30
1349, Estrasburgo, Francia
Me casé en 1348
Después de la muerte de Gengis, me alejé por completo de las guerras. Junto a Majishá, me mantuve buscándote y maldiciendo incluso en mis sueños más sangrientos a Varuna y Mitra. Ellos me mintieron al asegurar que te vería pronto, y no he caído en la locura o me he suicidado porque al final estaría en lo mismo: en nada.
Llegué a Crimea en un barco comercial lleno de mercancías y ratas en 1347, pero
El lugar era tranquilo, con inviernos rigurosos y veranos calurosos. Su situación entre las formaciones montañosas de los Vosgos y de la Selva Negra hacía que la ciudad estuviera un poco expuesta a los vientos. Aunque a principios y finales del verano solían ocurrir tormentas, a veces de manera violenta, el entorno tenía un aire de misterio y melancolía que me atraía profundamente.
Un día, mientras el sol se colaba entre las ramas de los árboles, caminaba por la plaza del mercado, vi por primera vez a Madeline, mi primera y única esposa. Era una joven muy hermosa, con unos rizos dorados resplandecientes. Lo que me llamó la atención de inmediato fue su risa, tan llena de alegría y vida. La observé mientras paseaba entre los puestos, saludando a todos con una calidez que parecía iluminar incluso el día más gris. No podía apartar la mirada de ella; su presencia era un faro en mi oscura existencia.
No me costó tanto cortejarla. Tal vez fue el hecho de que ella era tan libre como yo, y no se opuso a que iniciamos nuestra aventura clandestina en el bosque cercano. Nos sumergimos en las redes del placer bajo el manto de los árboles, donde el mundo exterior se desvanecería y solo existíamos nosotros dos. No puedo decir que la amé como a ti, porque nunca fue así. En el fondo, dudaba si alguna vez había estado realmente enamorado de ella. Me dejé engañar por el espejismo de volver a sentir amor, o tal vez fue el miedo a la soledad lo que me llevó a esos encuentros.
Sin embargo, la moralidad de la iglesia nos vigilaba. Sus padres ya no le permitían salir para acallar los rumores de que su hija era la querida del ermitaño de la colina, como me habían nombrado los aldeanos. Pero como no quería parar mis encuentros fortuitos, me deslizaba por la puerta de servicio de su casa muy tarde en la noche y escapaba poco antes del amanecer. Entonces, comprendí el refrán que dice que tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe, pues sus padres fueron alentados por los vecinos que se cansaron de fingir que no sabían nada.
Majishá siempre se opuso a nuestra relación y al eventual matrimonio. "Esto no está bien, Eiden", me repetía con severidad. "Ella no es para ti. Te estás engañando." Pero no escuché. Quizás su advertencia era una verdad que no quería aceptar.
Finalmente, nos casamos en una pequeña ceremonia judía, bajo la mirada inquisitiva del pueblo. La llevé a mi casa cerca de un arroyo, encima de una colina, alejada del bullicio. La tranquilidad de nuestro nuevo hogar debería haber sido el refugio perfecto, pero pronto descubrirá la verdadera naturaleza de Madeline.
—Eiden, ¿dónde has estado? —preguntó una tarde, sus ojos destellando de celos—. No me gusta que desaparezcas sin decirme a dónde vas
—Solo fui a dar un paseo —respondí, intentando calmarla—. Necesitaba despejar
— ¿Despejarte? —replicó con un tono amargo—. ¿De mí? ¿Es eso lo que necesitas?
Madeline decía amarme, pero su amor era una prisión de celos y caprichos. Cada día, su desconfianza y su necesidad de control crecían, convirtiendo nuestra casa en un lugar de constante tensión. No importaba cuánto intentara explicarle, siempre había una sospecha latente en su
—No es eso, Madeline. Simplemente, necesito un poco de espacio, a veces —trataba de razonar con ella, aunque sabía que mis palabras caían en oídos sordos.
Nuestra vida de casados en Estrasburgo era un infierno, incluso peor que los reinos que me tocaba visitar como parte de mi castigo. Ella insistía en saber cada detalle de mis días, cuestionando cada movimiento y cada palabra. Las noches, se volvieron frías y distantes.
