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1476, Valaquia

Después de lo ocurrido en Estrasburgo, me convertí en una sombra de lo que alguna vez fui. La culpa y el dolor me devoraban desde dentro, y pronto encontré consuelo en el fondo de una botella. El alcohol se convirtió en mi única compañía, el único escape de la realidad que me atormentaba.

Cada noche me perdía en las tabernas, ahogando mis penas en vino y cerveza. Me metía en peleas sin sentido, descargando mi frustración y rabia en cualquier pobre alma que se cruzara en mi camino. Las heridas físicas eran insignificantes comparadas con el vacío que sentía por dentro. Me había convertido en un ser carente de propósito, un vagabundo que vivía día a día sin otro objetivo más que embotar mis sentidos y olvidar.

Una noche, mientras estaba desplomado sobre la barra de una taberna en algún rincón olvidado del Sacro Imperio Romano Germánico, un hombre alto y robusto entró. Su presencia imponía respeto y silencio en la sala.

—¡Tú, mendigo! —gritó el tabernero—. ¡Lárgate de aquí, ya has causado suficientes problemas!

Me levanté tambaleante, dispuesto a pelear una vez más, pero el recién llegado me detuvo antes de que Majishá lo hiciera.

—Déjalo —dijo, con una voz autoritaria—. Me encargaré de él.

Me arrastró fuera de la taberna junto a Majishá. El hombre se presentó como Vlad II de Valaquia. Me habló de la Orden del Dragón, una orden caballeresca fundada por el emperador Segismundo de Luxemburgo, con el propósito de luchar contra los enemigos del imperio.

—¿Quieres pelear conmigo? —le dije, con voz áspera, por el alcohol y la desesperación.

Vlad me miró con intensidad, su mirada atravesaba la bruma alcohólica que nublaba mi mente.

—No estoy aquí para pelear contigo —respondió—. Estoy aquí para ofrecerte un propósito. La Orden del Dragón necesita hombres fuertes y decididos. Necesitamos a alguien como tú.

Su propuesta resonó en mi interior, despertando un eco de la persona que alguna vez fui. Por primera vez en mucho tiempo, sentí una chispa de motivación. Tal vez, eso sería un pasamiento que me sacara de mi miseria personal.

—Sé reconocer a un buen guerrero, aunque apeste a alcohol. Estás perdido, pero no derrotado. Ven conmigo a Valaquia—añadió Vlad, sus ojos reflejando un brillo extraño.

—¿Por qué debería ir contigo? —repliqué tambaleante.

—Aún hay vida en ti —contestó Vlad II—. Ven conmigo a Valaquia.

—Somos personas de paso —intervino Majishá—. Eiden no es útil ni siquiera para sí mismo.

—Partiremos mañana al amanecer —expresó Vlad, marchándose con una decisión que no admitía réplica.

Acepté su oferta de unirme a la Orden del Dragón, no porque creyera en su causa, sino porque necesitaba algo, cualquier cosa, para sacarme del abismo en el que me había hundido. La disciplina de la orden, los entrenamientos rigurosos me mantuvieron alejado del vino.

Valaquia era un lugar de contrastes, donde la belleza natural chocaba con la brutalidad de su historia. Las colinas verdes y los densos bosques de la región parecían interminables, sus ríos cristalinos serpenteaban dando sustento a las aldeas dispersas, desgastadas por el tiempo. La belleza del paisaje, sin embargo, no lograba ocultar las cicatrices de las numerosas batallas que habían tenido lugar en esa tierra.

Durante mis entrenamientos, la rigidez de la rutina y la constante vigilancia de Vlad que se convirtió en una figura de autoridad que respetaba, aunque a menudo desafiaba sus órdenes, mantenían mi mente ocupada.

—Un verdadero hombre no huye de sus demonios —me dijo Vlad II una noche en una de las torres de su castillo—. Simplemente, los combate o los acepta.

Pensé mucho en sus palabras. Vlad II era el hijo bastardo de Mircea I de Valaquia y pasó su juventud en la corte de Segismundo, quien lo reconoció como el legítimo príncipe de Valaquia. Esto le permitió establecerse en la cercana Transilvania.

Vlad II no pudo hacer valer sus derechos mientras viviera su medio hermano, Alejandro Aldea, otro bastardo que llegó a gobernar Valaquia durante una época de extrema turbulencia, cuando el gobierno del país cambió de manos dieciocho veces. Sin embargo, fue lo suficientemente fuerte como para sostener el trono durante un período considerable de cinco años. Tras la muerte de Alejandro, Vlad asumió el trono.

Aunque el dolor de perderte y la culpa por mis acciones en Estrasburgo nunca desaparecerían por completo, debía aprender a aceptar que lo segundo no podría cambiarlo, pero lo primero sí. Así que, empecé a reconstruir mi vida con los retazos que me quedaban. No era una vida perfecta, ni una vida sin sombras.

Tiempo después, conocí a su hijo Vlad Tepes. La primera vez que lo vi fue en un campamento militar en las afueras de una aldea saqueada. Con apenas 13 años, lo habían enviado a la corte otomana junto con su hermano Radu como rehenes, una garantía de sumisión. Esto fue consecuencia de que su padre, Vlad II, había establecido una alianza con los turcos, lo que le valió la enemistad del regente de Hungría, Juan Hunyadi, de origen valaco.

Vlad Tepes, aunque joven, mostraba una intensidad en su mirada que presagiaba el guerrero formidable en el que se convertiría.

