4
Eiden
Odias el café con leche. Agradeces con timidez a la azafata, y no puedo evitar reconocer esa forma tuya de esconder los labios y hacer una mueca que imita la sonrisa de la Mona Lisa cuando deseas rechazar o negarte a hacer algo. Es esa pena, esa vergüenza que te hace acceder siempre. Esa complacencia, que te ha perjudicado toda tu vida. Sabes el poder que tiene un "No", pero prefieres que te cuelguen antes que usarlo.
Comienzas a morder la cutícula de tu pulgar mientras miras por la ventana del avión. No piensas probar el café con leche, aunque tu vida dependiera de eso. Tus ojos brillan de sorpresa cuando visualizas las tierras de Irlanda, y un suspiro de emoción se te escapa. Mi pecho se infla al ver cómo se te ilumina el rostro. Te imaginas caminar por sus verdes praderas, entrar a esos castillos de cuentos encantados, y visitar esos lugares que solo has visto por internet. Aún no puedes creer cómo llegaste hasta aquí.
Todo esto forma parte de mi plan. Durante las siguientes semanas, observé cómo te complacías a ti misma en ese cajón paupérrimo que llamas hogar. Me costó tanto comprender cómo puedes vivir así; ni siquiera tienes lo mínimo para sobrevivir. Me atrevo a jurar que un preso tiene más posesiones que tú. Pero eso lo cambiaremos más adelante. Coloqué el libro sobre la mesa y ver tu cara de espanto me causó gracia.
No pegaste ojo después de eso. Atribuiste la aparición del libro a sucesos paranormales o demoníacos. Con un esfuerzo titánico, lo tomaste entre tus dedos como si su contacto te quemara y lo dejaste tirado en un bote de basura detrás de una iglesia. Luego, pediste al sacerdote que fuera a tu casa para santificarla, pero él se negó. Desconozco sus motivos, así que fuiste a una iglesia protestante y permitiste que realizaran un culto. Hiciste todo eso porque temías que un demonio te atacara mientras dormías.
Mi reina, si por lo menos supieras que no existe ningún rezo o mantra que me aleje de ti.
Ese supuesto percance paranormal no afectó tu rendimiento laboral. Continuaste siendo puntual y realizando el trabajo del vago de Andrés en el más pleno mutismo. Te molestan sus abusos, y lo peor es que sigues creyendo que tu vida cambiará por intervención divina, cuando la solución siempre ha estado en tus manos. Te conformas con ser una empleada fantasma en una empresa llena de fieras sedientas de dinero y estatus.
En el aeropuerto de Dublín, no puedes evitar asombrarte al ver los escaparates; te parecen tan lindos, pero debes seguirles el paso a tus compañeros. Si vienen contigo, es para que no sospecharas nada. Sumergí a la empresa en un proceso de transformación que aparentaba ser una inversión en el capital humano, para sacar mis ganancias más adelante. Muchos departamentos estaban destinados a desaparecer, y algunos encargados eran una basura. Andrés encabezaba la lista como el peor.
No fue fácil traerte hasta aquí. Te incluí en el grupo que debía participar en un seminario de capacitación en Irlanda, pero me sorprendieron los pretextos que utilizaste para no ir. Alegaste que no sabías hablar inglés, así que tu participación sería innecesaria. Rechacé esa solicitud y las demás trabas que utilizaste para arruinar mis planes. La peor artimaña que utilizaste fue una carta enviada a Recursos Humanos, aludiendo que temías terminar siendo una esclava sexual, como en la película Búsqueda Implacable.
Al final, para terminar con tus excusas, tuve que intervenir. Me abrí paso por los cubículos; el lugar resultaba un tanto austero, por no decir deprimente. Todos tus compañeros, al verme, se pusieron tensos y comenzaron a fingir que estaban trabajando. Te encontré absorta, analizando unos documentos y mordiendo tus labios mientras tratabas de encontrar el error.
—¿Cuál es su propósito al rechazar nuestro plan de capacitación? —pregunté, notando cómo mi presencia te hizo estremecer al levantar la cabeza. Tu única respuesta fue encogerte de hombros.
—No considero necesaria mi participación —murmuraste, con un tono apenas audible.
Fruncí el ceño y vi necesario utilizar el poder que me otorgaba el cargo de dueño de la compañía donde trabajas.
