12. A puerta cerrada



El caso en la constructora estaba resuelto y participar en las medidas que se tomarían no les correspondía. Diana y Roberto se despidieron del director luego de entregar el informe correspondiente. Los resultados estaban lejos de ser los que esperaba, pero se mostró agradecido con ambos y dispuesto a considerar contratarlos si necesitaba otra vez de sus servicios. 

Para la investigadora los asuntos con la consultoría de Daniel estaban lejos de terminar. Con el pago recibido, su cuenta bancaria tuvo la mayor disponibilidad de efectivo que había alcanzado en meses, dándole un respiro para concentrarse en Casandra y su problema.

Averiguó que no tenía novio o pareja alguna y su primera suposición acerca de quien la lastimaba fue descartada. Hablando con sus compañeras de trabajo y vecinas logró enterarse de que vivía con su madre y abuela. Ambas parecían tranquilas. Cuando las vio juntas el trato entre las tres era amable y cariñoso. La anciana pocas veces salía a la calle y la otra lo hacía solo para comprar despensa; Casandra era el sustento económico de su hogar. Lo único extraño fue lo revelado por la vecina de al lado. Apenas buscó un poco de conversación, la mujer le dijo que algunas noches había escuchado discusiones dentro de la casa en las que se distinguía la voz de un hombre en medio de los gritos.

El tercer día de su investigación personal, estuvo casi por entero en los alrededores de la casa de Casandra. Vio a la mamá salir y volver, también a la abuela regar las plantas que tenían en el frente. Su compañera acudió al trabajo y volvió a la hora habitual. La normalidad la hizo considerar que las agresiones de las que fue víctima habían sido eventos ocasionales por alguna diferencia con un conocido. No era menos preocupante, pero complicaba enterarse de lo que estaba sucediendo. A punto estuvo de desistir y volver a probar suerte hablando con Casandra cuando recibió una llamada. Era Roberto. El único que sabía lo que estaba haciendo buscó asegurarse de que Diana estuviera bien.

—¿Sigue ahí? —preguntó sin dejar entrever que estaba preocupado por ambas, tanto por Casandra como por ella.

—Estoy por decidir si irme o caminar hasta la puerta de Casandra y arreglar esto de una vez por todas.

—Antes de que lo haga, vayamos a cenar.

—¿Me está invitando a salir, Medina? ¿La rubia no está disponible hoy?

Él rio con desenfado. La rubia tenía tiempo sin ocupar sus pensamientos. Sin querer, recordó al hombre que había visto besar a Diana. Ella era tan discreta con su propia vida que resultaba imposible conocer detalles; la única conclusión que logró clarificar tras largas horas cavilando fue que el tipo en cuestión no debía ser una relación muy lícita, de otra forma no le encontró sentido a la manera en que se citaron. Si aquello era cierto, su actitud posesiva le resultó todavía más desagradable. 

—Deje eso. Son casi las nueve de la noche y puedo apostar a que no ha comido nada desde hace horas. ¿O me equivoco?

—Puede que tenga razón, pero no quiero despegarme mucho de la casa de Casandra. Con suerte, si sigo aquí comprobaré algo que me dijeron.

—Entonces mándeme su ubicación, compraré la cena y la alcanzo. ¿Hay algo que prefiera comer?

Tras considerarlo, aceptó que su estómago estaba contento con la propuesta. Hizo lo que su compañero pidió, asegurándole que comería cualquier cosa. Más tarde, un auto estacionó detrás del suyo y vio por el retrovisor a Roberto bajar del asiento del copiloto. Sin el traje lucía menos arrogante, aunque igual de atractivo. Enseguida lo tuvo abordando a su lado.

—¿Esa es la casa de Casandra? —preguntó señalando el hogar al otro lado de la calle. Diana asintió y clavó los ojos curiosos en la bolsa que llevaba en las manos. Al darse cuenta, sonrió —. De verdad tiene hambre.

—No me diga lo que ya sé, mejor deme algo de lo que trajo.

—No es lo más nutritivo, pero me pareció lo más práctico considerando que comeríamos en el auto —. Sacó de la bolsa una hamburguesa bien envuelta y una botella de un litro de agua que extendió hacia ella.

