14

Solicité a Narendra que buscara a un erudito para instruirme en sus deidades. Había millones de dioses, pero muy pocos días festivos a mi conveniencia. Inventé la excusa de que deseaba mostrar mi agradecimiento por su generosidad divina. En verdad, jamás me consideré un devoto; es más, nunca me he arrodillado ante ningún dios.

El gurú que encontró no logró congeniar conmigo y no desaprovechó la oportunidad de hacerme sentir como un estúpido. Lo mío era simple: necesitaba las fechas, no una conversión espiritual. El maldito no acató mis órdenes. El primer día habló de los Manuantaras y los saptarshís. El segundo día trajo consigo un Lingam, una piedra negra diseñada para permitir que las ofrendas líquidas se escurran al ser recogidas, uno de los juguetes preferidos de Shiva. Le reiteré lo que deseaba y comenzó a recitar una serie de cánticos invocando al pulpo azul. Me negué a rendirle homenaje y replicó molesto que su dios era conocido como el Destructor y que, a través de la meditación, se erradicaría mi ignorancia y terquedad.

El tercer día llenó mi habitación con incienso, se sentó con las piernas cruzadas y cerró los ojos mientras repetía «Om Namah Shivaya: me inclino ante Shiva», moviendo entre sus dedos un Mala. Comencé a gritarle y a recordarle por qué estaba aquí. El viejo tuvo el descaro de levantarme la voz y decir que debía esperar a que terminara su mantra. Los hombres de Narendra impidieron que lo lanzara por la ventana. Ese anciano decrépito hizo que perdiera un tiempo valioso. No me interesaba la disciplina espiritual ni aplicar ninguna técnica de respiración o posiciones extrañas y peligrosas.

Narendra buscó a otro gurú, uno más inteligente. Este me proporcionó de inmediato la información que requería. Por ejemplo, la primera festividad en la que podría estar contigo sin que tu cuidador nos estorbara sería el Vasant Panchami, en honor a Saraswati, la diosa del conocimiento, la música y el arte. Y, aunque no era una ceremonia de Shiva, muchos de sus adoradores aprovechan para cantarle y solicitarle su Shaktipat, o energía espiritual que elimina las impurezas y los obstáculos del cuerpo y la mente. Así que las personas lo tendrán bien ocupado.

Los otros días serían el Makar Sankranti, dedicado a Ayyappan. Las personas irían en peregrinación a un lugar en medio de dieciocho colinas rodeadas de espesos bosques. Contaba con la ayuda de Rati, quien apareció una tarde mientras me bañaba para asegurarme que impediría que fueras a ese sitio. Las festividades también incluirían el Holi, el Maha Shivaratri y el Rama Navami, entre otros. Con las fechas ya pautadas, ahora tendría tiempo para idear mi estrategia.

Llegó el día de celebrar el Vasant Panchami. Se sentía una alegría contagiosa en las calles, todos estaban vestidos de amarillo y algunos lanzaban dulces de ese color a los niños, quienes eran alentados a escribir sus primeras palabras con los dedos. Te encontré en su templo orando; la noche anterior, lo habían abastecido de comida y la música se escuchaba por doquier.

Me senté en la tercera fila, detrás de ti, y como si la fuerza de mi mirada te avisara, echaste un vistazo por encima del hombro. Al principio no pude entender tu expresión, pero luego hiciste ese gesto que me brindó las fuerzas para continuar. Imité tu postura por varias horas; al final, las rodillas me ardían y tenía el trasero entumecido. Los huesos crujieron cuando me enderecé.

Te levantaste para adentrarte en el templo, y te seguí sin importarme mucho las miradas de desaprobación ni los murmullos al ver mi presencia. Te movías con una gracia casi sobrenatural entre las columnas. Tu risa cristalina resonaba como una melodía encantadora que me guiaba a través del laberinto de piedra y luz. El sari que llevabas, de tonos blancos y dorados, te hacía parecer una aparición celestial, como un espíritu travieso que quería jugar al juego de esconderse y ser encontrado. Cada vez que intentaba acercarme, te escabullías con agilidad, susurrando risas entre las columnas.

—Detente —murmuré, mi voz cargada de una mezcla de frustración y anhelo.

Finalmente, te detuviste detrás de una columna, tu forma apenas visible en la penumbra. Me acerqué lentamente, mis dedos casi rozando la fría superficie del mármol mientras intentaba alcanzarte. Cuando me movía hacia la derecha, te deslizabas hacia la izquierda, y cuando cambiaba de dirección, hacías lo mismo, manteniendo siempre la columna entre nosotros.

El tiempo pareció detenerse. El aire en nuestro entorno se encontraba impregnado de una tensión palpable. Con un gesto lento y deliberado, extendí mi mano y rocé con la punta de mis dedos tu mano. El contacto fue ligero, casi imperceptible, pero suficiente para hacer que te estremecieras. Me incliné para verte mejor. Tus ojos brillaban con una mezcla de picardía. Permanecimos así, parados con la columna entre nosotros, como si el mundo exterior hubiera desaparecido.

