Cactus.

Canción No. 3: Cactus.
Intérprete: Gustavo Cerati.

Canción No. 4: Start a Riot.
Intérprete: Banners.

Sonic.

La mañana era soleada, la temperatura era deliciosa, ni calurosa ni gélida, simplemente disfrutable. Justo el tipo de días que te embebían y conseguían cautivabar tus bellos ojos verdes.

Veías los rayos diáfanos traspasar las cortinas y agitabas el colchón hasta despertarme fingiendo haberlo hecho por accidente. Lejos de enfadarme, tenerte como la primer cosa que mis ojos avizoraban al comenzar el día conseguía sacarme una sonrisa. Tenerte a mi lado me hacía sentirme poderosamente afortunado.

Jamás nos besábamos al despertar, habíamos aprendido por las malas que las películas de Hollywood mentían descaradamente. Nadie tiene un aliento precisamente fresco por las mañanas.

Nunca me obligaste, pero siempre me levantaba cada que tú lo hacías. Salíamos de entre las sábanas, a veces tomábamos un baño juntos, en otras preferimos desayunar primero.

Bajábamos las escaleras haciéndonos bromas que casi siempre consistían en cosquillas en los laterales del tórax, terminábamos corriendo por los escalones, era irresponsable y riesgoso, pero las tonterías se habían vuelto parte de la idiosincrasia de nuestra relación.

Tú eras la experta de la cocina, yo sólo escrutaba la escena esperando que mi cerebro aprendiera algo. A veces me dejabas ayudarte cortando rodajas de tomate, champiñones, cebolla y demás vegetales; la única ocasión en la que intenté ayudarte con la comida casi incendié tu casa.

¡Pero vamos! ¿Quién iba a imaginar que el agua y el aceite no sólo no se mezclan, sino que pueden provocar una llamarada de fuego de dos metros? Aunque yo lo causé, tú jamás me culpaste, argumentaste que nadie puede salvarse de los errores, ni siquiera el aclamado héroe de Mobius. Todo lo que sé de cocina te lo debo a ti.

Mientras esperábamos la cocción de algún alimento, encendíamos el televisor, no sabría explicar nuestras razones de hacerlo, no recuerdo ninguna ocasión en la que le prestaramos atención, creo que únicamente la utilizábamos para tener algo de ruido en el fondo de la sala. Tú y yo podíamos pasarnos las horas conversando y nunca me parecería demasiado.

No éramos la pareja perfecta, más de una vez fingí ponerte atención cuando realmente mi mente divagaba en temas banales, había días en los que despertabas de malas y tenía que aguantar tu mal genio, a menudo discutíamos por cosas sin importancia... Como por la puta tapa del baño. Actualmente sigo sosteniendo que así como yo podía levantarla, tú también podías bajarla.

Servíamos nuestro desayuno y nos sentábamos enfrentados. No lo acordamos nunca, pero cada uno tenía su lugar designado, el tuyo era la silla a la izquierda de la mesa y la mía al lado derecho.

En días como estos acostumbrabas regar tu jardín y permanecer bajo la luz del sol para capturar un poco de felicidad procedente de la vitamina D del Sol, el antidepresivo de la naturaleza.

Llegado este punto yo decidía si marcharme de tu casa para ir a correr, verme con mis amistades o sencillamente quedarme a tu lado. Fueran cual fueran mis planes, Eggman solía arruinármelos constantemente.

Cuando optaba por pasar el día contigo, tú me sumergías al aburrido mundo de la jardinería, nunca te dije lo soporífero que me parecía, te hacía feliz compartir tu actividad favorita conmigo. Tuve que aprender a disfrutarla por igual.

Lily, la avecilla que solías cuidar se aparecía en el borde de tu fuente cada martes o miércoles, nunca entendí porqué lo hacía sólo un día. Pero no había semana en la que ella no nos visitara.

