29

Año 1201 Valle de Argún.

Permanecí firme en la cima, protegido de las flechas por un muro de escudos junto a Temujin, mi hermano de armas. El suelo se estremecía bajo el choque de las espadas y el fragor de la batalla, un rugido constante que llenaba el aire con una sinfonía de violencia. A mi alrededor, mis hombres luchaban con ferocidad, sus rostros endurecidos por la lucha. Cada golpe de espada, cada flecha disparada, era una danza mortal en la que la vida y la muerte se entrelazaban. Las flechas llovían sobre nosotros como una tormenta, pero el muro de escudos nos mantenía a salvo.

A mi lado, Temujin peleaba con una destreza que solo años de combates podían otorgar. Nos habíamos enfrentado a muchas batallas juntos, y en cada una, nuestra hermandad se había forjado más fuerte, más profunda. El campo de batalla era un caos de cuerpos, acero y sangre. Los gritos de los heridos y los moribundos se mezclaban con el estruendo de las armas y el retumbar de los tambores de guerra. Cada enemigo que caía era reemplazado por otro, una marea implacable que buscaba aplastarnos.

Desde el día en que te perdí, aún no había dado con ninguna de tus reencarnaciones, algo que me tenía completamente desesperado. La compañía de Majishá mantenía mi cordura al borde. No importa dónde o con quién esté, todo me hablaba de ti. Es algo enfermizo, lo sé, pero esta creciente necesidad mía por encontrarte no ha menguado. Sé que estás ahí en algún lugar, tal vez siendo amada u odiada, pero alejada de mí, lo que más me atormentaba.

Después de la muerte de mi amigo Sviatoslav, anduve errante por el vasto mundo que cambia constantemente ante mis ojos. Es increíble cómo ocurren sucesos tan significativos que tienen el poder de cambiar la historia para siempre. Como, por ejemplo, Temujin, quien el mundo conocería como Gengis Kan.

Lo conocí alrededor del año 1177, cuando fue capturado por el jefe de la tribu de los taieschutos, Tartugai, quien lo condujo a su campamento amordazado por una pesada canga y con las muñecas vendadas para ser vendido como esclavo. Para que me entiendas, una canga era una clase de cepo que consistía en un tablón plano, grande y pesado, con un agujero en el centro lo suficientemente grande para que cupiera el cuello de una persona, permitiéndole respirar y comer, pero no lo suficientemente grande como para que pudiera zafarse la cabeza. Para una persona como él, eso fue una humillación.

Yo me encontraba allí por otros motivos, no estoy orgulloso de lo que hice, pero no me arrepiento de nada. Me colocaron la canga encima de una jaula, de modo que mis pies no podían tocar el suelo, con la clara intención de que muriera estrangulado lentamente. Permanecí en ese sitio porque quería sufrir. Vivir tanto tiempo me estaba resultando fastidioso. Desde que me concedieron la inmortalidad, mi vida se había convertido en una serie interminable de muertes y sufrimientos.

Cada vez que cerraba los ojos, deseaba no volver a abrirlos. Pero no era así, y con cada despertar, la ira y la desesperación se arraigaban más profundamente en mi alma. Por estar tan airado, me desollaron vivo en una ciudad, arrancaron mi piel con cuchillos mientras mis gritos resonaban en el aire. El fuego ha consumido mi cuerpo en innumerables ocasiones, convirtiendo mi carne en cenizas solo para resurgir de ellas con un dolor insoportable. Me han destripado, cortando mis entrañas y dejando que la vida se desangre de mí, solo para verme renacer y repetir el ciclo.

Ser aserrado fue particularmente cruel, cada diente del serrucho mordiendo y desgarrando mi carne, dividiéndome lentamente. Aún tengo grabada la risa de mi verdugo en mi cabeza. Sentí cómo mi cuerpo se partía en dos, cada segundo una eternidad de agonía. La decapitación, aunque rápida, no me brindaba alivio. Mi cabeza rodaba, y la oscuridad me envolvía solo para ser reemplazada por la luz y la misma realidad implacable. Y lo peor era escuchar los reproches de Majishá.

