11. No es fácil pedir ayuda
Con el pasar de los días, Diana se fue sintiendo mejor. Las pesadillas todavía le arrebataban el descanso algunas noches, pero concentrada en un solo caso y con un horario definido de trabajo, era más sencillo encontrar horas en las que podía dormir de forma reparadora. Desayunaba mucho mejor en la oficina y por insistencia de Roberto, ponía la misma atención a la hora de la comida. La energía no le faltaba, lo mismo que la inspiración para resolver el caso. Una semana antes había compartido sus sospechas sobre la fuente de la fuga de información con su compañero y, aunque él se mostró escéptico, terminó comprendiendo su razonamiento. Entre los dos habían indagado más acerca de esa línea de investigación en la que la principal sospechosa era la directora financiera.
Vanessa ayudó bastante a saber más de ella. Con grandes dudas, la asistente compartió lo que ella misma sabía sin dejar de plantearles que lo que creían era un sinsentido. La directora era uno de los pilares de la constructora y era impensable que fuera quien estuviera afectándola. No obstante, tuvo que aceptar cuando Diana le hizo ver que la suma de la información filtrada únicamente era del conocimiento de la mujer a cargo del área financiera. Además, el sospechoso del director había invertido en el último año grandes cantidades en la empresa. A parecer de la investigadora, sería incongruente que buscase el fracaso de un proyecto que le haría perder su dinero.
Faltando poco para comprobar su teoría, Diana se sintió nostálgica cuando una mañana entró a la casona a la que había acudido las últimas semanas. Era un lugar bonito, también le agradaba el ambiente de trabajo que Daniel, Casandra y los otros habían construido, tan distinto al que tuvo que soportar mientras fue agente del Ministerio Público. En ese otro lugar, el único que no la había hecho sentir cuestionada ni señalada fue Manuel. Tal vez por eso le tenía tanto cariño, también porque gracias a él había salvado la vida dos veces. Podía ser muchas cosas, pero malagradecida no y su deuda era enorme, aunque la lejanía de los últimos meses entre ambos era un abismo cada vez más profundo.
Al avanzar por el patio interior de la casona se dio cuenta que Casandra no fue a su encuentro como en anteriores ocasiones. Tampoco la encontró desayunando con los empleados de la otra empresa. Cuando Daniel le dijo que ese día le había avisado que llegaría tarde por un contratiempo, la punzada del mal presentimiento se adueñó de su pecho. Roberto ya se encontraba ahí, pero le pidió que la esperasen antes de irse rumbo a la constructora.
—¿Cree que algo malo le sucedió? —le cuestionó su compañero mientras ambos se tomaban una taza de café sentados uno frente al otro en el desayunador.
No respondió de inmediato, antes dio un largo sorbo a la humeante bebida. Su preocupación no era infundada, hacía tiempo que notaba días en que la joven usaba ropa de manga larga sin importar el calor. Una vez el exceso de maquillaje con el que cubrió sus pómulos no fue suficiente para que no notase la mancha amoratada que intentaba disimular. Siendo alguien tan jovial y agradable, era sencillo darse cuenta del cambio en su estado de ánimo y el modo en que su mirada se había ido apagando con el transcurrir de las semanas. Por desgracia, no había logrado que le dijera quién la lastimaba, y de antemano sabía que forzarla no era viable. Dejar la puerta abierta de forma implícita para que le pidiera ayuda fue su única opción. No obstante, temía que ese momento nunca llegase.
Sus ojos buscaron los del hombre frente a ella. Con el pasar de los días se acostumbró a su presencia y tenerlo a su lado, era menos agobiante que en un principio. Antes de hablar, se inclinó hacia adelante y recargó sus codos sobre la mesa que los separaba para estar más cerca de él.
—Medina. A veces conviene que deje de ver ese ombligo lindo que tiene en el centro y se fije más en los demás.
Él resopló riendo y le sostuvo la mirada. Ya no se tomaba sus comentarios de mala manera. Poco a poco entendió que eran su forma de expresar lo que la aquejaba. Sin previo aviso, la imitó y sus rostros quedaron tan cerca que fue fácil detallarse. En la proximidad, pudo notar el rápido parpadeo sobre los oscuros ojos que de soslayo bajaron a su boca antes de volver a mirarlo. Una sacudida los electrizó cuando los alientos se entremezclaron, pero ninguno hizo por alejarse. Por el contrario, sus cuerpos se atrajeron, estimulados por los hormigueos en sus extremidades. A ella le quedó la inquietud en el estómago, aunque se mantuvo imperturbable.
