32
1631, Agra, India.
Esa pesadilla me perseguía cada noche, una sombra oscura que nunca se disipaba. Me encontraba una vez más en el Bosque de los Empalados, un lugar maldito donde la niebla densa y fría se aferraba a la piel como manos espectrales. Mis pasos crujían sobre hojas muertas y ramas rotas mientras avanzaba hacia el corazón del horror que siempre me esperaba.
Allí estabas, empalada, tu cuerpo frágil atravesado por una estaca. Tus ojos, esos ojos que una vez brillaron con amor y vida, ahora estaban vacíos, sin alma. La sangre corría por tu piel pálida, mezclándose con la tierra oscura del bosque. Cada detalle de tu sufrimiento me atormentaba, tu rostro congelado en una mueca de dolor y terror.
Tu vientre se había abierto para dejarme ver a nuestro hijo no nato, una sombra diminuta que nunca llegó a ver la luz del día. No era más que un esbozo de vida, una promesa rota. Y junto a él, Vera, nuestra hija de seis años, su pequeño cuerpo también empalado, sus ojos inocentes abiertos en un último grito mudo. Su sonrisa, que antes iluminaba mis días, se había convertido en una máscara de muerte.
—Papá... ¿dónde estabas?, ¿por qué no nos salvaste? —La voz de Vera resonaba en mi mente, una acusación que me perforaba el alma. Quería gritar, correr hacia ustedes y arrancar las estacas, pero mis pies estaban clavados al suelo, mi cuerpo incapaz de moverse.
La niebla se arremolinaba a mi alrededor, formando figuras grotescas y burlonas que susurraban mi nombre, arrastrándome más profundo en la desesperación. El aire estaba cargado de un hedor a putrefacción, el olor de la muerte que se pegaba a mi piel. Sentía cómo mi corazón latía desbocado en mi pecho, cada latido un recordatorio de mi impotencia.
—¡No! —grité, mi voz desgarrada por el dolor y la desesperación—. ¡No! ¡No! ¡No!
De repente, el suelo bajo mis pies comenzó a temblar, y la tierra se abrió en una grieta oscura que intentaba tragarme. Traté de resistirme, de mantenerme firme, pero la fuerza era demasiado poderosa. Caí, cayendo en un abismo sin fin, rodeado por las risas macabras de los espectros del bosque.
Desperté de golpe, empapado en sudor frío, mi cuerpo temblando como una hoja. Las paredes de mi habitación se cerraban sobre mí, y el eco de mis propios gritos resonaba en mis oídos. Luchaba por respirar, cada bocanada de aire, un esfuerzo monumental.
—¿Por qué?... —sollocé, mi voz rota por el dolor. Me levanté de la cama, tambaleándome hasta la ventana. Afuera, el paisaje era tranquilo, en marcado contraste con el caos en mi mente.
El cielo nocturno estaba salpicado de estrellas, pero no encontraba consuelo en su belleza. La pesadilla siempre estaba ahí, acechando en los rincones oscuros de mi mente, una tortura sin fin. Me apoyé contra el marco de la ventana, mis manos temblorosas aferrándose a la madera.
Sabía que nunca podría escapar de esta agonía, de la culpa que me consumía por no haber podido proteger a mi familia. La imagen de mi familia, todos empalados en el bosque, seguía viva en mi memoria, una herida que nunca sanaría.
Y así, con la luna brillando débilmente sobre el desfiladero, supliqué en silencio a cualquier fuerza que pudiera escucharme, pidiendo un alivio que sabía nunca llegaría. La noche era un manto de soledad y desesperación, y mis plegarias se perdían en la vastedad del cielo. Esperé a que esclareciera para vestirme y prepararme para entrar una vez más en Kerala.
Por más que intenté, una fuerza invisible me impedía entrar. Cada intento se veía frustrado por un muro invisible que me repelía con una violencia que nunca había experimentado. La frustración y la furia crecían dentro de mí, pero estaba determinado a regresar. Sabía que Shiva había enviado a sus ganas para detenerme, y su presencia era innegable.