—¿Qué te trae aquí? —me preguntó Vlad Tepes—. Según escuché, eras amigo de mi padre, pero te ves demasiado joven.

—He oído hablar de tus luchas contra los otomanos —respondí, sosteniéndole la mirada—. Lucharé junto a ti como lo hice con tu padre. Y no cometas el error de juzgarme por el frescor de mi rostro; puede que te pase por mucho.

Vlad Tepes me observó en silencio por un momento, evaluando cada palabra y cada gesto. Finalmente, asintió.

A partir de ese día, luché junto a él. Los otomanos estaban en plena fase de expansión por el suroeste de Europa, sometiendo Grecia, Serbia y Bulgaria. Frente a ellos se erguían el reino de Hungría y los principados de Valaquia y Moldavia, junto a Transilvania.

En 1456, las relaciones entre Hungría y Vladislao se deterioraron. Vlad Tepes aprovechó la situación y, con el apoyo húngaro, invadió nuevamente Valaquia. Los enfrentamientos fueron brutales, y Vlad demostró una ferocidad que helaba la sangre, menos la mía. Durante la batalla decisiva, vi cómo Vlad se hacía con el trono valaco, empalando a los capturados en un espectáculo de horror y poder. Nunca estuve de acuerdo con matar a mujeres junto a sus hijos o ancianos.

En una noche especialmente fría, después de una victoria significativa, me encontré junto a Vlad en su tienda. La sangre y el fuego llenaban el aire, pero había una calma inquietante entre nosotros. Las sombras danzaban con la luz de las antorchas, y el eco de los gritos aún resonaba en la distancia.

—¿Por qué lo haces? —le pregunté, intentando entender la motivación detrás de su crueldad—. He visto a bebés pegados a sus madres en las estacas, y los pájaros han hecho sus nidos en sus entrañas.

—La libertad no se obtiene sin un precio alto —respondió Vlad, su mirada fija en el horizonte oscuro—. Mi padre luchó por este reino, y yo haré lo mismo, sin importar el costo. Los otomanos deben aprender que Valaquia no se someterá.

—Eres demasiado cruel —dije mientras tomaba vino. Con su padre me había alejado del vino, pero con Vlad estaba a punto de retornar otra vez a mi viejo hábito.

—¿Qué guerra no lo es? —respondió con dureza.

En 1462, Vlad Tepes nos hizo atravesar el Danubio para saquear el país búlgaro, entonces parte del Imperio otomano. Me negué a matar personas que no fueran soldados; no soy un dechado de virtud, pero tenía mis límites. Luego, me envió ante el rey húngaro Matías Corvino con dos sacos llenos de orejas, narices y cabezas, acompañados de una carta en la que le decía en resumen que había matado a hombres y mujeres, a viejos y jóvenes, turcos y búlgaros, sin contar aquellos a los que quemamos en sus casas.

Esa misma táctica la aplicaba con sus súbditos, a fin de asegurar su autoridad. Por ejemplo, dejó una jarra de oro frente a su residencia para que los viajeros pudiesen beber agua en ella; tal era el temor que inspiraba que nadie osó nunca robarla.

Otro problema que tuve que resolverle fue con los sajones. Ellos habían confiscado el acero que un comerciante valaco había comprado en Brașov sin pagarle. Después de solucionar el conflicto, decidí dar un paseo por el Bosque de los Empalados. Nadie quería andar por esos lares, sin embargo, con todo lo que había vivido y en los reinos que había estado, nada de eso me sorprendía o me causaba temor. Quería emborracharme lejos de los reproches de Majishá. Mi asociación con Vlad Tepes me estaba consumiendo igual que tu ausencia.

El bosque era un lugar de pesadilla, un mar de cuerpos empalados que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. El olor a muerte y descomposición era abrumador, pero para mí, era un reflejo de mi propia alma en ruinas. Me senté entre las sombras, con una botella de vino en la mano, intentando ahogar las voces de mi pasado y los gritos de los que había dejado atrás.

Cada trago de vino me recordaba lo fácil que era caer de nuevo en la oscuridad, pero también me recordaba por qué había dejado de beber en primer lugar. Mientras me sumía en mis pensamientos, escuché un ruido a mis espaldas. Me giré rápidamente, preparado para enfrentar cualquier amenaza. Pero era Majishá.

—No puedes seguir así, Eiden —dijo con firmeza—. Debes encontrar otra manera de enfrentar tus demonios.

Sabía que tenía razón. No podía dejar que la oscuridad me consumiera por completo. Debía luchar, no solo contra los enemigos exteriores, sino también contra los monstruos que habitaban en mi interior.

Una tarde salí a cabalgar, los árboles parecían cerrar el paso, creando un túnel sombrío que filtraba la luz del sol en haces espectrales. A medida que avanzaba, el aire se tornó denso y cargado de un olor acre. De repente, escuché gritos y el sonido de una lucha. Corrí hacia el origen del alboroto, cuando sentí la misma debilidad en mi cuerpo, mientras que mi corazón empezó a latir desbocado. No podía equivocarme, estabas allí.

Al llegar al claro, vi a un grupo de soldados y un verdugo tratando de neutralizar a una mujer gitana que luchaba con una ferocidad sorprendente por su vida. Sus movimientos eran rápidos y desesperados, pero claramente estaba en desventaja. Supe de inmediato que se trataba de ti. Sin pensarlo, desenvainé mi espada y cargué contra los soldados.