—¿Agua? ¿No pensó en traerme un refresco?

—El agua es mejor si piensa quedarse aquí toda la noche.

—¡Vaya aguafiestas! Su modo de vida fitness no es para todos —. Hizo una mueca de descontento torciendo la boca y arrugando la nariz.

—Estoy lejos de ser un fitness. ¿Lo quiere o no? —. Esperó con los brazos extendidos a que decidiera tomar lo que le ofrecía.

—Si usted lo dice, aunque esos músculos dicen lo contrario —con descaro, señaló los brazos del hombre —. Igual voy a tomarlo, es mejor que nada.

Sin perder tiempo, desenvolvió la hamburguesa hasta la mitad y le dio el primero de varios mordiscos. De vez en vez, abría la botella y le daba un trago de agua para no atragantarse. 

A su lado, su compañero la miraba comer sin disimulo, parecía una niña pequeña a la que todavía no le enseñan modales. Unas semanas antes, verla saciar el hambre de esa manera le hubiera resultado desagradable. Para su sorpresa, en ese momento la escena lo enterneció. En silencio, se dedicó a comer con menos premura y fue hasta que ambos terminaron que se vieron a la cara. 

Un ajonjolí del pan cerca de la boca femenina llamó su atención y por impulso, alzó la mano y le quitó la sobra de la piel rozándola con la punta del dedo medio. Por un instante, sus ojos se encontraron con los de ella. Oscuros y brillantes, dos intensos luceros fijos en él. Pudo ver que el gesto la tomó desprevenida, trastocando el ambiente y obligándolos a desviar la mirada.

—¿Puedo acompañarla un rato? —preguntó para romper la tensión del enrevesado momento, en el fondo esperaba que la respuesta fuera afirmativa.

—¿Por qué no? Así evitará que me quede dormida.

—Pensé que ya estaba acostumbrada a esto.

—Uno nunca se acostumbra a ser la sombra que invade la privacidad de otros. Menos si se trata de alguien que aprecio.

La confesión lo conmovió y se atrevió a mirarla. Ella veía al frente, permitiéndole admirar su perfil bajo una perspectiva diferente. Notó su expresión triste y meditabunda, después se concentró en sus facciones. El conjunto era de una belleza singular, fue lo único que detalló antes de que los gritos provenientes de la casa vigilada los pusieran sobre alerta. 

Diana abrió la portezuela y la cerró de golpe para atravesar corriendo la calle. Por su parte, él fue más lento y la alcanzó cuando ya estaba golpeando la puerta. Al no obtener respuesta y escuchar ruidos de un ajetreo dentro junto a violentos gritos, intensificó su petición con advertencias.

—¡Abran ahora o llamaré a la policía!

Trascurrieron escasos segundos para que su exigencia rindiera frutos y la puerta se abriera poco a poco. La que asomó fue la abuela de Casandra, la angustia en su gesto se transformó en pasmo con el que observó a la pareja que llamaba a su hogar a esa hora y en un momento tan inoportuno.

—¿Dónde está Casandra? —. Diana miró con severidad a la anciana.

Adentro el ruido se detuvo. O eso creyeron hasta que fue evidente un forcejeo. Entonces, la investigadora no esperó a que la mujer le permitiera entrar, empujó la puerta teniendo cuidado de no lastimar a su guardiana y tanto ella como Roberto pudieron contemplar la dantesca escena que guardaban los muros de la casa.

Lo primero fue la mesa del comedor, encima restos de la cena que la familia compartía minutos antes. Vasos volteados y su contenido goteando hasta el suelo. Un plato de comida entero había sido proyectado contra la pared. Al fondo, en un sillón, Casandra y su madre luchaban por mantener sentado a un hombre de edad avanzada que de a poco parecía estar tranquilizándose y regulando su respiración agitada. La expresión ausente, ajeno al par de extraños. La mujer mayor tenía en su mano derecha una jeringa vacía, en tanto la joven sostenía con ambos brazos los del hombre. La anciana que Diana obligó a cederle el paso lloraba desconsolada.