—Eiden, ¿por qué no me hablas? —me preguntaba en la oscuridad de nuestra habitación—. Siento que hay algo que no me estás diciendo.
—No hay nada, Madeline. Solo estoy cansado —mentía, incapaz de enfrentar la realidad de nuestra situación.
La casa que había elegido por su serenidad se transformó en una prisión. Los días se sucedían monótonos, atrapados en un ciclo de desconfianza y discusiones. Los susurros del arroyo, que antes me tranquilizaban, ahora parecían burlarse de mi miseria. Caminaba solo por los bosques cercanos, buscando el consuelo que no encontraba en mi casa.
Un día, mientras me encontraba mirando la corriente del arroyo, deseando poder fluir con él y escapar de la jaula en la que me había metido. Majishá no tardó en hacer su presencia conocida.
—Te anuncio, Eiden. Esto no terminará bien
—Lo sé —respondí, sintiendo el peso de mis decisiones sobre mis hombros—. Pero ahora debo enfrentarlas.
—Pronto aparecerá el cuarto menguante —señaló Majishá mirando el cielo
Solté una risa seca al comprender que ya no temía a esos reinos más de lo que temía quedarme con mi esposa. Con el tiempo, las promesas de amor de Madeline se volvieron cadenas que me ataban. Mi corazón, que nunca dejó de pertenecerte, se rompía un poco más cada día, sabiendo que había caído en un espejismo que solo me llevó más lejos de lo que realmente anhelaba.
El arroyo, parecía murmurar mis fracasos. Las piedras en su lecho eran los obstáculos en mi vida, inamovibles y constantes. Así continué con esa farsa y con los ecos de mis pensamientos atormentándome.
Madeline se volvió más distante, se convirtió en una llama que consumía mi alma. Cada mirada, cada palabra suya, era un recordatorio de la prisión en la que me había encerrado. Majishá seguía a mi lado, su presencia, una mezcla de consuelo y juicio. Sabía que me miraba con lástima, viendo en mis ojos el reflejo de mi tormento. Su compañía era un alivio, pero también un recordatorio constante de mi fracaso.
—Eiden, no puedes seguir así —me dijo Majishá una noche—. Debes encontrar una salida, por tu propio bien.
— ¿Y cuál es esa salida, Majishá? —pregunté, mi voz cargada de desesperación—. ¿Qué me queda por hacer? ¿La mató?
—No seas tan drástico —respondió, mirándome con una profunda tristeza—. Podemos irnos y que sea el paso del tiempo que termine con ella.
Sus palabras resonaron en mi mente como la fría brisa de la noche acariciando mi rostro. Sabía que tenía razón, pero no sabía cómo hacerlo sin dañar a otra persona más con mis decisiones.
Mientras terminaba de arreglar la cerca que hice por insistencia de mi esposa, una brisa fresca surcó el aire. Me tomé un momento para limpiar el sudor de mi frente y fue entonces cuando vi una gallina que apareció de la nada, picoteando el suelo cerca de mí. Al mirarla, una corriente eléctrica surcó mi cuerpo, debilitándome. No pude evitarlo: caí de rodillas y comencé a llorar. Supe en ese instante que esa gallina era una de tus reencarnaciones.
Entonces recordé las palabras de Varuna y Mitra: te reconocería sin ningún problema. Sentí una tremenda mezcla de furor y alegría. La tomé suavemente entre mis manos, sintiendo tu cálido cuerpo temblar contra el mío. Fue un momento irracional, extraño y absurdo. Aun así, te empecé a cuidar y proteger con tanto esmero que terminó, con el tiempo, despertando los celos de Madeline.
—Eiden, ¿qué haces con esa gallina? —preguntó Madeline un día, sus ojos llenos de sospecha—. Pasas más tiempo con ella que conmigo.
—Es especial, Madeline. Lo siento, pero necesito cuidar de ella —respondí, evitando entrar en detalles que no podría entender.
Te hice un corral hermoso en una de las habitaciones de la casa, decorándolo con esmero. No permitiría que ningún animal de la granja se te acercara. Siempre te mantenía cerca de mí, cacareando felizmente. En esos momentos, sentí una conexión profunda, como si estuvieras conmigo de nuevo, aunque fuera en esa forma.
