xvii. Eterna condena.
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CAPÍTULO DIECISIETE
ETERNA CONDENA
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Fred ya estaba de vuelta en el mundo de los vivos, ya se había reunido con su familia y amigos. Por lo menos, eso era lo que esperaba Zaira. Pero, sí, seguramente ya lo habría hecho y también habría leído la carta que le había escrito. Se preguntaba qué cara habría puesto al terminar de leerla. Ella creía que Fred no confiaría en aquellas palabras; sin embargo, por lo menos, había intentado decirle la verdad, decirle todo lo que sentía, decirle lo mucho que la había cambiado en aquel corto tiempo y decirle que sin él su mundo carecía de sentido. Incluso le había dicho que tenía intención de acabar con su vida. Sin embargo, ya habían pasado algunas horas desde que lo había enviado de vuelta y todavía no lo había hecho. No era capaz.
No se había movido de la Sala de Runas, se había quedado allí, sentada en el suelo con el cuerpo apoyado en una de las paredes. No tenía ganas de nada y tampoco le quedaban demasiadas fuerzas como para hacer algo. Quizás, en parte, por haber utilizado tanto poder. Pero el verdadero motivo era que extrañaba a Fred. Su corazón estaba partido en miles de pedacitos por su ausencia y lo peor era saber que nunca se recuperaría, porque jamás volvería a verlo.
Fred Weasley estaba muy lejos de ella en ese momento.
Estaba viviendo su vida una vez más.
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Suspiró, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. Creía que ya había llorado suficiente, pero aun así las lágrimas seguían cayendo de vez en cuando, sin que pudiera evitarlo. Realmente era demasiado doloroso el estar lejos de la persona a la que amaba... Cuanto antes acabara con su vida, mejor. Pero aun así, no lo hacía. Seguía sin moverse, a la espera de algo. Algo que ya debía de estar cerca; lo sentía, pero no iba a moverse. Quizás era mejor que ese algo consiguiera llegar hasta ella, porque ella no tenía fuerzas para arrebatarse la vida.
De pronto, las puertas de la Sala de Runas se abrieron de par en par, dejando entrar a muchos guardianes del Reino de los Cielos. Además, de a Kain y a varios de los sirvientes de la mansión, que los miraban con reproche por haberse colado a la fuerza en propiedad ajena.
La morena no se sorprendió ni un poquito, se dedicó a observarlos desde su posición tranquilamente. Ese algo ya había llegado.
—Habéis tardado más de lo que me esperaba —comentó con burla.
El que parecía ser el líder de los guardianes caminó un par de pasos hacia el frente, posicionándose por delante de los demás.
—¿Sabe por qué estamos aquí? —cuestionó con voz seria.
—Lo sé respondió sin más.
—Entonces, debe acompañarnos sin poner objeciones al respecto.
—¿Y si me niego? —preguntó, enarcando una ceja.
—Utilizaremos la fuerza si no nos dejáis más remedio, señorita Zaira.
La morena quiso reír, como si esos estúpidos pudieran con ella. ¡Por favor, no le llegaban ni a la suela del zapato! ¡Ella era uno de los ángeles más poderosos! Sin embargo, debía reconocer que no estaba en su mejor estado para enfrentarse a ellos y salir victoriosa.
Se levantó del suelo a duras penas, pero sin dejar de mirar en ningún momento al líder de los guardianes, quien la miraba severamente. En cambio, ella le devolvía la mirada con burla.
—Supongo que es hora de mi juicio —murmuró para sí.
Después, comenzó a caminar sacando fuerzas de donde no las tenía. El líder de los guardianes se acercó hasta ella y la esposó mediante magia. Parecía que ahora era considerada una criminal y por el tipo de esposas que le había puesto, una altamente peligrosa.
—Señorita... —susurró Kain, observándola, incapaz de hacer nada.
—Está bien, Kain, he hecho lo que he querido y no me arrepiento en absoluto de ello —le dedicó una pequeña sonrisa.
Tras eso, partió con los guardianes al gran edificio del Consejo. Estos la acompañaron hasta la sala donde se celebraran los juicios. Se sabía que cualquiera que entraba en aquella sala no salía muy bien parado y por supuesto, todos entraban temblando, asustados, por lo que pudiera pasar, por la sentencia que se les podría acabar dando. Sin embargo, la morena estaba totalmente tranquila y serena; portaba una mirada vacía que no mostraba ningún tipo de emoción. No sentía miedo ni nada similar, lo único que sentía era dolor, pero se lo guardaba para ella. No iba a permitir que nadie viera su debilidad.
Una vez entró dentro de la sala, se encontró siendo observada por más de diez pares de ojos, pertenecientes a miembros del Consejo, entre ellos estaba su viejo amigo Keigar. Haxis, uno de los líderes del Reino de los Cielos, también se encontraba allí. Aquel hombre de cabellos canosos y ojos azules, era el mismo hombre con el que se había «topado» Fred cuando había llegado al reino, era el hombre que le había dado la bienvenida y le había explicado porque estaba allí. Zaira lo miró de reojo, era extraño que uno de los líderes acudiera a esos juicios, pues no solían malgastar su tiempo en algo tan insignificante, como ellos decían. Así que el hecho de que estuviera ahí, para juzgarla, significaba que nada bueno iba a pasar.