—Diana. Roberto —. Casandra no cabía en su asombro. El hombre que atenazaba con el peso de su propio cuerpo ya se había calmado e incluso cerraba los ojos. Lo liberó y se acercó a sus compañeros —. ¿Qué hacen aquí? —cuestionó afectada.

—¿Quién es ese hombre? —. Diana la miró fijo y sin compasión. La aludida frotó su rostro con ambas manos antes de encararla.

—Vamos afuera —fue todo lo que dijo y salió por la puerta. La pareja siguió sus pasos.

Los tres sabían, al menos por intuición, los motivos de ese encuentro. Casandra no quiso averiguar más. Tomó aire a grandes bocanadas hasta que pudo deshacerse del nudo en la garganta que le provocó sentirse descubierta y humillada. Roberto evitó mirarla, comprendió lo agobiante que era tenerlos ahí, justo en medio de la crisis que protagonizaba su familia. Por otro lado, Diana no apartaba sus ojos inquisitivos de ella, poco dispuesta a irse sin saber todo lo que estaba viviendo la joven, aunque ya podía suponer bastante.

—Mi tío Pepe es hermano de mi abuela. Hace unos meses le diagnosticaron demencia... o algo así. Él vivía con una mujer que lo echo de su casa. Está divorciado y sus hijos viven los dos en Estados Unidos. Su exesposa se fue con el mayor de ellos hace unos años y ahora está solo.

—¿Qué sucedió?

Casandra no respondió de inmediato, cabizbaja.

—Solo una crisis.

—No creo que sea solo una crisis, parecía algo más.

—No las tiene siempre, generalmente es una de las personas más amables que conozco. Cuando está bien se encarga de sus propias cosas.

—Y cuando no. Las golpea y destruye su hogar.

—¡No es así, Diana! Los sedantes se encargan de tranquilizarlo.

—Ni siquiera es medicamento que deberían estarle aplicando ustedes. ¿Crees que no he visto que la frecuencia con que vas lastimada al trabajo va en aumento? Tienes que llevarlo a una institución a cargo de personal especializado para cuidarlo.

—¡No! —. Con los ojos enrojecidos, Casandra se atrevió al fin a enfrentar a la mujer que la increpaba —. Mi abuela no quiere que termine en una institución mental. Es el único hermano que tiene cerca, ella lo quiere muchísimo y teme que vayan a lastimarlo.

—Eso es entendible, pero no aceptable. Tienen que llevarlo a evaluación y a que lo estabilicen. Tu abuela seguramente podrá visitarlo seguido y ver que lo estén tratando bien. Y si se tiene que quedar ahí, se va a quedar. Aceptando los términos de tu abuela no le haces ningún favor a nadie, incluyéndote.

La joven se cubrió el rostro y rompió en llanto. Frente a ella, Roberto la miró apesadumbrado; no pudo evitar ver también a Diana, ella permanecía impasible o eso le pareció antes de que se aproximase a su amiga para cobijarla en un abrazo.

—¿Tu mamá te apoya? —. Casandra afirmó en medio de lamentables sollozos que se ahogaban en el hombro de la mujer que la abrazaba —. Entonces te ayudaré a convencer a tu abuela.

Si a algo guardaba fidelidad Diana era al cumplimiento de su palabra. Esa noche abandonó la casa de su amiga en la madrugada. No fue tarea fácil, pero al final lograron convencer a la abuela que lo mejor era internar a su hermano. Para asegurarse de que no se fueran a retractar, se encargó ella misma de buscar una institución pública donde pudieran recibirlo de inmediato. 

Roberto también se quedó hasta la resolución; la entereza en el carácter de la investigadora seguía maravillándolo. Era compasiva, pero también actuaba con sangre fría en un momento crítico. A sus ojos era admirable. Una persona cuyo deseo de conocer iba en aumento con cada detalle que descubría de ella.


Quiero aprovechar el capítulo para recalcar que al igual que las enfermedades fisiológicas, los padecimientos y enfermedades mentales no siempre son capaces de atenderse en casa por gente que no está capacitada para ello. El colapso del cuidador primario existe y es bastante común en familiares desbordados por estar a cargo y le cuesta la salud a quienes están a cargo del enfermo, sumándole perdidas a la familia entera.

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