Con cada muerte, mi ira no menguaba; al contrario, crecía. No podía encontrarte, y esa impotencia me devoraba por dentro. Mi tormento se multiplicaba con cada intento fallido de hallarte. Cada resurrección era una nueva condena, un recordatorio de mi fracaso y de la crueldad de los dioses. Sé que tu protector gozaba con mi dolor, y me carcomía la cabeza pensar que él sí tuviera éxito en tu búsqueda.

Mi inmortalidad se había convertido en mi peor castigo. Vagaba por el mundo, enfrentando mi propio odio e impotencia. Estabas en alguna parte, y aunque mi cuerpo no podía morir, mi alma sufría una muerte constante, clamando por un fin que nunca llegaba.

Duré meses solo hasta la llegada de Temujin. Recuerdo que una noche el frío metal de la canga se clavaba en mi cuello, hombros y muñecas, limitando mis movimientos mientras el peso me forzaba a agachar la cabeza. La oscuridad de la celda era rota solo por la tenue luz de una antorcha en el pasillo. De repente, sentí una presencia. Levanté la vista y vi a dos figuras en la penumbra, sus rostros iluminados por una luz etérea que no provenía de la antorcha. Eran como dos jóvenes vestidos con relucientes vestiduras, sentados uno al lado del otro en un carro dorado tirado por siete cisnes.

—¿Quiénes son ustedes? —pregunté, mi voz ronca por la falta de uso—. ¿Acaso son ganas?

La primera vez que luché contra Los Ganas fue mientras descansaba en una estepa, contemplando las estrellas, cuando un ruido perturbador rompió la quietud de la noche. De entre las sombras, los vi emerger. Eran seres distorsionados y dementes, que se retorcían grotescamente desde partes extrañas de sus cuerpos. Su aparición fue una pesadilla hecha realidad.

Me levanté de un salto, espada en mano, preparado para enfrentarlos. Me tomó menos de un segundo comprender que eran enviados por Shiva. Los Ganas se movían de manera errática, sus cuerpos deformes avanzando hacia mí con una velocidad inesperada. Cada golpe que lanzaba era respondido con una retorsión de sus miembros, como si carecieran de huesos. A pesar de su apariencia caótica, eran peligrosamente ágiles y fuertes. La lucha fue brutal.

En medio de la batalla, la cacofonía de sus voces incoherentes se clavaba en mis oídos como agujas y el grotesco movimiento de sus cuerpos me rodeaba, pero no me rendí, no hasta encontrarte.

—¡¿Cómo te atreves a compararnos con esas cosas?! —exclamó uno de ellos, frunciendo la boca. Su voz era profunda y resonante, llenando la celda con un eco místico—. Soy Varuna y mi hermano gemelo es Mitra.

—Como que el encierro te está volviendo loco —añadió el otro, el llamado Mitra, su tono más suave pero igualmente autoritario—. Venimos a hablar contigo... ay, ¿cómo se te llama? —la deidad trató de dar con mi nombre.

Suspiré de fastidio.

—Mi nombre es Eiden.

—¡Sí, eso! —exclamó Mitra y se relamió como si el nombre le dejara un sabor amargo en los labios.

—Los siglos te han sentado bien —dijo extasiado Varuna—. Mira esos maravillosos y fuertes brazos, esa piel blanca como la leche.

—¿Qué quieren de mí? —pregunté con voz más ruda de lo habitual.

Ambos soltaron una carcajada suave con un matiz de amargura.

—No estás en condiciones de ofrecernos nada, solo queremos advertirte —dijo Varuna, sus ojos brillando con una intensidad que no pude sostener por mucho tiempo—. La ira y el rencor te están consumiendo. Si sigues así, romperás tu promesa.

Su advertencia resonó en mi mente como una campana dolorosa.

—¿Y por qué debería importarme su consejo? —repliqué.

Mitra dio un paso adelante.

—Porque sabemos más de lo que imaginas —dijo agriamente Mitra—. Es vital que dejes de cagarla tanto y recuerdes que debes mantener tu promesa —susurró, deslizándose sin tocar el suelo de un lugar a otro—. Si logras purgar tus sentimientos negativos y te concentras en encontrarla, podrías recuperar no solo a ella, sino algo más que has perdido, pero que no recuerdas.

Sus palabras eran enigmáticas y confusas.

