6

Eiden

—¡Déjame en paz, maldito!

La niebla del bosque se arremolinaba en mis pies mientras caminaba con pasos decididos, rastreándote. La había llevado al sótano con la intención de protegerla, pero su terquedad la había impulsado a huir. Me maldije por un momento de debilidad, por permitir que escaparas entre las sombras que yo mismo controlaba. Debía encontrarte antes de que el bosque la consumiera por completo.

Escuché un crujido a la izquierda y, con sigilo, me dirigí hacia el sonido. El aire frío mordía mi piel, pero no tanto como la ansiedad que me atenazaba el pecho. No podía permitir que se alejara más. A medida que me adentraba en el espesor del bosque, los recuerdos de nuestras conversaciones anteriores se mezclaban con la inquietud que sentía por su seguridad.

—¡Angie! —llamé, mi voz resonando entre los árboles. No hubo respuesta, solo el eco de mi propia desesperación.

De repente, te vi. Estabas a unos metros de distancia, avanzando a trompicones entre la maleza. Tu pijama estaba desgarrada y tu cabello estaba desordenado. Pude ver el pánico en tus ojos cuando me viste acercarme.

—¡Angie, espera! —grité, tratando de sonar menos amenazante.

—¡Aléjate de mí! —vociferó, con la voz temblorosa. Tu miedo era palpable, y eso me dolió más de lo que esperaba.

Aprovechaste una brecha entre los árboles para acelerar tu paso. Maldije en silencio, obligándome a seguirte con más rapidez. Sentí las sombras a mi alrededor, inquietas y deseosas de cumplir mis órdenes. Pero no quería asustarte más de lo que ya estabas.

—Angie, por favor, escucha. No quiero hacerte daño. —Mis palabras parecían perderse en el viento.

Tropezaste, cayendo al suelo. Corrí hacia ti, mi corazón latiendo con fuerza. Cuando te alcancé, estabas levantándote con dificultad, tu respiración rápida y entrecortada.

—¡Déjame en paz! —gritaste, lágrimas brillando en sus ojos. Quisiste alejarte, pero te sujeté del brazo, con firmeza, pero sin intención de hacerte daño.

—No puedes seguir huyendo —dije, mirándola a los ojos, tratando de transmitir sinceridad y preocupación.

—¿Por qué me haces esto? —sollozaste, tu voz quebrada por el miedo y la frustración—. ¿Por qué?

—Angie, no es tan simple. Hay cosas que no comprendes y que no puedes ver. —Traté de mantener mi voz suave; aun así, la urgencia se filtraba en cada palabra.

—¿De qué diablos me hablas? Prefiero esos a estar contigo y tus sombras. —Tus palabras eran un puñal, pero sabía que su miedo hablaba por ella.

—Lo siento, pero no puedo hacerlo. —Suspiré, levantándote con cuidado. Luchaste; sin embargo, estabas exhausta. Mi corazón se hundió al ver tu estado; sin embargo, debía mantenerme firme.

Te llevé de vuelta, sus protestas se desvanecían en el aire helado. Cada paso que daba sentía el peso de tu desconfianza, y eso me carcomía. Sabía que lo que hacía parecía cruel, pero era necesario. Tu vida estaba entrelazada con las sombras, y soltarte significaba condenarnos a un destino peor.

—Eiden... —tu voz era un susurro ahora, una mezcla de agotamiento y resignación—. ¿Por qué no puedes ser honesto conmigo? ¿Qué es lo que realmente quieres?

—Quiero protegerte —respondí, sintiendo la verdad en mis palabras—. Quiero mantenerte a salvo, aunque eso signifique que me odies.

No dijiste nada más y sabía que mi lucha por ganar tu confianza sería difícil. Las sombras se arremolinaban alrededor, observando y esperando. Regresamos al sótano, un lugar que ahora se sentía aún más frío y oscuro por tu presencia forzada.

Te dejé en una esquina, asegurándome de que estuvieras cómoda, pero sabía que no lo estarías. Me quedé allí, observándote, luchando con mis propios demonios internos. Te acurrucaste, con una mirada llena de vulnerabilidad.

—Lo siento, Angie —dije finalmente, sabiendo que mis palabras eran insuficientes. Las sombras se asentaron a mi alrededor, reflejando mi propia inquietud.

La noche avanzaba, y aunque había logrado traerte de vuelta, la sensación de pérdida permanecía. Sabía que volverías a escapar. Me arrodillé frente a ti, mis manos rozaron tus talones descalzos, ya que había perdido tus pantuflas en el bosque. Acaricié con mis dedos tus pantorrillas, sintiendo tu temblor, y comprendí que creías que abusaría sexualmente de ti.

—Angie... Yo...