—¡Deténganse! —grité, mi voz resonando con autoridad y rabia.

Los soldados se volvieron hacia mí con sorpresa, pero no tuvieron tiempo de reaccionar. El primero cayó con un rápido corte a través del pecho, y el segundo apenas logró levantar su espada antes de que la mía se hundiera en su garganta. El verdugo, aterrado, trató de huir, pero lo alcancé rápidamente y lo abatí con un solo golpe.

—Estás a salvo ahora —dije con suavidad, intentando calmarte.

Tus ojos se encontraron con los míos, y en ese momento supe con certeza que se trataba de ti. Te subí con cuidado sobre mi caballo y mientras cabalgábamos de regreso a mi castillo, sentí una oleada de emociones que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. No pude evitar llorar mientras te conducía a mi casa, tampoco pude contener los recuerdos de esa vez que cabalgamos juntos por primera vez sobre los lomos de Othar.

A lo largo del camino, intenté hablar contigo, pero parecías estar en estado de shock. Te abracé con fuerza, tratando de ofrecerte una seguridad que, en ese momento, no estaba seguro de poder brindar. Pero cada vez que miraba tus ojos, aunque confundidos y doloridos, veía un destello de la mujer que conocí y amé.

Te llevé a mi castillo, una imponente fortaleza erigida sobre la cima de una meseta aislada. Desde su posición elevada, dominaba un desfiladero profundo y vertiginoso, cuyas paredes de roca se desplomaban en caídas abruptas hacia el abismo. La única vía de acceso era un estrecho camino serpenteante que atravesaba el sombrío Bosque de los Empalados, cuyas siluetas de antiguos troncos ennegrecidos se alzaban como siniestros guardianes.

El castillo, con sus torres de piedra gris y sus murallas gruesas y desgastadas por el tiempo, parecía desafiar tanto a la gravedad como a los intrusos. Las almenas coronaban las murallas, y desde ellas se vislumbraba un paisaje salvaje y desolado, un mar de árboles que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. El puente levadizo, de madera maciza y cadenas de hierro, crujía al descender, ofreciendo un acceso temporal sobre el foso profundo que rodeaba la fortaleza.

Las altas ventanas estaban protegidas por pesadas rejas de hierro forjado, y la entrada principal, una enorme puerta de madera reforzada con bandas de metal, parecía impenetrable. En su interior, las habitaciones y pasillos estaban iluminados por antorchas parpadeantes, cuyas llamas arrojaban sombras danzantes sobre los muros de piedra. Tapices antiguos y estandartes colgaban de las paredes, contando historias de batallas olvidadas y linajes nobles que ni siquiera conocí.

El aire en el castillo era fresco, roto solo por el ocasional ulular del viento que se filtraba a través de las rendijas y el eco lejano del agua que corría en el fondo del desfiladero. Desde los balcones y miradores, la vista era majestuosa y sobrecogedora.

Al llegar, ordené a mis sirvientes que prepararan una habitación para ti y, aún nerviosa, me seguiste sin decir una palabra. Te conduje a la habitación que habían preparado y te ayudé a sentarte en una silla junto al fuego. La habitación estaba cálidamente iluminada, el calor del fuego contrastando con el frío penetrante del exterior.

—Aquí estarás segura —dije, con una voz que intentaba ser tranquilizadora—. Nadie te hará daño en este lugar.

Te miré, intentando descifrar tus pensamientos mientras el resplandor del fuego bailaba en tus ojos. Había una mezcla de miedo y desconfianza. El sonido del viento y el crujir de las llamas llenaban el silencio entre nosotros.

—Nadie te ocasionará ningún peligro—dije, mirándote a los ojos.

Noté que tu mirada se volvió suave mientras el fuego te relajaba.

—En estos momentos, mi familia ha fallecido. ¿Para qué seguir viviendo, para qué?

Tu voz era prácticamente inaudible, como un eco distante que desaparecía en la inmensidad.

—Quizá tu destino debía ser diferente—respondí.

A partir de ahí, pensé en asegurar las ventanas por si te atravesaba la idea de lanzarte al vacío.

—¿Por qué me rescataste?

—No es necesario que lo comprendas en este momento —manifesté, sin dejar de contemplarte, como quien admira la estrella más hermosa del firmamento.

Tus ojos me miraron con una mezcla de agradecimiento y confusión. Me acerqué más a ti y tomé tu mano entre las mías, sintiendo tu piel fría y temblorosa. Pasaron semanas, y con paciencia, te ayudé a sanar.

Las noches eran las más difíciles. Me sentaba a tu lado, observándote mientras dormías, protegiéndote de cualquier amenaza que pudiera aparecer. Cada movimiento tuyo, cada respiración, me recordaba la mujer que amé y perdí una y otra vez.

Pasaron unos meses, y aunque físicamente te recuperaste, tu mente aún estaba en un estado frágil. Traté de no forzarte a recordar, de no abrumarte con preguntas ni historias del pasado. Sin embargo, mi deber con Vlad Tepes no podía ser ignorado. Cada vez que partía a cumplir mis obligaciones, lo hacía con un peso en el corazón, sabiendo que te dejaba sola. Pero cada regreso era un nuevo comienzo, una oportunidad para fortalecer el vínculo que estábamos reconstruyendo.

—Estoy aquí —te decía cada noche al regresar—. No te dejaré sola.

Con el tiempo, empezaste a confiar en mí, a buscar mi compañía y a permitirme acercarme más a tu corazón. Aunque el camino era largo, cada pequeño avance me daba esperanza, de que, esta vez, podríamos romper la maldición.