—Considero una falta de respeto su negativa. Todos los gastos de viaje y hospedaje para el personal fueron aprobados por altos directivos que entendemos que, por las funciones que realizan, debe asistir —dije con voz dura y fría.
Levantaste una comisura de tus labios.
—Le agradezco la consideración, pero no, gracias —respondiste entre balbuceos.
—¿Segura?
—Sí, entiendo que esa oportunidad puede ser aprovechada por otra persona. Solo soy la secretaria del departamento; mi función es archivar y contestar llamadas.
Me senté despreocupadamente en la silla frente a tu escritorio, con un brazo apoyado en el respaldo y las piernas abiertas.
—Comprendo, pero me temo que eso no hará nada para que cambie de opinión —dije entre dientes.
—¿Por qué? —jadeaste, apaleada, echando una mirada nerviosa a una de tus compañeras, quien finge ignorarnos.
—El cuerpo directivo la necesita allá. Sea un poco más inteligente a la hora de aprovechar las oportunidades que se le presentan.
Cientos de argumentos contradictorios estallan dentro de tu cabeza mientras tratas de encontrar una respuesta. Dejé caer las manos a los costados y luego las llevé al frente, donde las junté.
—¿Y bien? —solté, mirándote fijamente.
—Yo no...
—Tiene dos préstamos que sobrepasan su liquidación si decido despedirla en este momento —gruñí en voz baja, interrumpiéndote.
Tus ojos se crisparon un poco.
—No pueden obligarme a hacer algo que no quiero. Tengo derechos laborales que me protegen —replicaste molesta.
—Pues debió utilizarlos a la hora de permitir que su jefe la explorara desde el primer día en que entró aquí —objeté.
Tus ojos se abrieron de par en par y una gran "O" se formó en tu boca, cualquier contradicción se quedó atascada en tu garganta. Después de eso, no volví a buscarte hasta hoy, en el aeropuerto. El vello de mi nuca se erizó cuando, por error, nuestras miradas se cruzaron.
En el hotel, tus compañeras Verónica y Cinthia comenzaron a burlarse de ti porque no podías cerrar la boca, maravillada por tanta elegancia. Y no es para menos. El Gresham es un edificio histórico, abierto desde 1817, ubicado en el mismo corazón de Dublín. Ellas no saben eso, pero tú sí.
Nos registramos y cada uno se dirigió a sus respectivas habitaciones. Yo estaré solo, en una de las suites; tú estarás en una de las habitaciones normales, aunque hice los arreglos para que tuvieras la mejor vista de todas. Al fin y al cabo, estaríamos aquí por unos días. Mis planes para nosotros comenzarían a partir de pasado mañana.
Sabía que revisarías la habitación después de que el botones se marchara, temiendo que algo o alguien entrara y te hiciera daño. Me atrevo con toda confianza a asegurar que lo primero que hiciste fue inspeccionar debajo de la cama; luego, abrirías el armario, y por último, inspeccionarías el baño para sentirte segura. Ni muerta dormirías con las luces apagadas, tampoco desempacarías por completo.
Ordené al hotel que prepararan para ti un baño de burbujas y llevaran a tu habitación champagne y algunas frutas. Te negaste a aceptarlo por el temor a que lo cargaran a tu cuenta. Aunque los gastos iban por la empresa, llevaste por si acaso un poco de dinero que no te alcanzaría ni para sobrevivir dos días. Te explicaron que todo eso era cortesía del hotel. Me alegró que disfrutaras mi obsequio, pero lo que realmente me molestó fue que te la pasaras fantaseando cochinadas con Henry Cavill. Eso nunca iba a pasar, aunque lo conocieras en persona. No lo permitiría.
A la hora de la cena, llegaste puntual. Luché contra mis ganas de estar junto a ti antes de que entraran los buitres de tus compañeros y comenzaran a lamber mis botas. Comprendo que te cuesta acostumbrarte a mi presencia. Sin embargo, ordené que te sentaran a mi lado. Tardé un poco más de lo establecido; es bueno hacer esperar al personal.
Saludé a todos y te dejé para el final. Extendiste tu mano como toda una profesional educada y la estreché feliz. Nos sentamos y de inmediato inicié el discurso que había ensayado antes de bajar. Tus compañeros, los buitres, creen que merecen estar aquí por sus méritos. Imbéciles. Lo que no saben es lo que le espera a su regreso: sus cartas de despido.