Un nudo me oprimió la garganta. En aquel momento, utilizaste uno de sus pies y, con todo el impulso, me pegaste con fuerza en la cara; durante un instante, te sentiste victoriosa porque al menos estabas luchando por tu vida. La angustia se arremolinó en tus ojos al percatarte de que no me causó el daño que pensaba que me haría. Entonces, arremetiste contra mí con una furia desesperada, tus golpes eran torpes. Podía sentir tu miedo y tu rabia en cada movimiento que intentabas conectar.

—¡Basta, Angie! —te ordené, mi voz grave, resonando en la oscuridad.

—¡No! —respondiste, lanzando una patada que detuve con rapidez, sujetando tu pierna en el aire.

Con un giro rápido, te desequilibré y te atraje hacia mí, sujetándote por los hombros. Tu fuerza era notable, pero no suficiente. Me debatí internamente, queriendo protegerte de tu propia desesperación.

—No quiero hacerte daño —dije, mi voz intentando ser calmante.

—Entonces suéltame —respondiste jadeando, claramente agotada.

—No puedo —dije con firmeza, mirándola a los ojos.

Tus intentos de liberarte se volvieron más débiles. Finalmente, tus fuerzas se extinguieron y te reclinaste en mis brazos, derrotada. Te sostuve con cuidado, sintiendo tu respiración agitada contra mi pecho. Sabía que esto solo aumentaba tu resentimiento, pero no tenía otra opción.

—Lo siento, Angie —murmuré, más para mí mismo que para ti, mientras te mantenía segura y contenida.

Era hora de acelerar mi plan. Usé mi poder para mover una silla y colocarla junto a nosotros. Tus nervios se multiplicaron, y sentí cada uno de tus músculos tensarse. Te senté e inmovilicé con una soga. Soltaste un grito de pánico cuando viste que te iba a amordazar.

Empezaste a ahogarte en tu llanto. Al verte tan desesperada, te quité la mordaza. Al sentirte liberada, inhalaste profundamente para llenar tus pulmones. Después de hacerlo, se te escapó un jadeo de alivio.

—Por favor, no me hagas daño... te lo suplico, Eiden... —Me imploraste, pero no te respondí. —¡Es un desgraciado! —exclamaste, llenándote de rabia e impotencia al no obtener respuesta.

Mi corazón no lo soportaba más. Me senté a horcajadas sobre tus piernas. Te acaricié los brazos; tu piel era tan suave y sedosa que casi me hizo perder la razón.

—¿Vas a violarme para después matarme? — lanzaste la pregunta con desprecio—. No deseo aquello, no deseo sufrir de esa manera.

—¿Qué te hace pensar que pienso abusar de ti? —respondí.

—En ese caso, ¿vas a torturarme?

Tus ojos se llenaron de lágrimas. No iba a hacerte daño.

—¿Qué eres? —inquiriste, lamiendo el labio inferior. Tu voz temblaba de confusión y miedo—. No entiendo nada. ¿Acaso te envió el Diablo por mi intento de robo? Existen millones de personas que cometen actos peores y nunca les hacen una visita.

—¿Crees que soy un emisario de Satanás? —sonreí, pero el gesto no llegó a mis ojos.

—Es la única respuesta razonable. Vi cómo esas sombras surgían de tu cuerpo, me elevaban varios metros sobre el cielo y me llevaban hasta este sótano. Intenté huir y me llevaste en tus brazos como si pesara menos que un papel —respondiste, tragando saliva con dificultad—. Aunque pensándolo bien, no vas a violarme. Fue una pregunta tonta, lo sé.

—¡Oh, por el amor de Dios, Angie! —exclamé, irritado.

—Lo sé, no me importa —respondiste, consternada por malinterpretar mis palabras—. Soy consciente de que no llamo la atención por mi sobrepeso, pero tengo amor propio. ¿Sabes? No soy tan fea como para espantar a las personas, pero tampoco soy tan atractiva como para encantar.

—¿Sabes qué? He cambiado de opinión.

—Pero dijiste que no...

—Voy a hacerte el amor, para ver si entra un poco de cordura en tu cabecita.

Abriste los ojos asustados y negaste con la cabeza.

—Pero dijiste que... —agitaste la cabeza, consternada—. No soy virgen. Soy inútil para tu sacrificio demoniaco.

Se me estrujó el corazón ante tu confesión. Pensar en ti con otro hombre me enfureció. Los celos me estaban destruyendo y quemándome como el fuego.

—¿Inservible?

—Nunca me he acostado con un hombre. Dejé de ser virgen por mis propios medios, usé un consolador —confesaste, avergonzada—. Puedes criticar mis métodos, pero no puedes cambiar los resultados. No puedes sacrificarme porque no soy virgen.

—¿Crees que eso me detendrá?

Me dolía escucharte hablar de ti de esa forma. En ese instante, giraste despacio la cabeza.

—Hace años, vi una película en la que una banda de música condujo a Megan Fox a una catarata y la apuñalaron como sacrificio a Satanás, a cambio de fama y fortuna. Pero al no ser virgen, ella fue poseída por un demonio y comenzó a devorar gente —balbuceaste entre sollozos—. No quiero ese final para mí.