Los rumores comenzaron a esparcirse en el pueblo. Los aldeanos murmuraban y esparcían chismes maliciosos sobre mi devoción hacia una "gallina". No me importaba lo que decían.
—Ha oído lo que dicen sobre usted y su peculiar ave? —me decía el rabí cuando iba obligado por mi esposa a la sinagoga—. No es algo común o natural. La gente esta
—No me importa lo que piensen —respondía firmemente—. No estoy haciendo nada malo.
Majishá también se mostró preocupad.
—Estás atrayendo demasiada atención—me advirtió.
—No sabes cuánto tiempo la he esperado para que me vengas con eso, Majishá —dije con vehemencia mientras te alimentaba con maíz—. No puedo dejar de protegerla.
—Si no hubieras enloquecido arreglando una habitación y matando a todos los gallos del corral y la de los vecinos que por error se asomaban por aquí, nada de esto estaría ocurriendo —expresó Majishá mientras metía en un saco a un gallo que por error intentó entrar a mi casa. Sin dudarlo, le retorcí el pescuezo. Ni muerto dejaría que uno de ellos te pisara y pusieras huevos. Era algo abominable.
Cada día que pasaba, mi devoción por ti, incluso en esa forma, crecía. El mundo exterior, con sus juicios y miradas, se desvanecía cuando estaba contigo. Sentía que, a pesar de todo, había encontrado una manera de tenerte cerca, de mantener viva la esperanza que nunca murió.
Madeline, sin embargo, no entendía y su desconfianza se intensificaba. Las peleas se volvieron más frecuentes y feroces.
—Eiden, esto tiene que parar. La gente piensa que estás loco —decía, su voz llena de resentimiento.
—No me importa lo que piensen. No entiendes lo que significa para mí —respondía con una firmeza que la hacía enojar.
La tensión en nuestra casa alcanzó su punto máximo una noche. Madeline, con lágrimas en los ojos, me mira
—No puedo seguir viviendo así, Eiden. Tienes que elegir: esa gallina o yo.
Su ultimátum resonó en mi mente, y por primera vez, me di cuenta de la profundidad de mi obsesión y la realidad de mi situación. La decisión era clara para mí.
Me arrodillé junto a ti, sintiendo tu suave plumaje bajo mis dedos, y supe que no podía dejarte. La sombra de mis errores y decisiones pesaba sobre mí, pero en ese momento, sentí una paz que no había conocido en años.
—Lo siento, Madeline —dije, sin apartar la mirada de ti—. No puedo dejarla.
Por unos meses, nuestra vida continuó así. Tú, como gallina, seguías cacareando felizmente a mi lado, y yo te cuidaba. Pero la tranquilidad de esos días se rompió abruptamente a principios del 1349, cuando llegaron los informes de una extraña enfermedad y, de paso, una hambruna invadía cada ciudad. El obispo de la ciudad, Berthold III, comenzó a pronunciar airadas diatribas contra los judíos en medio de la misa.
—¡La peste es un castigo divino, atraído por los judíos! —clamó, y la multitud respondió con murmullos de temor y odio—. Si no morimos por la enfermedad, el hambre lo hará.
Madeline con su rostro pálido y lleno de preocupación me informó de lo que se hablaba en el pueblo.
—Eiden, mi familia y yo... somos judíos —dijo en un susurro, sus ojos buscando los míos con urgencia—. Todos aquí nos conocen —continuó, su voz temblando—. Pero ahora, con la peste y las acusaciones del obispo, tengo miedo de lo que pueda suceder.
La miré, viendo el miedo genuino en sus ojos.
— No permitiré que te hagan daño—le dije, tomando sus manos.
Ella ascendió, lágrimas de alivio en sus ojos, y me abrazó con fuerza.
Algunos dicen que ese brote fue provocado por la corrupción del aire, que se transmitía al cuerpo humano a través de la respiración o por contacto con la piel. Otros creían que podía tener un origen astrológico o ser provocado por erupciones volcánicas que liberaban gases y efluvios tóxicos. Todos esos rumores se achacaban a la cólera divina por nuestros
La peste se extendía rápidamente, y el miedo y la paranoia se intensificaban. El ambiente en Estrasburgo se volvía cada vez más tenso y peligroso. Los murmullos de la multitud, las miradas de desconfianza y las crecientes acusaciones eran insoportables.