Nandi, el sirviente de Shiva, los dirigía con una autoridad incuestionable. Majishá luchaba a mi lado, sus movimientos eran rápidos y precisos, una danza mortal que ejecutaba con maestría. Pero nuestros enemigos eran muchos y poderosos, y cada golpe parecía acercarnos más a la derrota.
—Eiden, ¡mantente firme! —gritó Majishá, cubriéndome las espaldas mientras bloqueaba un ataque con sus cuernos en forma de espada.
Las ganas nos rodearon, atacando con una sincronización letal. Sus ojos brillaban con una furia inhumana, y sus armas eran extensiones de su odio. Me vi obligado a retroceder, parando golpes y lanzando contraataques con una furia desesperada. Pero Nandi era implacable. Con su cuerpo enorme y musculoso, avanzaba hacia mí con una determinación aterradora.
Un hacha apareció de repente, cortando el aire con un silbido mortal. Voló hacia mí con una velocidad increíble, pero Majishá, se interpuso perdiendo su mano en el impacto. La sangre brotó de su muñón, salpicando el suelo y mis ropas.
—¡No! —grité, viendo a mi amigo caer al suelo, sangrando. La desesperación me llenó, y por un momento, todo pareció perder sentido.
A pesar de su herida, Majishá se levantó. Con su mano restante, siguió combatiendo, dándome el tiempo necesario para contrarrestar el ataque de Nandi. Aproveché la distracción y lancé un ataque decisivo, hiriendo a Nandi y obligándolo a retroceder. Aun así, sabíamos que no podíamos vencerlos a todos. Los demás ganas seguían atacando con una ferocidad implacable, y nuestras fuerzas se agotaban rápidamente.
—Tenemos que retirarnos, Eiden —dijo Majishá con voz firme, aunque debilitada—. No pienso morir desmembrado por estos malditos.
A regañadientes, acepté. Ayudé a Majishá a levantarse, y juntos logramos escapar del enfrentamiento, con las ganas persiguiéndonos brevemente antes de usar mis sombras y desvanecernos en la distancia.
Llegar hasta Agra fue un viaje arduo y amargo. Herido y desmoralizado, caí en una espiral de decadencia. Para ese tiempo era un mercenario, ofreciendo mis servicios al mejor postor. En mi desesperación, me hundí en el alcohol y las mujeres, buscando olvidar. Las noches se volvieron un borrón de tabernas sucias y camas ajenas, un intento desesperado de ahogar los recuerdos que me perseguían.
Agra era una ciudad bulliciosa, llena de comerciantes, soldados y mercenarios como yo. El sultán Shah Jahan I gobernaba con mano firme, y su influencia se extendía por todas partes. Acepté un contrato para trabajar para él, no porque me importara su causa, sino porque necesitaba el dinero y la distracción.
—¿Otro trago, señor? —me preguntó un tabernero, viéndome vaciar mi copa por enésima vez esa noche. —Sí, llena la copa —respondí, con la voz arrastrada por la embriaguez.
Majishá, a mi lado, permanecía en silencio. Su herida había sanado, pero la pérdida de su mano era un recordatorio constante de mi terquedad.
—Esto no puede seguir así, Eiden —dijo un día Majishá, su voz cargada de desasosiego—. Estás destruyéndote a ti mismo.
—¿Y qué esperas que haga? —repliqué con amargura—. No hay nada más para mí.
—No es cierto. Siempre hay algo más. Pero no lo encontrarás en el fondo de una botella o en los brazos de extrañas.
Sus palabras eran duras, pero necesarias para mantenerme cuerdo. Comencé a trabajar para el sultán, aunque con poco entusiasmo. Mi habilidad en la batalla y mi falta de escrúpulos me hicieron valioso.
—Eiden, el sultán, requiere tus servicios en el frente —me informó un mensajero una mañana—. Hay un grupo de rebeldes causando problemas en las afueras de la ciudad.
