5
Angie
Caminaba por las calles empedradas de Dublín, envuelta en la gélida neblina que cubría la ciudad, mientras el frío se extendía hasta mis huesos. La ciudad era hermosa, y sus habitantes masculinos eran bellos. Mi abrigo amarillo, comprado a última hora en una tienda china, estaba lleno de agujeros. No sé si su anterior dueño había caído en alguna balacera, pero tras adquirirlo, tuve que coserle varias aberturas, demasiadas para mi gusto, aunque el precio era asequible.
Me sentí honrada al ser incluida en el equipo de capacitación, ya que por primera vez me tenían en cuenta. No obstante, una parte de mi reticencia se debía a que no quería cruzarme con Eiden, o el señor De'Ath, como debía llamarle para mostrar respeto. Desde la llegada de los nuevos directores, la oficina se había vuelto tensa, revelando las verdaderas lealtades. Todos buscaban sobresalir y escalar posiciones a cualquier costo, incluso traicionando a sus colegas.
El más afectado era mi jefe, Andrés. Su incompetencia se hacía cada vez más evidente, y ya no me permitían acompañarlo a las reuniones donde solía salvarlo de sus apuros. Su actitud hacia mí cambió para mal tras recibir una amonestación por enviarme a comprar su almuerzo. Me culpaba por su negligencia, aunque siempre había sido yo quien lo había ayudado. Dejó un informe financiero en mi escritorio, tarea que bien podrían haber resuelto las chicas de contabilidad, que para eso estaban.
Las cifras no coincidían y, con mis conocimientos básicos en la materia, tuve que corregir sus errores una vez más. Y mientras me rompía la cabeza, una sensación de nerviosismo me invadió cuando sentí su presencia. Sin levantar la cabeza, sabía que estaba frente a mí. Empecé a contar hasta veinte para no dejar que la ansiedad me dominara.
Me retumbaba el pulso en los oídos y un escalofrío recorrió mi espalda al escuchar su voz, tan sobrenatural y etérea. Intenté acallar el rugido en mi cabeza mientras él derribaba mis objeciones e imponía su autoridad. Contuve los violentos impulsos que ardían en mis venas.
Sentí un dolor en el pecho cuando sacó a relucir mis penurias económicas. La empresa cubriría los gastos de hospedaje y viajes, pero siempre había gastos extra que no quería asumir. Me las arreglo con sopas instantáneas y la leche más barata del supermercado, que probablemente es cualquier cosa menos leche de vaca. En el trabajo, sobrevivo a base de galletas y cafeína. Y, aun con todas esas limitaciones alimenticias, sufría de sobrepeso.
Eiden fue muy grosero al mencionar los préstamos que había gestionado, sin contar el tercero que pensaba solicitar al regresar al país. Lo que gano no me alcanza para nada, apenas para sostenerme, debo pensar a futuro. El dinero solicitado era para tenerlo en el banco, por si encontraba una oferta de apartamentos de esos que ofrecía el gobierno a una tasa de interés muy baja, aunque estuvieran en un lugar olvidado por Dios. Sería una propiedad que me pertenecería cuando envejeciera.
Así que, después de todo, terminé viajando por primera vez, y nada menos que a Dublín. Desde el instante en que el avión despegó, sentí una oleada de adrenalina que me dejó sin aliento. Observé por la ventana mientras la tierra se alejaba, dando lugar a un mosaico acuático de tonos y formas. La ansiedad y la expectación se entrelazaban en el pecho, haciéndome sonreír.
Al aterrizar, la primera bocanada de aire irlandés fue fresca y llena de promesas. Mis ojos no podían absorber todo lo que veía. Mientras caminaba por el pasillo del aeropuerto, los ojos de Eiden se cruzaron con los míos. Un temblor recorrió mi cuerpo y sentí mi rostro volverse blanco como la tiza al verlo. Tuve la percepción de que parecía un león que merodeaba a su presa antes de matarla.
Llegamos dos días antes de iniciar la capacitación y, a pesar de mis temores, estaba disfrutando del viaje. Me encantaron los Acantilados de Moher, los colores de las puertas georgianas, el sonido del río Liffey fluyendo, y el aroma a café recién hecho en las pequeñas cafeterías. Me sentía como en un sueño.