En pocos días, surgió la sospecha de que los judíos habían envenenado los arroyos y pozos para aniquilar de un solo golpe a los cristianos de todos los países. La noticia cayó como un rayo sobre nosotros. Las personas se estaban poniendo algo paranoicas. El aire se llenó de los gritos de aquellos que culpaban a los judíos por la plaga, Majishá se acercó a mí con una expresión.
—Eiden, debemos irnos de aquí —dijo Majishá, su voz grave y seria.
Lo miré, y supe que haría lo que fuera necesario para protegerte.
—No podemos irnos mañana —susurré, preocupado—. No sé a qué reino iré, pero prométeme que la cuidarás.
—¿A ambas? —preguntó Majishá.
—Sí, pero si las cosas se salen de control, ella —dije tomándote en mis manos—. Será tu prioridad principal. Luego planearemos cómo regresar a Kerala.
—¿Madeline nos acompañará hasta allá?
—No, pero no la dejaré desamparada. Le daremos todas las monedas que tenemos para que pueda vivir como una reina.
A pesar de los riesgos, iba a cuidarte y mantenerte a salvo de todo peligro. La peste se propagaba muy rápido y la hambruna con ella. Las personas infectadas presentaban supuraciones e inflamaciones en las ingles, axilas o cuello, con fiebres altas que provocaban en los enfermos escalofríos y delirios. Lo peor eran las manchas oscuras visibles en la piel.
Para echar más leña al fuego, Carlos IV, emperador del Sacro Imperio, promulgó un edicto por el cual todas las propiedades de los judíos podían ser confiscadas por sus vecinos cristianos con total impunidad por su supuesta implicación en la propagación de la plaga.
—¡¿Cómo te atreves a marcharte en un momento como este?! —exclamó Madeline, anonadada.
—Solo será por cuatro días a lo máximo —le respondió, irritado.
Mañana sería luna menguante, así que partiría un día antes para prepararme y librar mi batalla lejos de todo. Aunque, en el fondo, nunca me sentí realmente alejado de ti. Calculé que a mi regreso al plano terrestre estaría muy débil, al menos por un día más.
—Acaso no tienes corazón? —gritó Madeline, con el rostro encendido de furia—. Ningún marido abandona a su esposa en un momento como este. Eso confirma que no me amas. Me prometiste que ibas a cuidarme.
Su voz resonaba en mis oídos, cargada de reproche. La tensión en el ambiente era palpable, y su dolor solo añadía peso a mí ya pesada carga.
—¡Te atreves a alegar que no te he cuidado! —mascullé con la mandíbula tensa.
—¡Claro que sí! —respondió, lanzándome un zapato—. Solo te importa esa maldita ave. ¿Crees que no me doy cuenta?
El edicto de Carlos IV incrementó aún más las calles. Un grupo de señores feudales de Alsacia se reunió en la ciudad de Benfeld, donde se firmó el llamado Decreto de Benfeld, por el cual se acusaba formalmente a los judíos de ser los causantes de la peste. La tensión se volvió insoportable, y la violencia contra los judíos aumentaba con cada día que pasaba.
Madeline lloraba desconsolada, sus sollozos resonando en la casa como un eco de desesperación. La situación era crítica, y no podía seguir ignorando los peligros que nos acechaban.
—Eiden, no puedo vivir así. Necesitamos escapar de este lugar maldito —dijo entre lágrimas, su voz quebrada por el pánico.
Sabía que tenía que actuar rápidamente para salvarla, pero también debía protegerte, aunque fuera en esa forma de descaro.
—Nos iremos pronto —le aseguré, tomando su mano—. Pero primero, debo prepararme para lo que viene. Majishá y yo haremos todo lo posible para mantenerte a salvo.
Madeline apartó su mano para abofetearme. Ni siquiera me inmuté; era típico de ella lanzar cosas o pegarme cuando estaba de malas. Terminé de vestirme y, después de darle algunas instrucciones adicionales a Majishá, me marché para internarme en lo más profundo de la Selva Negra, sintiendo la oscuridad envolverme.