Asentí, preparándome para la tarea. Cada batalla era una forma de desahogar mi rabia, de encontrar un propósito, aunque fuera temporal. Allá podía olvidar por un momento la miseria que me consumía.
—Majishá, necesitamos estar listos —dije mientras miraba un cuchillo con el cual deseé suicidarme.
—Deja de mirar eso —respondió con firmeza—. O mejor úsala, pero no para tu cuello.
Participé en las campañas militares contra los rajputs sosodia de Mewar y los nobles rebeldes lodi del Decán. Después de la muerte de Jahangir, Shah Jahan derrotó a su hermano menor y se coronó emperador. Además, mandó a ejecutar a la mayoría de sus pretendientes rivales al trono.
Mis habilidades en combate y mi indiferencia hacia la muerte me convertían en un guerrero temido y respetado. Pero por más que intentara escapar de mi dolor, siempre regresaba, como una sombra que no podía sacudirme.
El alcohol y las mujeres eran un escape temporal, una forma de entumecer el dolor que sentía. Pero en las noches solitarias, cuando la euforia se desvanecía, el vacío volvía a apoderarse de mí. Sabía que Majishá tenía razón, que debía encontrar algo más, algo que me diera una razón para seguir adelante. Pero en ese momento, la oscuridad era lo único que conocía, y la luz parecía una ilusión inalcanzable.
Mis habilidades en combate y mi eficacia en las misiones para el sultán Shah Jahan I no pasaron desapercibidas. Fue así como me encontré invitado a la boda real, un evento de esplendor y magnificencia que rivalizaba con las más grandes celebraciones de las que había sido testigo en mis siglos de vida. La alegría y el amor en el aire eran palpables; cada sonrisa y risa me recordaban lo que había perdido.
Los novios, tan radiantes y felices, compartían miradas llenas de promesas de un futuro brillante. Sentí una punzada de dolor en mi pecho, una herida que nunca sanaba del todo. Me excusé discretamente y me alejé de la multitud, buscando refugio en los jardines del palacio. El jardín era un lugar de belleza sin igual. Encontré un rincón solitario y me dejé caer en un banco de piedra, las lágrimas comenzaron a fluir sin control. La felicidad de otros era una amarga medicina para mí, un recordatorio constante de mi propia soledad.
—Después de perder a mi familia, ¿qué derecho tengo a lamentarme? —pensé en voz alta, con la voz quebrada por el dolor—. Siento algo de odio al ver la felicidad en otras personas, y lamento mi soledad más que nunca.
Mis sollozos llenaban el aire nocturno cuando de repente una luz cegadora apareció ante mí. Me cubrí los ojos instintivamente, pero la luz se intensificó, envolviéndome por completo. Al abrir los ojos, me encontré en un lugar que parecía sacado de un sueño.
Era un palacio con un jardín espléndido, lleno de una vegetación exuberante que colgaba de todos lados. Aves de colores brillantes, pavos majestuosos y pequeños monos llenaban el aire con sus sonidos. Los aromas de flores exóticas y frutas maduras impregnaban el aire, creando una atmósfera de ensueño.
Miré alrededor, atónito por la belleza que me rodeaba, cuando vi a una figura aparecer de uno de los muros del jardín. Mi corazón se detuvo de repente.
—¿Amor? —susurré, dando un paso hacia ella.
La mujer se giró hacia mí, y su expresión se transformó en una mezcla de ofensa e ira. Con un gesto rápido de su mano, lanzó una ráfaga de aire que me golpeó la mejilla, dejándome un corte ardiente.
—¿Cómo te atreves a confundirme con esa estúpida? — Su voz era como un trueno suave.
Me tambaleé, llevando una mano a mi mejilla sangrante.
—Que sea la última vez que la llames de esa forma —dije de manera cortante.
—No eres nadie para amenazarme —replicó con soberbia.
