I
Habían pasado cuatro días desde que su padre le propuso un acuerdo, dos de la llegada de una carta de su hermano, y uno desde que aceptó. Y a pesar de que no pasó ni siquiera una semana, ella sentía ese día lejano.
Todavía sujetaba la carta de su hermano que se caracterizaba por el olor a mar y el color amarillento. No había tenido noticias de él en más de diez años y su aparición por correspondencia de esa manera tan abrupta le generaba desconcierto y dudas de sus propósitos.
Era un tonto si le creía toda esa palabrería. No era más que un joven egoísta que dejó a una familia sola por sueños fantasiosos que le llevaría a las ruinas.
Lo odiaba, a la vez que lo admiraba.
Miguel Uñac no únicamente era su hermano, también el que le dio a entender que ella valía poco como para comunicarle sus propósitos. Todavía en su mente guardaba esa tarde que su padre le comunicó la huida de su hermano. El rostro descompuesto de su progenitor le fue como daga al corazón. No era la primera vez que lo dejaban, pero que sea la segunda no significaba que dolía menos.
Sin embargo, a lo largo de los años le entendió un poco y quizás fue eso lo que lo hizo odiarlo más.
Él era libre. A cambio, ella vivía encarcelada en una jaula de oro para ser solamente cambiada a otro. Ese era su destino, y lo pudo retener por varios años.
Hasta ahora.
No quería mirar hacia el espejo, solo a la carta. No quería ver al ser abominable en el que se convertiría, en menos de veinticuatro horas. Era mejor observar esa carta que de alguna manera era señal de libertad.
Eso es lo que quería, ser la solterona a voluntad propia de la ciudad de los reyes.
El sonido de sus zapatos al caminar, llamaron la atención de indios y esclavos que dejaron de realizar sus actividades a la intensidad normal por conocer a la actual señora de la casa. Era la primera vez que andaba muy cerca de esa gente, y le incomodaba que le observaran como si fuera una divinidad cuando era un simple mortal como ellos.
Su padre le negaría la palabra por días si le dijera eso en la cara. No era ni a los talones igual que ellos, nada más eran mano de obra. Salvajes.
La joven se acercó al capataz que era un indio y a su padre, que se reunían junto a una higuera que recién le brotaba las hojas. Su progenitor le permitió poder participar de la conversación que ahondaba sobre la producción de caña de azúcar que mantenían en esa hacienda.
El grito desgarrador de una persona hizo que dejara de hablar. Escuchó el impacto de un látigo que provocó otro grito, que por un momento le transportó a 1820, cuando era común observar hombres y mujeres castigados por traicionar a la patria. A lo lejos, traían a rastras a un esclavo que se caracteriza por su piel oscura y el polvo que levantaba con su resistencia.
No pasó unos minutos cuando lo tuvo en su presencia, lo habían amordazado.
Tenía los ojos cerrados que cuando los abrió, retrocedió un paso por inercia.
Era una mirada sin vida, que le erizo la piel y le oprimió el corazón.
Sintió que alguien le agarraba su brazo. Era su padre. Le pidió que dirija su mirada al otro hombre. No se había dado cuenta de su llegada, pero era un esclavo que traía en su mano un fierro con la punta de color un poco rojiza con la marca del apellido de la familia.
Lo miró, no quería creer que su mente le jugó una mala jugada.
Se equivocó.
¿Acaso había miradas más perdidas que eran lo que tenían los esclavos?
Su padre agarró con cuidado el fierro y con una señal de su parte, dos indios hicieron postrar al esclavo ante ella. Eleonor sujeto aquel metal que le entregó su progenitor que tenía algo de peso. Anteriormente ya le habían explicado el proceso por lo que entendió que debía sellar el hombro del esclavo al ser colocado una especie de papel engrasado en esa parte por uno de los indios.
Rodeo el cuerpo para estar a sus espaldas, logrando observar a detalle el trenzado de su cabello negro y las gotas de sudor que caía por su espalda de color ocre por los rayos solares. No pasó desapercibido de su vista las líneas rojizas que existía en toda esa parte de su cuerpo que podría desgarrarse en un mal movimiento u otro azote.
En ese momento el metal lo sintió pesado.
No podía atreverse a realizar tal acto para evitar un matrimonio. Su vida podía no tener valor, a pesar que por años intentó lograr que podría ser una mínima parte del valor de un hombre criollo o español.
Observó la mano que sujetaba aquel objeto que le provocó arcadas, no servía obtener la libertad a cambio de otra vida.
Lo soltó.
Se escuchó el golpe que cayó al suelo y levantó un poco de polvo, llamando la atención de los que no eran espectadores. Pero en el único que se fijó de su reacción fue el de aquel esclavo con cabellos largos.
No arqueó las cejas, ni levantó la mirada para agradecer a su salvadora, no mostró ninguna pequeña curva en de sus labios, y menos alguna señal con alguna parte de su cuerpo.
Sólo sus cabellos se movían por el viento.
No entendía que esperaba ¿Algún tipo de agradecimiento?
Al segundo que observó fue a su padre, un hombre que siempre había respetado y en menor y mayor medida obedecía. Lo apreciaba y quería demasiado, a tal punto que era capaz de estar toda su vida con él, para no volver a ver la mirada de decepción que era contadas las veces que lo observó mostrar. Se había jurado nunca realizar actos que lo lastimaran.
Una desobediencia lo consiguió.
No había marcha atrás, ese fue el pique que conseguido que como un juego de dominó haga caer una ficha y por ende todas.
Eleonor únicamente comenzó actuar, cuando entendió que una falta lograba sacarle esa mirada. No era igual al de los esclavos. La de él era de decepción, pero esa tarde observó que también se trataba cuando un castigo estaba en medio.
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