¿Recuerdas la vez que en otoño hizo su nido en tu almendro? Te emocionaste como niña pequeña cuando te percataste de que había puesto dos huevos, Lily se iba a convertir en madre y tú en abuela.

Ese día fue la primera vez que, tras cuatro años de relación, me pediste mi opinión sobre el matrimonio y los hijos, balbuceé nervioso hasta arrancarte dos grandes carcajadas.

—Hola pequeño —saludaste a tu cactus.

Yo guardé silencio conteniendo la risa, habías avanzado a una nueva etapa del "señorismo", ahora le hablabas a tus plantas.

—¿Por qué no quieres florear? —vertiste un poco de agua en él.

—¿Esas cosas florean?

—Si tienes la suficiente paciencia, sí.

Te volviste hacia mí con una sonrisa, a ti no te importó esperarme dos minutos o diez años. Te gusté desde los ocho, nunca podría haberme imaginado que acabaría comprando un anillo de compromiso para la niña que pedía a gritos ser mi novia durante toda mi infancia.

—Hay muchas especies de cactus, pero aunque sean similares, no florecen igual al resto —comenzaste tu cátedra—. A algunas les llega a tomar hasta quince años florecer, otros cada año, varían mucho.

—¿Y qué especie es esa? —Indagué señalando su cactus.

—Mammillaria, según sé, florecen en verano, tendré que esperar al próximo año. Por mientras tendré que cuidarla hasta darme el lujo de verla; en períodos de primavera-verano se riega una vez a la semana y en la temporada otoño-invierno sólo una al mes.

Enarqué una ceja y curveé mis labios con galanura, tú me observaste dubitativa. No te di oportunidad de cuestionar, apunté la manguera hacia ti y halé el gatillo de la boquilla, un chorro de agua impactó en tu pecho.

Separaste tus labios incrédula, secaste las gotas que habían llegado hasta tu rostro. Te agachaste con rapidez para asir el aspersor cuadrado, solté la manguera y proseguiste a perseguirme por todo tu patio.

Para la tarde, ambos descansabamos sobre el sofá. Cada uno con una toalla en los hombros, me regañaste por llenar de lodo toda la sala, aunque el enojo no te duró mucho y terminamos besándonos frente a la televisión.

Cinco días después, te fuiste de compras a un vivero, querías un compost para tu querido cactus. Mientras que yo me reuní con mis amigos por toda la tarde, charlé con ellos sobre mis planes, pensaba pedirte matrimonio la próxima semana. Ellos se mofaron con la maldad habitual, bromas que no eran ni sanas ni crueles. Pese a las burlas, cada uno terminó por felicitarme y me deseó suerte.

Caminé a tu casa con mis audífonos puestos y gran alegría en mi andar, el sólo hecho de pensarte como mi futura esposa me subía los ánimos. Toqué a tu timbre, pasaron los minutos y no abriste.

Supuse que estarías ocupada en el patio trasero, allí el timbre era complicado de oír. Busqué la llave de repuesto que guardabas en el bordo comprendido entre el marco de la puerta y la pared.

Giré el cerrojo y empujé la madera, las luces estaban encendidas, limpié mis pies en el tapete de la entrada y me despojé de mi chamarra, colgándola en tu perchero.

Te llamé con una exclamación, no respondiste así que opté por ir a buscarte al jardín. Contrario a lo que me esperaba, no estabas allí.

Confuso, me paseé por toda la casa en tu búsqueda, la cama de tu dormitorio aún estaba destendida. A ambos nos molestaba el desorden, dudaba mucho que tú hubieses dejado las sábanas así de desaliñadas toda la tarde.

Ahí fue cuando reflexioné sobre tu jardín, la bolsa de compost que fuiste a comprar no estaba. Aún no volvías. Tecleé tu número en mi teléfono móvil, una, dos, tres, cuatro, cinco tonadas... Buzón de voz.

Me convencí de no entrar en pánico y llamé a tus amigas, quizá te habías topado con una de ellas y, tal como a mí, el tiempo se te había ido volando. ¡Tal vez y se te había descargado el celular! Rogué por ello.