—Sinceramente, me importa una mierda ese disparate.

Parpadeaste, intentando contener las lágrimas.

—Eres un monstruo —susurraste.

Jadeaste cuando mis dedos rodearon tu garganta.

—Quiero que cierres la boca... —susurré en tu oído.

Tu respiración se entrecortó cuando las sombras que tenía en mi interior empezaron a moverse.

—¡Dios mío, eres un íncubo! —sollozaste.

—No soy nada de eso—Escuché tu jadeo cuando pellizqué el lóbulo de tu oreja con mis dientes.

—Los demonios son hijos del padre de la mentira —murmuraste—. La sangre de Cristo tiene poder, padre nuestro que estás...

—¿Crees que tus oraciones me detendrán? —Sentí tu respiración detenerse cuando deslicé mi mano entre tus piernas.

—No, por favor —suplicaste, moviéndote en un intento desesperado de escapar—. ¡Déjame ir, maldito demonio pervertido! ¡No quiero que me violes ni que me sacrifiques! —Tiraste la cabeza hacia atrás, buscando una salida—. Hice la primera comunión, estoy lejos de tus designios...

Puse los ojos en blanco ante tus palabras.

—Angie, si no te callas, voy a hacer que te ahogues con mi...

Se te cortó la respiración y noté cómo te temblaba el cuerpo.

—Angie —dije, suavizando mi voz—. Te prometo que te dejaré libre cuando leas el libro que intentaste robar en la librería.

Tu mirada se endureció, llena de desconfianza.

—Lo dejé abandonado detrás de una iglesia.

Antes de que pudiera responder, el aire se volvió denso y vibrante. Una sombra oscura se materializó entre nosotros, transformándose en el libro. Tus ojos se agrandaron de miedo y sorpresa.

—¿Qué demonios...? —murmuraste, con voz temblorosa.

—No tengas miedo —dije, aunque sabía que mis palabras no bastaban para calmarte—. Este libro es la clave. En sus páginas descubrirás la razón que me ata a ti y por qué no puedo dejarte ir.

Miraste el libro y luego a mí, con recelo.

—¿Y si esto es solo otra trampa? —susurraste.

—No lo es —respondí, sosteniendo tu mirada—. Te doy mi palabra, aunque no me creas. Lee el libro y, si después de eso aún quieres irte, te dejaré libre.

—¿Es un libro de magia negra? —preguntaste con recelo—. ¿Me absorberá como lo hicieron tus sombras y me llevará al infierno?

—No, el libro contiene toda mi vida, sin tonos blancos ni negros, y mucho menos grises.

Hubo un largo silencio. Pude ver la batalla interna que librabas, el miedo y la desconfianza, luchando contra la curiosidad y la esperanza de liberarte de mí. Finalmente, asentiste, aunque con evidente recelo. Con el corazón latiéndome con fuerza en la garganta, chasqueé los dedos y las sogas cayeron como hilos. Tus dedos se cerraron con fuerza alrededor del libro.

—Está bien —dijiste, tu voz firme a pesar de la tensión—. Lo leeré.

Asentí, sintiendo una mezcla de alivio y miedo. Sabía que el contenido del libro era crucial, pero también sabía que podía cambiar todo entre nosotros. Me alejé, dándote el espacio que necesitabas.

Acaricias el libro y tragas saliva con dificultad, como si estuvieras haciendo las paces contigo misma y despidiéndote de la vida que te tocó vivir. Después de unos segundos que me parecieron eternos, abriste el libro y te encontraste con sus páginas en blanco. Lo hojeas, incluso lo sacudes, pensando que algo caería de él.

—No tiene nada escrito —dijiste, desconcertada.

—Sí, el libro está escrito casi en su totalidad, solo le quedan unas cuantas páginas —expliqué.

—No puedo ver las letras —refutaste.

Me acerqué a ti mientras una daga se materializaba en mi mano. Dejaste escapar un grito de espanto y retrocediste sin soltar el libro. Te detuviste al chocar con la pared. Tomé tu mano y te hice una pequeña cortadura, luego hice lo mismo en mi propia mano. Gotas de nuestra sangre mezclada cayeron sobre las páginas y, como por arte de magia, las letras comenzaron a aparecer. Te solté y volví a colocarme a una distancia prudente mientras intentabas calmar los latidos erráticos de tu corazón.

—Ya puedes leer —indiqué.

Tu respiración aún era entrecortada, pero tus ojos, llenos de curiosidad y temor, se dirigieron nuevamente al libro. La habitación se llenó de una extraña energía, te observé, esperando que este fuera el comienzo de una comprensión más profunda entre nosotros, una que pudiera finalmente liberarnos a ambos.

—La primera vez que te vi... —Te detuviste y me miraste como si estuviera loco. Con un gesto de mi cabeza te indiqué que continuaras—. Me estaba cagando...

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