No fue fácil conquistarte. Al principio nuestros silencios eran incómodos y hacías todo lo posible por evitarme. Majishá me repetía que debía tenerte paciencia, que al parecer no me reconocías y que si no fuese tan idiota podría iniciar desde cero contigo, porque si descubrías nuestro pasado lo más seguro fuese que terminaras huyendo. Lo único que deseaba era que me amaras, que leyeras el libro que me había entregado Ganesha y terminar juntos nuestra agonía, pero me diste batalla. Tus desplantes eran para mí como un dolor agudo, como el de un puñal hundiéndose en mi carne.

Me encantaba verte dormir, roncabas como lo hacías en Kerala. Sin embargo, lo que más amaba era verte abrir los ojos, no como aquella vez que por más que te supliqué no los abriste. Tuve que desarrollar la paciencia, algo que nunca había sido mi fuerte.

Cada día, al regresar de mis deberes con Vlad Tepes, empezamos con conversaciones simples, compartiendo historias del día y hablando de cosas triviales. Te daba espacio para que te sintieras segura, sin presiones. Mis anhelos ardían dentro de mí, pero aprendí a contenerlos, a dejar que el tiempo hiciera su trabajo.

Te ofrecí mi compañía en las tareas diarias y en pequeñas excursiones por el bosque. Te observaba sonreír y reír, aunque no de la misma manera que antes, pero cada momento de alegría era un triunfo. Alternar entre las campañas militares y el cortejo paciente no fue fácil, pero tu presencia me daba fuerza. Te cuidaba con esmero, esperando que, con el tiempo, el amor y la confianza florecieran nuevamente.

Un día en particular, mientras me recuperaba de uno de mis castigos, nos cruzamos en uno de los pasillos de mi castillo. Aún no tenías el valor para mirarme a la cara, por eso fijabas la vista en mi pecho. Me detuve, intentando no parecer tan intimidante.

—¿Estás bien? —te pregunté, tratando de sonar casual.

—Sí, estoy bien —respondiste, pero tus ojos delataban una mezcla de emociones que no podías ocultar.

—Si necesitas algo, estoy aquí —dije, sabiendo que mis palabras eran algo tontas.

Te quedaste en silencio, pero esa vez no huiste. Me acerqué un poco más, manteniendo una distancia respetuosa.

—¿Quieres dar un paseo? —sugerí, señalando hacia el exterior.

Asentiste, y juntos salimos al fresco aire del anochecer. Caminamos en silencio al principio, dejando que el sonido de nuestros pasos sobre la grava llenara el espacio entre nosotros. Lentamente, comenzaste a hablar, eso me trajo gratos recuerdos. El amor que sentía por ti era más fuerte que cualquier obstáculo, y estaba dispuesto a esperar el tiempo que fuera necesario.

Cuando tu presencia era excesiva para mí, un método que utilizaba era cerrar los ojos y apretar sus puños, pues sentirte tan cerca y no poder tocarte, me enloquecía. Cuando sucedía aquello, nos manteníamos firmes en nuestros lugares, sin mover un músculo por varios minutos, disfrutando de la presencia del otro. Me incliné hasta que mi frente descansaba en la tuya hasta sentir nuestras respiraciones agitadas. Apenas nos faltaba sentir el suave aroma de nuestros labios para cruzar la línea que anhelamos desaparecer.

Me confesaste que, cada vez que me acercaba, sentías una inmensa maldad sobre ti, como una sombra perversa. Sin embargo, mi modo de tratarte como a una reina te hizo reconsiderar tu opinión sobre mí. El inicio de nuestra relación comenzó con intensas conversaciones y escasos roces, los cuales aumenté gradualmente.

Te había esperado durante tiempo, tenerte tan cerca y sin poder tocarte era peor que todos los reinos del Samsara. Tras tu confesión, te atraje hacia mí de tal forma que entre nosotros no había ninguna distancia. Ahí decidí que ya no iba a contenerme más, roce tus labios y todo mi mundo explotó cuando percibí esa chispa en tu mirada.

Busqué tus labios, rozando suavemente, pidiéndote permiso, recorrí tu boca, aspirando tu aliento, dispuesto a prolongar aquel momento hasta el fin de mis días. Volví a besarte esta vez con urgencia, tomándote el rostro entre mis manos para no dejarte ir nunca, deseando que nos quedáramos así por siempre. Al percibir mi lengua en tu boca, te alejaste de mí.

—Por favor, perdóname—respondí.

—No has hecho nada malo, es solo que... —expresaste tratando de ocultar tu rostro ruborizado.

—¿Nunca te habían besado antes? — pregunté mientras intentaba esconder mi felicidad.

—No te preocupes, eso tiene una solución— dije mientras pensaba que debería estar besándote siempre.

Por estar contigo ya no quería acompañar a Vlad a ninguna de sus campañas, ninguno de sus asuntos me importaba, él creía que era su soldado o, peor aún, un sirviente. ¡Qué equivocado estaba! Revelé un complot que el sultán Mehmed II confabuló, mandando a su mensajero, el griego Tomás Catabolino, a Valaquia y disponiendo que Vlad Tepes fuera a Constantinopla para rendirle vasallaje, pero planeando su captura después de cruzar el Danubio.