El aire fresco acariciaba mi rostro mientras avanzaba entre edificios de piedra gris y tiendas coloridas. El bullicio de la vida cotidiana me rodeaba, con transeúntes apresurados y el murmullo constante de conversaciones en diferentes idiomas. Los edificios modernos conducían a estructuras antiguas, con fachadas cubiertas de enredaderas y detalles arquitectónicos ornamentados. El ambiente se volvía más sereno, como si cruzara un umbral hacia otra época.
Todos, junto con Eiden y otras personas que asumí eran de la junta directiva, entramos a un museo para ver la exposición. Tracios, getas y dacios. Tesoros arqueológicos de Rumanía: las raíces dacias y romanas. Me encontré rodeada de objetos antiguos pertenecientes a los Getas, un pueblo ancestral de la antigua Europa Central. En ocasiones, confundidos con los dacios, quizás debido a su origen, gobierno e idioma, los getas eran intrépidos y poderosos en combate. Los romanos los sometieron en tiempos del emperador Trajano, apoderándose de Dacia y otras regiones como Hungría y Transilvania. Me mostré encantada con las piezas arqueológicas encontradas en los yacimientos rumanos: armas de parada, cascos y grebas de oro y plata de los tracios.
—¿Puede creer que estas reliquias han sobrevivido tantos siglos?
Casi me dio un infarto cuando escuché su voz. No tenía pruebas, pero tampoco dudas de que los sucesos paranormales que experimenté empezaron desde que me descubrió intentando robar en la librería. Estaba convencida de que ese libro fue dejado en mi casa por fuerzas sobrenaturales. Y aunque santifiqué mi hogar, el temor no se había disipado en lo más mínimo.
—¿Cuál objeto le ha llamado la atención? —preguntó, con su mirada firme e intensa.
La inseguridad que Eiden provoca en mí me mortifica. Nerviosa, me pellizco el pulgar con mis uñas. Me siento congelada en el lugar, como si su mirada fuera una lanza y me clavaba en el suelo.
—Es solo un montón de piedras viejas —bostezó mi jefe Andrés, lanzando un vistazo desinteresado a una urna de cerámica antes de alejarse.
—¿Y bien?
—Yo... —Tragué saliva, o al menos lo intenté. Pero ni siquiera eso podía hacer, y mucho menos hablar. Eiden avanzó un poco más, hasta quedar a escasos centímetros de mi cara. Sus ojos oscuros me hicieron temblar el pulso.
—Recuerdo que antes no tenía problemas para hablar —dijo de forma inexpresiva.
Una bofetada de sensatez me zarandeó el cerebro.
—Yo... —Tragué saliva—. Ya me iba.
El rostro de Eiden se curvó en un gruñido. Mis compañeros de trabajo me observaron con indiferencia; sus expresiones cansadas reflejaban su aburrimiento ante la exposición. Mis pasos me condujeron a una sala menos concurrida, donde las miradas de las figuras históricas talladas en piedra parecían seguirme con sus ojos vacíos. Sin embargo, mi atención fue capturada por un cuadro solitario al final de la habitación.
Me acerqué con curiosidad, mis ojos se encontraron con la escena pintada en el lienzo con una claridad inquietante. La imagen revelaba una inmolación, en la que una mujer, sujeta a llamas, se elevaba hacia el cielo con una expresión de serenidad en su rostro mientras las llamas danzaban en un torbellino a su alrededor. ¿Cómo podía alguien hacerle un acto tan atroz a alguien?
Se apoderó de mí una sensación de impotencia, y un nudo se formó en mi garganta. Sentí como si pudiera compartir el dolor de aquella mujer. Pero luego, una oleada de indignación me invadió.
—¿Acaso el artista disfruta de la miseria que sufre una mujer quemada? —murmuré para mí.
—El artista halló la manera de transmitir la belleza que ocasiona un sacrificio —manifestó un señor, de unos sesenta años, quien se encontraba a mi lado, sumido en una profunda contemplación. Tenía la cabeza completamente calva, excepto por un mechón grisáceo cuidadosamente atado en un pequeño nudo en la parte superior.