—No sé crea la única que ve cosas. También el licenciado Quintero y yo nos dimos cuenta, pero a diferencia de usted, nosotros sí lo compartimos con los demás —dijo él para romper la creciente sensación que comenzó a ponerlo nervioso.
¿Qué le sucedía? El desagrado se había ido trasformando en compañerismo, pero ella no era mujer para poner sus ojos. Aunque a su lado era fácil sincerarse e innecesario ser pretencioso, de la forma en que necesitó para acercarse a otras mujeres. También reconocía que con el pasar de las semanas fue percatándose de que, bajo esa fachada de chica ruda, habitaba una persona interesante, con un cuerpo y una cara que contempló más de la cuenta cada vez que tuvo oportunidad.
—Es un punto a su favor, pero ¿Qué han hecho al respecto?
Su voz firme y un poco áspera le resonó dentro. Era por completo distinta al tono que Vanessa y otras empleaban al hablar y que tanto le gustaba. De alguna forma que lo tomó por sorpresa, comenzó a ser de su agrado. Desterró cualquier idea, empeñado en verla solo como una compañera de trabajo. Ella no era compañía para una noche, pero tampoco para algo más. Avergonzado, bajó la mirada y se acomodó en su asiento. Se sintió idiota por dejarse envolver por esos pensamientos y se concentró en el problema de Casandra.
Ignoraba qué hacer para ayudarla. Daniel había intentado convencerla de hablar, pero si con su capacidad de persuasión no lo había logrado, él poco tenía para aportar.
—¿Qué podemos hacer? —. La seriedad en su semblante le dijo a Diana su disposición a hacer lo que fuera que estuviera en sus manos.
—Pensaré en algo, tal vez no sea del todo legal. ¿Está seguro de que quiere ayudarme?
—Estoy seguro de que quiero ayudar a Casandra.
La respuesta fue la sonrisa de lado que comenzaba a erizarle la piel. En ese momento los interrumpió la llegada de su joven compañera. Desde la entrada, los observaba con una expresión contraria a la alegre que comúnmente embellecía sus facciones. Roberto esperaba que no hubiera escuchado su conversación y la posibilidad le causó un sobresalto. En cambio, Diana la miró como si no hablasen de ella segundos antes y se puso de pie para aproximarse a su lado.
—Buenos días, Casandra. Es bueno que ya estés aquí —dijo mirándola a los ojos una vez que la tuvo cerca.
No hubo necesidad de más palabras para que la joven supiera a lo que se refería. Su expresión se tornó angustiada y sintiéndose confrontada, bajó la mirada y asintió. Acto seguido, fue hasta la mesa donde estaban dispuestas las bolsitas de té y el agua caliente. Como autómata, se preparó una bebida ignorando las miradas cargadas de pena que le dedicaron sus compañeros.
—Vamos, Medina. Se nos hace tarde —. Diana salió de la habitación y él la siguió tras despedirse de Casandra.
—Pudo ser más amable con ella —señaló sin reproche una vez que estuvieron en el auto rumbo a la constructora.
—Ella no necesita amabilidad, necesita que le saquemos de encima al mal nacido que la está lastimando. Pedir ayuda no es fácil en la situación en la que se encuentra.
—Lo sé.
Un profundo silencio cayó sobre sus cabezas. Envueltos por lo que ambos sentían al respecto, masticaron en complicidad y sin decir nada su propia frustración. Entonces, el móvil de Diana sonó captando su atención. El gesto que hizo al ver la pantalla no le pasó desapercibido y una vez que ella respondió con el manos libres, el tono distinto y la inflexión en su voz aumentó su curiosidad. Al colgar, ella le informó que harían una parada.
Llegaron al estacionamiento público de un centro comercial y su compañera le pidió esperar. En el lugar había pocos autos, y ella se dirigió a uno en particular para abordarlo enseguida. Estar a varios metros no le impidió darse cuenta de que el ocupante era un hombre. Atento, observó la interacción.
Dentro de su vehículo, Manuel también notó la presencia de Roberto y en cuanto Diana entró, obedeció al impulso de averiguar más.
—Creí que venías sola.
—¿Estás celoso, Ruiz?
—Hablo en serio.
—Pues en serio sabes que estoy trabajando con Daniel Quintero otra vez. Te lo dije cuando te pedí ayuda, así que mejor dame lo que conseguiste.
