13. Malos recuerdos
Una semana entera había pasado desde lo sucedido en casa de Casandra. Un par de veces la llamó para ver el progreso de su tío. Con el hombre bien atendido, la abuela de la joven estaba tranquila, al igual que su mamá y ella misma. La gente a menudo necesita un empujón para hacer lo correcto o lo contrario, y Diana lo sabía. Pocos son los que tienen verdadera iniciativa. Aquello le recordó la llamada de Daniel, él pidió verla.
Con el caso de la constructora cerrado y el problema de su amiga resuelto, quería volver a concentrarse en su trabajo; el dinero se iba como agua entre los dedos. El alquiler junto a otras deudas no aguardaba. Por fortuna, ahorró lo suficiente y un par de casos simples que obtuvo le darían para comer. El descanso había terminado y tener que visitar a Daniel solo la distraía. Sin embargo, él insistió. Al final aceptó de mala gana y condujo hasta la casona una vez más. Por suerte, no olvidó comer antes. Colaborar en la consultoría le dejó la rutina de llevarse algo al estómago antes de que el hambre lo apretase. Incluso adoptó la costumbre de llenar su despensa. Sin el vacío constante en las tripas, la irritabilidad disminuyó.
Agradecía la oportunidad que le permitió mejorar, pero la cita la incomodaba. Acostumbrarse a las personas era un temor profundo, avivado por la estrecha convivencia con sus compañeros. Aunque a Roberto no volvió a verlo ni recibió ninguna llamada. Imaginó que por fin estaría saliendo con la rubia y un vacío se le instaló en el pecho.
«Bien por él» pensó, forzándose a desterrar el anhelo. Maldijo la torpeza de habituarse a su presencia. Alguien para compartir la comida, bromas y amenas pláticas fue solo una vivencia pasajera.
Llegó a su destino y al llamar al interfono, la puerta se abrió. Que nadie la recibiera llamó su atención, pero lo pensó poco. Eran casi las siete de la tarde, la casona lucía desierta y silenciosa, excepto por el agua corriendo en la fuente de cantera del patio interior. El sonido inundaba el espacio con rítmicas ondas que adormecían los sentidos. Con el murmullo traspasando sus oídos, avanzó hasta la oficina de Daniel. Al verlo atender una llamada a través de los vidrios que componían la puerta, regresó sobre sus pasos. Alcanzó una banca de madera en el pasillo, se sentó y dejó caer la espalda de lleno contra el respaldo. El frescor del muro de adobe sosteniendo su cabeza la hizo cruzar los brazos y cerrar los ojos.
Manuel apareció en sus pensamientos, no saber de él la inquietaba. Desde su último encuentro no había logrado comunicarse. Poco le importaba su infantil demostración de celos, pero necesitaba saber del caso de Fátima.
«Eres un desgraciado». No solo olvidó su promesa, también la dejó extrañando sus besos.
—Hola.
El cercano saludo la sobresaltó. Era poco común que alguien se acercase sin que ella se diera cuenta. A través del rabillo del ojo a medio abrir vio una silueta pequeña apostada a su lado. Entonces abrió por completo los ojos y se encontró con una niña que la miraba divertida.
—Hola —respondió espabilándose y girando para ver mejor a su inesperada acompañante.
—Te estabas durmiendo.
—Es porque tengo sueño. Y tú, ¿Quién eres?
A Diana no le gustaba interactuar con niños, nunca sintió instinto maternal ni el deseo que otras mujeres manifestaban de convertirse en madres. Lo que sí defendía con fiereza era que los adultos a su cargo los tratasen bien y con dignidad. Había visto tantas atrocidades cometidas contra ellos que deseaba obligar a todos los desgraciados que se atrevían a lastimarlos a irse al infierno y pudrirse en él.
—Rebeca. ¿Tú eres la mujer policía amiga de Daniel?
—Ah, ya sé quién eres —sonrió y se inclinó un poco para detallar a la pequeña, reconoció su nombre. Era la niña que Daniel y su esposa habían adoptado —. Y dime, Rebeca ¿Qué haces aquí?
—Lo mismo que tú, espero a Daniel.
—¿No le dices papá?
—No es mi papá, tampoco Adriana es mi mamá. Son mis amigos y me están cuidando.
—Aun así, debes obedecerlos como si fueran tus padres.
—Lo sé. Eso hago... Además, son buenos conmigo —. Se sentó en la banca a un lado de la mujer. Ésta la miró a la expectativa, intrigada por su confianza —. Tú eres como yo, ¿verdad?
—¿Cómo tú?
—Sí, tampoco tienes mamá ni papá —afirmó.
La voz infantil provocó que un estremecimiento la sacudiera. Sin importar los años transcurridos o su empeño, no lograba acostumbrarse a esa concepción vulnerable de sí misma. Carraspeó para deshacerse de la sensación poco grata y el nudo en su garganta. A continuación, volvió a mirar a la niña a su lado.
—¿Quién te dijo eso? ¿Daniel?
La niña negó con la cabeza mirando hacia los pasillos del segundo piso de la casa.