—Al parecer se equivocaron de converso, no los entiendo. ¿Qué he perdido? ¿Por qué debería confiar en ustedes?

Varuna suspiró de fastidio.

—Tu ceguera no es por falta de comida ni producto de los golpes, es que simplemente eres idiota —expresó Varuna, molesto—. Aunque no lo sepas, tu destino está entrelazado con algo mucho más grande. Estamos aquí para guiarte, no para engañarte.

—Déjenme en paz —siseé, mirándolos a los ojos—. Ustedes no tienen poder por estos lares, así que lárguense.

—Cualquiera te corta el aire para ver cómo tu piel se torna azul por malagradecido —amenazó Varuna, sintiéndose molesto ante mi altanería—. Deberías sentirte halagado de nuestra visita.

Varuna y Mitra levitaban de un lugar a otro. Observaban el lugar con desdén, sus ojos llenos de desprecio.

—Este sitio es un asco —dijo Mitra con la parsimonia y la solemnidad propia de un rey—. Estás como un pavo a punto de ser degollado, nadando en medio de tu propio excremento —añadió, haciendo una pausa innecesariamente larga y marcada—. No eres ni la sombra de lo que una vez fuiste.

—Gracias —dije secamente—. Si no recuerdo mal, soy un prisionero que está siendo torturado.

—¿Por quién exactamente? —preguntaron al unísono. Sus voces resonaron como ecos.

No hablé, la respuesta era más que obvia. No iba a convertirme en su bufón.

—Te hicimos una pregunta, ¿de quién eres prisionero? —indagaron de nuevo, sus voces resonando como un martillo en mi cabeza.

Varuna y Mitra se intercambiaron una mirada y, con un chasquido de sus dedos, fui transportado a su palacio de mil columnas y mil puertas. Los torrentes fluían con miel, y los pastos estaban llenos de ganado que producía refrigerios. Varuna, montado sobre un cocodrilo, observaba con frialdad. De repente, con el poder de sus mentes, hicieron que mi cuerpo levitara, elevándome por los aires. La luz que emanaba del cuerpo de Mitra era cegadora, tan intensa que me obligó a cerrar los ojos con fuerza. Un fuerte chorro de agua impactó contra mí, como si fuera un puño de acero, cortesía de Varuna. El dolor era insoportable; cada golpe me dejaba sin aliento.

En un parpadeo, volví a la celda. Varuna y Mitra me miraron con frialdad.

—Esto fue para darte una lección de respeto hacia nosotros —dijeron al unísono, sus voces resonando con una autoridad incuestionable.

—Soy quien sabe lo que sucede en el corazón de los hombres, soy capaz de detectar cualquier mentira. Las estrellas son mis espías, vigilando cada movimiento de los hombres—expresó Varuna—. Mi hermano Mitra vigila que se cumplan las promesas. No somos tus enemigos; hemos sido testigos de tu sufrimiento y queremos decirte que estamos de tu lado.

—Tal vez te gustaría saber que Shiva aún no ha podido encontrarla—respondió Mitra, su voz, una mezcla de consuelo y advertencia—. Si cambias tu enfoque, si dejas que la ira se disipe y te concentras en purgar tu alma, podrías encontrarla primero.

—¿Qué dicen? ¿Cuándo podré hallarla? —pregunté con urgencia, con mi corazón acelerado.

—¡Ah, ahí si nos prestas atención! Ella vendrá a ti pronto—dijo Varuna, con voz firme pero evasiva—. Pero recuerda, la visión del tiempo de un dios es muy diferente a la de un mortal, debes estar preparado para un camino arduo. Nos estamos arriesgando mucho por ti.

Se giraron para marcharse, dejándome con más preguntas que respuestas.

—Esperen—llamé—. ¿Cuándo será eso? ¿Vendrá a mí igual que antes o diferente? ¿Cómo podré reconocerla?

Mitra se volvió, una última vez, una leve sonrisa en sus labios.

—Simplemente, lo sabrás, Eiden. Y recuerda que, aunque el camino sea largo, no estás solo.