Como respuesta, Vlad me ordenó ejecutar a Hamza y a Catabolino. Después de la ejecución de los oficiales otomanos, traté de detener a Vlad con las devastaciones que realizó en aldeas a lo largo del Danubio. El tipo estaba fuera de sí. Después de eso, y a pesar de sus quejas, amenazas y reproches, me largué a mi castillo. No iba a perder ni un día más sin verte.

Una de mis memorias más queridas fue aquella tarde en la que nos escapamos al jardín trasero del castillo. La primavera estaba en su apogeo, y el aire estaba perfumado con el aroma de las flores silvestres. Nos tumbamos juntos en la suave hierba, mirando el cielo despejado. Con tu risa melodiosa, me contabas historias de tu infancia, de una vida sencilla y libre.

—Nunca pensé que encontraría tanta paz aquí —dijiste, girándote hacia mí y colocando una mano en mi mejilla—. Tú me das eso, Eiden.

Me incliné y te besé, sintiendo cómo tu calidez se filtraba a través de mí, sanando cada herida que el tiempo y el dolor habían dejado. Nuestros besos siempre eran lentos y profundos. El mundo desaparecía, podía arder y no me importaba. Tus besos me hacían sentir mil emociones que no había sentido con nadie más. Solo contigo encontré un placer que ninguna otra mujer me hizo experimentar.

Otra noche, mientras la luna llena iluminaba el castillo, te llevé a la torre más alta. Desde allí, podíamos ver las colinas y valles que rodeaban nuestra fortaleza. El viento soplaba suavemente, y te acurrucabas más cerca de mí, buscando calor.

—Mira esas estrellas —dije, señalando el cielo claro y estrellado—. Cada una de ellas es un sello del amor que siento por ti.

Nos quedamos allí, en silencio, contemplando el vasto cielo nocturno. Tus ojos brillaban con la luz de las estrellas, y en ese momento supe que no importaba cuántas veces hubiéramos sido separados, siempre encontraría el camino de regreso a ti.

Sonreíste y apoyaste tu cabeza en mi hombro. Evité recordar las palabras de Varuna, que decía que las estrellas eran sus espías. No quería que nos convirtiéramos en el espectáculo de ninguna deidad pervertida, así que cerré las ventanas.

Antes de que pudieras descubrir mis intenciones, atrapé tus labios en un beso que hizo añicos todo tu autocontrol. Nos sentamos en la cama, pero no te aleje de ti. Lo que hice fue acercar mis manos hacia tu rostro y acunarlo mientras te besaba.

—Tengo miedo—susurraste.

—No deberías, estoy aquí—dije.

Entonces, dejé de besarte para acariciar tu piel, pero el contacto fue tan tenue que casi te arqueaste para sentirlo más. Mi dedo se deslizó por tu vientre y caderas con un movimiento lento y delicado. Subí hasta que llegar a uno de tus senos y sopesarlos con delicadeza. De tus labios salió un leve gemido mientras estabas inmóvil, temblorosa y atormentada bajo mis caricias.

—Solo déjate llevar...

Tomé tu mano para darte un beso en la palma, luego entrelacé mis dedos con los tuyos y la apoyé sobre mi pecho para que pudieras percibir los ecos emocionados de mi corazón. Percibir cómo todo tu cuerpo se estremecía al mismo tiempo, cerraste los ojos dispuestos a dejarte llevar por la corriente. Mis caricias y besos estaban despertando tu cuerpo. Deslice una de mis manos por tu pierna, abriendo un poco más el espacio entre tus piernas para que mi pelvis rozara la tuya.

Moví mis manos para masajear tus nalgas y luego, con cautela, aparte tu blusa y desajusté el corpiño para observar tus pezones erguidos, cerré mis labios sobre uno de ellos. Volviste a gemir mientras te aferrabas a mis hombros. Acaricié el pezón con la lengua y apreté con la mano el otro, no muy rudo y tampoco suave.

Te acaricié y besé todo el cuerpo, después bajé hasta tu centro y abrí con mis dedos el inicio y fin de todo mi universo. Me puse en rodillas, haciéndome espacio en medio de tus piernas. Te penetré con mi lengua y caté el sutilmente salobre sabor de tus fluidos. Dejaste escapar un ruidoso jadeo de tu garganta al sentir cómo mi dedo asaltaba tu centro. No me detuve hasta verte deshacerte por el placer.

Estaba adolorido por la espera, pero te regalaría todo el placer que un hombre enamorado puede dar. Adsorbí toda la savia que salía de tu centro palpitante. Esperé que pudieras recuperar el aliento para besarte, te regalé empujes con la lengua, siendo una antesala de lo que deseas hacerte.

Me incorporé para desnudarme; tus ojos recorrieron mi cuerpo marcado por los miles de batallas que he luchado tanto dentro como fuera del plano terrenal.

Atrapé uno de tus pies y, con la punta de mi lengua, lamí uno a uno tus dedos con la punta de mi lengua, mientras te retorcía en la cama ante el placer. Un recuerdo transcurrió con rapidez por mi mente, fue como una sensación de que esto ya lo habíamos hecho, en un lugar lleno de flores, como una especie de jardín. Me estremecí porque sabía que esta era nuestra primera vez, aparté ese pensamiento y me esforcé por chupar y morder tu talón.

—Me gustan tus pies—susurré.

No iba a perder tiempo, ni a reprimirme un segundo más. Me apoyé sobre sus codos mientras me colocaba entre tus piernas.

—Te va a causar un poco de dolor, pero te recomiendo que pienses más en la recompensa —dije y te penetré de una sola estocada.