—¿Quién demonios eres? —pregunté.
—Soy Parvati —dijo con voz firme, casi cortante—. La consorte de Shiva y enemiga mientras respire del gran amor de tu vida.
La invité a sentarse junto a mí. Podía ser un mercenario, pero no acostumbraba a matar mujeres. Si volvía a insultarte, por más esposa que fuera del Destructor de Mundos, iba a retorcerle el cuello. Parvati se acomodó a mi lado. Sus ojos se fijaron en los míos con una intensidad que me inquietaba. No me tenía miedo.
—¿Qué es lo que quieres, Parvati? —pregunté, tratando de mantener la calma.
Ella tomó una respiración profunda antes de hablar, sus palabras arrastrándose como un veneno.
—Soy la hija amada del rey Himavan y de Mainavati. Elegida para ser la esposa y madre de los hijos de un dios que se casó conmigo por el enorme parecido con su primera e infiel esposa —confesó, su voz apenas un susurro—. Desde muy temprano supe que no me amaba a mí, sino a la sombra de otra mujer.
La tristeza en su voz era palpable, una carga que había llevado durante siglos. Sus palabras resonaron en el aire, llenas de dolor y resentimiento.
—No busco tu compasión ni tu aprobación, Eiden —dijo con firmeza—. Solo quiero que entiendas que el amor que sientes por ella es una amenaza para mi existencia.
—¿Qué es lo que pretendes? —pregunté con cautela—. La experiencia me dicta a no confiar en las visitas de ninguna deidad.
Parvati me observó en silencio por un momento, luego asintió lentamente.
—Entonces prepárate, porque lo que voy a contarte derrumbara los cimientos de todo lo que creías que era cierto.
Sentí un golpe en el estómago.
—¿Qué estás diciendo?
Ella soltó una carcajada, lleno de amargura.
—Durante siglos, he sufrido en silencio, viendo cómo Shiva se consume de amor por ella. He dedicado mi vida a él, le he dado hijos, me he esforzado por ser la esposa perfecta, y, sin embargo, nunca he sido suficiente.
La tristeza en sus ojos se transformó en una furia latente, su voz vibrando con una intensidad que me estremeció.
—La odio —dijo, las palabras brotando de ella con una fuerza brutal—. Ella tiene todo lo que yo he deseado. A pesar de todo mi esfuerzo, de todo mi sacrificio, ella es la única que ocupa el corazón de mi esposo.
Un silencio cargado se instaló entre nosotros. Sentía el peso de sus palabras, cada una de ellas una daga que se clavaba más profundamente en mi alma.
—Eso no tiene sentido... —intenté decir, pero ella me interrumpió, su mirada fija en la mía, como si quisiera asegurarse de que entendiera la magnitud de su confesión.
—Durga y Uma son partes de mi personalidad —continuó—. Ellas representan mi fuerza y mi furia. Fue Durga quien planeó su muerte en venganza por mi sufrimiento eterno. Hace siglos, en Kerala, como sé que muy bien recuerdas.
Mi mente se quedó en blanco. La revelación me golpeó con la fuerza de un huracán, dejándome sin aliento. Revivir ese momento provocó que mi sangre se convirtiera en lava, recordar tu cuerpo frágil y destrozado se superpuso con la de Parvati.
—¡Maldita! —mi voz era apenas un murmullo, ahogado por la ira—. ¡Eres un maldito monstruo! —grité, mi voz resonando en el jardín—. ¿Cómo pudiste hacerle eso?
Parvati no retrocedió ante mi furia. En cambio, sus ojos destellaron con una furia propia.
—Hice lo que debía hacer para sobrevivir, para reclamar el amor y la atención que se me ha negado por tanto tiempo. Si ella no puede morir, que sufra eternamente.
La ira en mis venas alcanzó su punto de ebullición. Sin pensarlo, di un paso hacia ella, mi mente nublada por un deseo insaciable de venganza.