Ninguna de tus amistades me dieron noticias tuyas, a dos de ellas no les habías contestado los mensajes desde hace horas. Tu situación ya no era normal.

Avisé a la policía de mi sospecha, no actuaron al instante, debía de esperar más tiempo para que ellos comenzaran la búsqueda. Discutí con ellos, había incluido detalles importantes, no eras una persona solitaria, desaparecerte de la nada era inusual en ti. Me indicaron guardar la compostura y quedarme de brazos cruzados mientras ellos trabajaban. Hice caso omiso y salí a buscarte.

Tus amigas se preocuparon más, te llamaron tantas veces como yo lo hice, no le contestaste a nadie. Fui al vivero donde tú comprabas tus productos de jardinería, el vendedor me aseguró no haberte visto el día de hoy.

Presa del pánico, avisé a tus padres. Para la noche tus fotos circulaban por las redes sociales, yo te buscaba como loco por toda la ciudad, tu familia te esperaba en casa y tus amigas comenzaron a imprimir carteles con el encabezado de "se busca".

Cumpliste doce horas desaparecida, volví a llamar a las autoridades quienes me juraron que comenzarían la búsqueda exhaustiva, me aseguraron que volverías pronto. Ni siquiera le dieron seguimiento.

Mis dedos presionaban la pantalla táctil de mi celular para llamarte, una, dos, tres, cuatro, cinco tonadas... Buzón de voz. Una, dos, tres, cuatro, cinco, buzón de voz.

Dejé las lágrimas escapar de mis ojos mientras hablaba por el micrófono del móvil, desesperado, rogando porque me hubieras abandonado y no que te hubiera sucedido algo. Prefería que me hicieras sufrir a mí, a que fueras tú quien se hallara en peligro.

Dos días, tus fotos no sólo estaban en internet, ahora también en noticieros y periódicos. La policía había comenzado a investigar... Sin aportar mucho a lo que yo ya sabía, habías ido a comprar a las diez de la mañana, no llegaste al vivero.

Habías desaparecido en la mañana, cuando los rayos de sol iluminaban las calles, cuando "no había peligro". A la gente aún le era difícil entender que el crimen no tenía horario ni descansos.

Tres días, mi búsqueda había ido más allá de la ciudad, pegué carteles con tu rostro en las localidades vecinas.

Cuatro días. Cinco... Dos semanas... Un mes.

Jamás te volví a ver en algo que no fuera una hoja de papel membretada con un "ayuda a localizarla", "se busca" o "desaparecida". No, no habías salido de compras vestida con ropas "provocativas", no habías ido sola por la noche, no estuviste en un sitio peligroso, sólo caminabas por la calle en un día soleado, en el que no tenía por qué sucederte algo.

La culpa no recaía en mí por no protegerte, tampoco en ti por estar "en el lugar equivocado, en el momento equivocado". La culpa era del ser miserable que te había hecho esto.

Y de repente, comencé a dormir en tu cama sin tenerte a mi lado. Abrazando a la almohada soñando que eras tú, sumergiéndome en mi imaginación pensándote entre mis brazos. Mis desayunos consistían en una silla vacía situada frente a mi lugar mientras yo me veía superado por la frustración y el sentimiento de incompetencia.

La jardinería no me gustaba, pero seguí cuidando tus plantas tal y como me enseñaste para el día en que volvieras. Tu cactus floreó en tu nombre. Simplemente, cuando te buscaba no había sitio en donde no estuvieras. Siempre inundando mi mente, pero nunca pudiendo llegar a tocarte.

No pararé de buscarte, sin rendición, sin retirada. Derribaré todos los muros si es necesario, sólo para llevarte a casa.

Por tu amor, por volver a verte bromear con tus amigas, por volver a presenciar la sonrisa de tus padres cuando les hablas de tu día. Lucharé hasta que la bandera sea blanca. Por ti, empezaría una rebelión.

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