—Ese no es Quintero —. La insistencia por desviar el tema de conversación comenzó a cansar a Diana.
—No, ese es Roberto Medina. Él también está colaborando con Daniel.
—¡¿Qué?! ¿Han perdido el juicio o son estúpidos? Ese tipo es de los que ayudó a hundir a Quintero. A ti seguro no te agradece que lo hayas descubierto.
—Ahórrate el sermón, ¿Averiguaste o no lo que te pedí?
Manuel se giró en el asiento del conductor hasta quedar de frente a su acompañante.
—¿Por qué nunca aceptas mi preocupación? Estamos juntos.
—No, no lo estamos. Tú estás con tu familia y yo estoy sola.
—¿Es lo que te molesta? Sé que en los últimos meses te he dedicado poco tiempo. Pero no es porque no quiera —. Levantó la mano hasta su mejilla y la acarició. Agobiada por no poder pedir algo a lo que no tenía derecho, lo apartó mirando a otro lado.
—No necesito más de lo que me das. Nunca lo he hecho. Se me hace tarde. Dame lo que te pedí, si es que lo tienes.
Por breves segundos, el único sonido fue el de sus respiraciones. Pese a sus dudas, se forzó a aceptar que obligarla era imposible. Apretó los labios y pasó saliva para tragarse su preocupación y los celos que se le anidaron en el pecho.
—Tenías razón, el infeliz que me pediste investigar tiene un historial interesante —admitió, extendiéndole la memoria USB que sacó de la guantera del auto.
—Lo sabía, los hombres y las mujeres importantes son muy reservados con lo que dicen de sus trabajos, pero bajan la guardia con quien comparten su cama.
El hombre cuyos antecedentes Diana le pidió investigar era el esposo de la directora financiera. Un tipo menor que ella con el que se había casado tres años antes. A decir de Vanessa, un bueno para nada cuyos únicos talentos eran los de un seductor innato; excelente para estafar y engañar. Cuando su esposa se negó a seguir dándole dinero para sus lujos, decidió hacer uso de su cercanía para averiguar datos útiles sobre la constructora y vendérselos a sus competidores. Con lo que Manuel averiguó y los ratos en las tardes que había dedicado a seguirle los pasos, tenía suficiente evidencia para hundirlo frente al director de la constructora y convencer a su esposa de que no era más que un maleante bien vestido.
Satisfecha, se despidió y bajó del auto. Manuel la vio avanzar hasta el suyo sintiendo a cada paso de ella como la sangre comenzaba a hervirle. Los años de relación solo sirvieron para que el deseo que despertaba en él siguiera latente, y saberla tan cercana a otro hombre le causó un malestar enorme. Maldijo lo lejana de la última vez que le hizo el amor, le hubiera gustado que ella lo recordase. Acuciado por la necesidad de sentir su piel, abrió la portezuela y fue tras sus pasos. Logró darle alcance a medio camino y la tomó del brazo para detenerla. Ella lo miró expectante y confundida por su inesperada actitud. Él dirigió a Roberto unos ojos recelosos que enseguida volvieron a centrarse en la mujer.
Sin aviso, le tomó el rostro y la besó. Fue tan rápido y sorpresivo que no pudo rechazarlo. Por un instante correspondió entregada a la caricia. El tiempo sin recibir afecto la vulneraba y una vez que la abrazó quiso más; su cuerpo anhelante se permitió disfrutar del calor ajeno, lo mismo las manos que se aferraron a la cintura masculina. Entonces él se apartó tajante.
—No bajes la guardia con ese tipo. Te amo y me dolería.
Luego como tantas otras veces, lo vio dejarla, volver a su propio auto y arrancar. Siguió su trayecto hasta que desapareció en el tráfico. Expuesta, se llevó la mano al pecho, su corazón latía con prisa, hambriento de cariño. Después miró a Roberto a través del cristal del parabrisas, lo había olvidado por completo. Él le devolvió la mirada, desconcertado y bastante incómodo. Hasta ese momento la creyó sola y saber que no era así, estuvo lejos de mantenerlo indiferente.
No era mujer para poner sus ojos, pero no pudo evitarlo. Quien fuera ese hombre no la merecía, no después de que la dejó sin miramiento cuando mantuvo sus brazos abiertos para él. Conociendo su carácter, era fácil intuir que aquello no era común. Si fuera ese imbécil, seguiría abrazándola hasta quedarse sin fuerzas. Ella lo necesitaba, ¿Cómo no se dio cuenta?
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