—No te atrevas a justificar tu crueldad con amor no correspondido —dije entre dientes, cada palabra cargada de desprecio—. No tienes idea del sufrimiento que has causado.
Parvati levantó la barbilla, su expresión, desafiando mi amenaza.
—Si crees que matar a una diosa aliviará tu dolor, adelante.
Las palabras de Parvati se clavaron en mi mente como un veneno. La lógica cruel de sus palabras resonaba en el abismo de mi desesperación. Aunque su muerte no podría devolver a los muertos, el deseo de justicia, o tal vez de pura venganza, ardía dentro de mí.
Antes de que pudiera acercarme a ella, sentí una presencia detrás de mí. Una hoja fría se posó en mi cuello y una voz amenazante susurró en mi oído.
—Mucho cuidado con ponerle una mano —reconocí la voz de Durga, su tono gélido y putrefacto—. No querrás enfurecerme más de lo que ya estoy.
Me quedé inmóvil, la espada presionando ligeramente contra mi piel. Podía sentir el poder en Durga, y supe que no estaba jugando.
—¿Así es como se comporta una diosa mal querida? —escupí con amargura—. Utilizando trucos y amenazas para protegerse.
Durga rio suavemente, su aliento cálido en mi oído. Parvati no apartó la mirada, sus ojos brillando con una soberbia herida.
—Lo que hice, lo hice por amor —dijo, su voz temblando—. Por un amor que nunca ha sido correspondido, por un sufrimiento que nunca cesa. Además, agradece que intervine para que estuvieran juntos en Valaquia. O ¿acaso no te pareció curioso la insistencia de Vlad II para que fueras allá? Permití que estuvieran juntos, pero cuando descubrí que mi esposo supo dónde estaba, no lo pude soportar y moví los hilos para que la encontrara empalada como lo hiciste tú.
Me levanté, sintiendo que el suelo se movía bajo mis pies. La distancia entre nosotros se hizo insuperable, un abismo lleno de traición y dolor.
—Nunca voy a perdonarte, Parvati —dije, cada palabra cargada de resentimiento.
Ella negó con un gesto, soltando una carcajada.
—No espero tu perdón —susurró—. Ni siquiera me importa. Solo quería que supieras la verdad, mi verdad. Que entiendas el precio que he tenido que pagar por amor y por odio.
Inspiré hondo.
—Ni siquiera me inspiras lástima —escupí con sorna.
En los ojos de Parvati apareció una mirada gélida.
—¿Y qué me dices de ti? —Dibujó un mohín de burla—. No eres mejor que yo. Que no recuerdes tu pasado no te exime de la culpa.
—Ustedes los dioses se encargaron de dotarme con la capacidad de recordar hasta el mínimo detalle de mi vida. —Llené mis pulmones con una bocanada de aire—. Estoy consciente de todo, de todo lo que he hecho.
Parvati ladeó la cabeza para mirarme.
—¿Estás seguro?
Lo dijo tan bajito, tan suave, que no estaba seguro de haberla oído.
—¿Qué fue lo que dijiste?
—Este lugar ha sido testigo de encuentros entre amantes infieles y amigos desleales. —Frunció el ceño en un gesto pensativo—. No puedes hablar de lo que no recuerdas, pero una vez estuviste aquí más de una vez, confabulando contra la única persona que te consideraba su amigo. No eres mejor que yo. —Sonrió con ironía.
—Yo nunca he estado en este lugar, los celos te han hecho perder la razón.
Parvati se encogió de hombros y sonrió como si no me creyera.
—¿Cómo creerle a un hombre que ni siquiera sabe quién es?
Ignoré su sarcasmo.
—Tus padres ni tu esposo nunca te mostraron cariño—dije con toda la intención de echarle sal a su herida.
—Más de lo que te puedas imaginar, Shiva también, solo si la mujerzuela de Sati no anda cerca, merodeando lo que me pertenece.
La miré con los ojos muy abiertos.