Me sorprendió que hablara mi idioma, aunque sus palabras resonaron vacías para mí; la pintura era una afrenta a las mujeres.
—¿Cómo podía alguien glorificar un acto tan malo? — pregunté distraída.
Una sonrisa pequeña, apenas perceptible, curvó sus labios, como si hubiera encontrado una verdad profunda en la obra de arte que observaba.
—El amor nos lleva a hacer sacrificios inimaginables. No es solo el hecho en sí mismo, sino la intención y la pureza del corazón detrás de él lo que lo hace relevante —respondió en voz baja.
—¿Cree usted que alguien puede amar tanto a otra persona como para sacrificarse de esa manera? —exclamé sin palabras.
—El amor puede ser un motor poderoso. Piensa en una madre que se enfrenta al peligro para salvar a su hijo o en alguien que renuncia a su propio propósito para que los sueños de su amado se hagan realidad. Esos son sacrificios que no siempre se ven, pero son igual de profundos.
Miré al señor. Su presencia transmitía una sensación de paz, una energía de serenidad que me reconfortó. Pero me sentí burlada, como si el cuadro se estuviera riendo de mí. Ni siquiera loca me inmolaría por nadie.
—¿Cómo podía alguien permitir que tal atrocidad ocurriera? —Mis pensamientos se enredaron en un torbellino de emociones—. Nadie debe morir por nadie.
—Un sacrificio no espera recompensas ni reconocimiento. A veces, son los actos de amor más significativos, aquellos que se llevan a cabo en silencio, en los momentos más oscuros, sin que nadie más lo tenga en cuenta —manifestó con una sonrisa suave.
Me coloqué un mechón de pelo detrás de la oreja, y por alguna inexplicable razón, me ruboricé. Pero luego, una oleada de indignación más fuerte que la anterior me inundó. ¿Cómo podía el arte glorificar el sufrimiento humano y disfrazarlo como un sacrificio de amor? Sentí un fuego ardiente encenderse dentro de mí, y una burla indignada escapó de mis labios.
Con un último vistazo lleno de disgusto, me alejé del cuadro y del señor. En la habitación, cuestioné el extraño comportamiento de Eiden durante la cena. No era muy elocuente conmigo, pero me pareció que mi presencia le molestaba, es decir, le asqueaba. Por eso, a la primera oportunidad, me encerré en la habitación.
Me revolvía en la cama, incapaz de encontrar consuelo en el sueño. Afuera, una tormenta se desató con furia. Los truenos retumbaban como tambores de guerra y los relámpagos iluminaban la habitación con destellos cegadores. El sonido de la lluvia torrencial golpeando las ventanas era ensordecedor.
De repente, las luces del hotel comenzaron a parpadear y luego se apagaron por completo. Sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral. La oscuridad me hizo imaginar figuras amenazantes en cada esquina. El sonido de la electricidad fallando y los crujidos del edificio aumentaron mi miedo.
Decidí salir al pasillo para encontrar algo de compañía. Al abrir la puerta de la habitación, me encontré con un corredor sombrío, iluminado intermitentemente por los relámpagos. Avancé con cautela y vi una figura conocida más adelante. Era Eiden, pero algo en su semblante me resultó perturbador. Su expresión mostraba preocupación y signos evidentes de haber estado en una pelea: un corte en la ceja y un hematoma en la mejilla.
—¿Qué le ha pasado? —pregunté, tragando saliva.
Eiden alzó la mirada y, durante un instante, creí ver un atisbo de desesperación en sus ojos. Antes de que pudiera responder, sombras comenzaron a danzar a su alrededor, contorsionándose y cambiando de forma, con rostros de lamento y sufrimiento. Las sombras parecían moverse al ritmo de los truenos. Retrocedí, el terror apoderándose de cada fibra de mi ser. Solté un grito lleno de puro miedo.
De repente, las sombras se lanzaron hacia mí. Intenté correr, pero mis piernas no respondían. Sentí como si estuviera atrapada en una pesadilla. Las sombras me envolvieron, sus rostros deformados ahogaron mi grito mientras era tragada por la oscuridad. El rostro desesperado de Eiden se desvanecía en la penumbra.
En un instante, todo se volvió silencio y oscuridad absoluta.
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