Al día siguiente, al anochecer, el aire se volvió denso y pesado, y una inquietante sensación de peligro se apoderó de mí. Al levantar la vista, vi cómo el cielo se tornaba de un rojo intenso, un presagio ominoso de lo que estaba por venir. Sabía que estaba cruzando el umbral hacia el reino de los Pretas.
De repente, un dolor agudo atravesó mi abdomen. Mi estómago comenzó a inflarse de manera grotesca, mientras mis huesos se sentían como si se estuvieran secando desde dentro. El hambre era insaciable, una voracidad que me consumía desde las entrañas. Tropezando y tambaleándome, encontré un cadáver en análisis. Sin pensarlo, me arrojé sobre la carne muerta, arrancando pedazos con mis manos y dientes, devorándola con desesperación, pero sin encontrar jamás saco.
Los sonidos a mi alrededor se volvían cada vez más amenazantes. Criaturas sombrías acechaban entre las rocas, sus ojos brillando con hambre y malevolencia. Luché por mantener mi humanidad, sabiendo que, si me rendía, sería devorado por las bestias que habitaban este reino maldito. Cada mordisco que daba, cada grito que resonaba en mi cabeza, era un recordatorio de mi condena.
Regresé de la Selva Negra en un estado lamentable, con el cuerpo y la mente desgastados por la experiencia en el reino de los Pretas. Mi estómago aún sentía la agonía de la insaciable hambre que había sufrido, pero la visión del cielo rojo y la lucha por la supervivencia ya eran parte de mi pasado. Lo que me esperaba en casa era un tormento aún mayor.
Al llegar a nuestro hogar, me encontré con Majishá en la entrada. Su rostro estaba pálido y su expresión.
—Eiden, tenemos que hablar —dijo, su voz llena de preocupación.
Entramos en la casa y noté que no estabas en tu corral. Un mal presentimiento me invadió. Majishá me explicó que Madeline lo había enviado al pueblo con una excusa trivial, solo para que no estuviera presente. Mientras él estaba fuera, Madeline te había cocinado, supuestamente para celebrar el Shabat.
Mi respiración se volvió pesada, y el odio comenzó a hervir en mi interior. La imagen de ti, cocinada y consumida por los celos irracionales de Madeline, hizo que la furia y el dolor se mezclaran en un torbellino de emociones.
—Madeline, ¿cómo pudiste? —grité, mi voz resonando con la intensidad de mi dolor.
—No tienes por qué gritarme —respondió Madeline, su rostro retorcido en una mueca de desprecio—. ¡Era solo un animal! ¡Tú eres el que ha perdido la cabeza!
Majishá intentó intervenir, colocando una mano en mi hombro.
—Eiden, debemos calmarnos—me aconsejó.
Pero no podía calmarme. Mi mente era un hervidero de imágenes tuyas siendo degollada y desplumada. La rabia se desbordó y, antes de que pudiera detenerme, me abalancé sobre Madeline, mis manos temblando.
—¡No tenías derecho! —le grité, acercándome peligrosamente—. ¡No tenías derecho a arrebatármela!
Madeline retrocedió, el miedo reemplazando su anterior arrogancia.
—Eiden, por favor... yo no... —comenzó, pero las palabras se ahogaron en su
Majishá me agarró con fuerza, apartándome de Madeline.
—Eiden, no es el momento de perder el control—dijo, su voz firme.
Tomé una respiración profunda, tratando de calmar la tormenta que rugía dentro de mí. Sabía que Majishá tenía razón, pero el dolor de tu pérdida me estaba destrozando.
—Ella... ella lo pagará —dije con un tono frío y decidido.
—¡Un demonio te ha poseído! —exclamó Madeline anonadada.
En los días que siguieron, Majishá y yo hablamos largo y tendido sobre lo sucedido, y aunque el dolor nunca desapareció por completo, comprendí que tenía culpa en lo sucedido por sentir pena por una persona tan inestable como lo era Madeline.
El dolor y la furia se mezclaron en mi interior. Te había perdido una vez más, esta vez por los celos irracionales de mi esposa. Mi mente era un torbellino de ira.