—Me lo dijo mi amiga, la veo cuando vengo a esta casa.
Miró en la misma dirección y su gesto se ensombreció, quien fuera se estaba ganando su desprecio.
—Parece una amiga muy chismosa —sentenció con los ojos clavados al frente. Rebeca la miró con curiosidad y ladeó la cabeza para notar mejor su semblante.
—No lo es. No te enojes con ella, es muy buena. Cuando vengo con Daniel, ella me cuenta historias.
—¿Tu amiga es la chica que vive aquí, o alguna de las mujeres que vienen a trabajar?
—No, ella es especial.
—Déjame adivinar, solo tú la puedes ver y escuchar sus historias — su tono se tornó desenfadado y el gesto adusto fue sustituido por una mueca condescendiente.
—¡No es imaginaria, ella sí existe! Adriana y Daniel tampoco me creen —. Rebeca le dedicó una mirada indignada que la hizo sonreír divertida. Los ojos de la niña se humedecieron. Entonces su sonrisa cayó junto a las comisuras de su boca y logró ponerse seria.
—Lo lamento, no quise molestarte. Yo sí te creo. ¿Por qué no me dices que más te ha dicho esa amiga tan especial?
—De ti no mucho. Solo que te cuides.
—¿Qué me cuide?
—Sí, del hombre malo.
—Hay muchos hombres malos — dijo, restándole importancia. Su acompañante la observó angustiada.
—El que te digo es de los más malos. Fue el que te hizo eso —sentenció con el dedo índice señalando su pecho. Ante el gesto, tragó saliva. La boca le quedó seca.
—No deberías decir esas cosas —. La severidad en su tono puso nerviosa a la niña.
En ella, los estragos fueron mayores. Una densa respiración se apoderó de su pecho. Las facciones endurecidas enmarcaron los ojos que se perdieron en su memoria. Con las pupilas dilatadas, una visión de tonos rojos sobre un entorno oscuro saturó sus sentidos. Su mente la transportó cinco años atrás, al callejón en el que desembocó una frenética carrera. Perseguía al hombre que acababa de abandonar a la joven víctima de su perversión. Esa noche había tres parejas de agentes patrullando la zona, en espera del criminal que pretendían atrapar.
Fueron ella y su compañero quienes cruzaron su camino con el del monstruo humano en el momento justo. Sin embargo, él también los vio y mientras ambos intentaban atraparlo, su acompañante se atrasó unos segundos para pedir ayuda por la radio. En un abrir y cerrar de ojos se encontró sola. El otro agente no estaba a su lado y el asesino que instantes antes podía ver claramente, desapareció frente a sus ojos en una inflexión del camino. Se sintió frustrada, no podía perderlo u otras víctimas pagarían su torpeza. Él no se detendría, como no lo hizo en años. Aquella era su única oportunidad. Avanzó con cautela. Sin estar segura de la dirección, tomó su mejor opción a sabiendas de lo arriesgado que era equivocarse.
De pronto lo tuvo encima, era fuerte. La tomó de las ropas para impactarla como una muñeca de trapo contra el muro que delimitaba una propiedad. Su espalda crujió y se desplomó hacia adelante, aturdida por la fuerza del golpe. Él no le dio tregua y de un jalón giró su cuerpo para ponerse sobre ella, el peso encima presionándole el diafragma le dificultó respirar. Con la mano izquierda la aferró del cuello robándole más oxígeno a sus pulmones, y con la otra empuñó un cuchillo plegable.
Ella se aferró al brazo agresor y sintió el filo marcar una línea a lo largo de su esternón. Siguieron tres puñaladas, intentaron llegar hondo y provocar el mayor daño posible. De alguna forma, pudo aferrarse al antebrazo y disminuir el ataque. Su cerebro embotado de adrenalina ordenó al corazón bombear a mayor velocidad y éste a sus músculos resistir. Percibió con abrumadora intensidad el golpeteo de sus latidos junto a la presión del arma blanca atravesando su piel y perforándole la carne.
Era imposible que cortos instantes se sintieran eternos, pero así fue. El tiempo se alargó abrazando el frenético momento. La voz de Manuel fue lo último que escuchó antes de caer en la inconsciencia. Él, junto al agente que la acompañaba antes y otro más la llamaban. Sus voces ahuyentaron a su atacante, como una sombra maldecida y fugaz volvió a desaparecer, dejándola luchar por su vida.
—Diana. Diana —. La voz de Manuel en su recuerdo se volvió otra, era la de Daniel tocando su hombro —. ¿Se encuentra bien? —preguntó el hombre una vez que logró centrar su mirada en el presente.
—Tengo que irme —su anuncio fue acompañado del intempestivo movimiento con el que se puso de pie.
—Espere, no se ve bien. ¿Quiere un vaso de agua?
Diana negó con la cabeza y salió de ahí. Necesitaba estar sola.
A quienes han leído las otras dos entregas de la saga, ya saben que el toque sobrenatural está siempre presente. Ello se explica en lo sucedido en la primera entrega, La olla de la abuela.
A los demás, espero lo hayan disfrutado.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top