Y con eso, se desvanecieron en la penumbra, dejándome en la soledad de mi yurta, pero con una chispa de esperanza encendida en mi pecho. Horas después de su visita trasladaron a Temujin. Ahí también me percaté de que los dioses me habían liberado, y ayudé también a Gengis a escapar. Derribé al guardián y le aplasté el cráneo con el yugo, luego nos escondimos en el cauce seco de un arroyo del que no salimos hasta el amanecer. Cuando llegamos a su campamento, contó la hazaña como suya; no tuve problemas con eso. Fue en ese momento que comenzó nuestra amistad.

Con el tiempo, Gengis comenzó a adquirir fidelidades de otros individuos jóvenes, muchas veces en su misma situación, que se unieron a él. Mientras vivía con ellos, perfeccioné mi cabalgadura y disparo con la flecha.

A medida que los años pasaban, vi a Temujin crecer y transformarse. Su liderazgo natural y su visión estratégica lo llevaron a unir las tribus mongolas bajo su mando, y eventualmente, a convertirse en Gengis Kan. Durante todo este tiempo, permanecí a su lado, ayudándole a forjar un imperio que cambiaría el curso de la historia.

En cada batalla, nuestra hermandad se fortalecía. Luchamos codo a codo, enfrentando desafíos que parecían insuperables. Temujin aprendió rápido, y su capacidad para inspirar lealtad y respeto en sus hombres era incomparable. Y, en cada rincón del vasto imperio mongol, cada nueva tierra conquistada, era una oportunidad para encontrar una señal de ti. Pero siempre me encontraba con la misma desesperación y soledad.

Temujin, aunque siempre ocupado con sus propios sueños de conquista, entendía en la distancia mi tormento. A menudo hablábamos de nuestras pérdidas y nuestras esperanzas, y en esas conversaciones encontraba un consuelo momentáneo.

También conocí a Jamukha, un joven de sangre noble que realizó el juramento de anda o «hermano jurado», al igual que yo y los demás. Ese juramento lo ayudó a subir posiciones en la carrera hacia el poder, aunque más tarde, Jamukha se volvió en su contra.

El origen del conflicto fue más o menos así: la madre de Gengis había sido prometida con el jefe Merkita, Yehe Chiledu, pero ella fue secuestrada por el padre de Gengis mientras era escoltada a casa de su novio. Entonces, años después, unos jinetes Merkitas raptaron a la nueva esposa de Temujin de su campamento cerca del río Onon y la entregaron a uno de sus guerreros. La pudimos rescatar, pero las cosas no quedaron ahí.

Meses después, se reunieron 12 tribus que odiaban a Gengis, entre ellas estaban los Merkitas. Nombraron a Jamukha como Gur Khan, soberano universal. La aceptación por parte de este título supuso una grieta insalvable entre Temujin y él. Y ahora nos encontrábamos aquí, en el valle de Argún. Aún estaba un poco débil, hace unos días fue cuarto menguante y estuve en el reino de los Devas, donde fui sacudido violentamente por las emociones, luchando por no enloquecer.

Y aquí estamos ahora, en medio de un combate encarnizado. Sonreí para mis adentros. La noticia de que podría volver a verte una vez más me golpeó con una fuerza que no esperaba. Sentí un torrente de emociones que hacía siglos no experimentaba. Una alegría tan pura y abrumadora inundó mi ser, algo que no sabía que aún era capaz de sentir. Mi corazón latía con una rapidez desconocida, bombeando una vida renovada en cada rincón de mi cuerpo.

Era como si el sol, después de mil años de oscuridad, hubiera decidido salir solo para mí. La opresiva pesadez de mis tormentos pasados se aligeró, y por primera vez en tanto tiempo, mis pensamientos se llenaron de imágenes de tu risa, tu mirada, la forma en que tu cabello danzaba con el viento.

Cerré los ojos, permitiendo que ese sentimiento me envolviera por completo. Podía casi sentir tu presencia, como si ya estuvieras aquí, a mi lado. La idea de verte de nuevo, de tener la oportunidad de redimirme y reconquistar tu amor y perdón, me dio una fuerza que había creído perdida para siempre. Solté un grito al tiempo que cargaba y me abrí paso en un camino sangriento. Nada de lo que veía con mis ojos podía robarme la felicidad de saber que en cualquier momento estaríamos juntos. Qué tonto fui.

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