—¿Sati? —Su declaración me dejó sin aliento—. ¿De dónde sacaste ese nombre?
Parvati soltó una risa amarga.
—Sati es la causa de mi miseria, la sombra que siempre me persigue. No importa cuánto trate de ganarme el corazón de Shiva, ella siempre estará ahí, en sus recuerdos, en su alma.
Me sentí abrumado por la revelación.
—No lo entiendo —murmuré, tratando de procesar lo que me decía.
—Shiva buscó una segunda esposa para aliviar la carga de su mujer, que fingía para no poder atenderlo ni complacerlo. Condenándome a vivir bajo su sombra. Desde el primer instante me entregué a mi labor, ¿para qué? Nunca recibí ni la cuarta parte de lo que daba —dijo Parvati, su voz quebrándose por un momento—. Le di hijos, atendí su casa, he sido fiel y lo he amado incondicionalmente, pero no importa cuánto lo intenté, nunca seré suficiente para él.
Mis manos se apretaron en puños a mis costados, la rabia burbujeando en mi interior.
—¿Y por eso decidiste vengarte de ella? —pregunté con la voz llena de veneno.
Parvati rio, una risa amarga y cruel.
—¡Ella tiene todo lo que yo siempre he deseado! No solo me condenaron a una vida de servidumbre y desamor, sino que tuve que ver cómo mi marido se deshacía en lágrimas por ella. Ella, robó lo que por derecho era mío. Lo que había ganado.
La intensidad de su odio se sentía como un peso tangible en el aire. Parvati se acercó, sus ojos llenos de una furia helada.
—Aún recuerdo cuando vivíamos en el palacio, fingiendo ser buena persona —se burló Parvati, con una sonrisa que destilaba veneno—. Hace siglos, se inmoló para cubrir su vergüenza cuando le fue imposible ocultar esa mancha. Su egoísmo desató un caos. Y pensé que, con su muerte, me liberaría de mis cadenas, pero mi esposo está poseído por ese demonio que ella depositó en su corazón. Hizo lo impensable para retenerla, y no lo entiendo... me cuesta comprender su comportamiento. Cómo se atreve a obligarme, a cuidarla, a vestirla con hermosas telas para su placer —Parvati hizo una pausa, luchando con sus emociones—. Hasta me robó el cariño de uno de mis hijos. Mientras viva, la odiaré. Sati ha renacido tantas veces, y cada vez, tú la encuentras. Al parecer están destinados a pagar cada lágrima que mi esposo ha derramado por ustedes.
Su voz destilaba un rencor fermentando durante siglos.
—¿Qué esperas lograr con esto, Parvati? —pregunté, mientras sentía la frialdad de la espada de Durga en la piel.
—¿Lograr? —repitió, su sonrisa volviéndose más amarga—. Lo único que busco es justicia. Justo castigo por el amor y la devoción que nunca fueron suficientes. Yo he dado todo a Shiva, y ¿qué recibí a cambio? Desprecio y abandono. Y todo por ella, por Sati. Creo que ya es hora de que recuerdes la escoria que eras.
Al oír esto, una avalancha de imágenes comenzó a inundar mi mente, cada una más vívida y dolorosa que la anterior. Me vi en un acantilado, conversando con Shiva mientras observábamos un hermoso atardecer, como buenos amigos. Recordé cuando me regaló un arco, su sonrisa amable mientras yo bromeaba con él, la camaradería que sentíamos.
La escena cambió, y te vi junto a mí, abrazados dentro de una cueva, besándonos con pasión junto al fuego. Sentí el calor de tus labios, la suavidad de tu piel, el amor palpable en cada toque y caricia. Luego, nos vi en este jardín, acariciando tus pies mientras reías, una melodía que ahora solo resonaba en mis recuerdos.