Mis palabras y las nuevas sensaciones te cogieron de sorpresa. Empezaste a retorcerte, pero te mantuve sujeta.

—Tranquila... —susurré. Me quedé inmóvil hasta que te acostumbraras.

Tus ojos se llenaron de lágrimas, apoyé mi frente en la tuya y te susurré palabras dulces. Empecé a moverme, al principio lento y suave, una tortura para mí.

—Eres lo hermoso que he tenido —susurré con la garganta inundada ante tantas emociones, mirándote a los ojos, sabiendo que nadie podría esperar y amarte tanto como yo.

Cuando aumenté mis embestidas, me clavaste tus uñas en mi espalda con la misma intensidad con la que te penetraba. Te sofocaba el peso de mi cuerpo, pero abrías más las piernas, lo que me permitía realizar movimientos más bruscos y rápidos, lo cual me brindaba un placer asombroso. Solo tú provocabas que mi alma volara por los cielos y apagarás las llamas del infierno.

—Soy tuyo —dije mientras cambiaba nuestras posiciones—. Para siempre.

Me complaciste como ninguna mujer lo había hecho, y eso que conocí a muchas que me hicieron gozar. Solo tú puedes tocas mi alma, ese punto sensible que separaba el hombre de la bestia. Contigo todo era más intenso, más real.

El sudor te perlaba la frente, cuello y hombros, sonreíste al sentirte tan venerada. Sentimos que el mundo se nos venía encima, y gritamos ante la urgencia de ser uno solo, fue algo tan intenso. Durante ese maravilloso momento, no existió nada excepto nosotros.

El cielo podía mostrar cualquier color y ya no me importaba, no mientras estuvieras junto a mí. Después de disfrutar de los placeres únicos que brindaba hacer el amor, estabas acostada sobre mi pecho, mientras te rodeaba con los brazos y nuestros latidos trataban de recobrar su normalidad.

—Te amo —dije desde lo más profundo de mi corazón.

—Te amo —respondiste antes de caer dormida sobre mi pecho.

Dentro del castillo, nuestras vidas estaban entrelazadas en cada aspecto. Compartíamos comidas en la gran sala, riendo y hablando como si fuéramos las únicas personas en el mundo. Me encantaba observarte mientras te movías por la habitación, siempre tan llena de vida. Tus ojos brillaban con una luz que me hacía sentir invencible.

Aunque a veces te quejabas de que nunca te permitía descansar, me gustaba hacerte el amor todos los días, a toda hora, sin excluir ninguna noche. Después de siglos sin ti, no estaba dispuesto a desperdiciar un solo momento. Solo cuando aparecía tu condición de mujer o cuando decías que no tenías deseos, me contenía y eso me dolía, pero nunca iba a forzarte, jamás.

Un día lluvioso, decidimos quedarnos en la cama todo el día. La lluvia golpeaba suavemente contra las ventanas, creando una melodía que nos acompañaba. Nos abrazamos bajo las mantas, disfrutando del calor y la cercanía. Nos perdíamos en el cuerpo del otro, explorando y redescubriendo cada rincón, cada curva.

—No sé qué haría sin ti —dije, acariciando tu cabello mientras descansabas en mi pecho—. Eres mi todo.

Levantaste la cabeza y me miraste con esos ojos profundos que siempre parecían ver a través de mi alma.

—Y tú eres mi mundo, Eiden. Siempre lo has sido y siempre lo serás.

Sin embargo, las noticias de otro enfrentamiento entre el ejército otomano y Vlad no tardaron en llegar. El ejército otomano cruzó el Danubio, y Vlad adoptó una política de tierra quemada, retirándose a Târgoviște. Luego, irrumpió en el campamento otomano en un intento de capturar o matar al sultán, pero no dieron con su tienda.

En noviembre de 1462, Matías Corvino llegó a Transilvania para negociar con Vlad, pero las negociaciones no llegaron a nada. Me hice la vista gorda cuando escuché de que habían capturado a Vlad cerca de Rucăr en Valaquia y lo encarcelaron por catorce años.

Durante ese tiempo, viví un verdadero paraíso contigo. Por ocho años, solo fuimos tú y yo, y luego se agregó Vera, nuestra hija de seis años. Su risa resonaba por los pasillos del castillo, llenando cada rincón con una alegría contagiosa. Sus ojos brillaban con la misma chispa que los tuyos, y verla crecer era un milagro cotidiano.

—Papá, ¿me cuentas la historia del hombre que luchó contra un dios otra vez? —me pidió Vera, con esos ojos grandes y expectantes que nunca podía resistir.

—Claro, mi pequeña —le respondí, acariciando su hermoso cabello negro para luego sentarla sobre mis hombros.

Te uniste a nosotros, descansando la mano sobre tu vientre, donde nuestro segundo hijo crecía. A menudo te observaba, maravillado por la fuerza y el amor que irradiabas.

—¿Crees que será niño o niña? —preguntaste mientras paseábamos por el jardín.

—No importa —respondí, tomando tu mano—. Mientras sea tan maravilloso como tú y Vera, seré el hombre más afortunado del mundo.

Nos apoyábamos mutuamente en todo, desde las responsabilidades del castillo hasta los momentos de descanso. A veces, en las noches tranquilas, me encontraba simplemente observándote, recordando cuánto había luchado por tener esta vida.

—Te amo —dije una noche mientras te abrazaba en nuestra cama—. "Raabta".

—Y yo a ti —contestaste, con una dulzura que nunca dejaba de sorprenderme—. Por siempre y para siempre.