No hablas mucho, solo asientes y sonríes. Cinthia, en su afán de sobresalir, hizo un chiste fuera de lugar, burlándose de tu sobrepeso y diciéndote que comieras un poco más porque no te haría daño. Noté cómo apretabas el tenedor, y algo dentro de mí dolió, como si la ponzoña de una serpiente hubiese hundido sus colmillos en mi cuello.
Fue un comentario de mierda, lo sé, pero no podía quedarse sin respuesta. Entonces, conté la triste historia de cómo mi hermano terminó suicidándose a causa del bullying que sufrió debido a su peso. No era cierto, pero quería enfatizar a esa perra que esos chistes los considero una afrenta personal. Amé esa sonrisa de satisfacción que intentaste ocultar con la servilleta.
La cena, después de eso, transcurrió sin ningún percance. Cada uno habló de los lugares que les gustaría ver mientras estuvieran aquí, excepto tú. Fue por eso por lo que te pregunté a qué lugar te gustaría ir antes de comenzar el seminario. Respondiste entre dientes que los Acantilados de Moher. Podría hacer eso por ti, después de analizar que no interferiría con mis tiempos.
Cada uno se fue a su habitación después de cenar. No pude dormir, y supe que tú tampoco al revisar tu historial web. Pasaste la noche navegando por páginas de sitios turísticos de Irlanda, luego descargaste una novela de romance erótico, y finalmente, viste algo de porno. Algunas viejas costumbres nunca cambian.
A la mañana siguiente, el frío era palpable y esperaste junto a tus compañeros mi llegada, envuelta en tu abrigo impermeable con capucha de color amarillo luminoso que compraste a última hora en una tienda de segunda mano. Sabía que te gustaba sentarte al lado de la ventana, así que asigné los puestos en el minibús, asegurándome de que tuvieras ese lugar. Disfrutas de esa posición porque te da la protección de fingir que estás ausente, que no escuchas a nadie, aunque haces todo lo contrario.
Antes de llegar a los acantilados, hicimos una parada en Galway, una de las ciudades más populares de Irlanda. Planeé está parada con la intención de que tus compañeras se perdieran paseando por sus coquetas tiendecitas. Además, la compañía casual de hombres apuestos las mantendría ocupadas. Y no me equivoqué.
Solo Andrés y Mateo expresaron su deseo de continuar con nosotros hasta los acantilados. Los años me han enseñado a duras penas a controlar mi temperamento, y como no quería que sospecharas, acepté. Recorrimos una de las carreteras costeras más bonitas de Irlanda, deteniéndonos en el Parque Nacional The Burren. Su paisaje kárstico y colinas de piedra caliza atravesadas por grietas causan admiración entre sus visitantes. Y tú no fuiste la excepción.
En ese lugar, quise retorcerle el cuello a Mateo por intentar convencerte de regresar al hotel. El maldito casi arruina mis planes, y mis deseos asesinos resurgieron de cada uno de mis poros; lo único que calmó el mar de sangre dentro de mí fue escuchar tu rechazo a volver. No hablaste en todo el trayecto, pero eso no me importaba mucho; con sentirte cerca de mí por el momento me bastaba. Entonces, ante nuestros ojos, se alzaron desde las aguas trescientos metros de roca. La neblina aún las envolvía como una sábana sumida en un silencio sepulcral. Sabía que querrías recorrer sus ocho kilómetros de longitud y admirar sus 210 metros de altura.
Te vi deambular de un lado a otro, maravillada, tocando la hierba y llenando tus pulmones de aire fresco. Te abrigaste cuando el viento empezó a soplar fuerte y te despeinó. Diste vueltas como si fueras una niña pequeña, correteando mariposas. Sentí una opresión en el pecho por los recuerdos que eso trajo consigo. Sacaste tu celular para tomar algunas fotografías, inmortalizando cada momento.
Permití que disfrutaras de ese día sin interrupciones. Al regresar, informé a todo el personal que los llevaría a una exposición cerca del hotel. Quería que vieras unos objetos que revelarían mi pasado. Nuestro pasado. Era fundamental que comprendieras lo que nos unían.
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