Pero entonces, todo se volvió oscuro. Me vi discutiendo con Shiva, acusándonos mutuamente, la furia y la traición visibles en nuestros rostros. La bondad y la amistad se habían desvanecido, reemplazadas por el odio. Las imágenes eran demasiadas, demasiado intensas. Sentí que mi mente se rompía bajo el peso de esos recuerdos, cayendo de rodillas y sujetándome la cabeza mientras gritaba, tratando en vano de mantenerme entero.
—¡Basta! ¡Detente... no puedo soportarlo! —grité, el dolor y la confusión casi insoportables.
Fue en ese momento que Sarasvati apareció.
—Detente. Lo que has hecho no pasará desapercibido para Brahma y Visnú —advirtió, su voz firme y autoritaria.
Parvati se giró hacia Sarasvati, su ira visible en cada línea de su rostro, pero no desafió sus palabras. Había algo en la presencia de Sarasvati que la frenaba, que la hacía contenerse.
—Eiden aún no está listo para saber la verdad —continuó Sarasvati, sus ojos fijos en los míos.
Antes de desaparecer, Parvati se acercó a mí, su rostro a pocos centímetros del mío. Susurró en mi oído con una voz cargada de veneno y una especie de retorcida satisfacción.
—Espero que ahora puedas vivir con eso... Rudra.
La revelación de mi identidad como Rudra, el eco del pasado resonando en el presente, me dejó paralizado. Parvati se alejó, su figura desvaneciéndose en las sombras, mientras yo me quedaba ahí, de rodillas, temblando de ira y dolor.
Sentí que mi corazón se rompía, cada latido un recordatorio de la verdad que ahora conocía. La presencia de Sarasvati se desvaneció también, dejándome solo en mi tormento, luchando por encontrar sentido en un mundo que ahora parecía aún más oscuro y cruel.
—Rudra... — repetí, mi voz quebrada.
Era un nombre que resonaba en las profundidades de mi ser, un nombre que parecía tener un eco antiguo y poderoso dentro de mí.
Las palabras de Parvati, las imágenes en mi mente, todo parecía un laberinto imposible del que no encontraba salida. ¿Quién era realmente? ¿Qué significaba todo esto? Mis pensamientos fueron interrumpidos por una suave brisa que acarició mi rostro, llevándose consigo una parte del dolor. Aunque el nombre de Rudra se había grabado en mi mente, sentía que aún no estaba listo para comprender completamente su significado. Había demasiado en juego, demasiadas piezas del pasado y del presente que aún debía reunir.
Me levanté lentamente del suelo y me dirigí de nuevo hacia el palacio. Después de eso, interrogué hasta el cansancio a Marisjá, quien se negó a revelarme nada. Tuve que dedicarme a otros asuntos porque estaba por enloquecer. Pedí información sobre la vida del tal Rudra y de Sati, pero cualquier manuscrito que tocaba se incendiaba, cualquier persona que intentaba leerme algún extracto sufría de ceguera instantánea. Sin contar que quien se atreviera a contarme algo moría antes de empezar a hablar.
Eso aumentó el temor de las personas de hablarme de esos dioses en particular. Pasé dos décadas buscando respuestas en las regiones donde se me permitía entrar, pero nadie se atrevía a desafiar a sus deidades. La esposa del sultán, Mumtaz Mahal, conmovida por mi desesperación, me aseguró que me contaría la historia, pero inició sus labores de parto y murió de una hemorragia tras dar a luz a su decimocuarto hijo. Cansado y confundido, dejé atrás al sultán, paralizado por el dolor y sufriendo sus ataques de llanto mientras construía un espléndido mausoleo donde darle reposo a su amor eterno.
La desesperación me llevó a los rincones más oscuros de mi alma, donde la sombra de Rudra y Sati se mezclaba con mi propia existencia. Me preguntaba si alguna vez podría liberarme de esta maldición.
Una noche, mientras deambulaba por los pasillos vacíos del palacio, la voz de Parvati resonó en mi mente, cruel y burlona. Sentí una rabia impotente, necesitaba respuestas, y para encontrarlas, debía seguir adelante, a pesar de la oscuridad que me envolvía.
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