Cuando pensé que te habías dormido, me sorprendiste con una pregunta.

—¿Qué significa esa palabra que dijiste?

—La palabra "Raabta" hace referencia a esa persona con la que sientes un vínculo único e inexplicable, con la que deseas construir algo juntos y fundir tu alma.

Te abracé más fuerte; eso es lo que significabas para mí. Nuestra vida era una serie de momentos preciosos, cada uno más valioso que el anterior. Y aunque sabía que la vida podía ser impredecible, abrazaba cada día con gratitud, sabiendo que había encontrado y construido nuestra familia, mi verdadera felicidad.

La calma de nuestro hogar, sin embargo, fue interrumpida cuando Vlad Tepes fue liberado y retomó su trono. Su regreso trajo consigo una ola de violencia y crueldad. Intenté mantenernos al margen, alejando a mi familia de la oscuridad que volvía a rodear Valaquia.

Decidí contarte nuestra verdadera historia, y aunque no la creíste al principio, te prometí que deberías leer el libro que creó Ganesha. Me confesaste que no sabías leer, y supuse que debía estar escrito en el idioma de Kerala. Por eso le ordené a Majishá que buscara a alguien que te enseñara. Él se ofreció, y así inició nuestra tarea de alfabetización.

Una tarde, encontramos un claro secreto, rodeado de árboles altos que formaban un refugio perfecto. Nos sentamos junto a un pequeño arroyo, dejando que el sonido del agua nos relajara.

—Este lugar es perfecto —dijiste, inclinándote para besarme suavemente—. Solo hace falta Vera para que sea perfecto.

Te besé de vuelta, sintiendo cómo la pasión crecía entre nosotros. Allí, en la serenidad del bosque, hicimos el amor con una intensidad que solo la naturaleza podía igualar.

Una noche, después de una cena tranquila, hiciste el intento de enseñarme a bailar. Al principio, me sentí torpe y nervioso, tenía la flexibilidad de una piedra.

—Estás muy rígido —dijiste entre risas, tus ojos brillando con alegría.

—¿Quieres ver qué otra cosa tengo tiesa? —te pregunté, mirándote con adoración.

Otra de nuestras aventuras fue la construcción de un pequeño jardín dentro del castillo. Plantamos, flores y árboles frutales. Te encantaba pasar tiempo allí, cuidando de cada planta, viendo cómo florecían y crecían bajo tu cuidado.

—Este jardín es como nuestro amor —dijiste, mirando con orgullo las flores—. Crece con cuidado, y cada día se vuelve más hermoso.

—Y siempre estará protegido —te respondí, tomando tu mano—. Porque haré todo lo posible para mantenerlo a salvo.

—Mañana será cuarto menguante —expresé mientras cortaba un poco de carne.

—Prométeme que regresarás a mí —dijiste preocupada.

—Siempre —respondí, tomando tu mano para besarla con suavidad.

En ese momento, Majishá entró en la habitación.

—Esta es la cuarta carta que Vlad te envía —comentó, claramente fastidiado por nuestra muestra de afecto—. Te recomiendo que le respondas —dijo, su voz firme y urgente.

—¿Qué es tan importante, Majishá? —respondí con tono cansado.

—Es Vlad Tepes —continuó, acercándose—. Te ha estado llamando, necesita tu ayuda. No puedes seguir ignorándolo.

Giré la cabeza hacia él, irritado. Había estado disfrutando de la tranquilidad que finalmente había encontrado.

—He estado ocupado, Majishá. Me necesitan aquí.

—Lo sé, pero sabes lo desquiciado que es ese Vlad. Ignorarlo podría tener consecuencias graves —insistió, su mirada intensa.

Me miraste con preocupación, tus manos suaves cubriendo las mías, y con tu pulgar acariciaste mi mano con ternura.

—Quizás deberías ir —expresaste con un tono de comprensión—. Creo que ya puedo leer el libro, cuando regreses nos marchamos de aquí.

—Está bien, Majishá. Responderé al llamado de Vlad cuando vuelva —dije, besando tu mano, intentando calmar mis propias ansiedades.

Majishá asintió con alivio y se marchó.

Mientras me vestía para marcharme, entraste a la habitación con una expresión de picardía en tus ojos. Te acercaste y, sin decir una palabra, liberaste mi miembro de su confinamiento. Cerré los ojos, gimiendo al sentir tu lengua, mientras me entregaba a ti sin reservas.

—Tómalo completo —susurré suplicante, disfrutando cada momento.

Tu objetivo fue llevarlo todo dentro de tu boca, haciendo una serie de succiones. Cuidaste de no llegar muy profundo para no lastimarte, y yo comencé a embestir tu exquisita boca. Me gustaba escuchar esa arcada fuerte cuando lo tomabas más profundo. Sin embargo, observé el cielo que se tornaba verde y supe que no debía retrasarme.

Cuando te quitaste la ropa y te acostaste en la cama, supe que ni muerto podría negarme a tocar mi paraíso personal. Fue un poco rápido, pero el tiempo se discurría como arena en mis manos. Te amé con intensidad, sabiendo que cada momento juntos era precioso.

Finalmente, me apresuré al bosque antes de que el cielo se tornara completamente verde. Mientras cabalgaba, solo podía pensar en el momento en que volvería a tus brazos, con la certeza de que, pase lo que pase, siempre regresaría a ti.