Cubriste tu rostro y te dirigiste hacia la salida. Mojaste tus manos en una pileta, hice lo mismo y, por un breve instante, nuestras pieles se rozaron. Creo que pensaste que no te seguiría. Te escuché inhalar y apretar los labios. Antes de salir, me pisaste un pie y no pudiste retener una carcajada, ganándote la desaprobación de las mujeres. Te seguí hasta acorralarte en un callejón. Tu respiración se volvió agitada y no dejabas de mirar hacia ambos lados, como si temieras que nos sorprendieran. Te aferraste a mis brazos cuando acaricié tu mejilla.

—¿Tienes prisa? —te pregunté—. Pareces nerviosa.

Bajaste la mirada cuando unas lágrimas se acumularon en los bordes de tus párpados. Mi corazón palpitaba con fuerza, entonces te atreviste a susurrarme algo al oído, como soy más alto, tuve que inclinarme, pero no escuché nada.

— ¿Qué dijiste? —Te vi tragar saliva. —Contéstame —exigí.

Esperé tu respuesta, pero mi ira aumentó cada vez más con tu mutismo intolerable y no pude evitar descargar mi enojo contra ti. Solté un gruñido feroz y te agarré por la nuca, atrayéndote hacia mi boca. Me clavaste las uñas en las mejillas mientras te retorcías. Lograste poner distancia entre nosotros y me cruzaste la cara con una sonora bofetada. Las lágrimas se te apiñaron con furia, pero no derramaste ni una. Me sentí como un perfecto idiota porque ese nunca fue mi plan. Saliste corriendo y la vergüenza me impidió ir tras de ti.

—Comportándote así de animal, dudo que ella quiera volver a hablar contigo.

Escuché la voz de Kamadeva detrás de mí. Me giré para encontrarlo montado sobre su loro gigante, que tenía ojos de maníaco.

—¿Qué haces aquí? —inquirí frustrado.

—Vine a ver cómo iban las cosas —dijo soltando un bufido—. Echaste todo a perder. A las mujeres les gusta la fuerza, pero no de ese tipo. Antes de acercarte, debes pensar primero en lo que harás para que se sienta cómoda a tu lado. No todo se trata de ti. Bruto.

—Yo soy así —repliqué con voz temblorosa, lo cual me avergonzó—. No sé comportarme de otra forma.

Kamadeva acarició la cabeza de su loro, luego comentó, medio en risa, medio en serio:

—Cada persona tiene cosas maravillosas en su interior. Tienes que despertar el tuyo, así podrás lograr que ella esté a gusto a tu lado.

Mis manos se curvaron en puños, su risa no era de mi agrado.

—¿Y cómo lo despierto?

—Escuchando esa palpitación que nace desde el interior, y no me refiero a la de tu miembro. Hablo de la que está dentro de tu pecho, a esa que te niegas a atender y que te ahorraría un sinnúmero de problemas. Ya más adelante le darás rienda suelta a la otra palpitación, si es que Shiva no te desmiembra primero.

—Voy a hablar con ella —le informé.

—No te recomiendo que lo hagas si aún deseas conservar tus ojos. Déjala sola. Cuando llegue el Holi, lo intentas de nuevo.

Kamadeva me observó con una expresión que combinaba fastidio y una pizca de diversión.

—Eiden, eres un individuo atrapado entre dos fuerzas poderosas— afirmó Kamadeva— . He venido para aclarar la lucha que enfrentas dentro de ti.

—¿Qué batalla? —objeté.

—La pasión y el amor son fuerzas diferentes, aunque a menudo se entrelazan en una danza compleja—respondió Kamadeva.

—¿Cuál es la diferencia, entonces? —pregunté—. ¿Cómo puedo distinguir entre ellas?

Kamadeva alzó una mano, y con un gesto lento, comenzó a explicar.

—La pasión, Eiden, es un vínculo ardiente, un deseo intenso que estremece y devora. El impulso primitivo que te hace querer tener, conquistar y sentirte atrapado en el momento. Es lo que te impulsa hacia ella con una fuerza casi irresistible, el deseo de tenerla, de sentirla, de hacerla tuya.

Asentí, reconociendo en sus palabras el fervor que sentía cada vez que la veía, la necesidad apremiante que ardía dentro de mí.

—¿Y el amor? —pregunté en un susurro.

Kamadeva sonrió, girando los ojos.

—El amor, Eiden, es un vínculo íntimo y prolongado. No es solo el deseo de poseer, sino también el deseo de cuidar, proteger y ver a la otra persona florecer. El amor se caracteriza por ser paciente y generoso; no se consume a sí mismo, sino que se expande con el paso del tiempo. Estar con ella no solo en momentos de pasión, sino también en momentos de calma, silencio y dolor.

Mis pensamientos se arremolinaron mientras trataba de procesar sus palabras. La pasión que sentía por ella era innegable, pero ¿podría convertirse eso en algo más? Lo dudaba. Lo mío era más curiosidad, un reto, nada más.

—Entonces, ¿cómo sé lo que realmente siento por ella? —pregunté finalmente.

Kamadeva se desvaneció, no sin antes dejar sus palabras flotando en el aire.

—Solo el tiempo responderá esa pregunta, Eiden.

Quedé solo, con las palabras de Kamadeva resonando en mi mente, un eco constante que no podía ignorar. Mientras el día transcurría, me prometí a mí mismo que, la próxima vez que te viera, no permitiría que mis emociones me dominaran.

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