Antes de que pudiera reaccionar, una turba irrumpió en nuestra casa. Nos capturaron a ambos, acusándonos de haber causado la ira de Dios. Fuimos arrastrados al calabozo, el eco de sus gritos resonando en mis oídos. Madeline lloraba y suplicaba por su vida, pero yo estaba más allá de la compasión.
—Esto es por tu culpa —le dije, con una calma peligrosa—. Por tus celos y tus caprichos.
Mientras nos empujaban hacia la hoguera, sentí una furia incontenible creciendo dentro de mí. El dolor de perderte una vez más, el odio hacia Madeline por su traición, se mezclaron en una tormenta de emociones que no pude ni quise controlar. Grité, y mi voz resonó como un trueno. De mis manos surgieron llamaradas de fuego mientras las sombras me envolvían, alimentadas por mi ira y frustración.
La ciudad entera se convirtió en un infierno. Las llamas devoraron casas y personas por igual. Los gritos de terror se mezclaban con el crepitar del fuego, pero yo ya no escuchaba. Solo sentía el poder destructivo de mi furia, liberada sin control. Madeline gritaba, pero sus voces eran ahogadas por el rugido del fuego. Majishá intentaba calmarme, pero sus palabras no llegaban a mi corazón. En ese momento, solo existía la destrucción.
Cuando las llamas finalmente se apagaron, la ciudad yacía en ruinas. Me quedé de pie en medio del caos, sintiendo la ceniza caer como nieve sobre mi piel. Te arrancaron de mis brazos, la soledad y el vacío se apoderaron de mí una vez más, y supe que mi condena estaba lejos de terminar. Sin embargo, nada de eso fue lo que quedó en los anales de la historia. Las personas que pudieron sobrevivir a mi ira, Majishá, les implantó el recuerdo que las personas enardecidas por la peste y la hambruna quemaron a cientos de personas que no renegaban de su fe y se convertían al cristianismo.
Aquel terrible acto no tuvo consecuencias, porque unos meses después, el propio emperador "perdonó" a toda la ciudadanía sobreviviente por la masacre. Al final, aquella terrible matanza, caería en el olvido... menos mi dolor por haberte perdido por segunda vez.
No crucé ni una palabra con mi esposa después de lo sucedido, el dolor y la furia se mezclaron en mi interior, formando un remolino de emociones que me resultaba imposible contener. Te había perdido una vez más, esta vez debido a sus celos irracionales. Yo nunca le pertenecí, solo tomé una mala decisión de pretender ser feliz con alguien cuando en el fondo sabía no podía cumplirle de lleno.
Un día temprano en la mañana, una turba irrumpió en nuestra casa. Nos capturaron a ambos, acusándonos de haber causado la ira de Dios. Fuimos arrastrados al calabozo, Madeline lloraba y suplicaba por su vida, pero yo estaba más allá de la compasión, atrapado en mi propio infierno.
—Esto es por tu culpa —le dije con una calma peligrosa.
Mientras nos empujaban hacia la hoguera, sentí una furia incontenible creciendo dentro de mí. El dolor de perderte una vez más, el odio hacia Madeline por su traición, se mezclaban en una tormenta de emociones que no podía ni quería controlar. Grité, y mi voz resonó como un trueno. De mis manos surgieron remolinos de aire mientras las sombras me envolvían, alimentadas por mi ira y frustrando.
La ciudad entera se convirtió en un infierno. Cree una tormenta y varios tornados que destruyeron casas y personas, por igual, los gritos de terror se mezclaban con el sonido del viento, pero yo ya no escuchaba. Solo sentí el poder destructivo de mi furia, liberada sin control. Majishá intentaba calmarme, pero sus palabras no llegaban a mi corazón. En ese momento, solo existía la destrucción.
Cuando pude apaciguar mi furia, la ciudad yacía en ruinas. Me quedé de pie en medio del caos, te habían arrancado de mis brazos una vez más, y la soledad y el vacío se apoderaron de mí, supe entonces que mi condena estaba lejos de terminar. Sin embargo, nada de eso quedó en los anales de la historia. Las personas que sobrevivieron a mi ira, gracias a Majishá, recordarían que las enardecidas por la peste y la hambruna mataron a cientos de personas.
Al final, aquella terrible matanza cayó en el olvido... excepto mi dolor por haberte perdido por segunda vez.
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