La tierra de los Asura era un lugar de perpetua agonía y conflicto. Desde el momento en que puse un pie en esa tierra maldita, la sangre y la muerte me rodearon. Los Asura, se lanzaron sobre mí sin piedad. Luché con todas mis fuerzas, sintiendo cada golpe, cada corte, pero también alimentándome del frenesí de la batalla. Sabía que no podía morir allí. La espada en mi mano se convirtió en una extensión de mi ser, una herramienta para sobrevivir en ese infierno interminable.

No podía decir cuánto tiempo había pasado cuando finalmente se cumplió mi tiempo. El portal que me permitiría regresar se abrió, y sin dudarlo, atravesé el umbral. La transición fue instantánea y brutal; pasé un día completo expuesto a los elementos de la naturaleza. Cuando me recuperé, me fui del bosque. Mientras me acercaba, vi a lo lejos el resplandor de un incendio devastador. Mi castillo, mi hogar, estaba envuelto en llamas. Corrí hacia las puertas, mi corazón palpitando con una mezcla de miedo y furia.

En medio del caos, encontré a Majishá, su cuerpo lleno de flechas y cortaduras profundas. Se tambaleaba, apenas consciente. Me arrodillé a su lado, desesperado por respuestas.

—Majishá, ¿qué ha pasado? —grité, sosteniéndolo con fuerza.

Sus ojos se abrieron débilmente, el dolor evidente en su rostro.

—Vlad... Vlad se las llevó... —murmuró, su voz débil y quebrada.

—¿Dónde están? —insistí, la desesperación creciendo en mi interior.

Majishá tosió, una mezcla de sangre y saliva brotando de su boca.

—Se las llevó... en represalia... por tu ausencia... —dijo antes de cerrar los ojos, sucumbiendo a la agonía.

Dejé escapar un rugido de pura furia y angustia, mi mente nublada por la desesperación. No podía perder otra vez, ni tampoco a Vera. Salté sobre mi caballo y cabalgué frenéticamente en busca de Vlad, mi corazón ardiendo con una furia incontrolable.

Mientras cabalgaba, los recuerdos me inundaban. El bosque parecía interminable, pero no me detendría hasta encontrarte, hasta saber que estabas a salvo. Después de lo que parecieron horas, llegué a un claro en el bosque. Allí, en medio de la penumbra, vi una figura empalada en un poste de madera. Mi corazón se detuvo al reconocer sus cuerpos, con sus rostros aún hermosos a pesar del sufrimiento que claramente habían soportado. Caí de rodillas, un grito de dolor y rabia desgarrando mi garganta. No otra vez...

—¡No! —grité, mi voz resonando en el bosque vacío.

Las descolgué con cuidado, sosteniéndolas a ambas en mis brazos, y sentí cómo la ira y la tristeza se mezclaban en mi pecho. No podía comprender cómo alguien podría ser tan cruel, cómo Vlad había sido capaz de hacerles esto.

—Lo siento... lo siento tanto... —susurré, abrazándolas con fuerza.

En ese momento, la intensidad del viento cambió. Algo frío se asentó en mi corazón y desaté una verdadera tormenta. No podía cambiar lo que había sucedido, pero podía asegurarte que tu muerte no sería en vano. Vlad pagaría por esto, y pagaría con su vida.

Cabalgué de regreso al castillo con sus cuerpos, mi mente ya trazando un plan de venganza. Cuando llegué, Majishá seguía vivo, apenas. Lo encontré donde lo había dejado, sus ojos apenas abiertos.

—Majishá, cuídalas... —le dije, con voz fría—. Hasta que yo vuelva.

La ira que sentía era incontenible, una furia primordial que brotaba de lo más profundo de mi ser. La oscuridad que había mantenido a raya durante tanto tiempo se desató. Sentí una fuerza inhumana inundarme, una sed de venganza tan intensa que parecía consumir mi propia alma.

—¡Vlad! —rugí, mi voz resonando en el bosque como un trueno—. ¡Pagarás por esto!

No descansaría, no me detendría hasta que Vlad Tepes pagara con su vida. La ira que sentía era tan ardiente que amenazaba con consumirlo todo, pero no me importaba. Te había perdido una vez más, y esta vez, no habría piedad para aquellos que me arrebataron la felicidad.

Cacé a Vlad como lo hacen las fieras a sus presas. La historia registra que murió en combate, pero no fue así. Masacré al ejército que lo custodiaba, luego le di muerte con la furia de mis flechas. No conforme con eso, lo desmembré y entregué su cabeza a los otomanos para que la exhibieran en Estambul ante Mehmed II. Lo que quedó de su cuerpo fue enterrado en el monasterio del lago Snagov, de donde lo saqué para quemarlo. Después de eso, me fui de Valaquia.

El camino hacia el olvido fue solitario y oscuro. Mi mente, atormentada por el dolor y la pérdida, no encontraba consuelo. Así que volví a vagar por tierras desoladas, sin rumbo, con el peso de la culpa, hundiendo mi espíritu cada vez más. No tenía más fuerzas para seguir, y la idea de terminar con mi existencia se convirtió en una obsesión constante.

Encontré un acantilado que daba al mar en Irlanda. El rugido de las olas chocando con las rocas resonaba como una sinfonía de mi propio sufrimiento. Me acerqué al borde, mirando el abismo que se extendía ante mí. El viento frío azotaba mi rostro, y cerré los ojos, listo para dejarme caer. Sé que no moriría, pero por unos instantes no sentiría nada, eso al menos me consolaba.

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