó una silla para sentarse —. Vine a acompañarla. Antes estuvo Casandra.
—Lo sé, la vi.
—El hombre que la trajo aquí...
—No quiero hablar de él —. Dio pequeños sorbos que le dificultaban a su acompañante detallar su expresión, aunque captó un profundo desazón en su tono.
—Entiendo. Entonces solo duerma.
—Ya he dormido bastante, quiero irme de aquí.
—No sé si eso sea posible.
—Tendrá que serlo —. Con esfuerzo dejó la botella en la mesa y se sentó en el borde de la cama —. Páseme mi ropa. Odio estas batas. Es imposible no sentir frío con tanta ventilación —pidió señalando el armario. Él sonrió y fingió severidad al mirarla.
—Usted no decide si se va. Tiene que esperar al médico. Iré por él.
Sin esperar respuesta, salió para volver acompañado de un médico y una enfermera. Tras informarles que la paciente insistía en irse, adelantaron su salida de la clínica. Antes hicieron un último chequeo para confirmar la mejoría. Por fortuna no hubo motivo para retenerla. Luego de dar instrucciones y retirarle el suero, los dejaron solos.
Ella intentó levantarse, pero su compañero se adelantó y fue al armario para volver a su lado con el bulto de ropa. Extendió los brazos para recibirlo y se quedó boquiabierta. Él puso la carga sobre la cama, a excepción del pantalón. A continuación, se inclinó apoyando una rodilla en el suelo y tomó su pierna derecha para meterla en la prenda, hizo lo mismo con la izquierda.
—¿Qué está haciendo?
—Ayudándola. Diga lo que diga el médico, no deja de verse terrible. También la llevaré a su casa. Espero que no le moleste ir en Uber. No tengo ni idea de donde está su auto y supongo que no vino en él —explicó sin mirarla, concentrado en su labor.
—Podemos ir a donde lo dejé —sugirió ella, con la piel erizada y negándose a enfocar su atención en el suave roce de los dedos ajenos.
—Es una buena idea.
Roberto continuó deslizando las manos sobre las piernas femeninas, subiendo de a poco el pantalón. Paró un segundo al llegar a la parte superior de los muslos. Lo que seguía eran sus caderas contra el colchón, pensarlo lo hizo tragar saliva. La piel fría contrastó con la calidez de la suya, la efervescencia se adueñó de sus sentidos.
Su aroma cerca y ayudarla a vestir hizo que la imagen proyectada en su cabeza fuera lo contrario, el deseo que luchó por apagar renació con fuerza. Diana se puso de pie lento y sosteniéndose de su pecho, tan delicada que tuvo el impulso de abrazarla. En intimidad sus ojos se encontraron, deseosos. Por un momento pensó en apartarlo, pero al final lo dejó acomodar la prenda hasta la cintura. Era imposible negar que aquello estimuló su agrado.
—Gracias.
Nunca había escuchado esa palabra de su parte, la saboreó viendo sus labios y con las manos pequeñas todavía aferradas a él. Un leve temblor la sacudía, detalle que lo conmovió mientras le hacía volar la cabeza con mil pensamientos que no guardaban recato alguno. Los desterró. Era un pésimo momento para dejarse llevar.
—¿Puede arreglarse con lo que sigue? —preguntó, luego de calzarle las zapatillas deportivas.
—¿Por quién me toma, Medina? No soy una de sus damiselas —. Forzó una risa burlona. Los labios pálidos agregaron un toque simpático a su humor.
—Entonces iré a pagar la cuenta.
—Se lo devolveré después.
—Lo sé... Esto no es un regalo —él se inclinó hacia ella al pronunciar lo último. Diana vio sus labios y sintió su respiración.
—¿Quiere que le pague besándolo? —lo retó, maliciosa —. Pensé que le gustaban las rubias.
Sorprendido, sonrió. Era imposible jugar a tener el control con una mujer dispuesta a repartir estocadas por doquier pese a estar cayéndose a pedazos. Si supiera lo estimulante de cada palabra emitida por ella, tal vez guardaría silencio.
—Me gustan las rubias, así que deje de soñar. Puede pagarme con transferencia bancaria.
Los dos sonrieron al unísono. Luego él salió, dejándola sola.
Media hora después abandonaron la clínica. Diana podía caminar sola, aunque las fuerzas le flaqueaban cada tres o cuatro pasos. Su acompañante pensó en ofrecerle el brazo, pero le pareció que el gesto la molestaría y desistió de la idea. No se equivocaba, si algo aborrecía era percibirse vulnerable y no estaba preparada para mostrar debilidad frente a él, suficiente fue lo ocurrido en la habitación.
Por lo demás, moría de hambre. Imaginó poder llenarse la barriga con una enorme hamburguesa y la boca se le hizo agua. A punto estaba de proponer cenar juntos cuando Manuel los alcanzó en la salida del estacionamiento mientras esperaban el auto que Roberto había pedido. Llegó para verlos salir y los celos volvieron a atosigarlo, acelerando sus pasos a la par que sus latidos. Iracundo, llegó hasta ellos para plantárseles enfrente.
—¡¿Por qué no me esperaste?! ¿Y qué haces con este tipo? ¿Dónde está tu amiga? —le increpó a la mujer alzando la voz.
—¡Tranquilo! No ves que no está bien —. Roberto se puso frente a Diana en actitud protectora, provocando que Manuel lo viera con ojos asesinos y sacase el pecho.
—¡No te metas! ¿Crees que no sé quién eres? Si te atreves a tocarla o dañarla de cualquier manera, te juro que te...
—¡¿Me estás amenazando?! —el aludido no tuvo problemas en responder de la misma manera que el recién llegado, y la palma de su mano fue a parar contra el pecho de este.
—¡Basta los dos! —Diana intervino, abriendo una brecha en el espacio entre ambos.
—¡Manuel! ¿Qué estás haciendo? —. La voz que se levantó sobre el conflicto los hizo detenerse un instante para voltear hacia la mujer que emitía el cuestionamiento. Diana la reconoció de inmediato, lo mismo que Manuel. Era la esposa de él.
—¿Blanca? Pero ¿cómo? —el agente se olvidó por completo de la pareja y centró su atención en su mujer.
—¿Cómo? Es lo mismo que me pregunto. ¿Cómo pudiste? Me juraste que no la veías más y justo hoy recibo una llamada de tu prima diciendo que los vio juntos afuera del Ministerio. Que te habías ido con ella. No quería creerle y fui a buscarte a la salida, solo para ver cómo te ibas a otro lado que no era nuestra casa. ¡Te seguí hasta aquí, miserable!... ¡Y tú...! —. Adelantó unos pasos hacia Diana. Amenazante señaló su pecho —. ¿Cómo puedes ser tan descarada? ¡No eres más que una zorra vulgar!
El reproche la dejó paralizada, sí era una descarada, tal vez lo otro también, pero no porque quisiera. Muchas veces había intentado alejarse de Manuel sin conseguirlo, él era el único que la quería. Junto a ella, Roberto se dio cuenta de su indefensión, así que le rodeó los hombros y la atrajo hacia él.
—Vámonos, no tiene por qué soportar esto.
El auto que los recogería estaba llegando y les dio la escapatoria perfecta para irse frente al pasmado matrimonio. Con la mente atribulada, se dejó conducir por él. Pronto estuvieron a bordo del vehículo alejándose de la escena. Ella se llevó las manos a la cabeza y se dobló sobre sus rodillas. Unas mudas lágrimas le humedecieron el rostro. De un manotazo las limpió maldiciéndose por ser tan débil, luego se enderezó y tomó aire a grandes bocanadas. La humillación le ardía en el pecho.
—No es su culpa, él es el que hace mal.
Roberto miraba al frente para no importunarla y ella se lo agradeció, lo mismo que agradecía tenerlo como aliado. Tiempo sin experimentar la necesidad de apoyarse en alguien, la hizo olvidar cómo se sentía poder hacerlo.
Sentirlo a su lado fue la luz en un momento oscuro.
https://youtu.be/A5DSE1hY7O0
La dinámica social y económica actual nos lleva a pensar de una u otra forma en nuestra propia productividad, y asignarnos valor de acuerdo con esta. Encima, las cada vez más reducidas redes de apoyo con las que cuentan los hogares, muchas veces compuestos por uno o dos integrantes, aumentan la exigencia del día a día. A veces nos resulta imposible parar ante la idea de qué sucederá si lo hacemos, así que solo seguimos. No obstante, resulta necesario escuchar nuestro propio cuerpo y mente. Es imposible no quedarse sin energía y es vital otorgar un tiempo a bajar el ritmo para recuperarla y equilibrar nuestro estado.
Las prácticas que ayudan a mejorar y proteger nuestro bienestar se conocen como autocuidado. No es necesario que sean todas iguales para cada persona, las opciones son variadas. Sin embargo, sí es importante tener presente que el autocuidado tiene cinco dimensiones que deben tomarse en cuenta para aportar a nuestra salud emocional, mental y física. Dichas dimensiones son:
1. Física: La que se refiere al cuidado del cuerpo. Engloba dormir bien, tener una dieta balanceada en horarios establecidos, hacer ejercicio (pueden ser estiramientos y una caminata), no abusar de las bebidas alcohólicas ni el cigarro, etc.
2. Emocional: El que corresponde a nutrir y cuidar nuestros sentimientos, reconocer nuestras emociones. Es dedicar tiempo a lo que amamos y nos causa placer, que nos permita desconectarnos emocionalmente de entornos y situaciones que signifiquen una carga emocional negativa o estresante. Puede ser tan sencillo como asignar un tiempo a ver una serie o película, escribir un diario, reír o acudir con un terapeuta.
3. Mental: Es la realización de actividades que fomenten la estimulación intelectual y creativa (leer un libro, aprender un idioma, tejer, etc.).
4. Espiritual: No es necesario ser religioso, más bien se trata de encontrar aquello que nos nutre espiritualmente, aquí entra la meditación, ayudar a otros o aportar activamente a alguna causa constructiva.
5. Social: La interacción social, nadie es demasiado introvertido para no necesitarla en la medida en que nos haga sentir cómodos; es parte del compromiso que tenemos con otras personas y que aporta a nuestro propio bienestar. Sentirse acompañado y acompañar brinda al ser humano la conexión con sus iguales que nuestra especie sigue requiriendo de una u otra forma para su supervivencia.
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