—¿Señorita Zaira, sabe por qué ha sido llamada? —preguntó la voz de un hombre de cabello negro y ojos verdes, que se encontraba al lado de Haxis. Era Kristoffer, su mano derecha.
—Sí, lo sé.
—¿Va a negar usted lo que ha hecho? —inquirió el moreno.
—No tengo nada que negar —respondió, encogiendo los hombros.
—¿Sabe lo qué ha hecho? —preguntó esta vez Haxis.
—Si sé porque estoy aquí, es obvio que sé perfectamente lo que he hecho —contestó, mirándolo directamente a los ojos. No iba a acobardarse porque él fuera uno de sus líderes.
—¿Qué es lo que ha hecho, entonces? —quiso saber él, aunque estaba claro que todos los presentes sabían lo que había hecho.
—He enviado a un humano de vuelta al mundo de los vivos.
—Así es, ¿sabe qué eso está prohibido, acaso que se apruebe en el Consejo? —inquirió, inclinándose un poco en su asiento—. Estoy seguro de que lo sabe, teniendo en cuenta que usted misma es un miembro del Consejo —ella rodó los ojos.
—Me da igual si está prohibido o no, ya está hecho —sentenció.
—Estoy seguro de que sabía que la sentencia de ese humano ya estaba hecha y teniendo en cuanta como sois, no entiendo porque lo habéis enviado de vuelta, ¿podría decirnos por qué?
La morena odiaba el tono educado de Haxis. Cada vez que oía como alguno de ellos le hablaba de usted, estaba a punto de ponerse a hacer muecas de disgusto. Le irritaba bastante, sobre todo porque ella también se veía forzada a hacerlo.
—¿No creéis que la respuesta es sencilla? —cuestionó, enarcando una ceja y lo vio fruncir el ceño—. Simplemente le prometí que lo haría.
—Usted nunca ha cumplido las promesas que le ha hecho a los humanos, señorita Zaira —le recordó Keigar, malhumorado y con los brazos cruzados.
—Las cosas cambian —todo el mundo la miró y ella giró sobre su propio cuerpo para poder observarlos también, antes de volver a mirar al frente—. Ese humano me cambió, por lo cual, decidí cumplir mi promesa de enviarlo de vuelta para que fuera feliz.
—¿¡Os enamorasteis de ese humano!? —preguntó Kristoffer, exaltado y levándose de su asiento. Los cuchicheos inundaron la sala tras eso.
—¿Hay algún problema si es así? —cuestionó, burlonamente—. Ustedes no tienen el derecho de decidir de quien puedo enamorarme o no. Incluso si está estipulado en las leyes del reino, no podéis controlar mi corazón. Ni siquiera yo puedo.
—Bien, ya veo, he oído suficiente —Haxis suspiró—. ¿Sabe qué lo qué has hecho es un crimen? — ella simplemente asintió—. Entonces, sabe que debe pagar por su crimen —ella volvió a asentir—. Enviar a un humano que tenía la sentencia hecha después de tanto tiempo desde su muerte es algo intolerable. Estoy bastante decepcionado, vuestro padre no se sentiría nada orgulloso de usted en este momento.
—No necesito que ese hombre, que me maltrató y que encima está muerto, se sienta orgulloso de mí —bufó.
—¿Aceptaréis cualquier sentencia que se dicte sin oponer resistencia?
—Lo haré, he decidido hacerme responsable de mis actos, así que no desobedeceré —aseguró ella con voz firme.
—Ya tengo decida vuestra sentencia —comunicó él—. Más bien, la tenía desde el principio —ahora fue su tono el que pareció burlón.
—¿A qué estáis esperando para decirla, a que nos den las uvas?
—Parece que realmente ha vuelto a ser esa chiquilla insolente que erais antes de que vuestro padre os encerrara en la mansión —comentó Haxis—. Ese humano no os ha hecho ningún bien.
—Os equivocáis, él me ha salvado de la oscuridad en la que había caído, en la que me había hundido —le aseguró ella con una sonrisa ladeada.
—¿No va a arrepentirse de lo que ha hecho?
—Para nada, he tomado la mejor decisión, no me importa lo que me pase.
—Entonces, señorita Zaira, miembro de alto rango del Consejo, por traicionar a vuestro reino e incumplir las leyes establecidas, vuestra sentencia es... —se quedó callado unos segundos mientras miraba a la morena—, ser enviada al Laberinto.
Nada más decir eso, todos los presentes se quedaron de piedra, incluida Zaira; no, más bien, ella fue la que más sorprendida quedó. Nadie se había esperado esa sentencia para nada, ni en lo más mínimo. No pensaban que Haxis fuera a llegar tan lejos solo por haber revivido a un humano, por mucho que la sentencia estuviese hecha. Pues cuando había sucedido veces anteriores, al susodicho ángel sólo se le había encerrado por un tiempo y se le había quitado el cargo que ocupaba en el Consejo. Sin embargo, parecía que todos se habían equivocado al pensar que con Zaira volvería a ser lo mismo. Nadie vio venir esa decisión tan exagerada y cruel por parte de uno de los líderes del reino.
—¿Al Laberinto? ¿Es una broma, verdad? —consiguió preguntar.
—No lo es, ¿y no ha dicho que no iba a oponer resistencia, sin importar la sentencia que se le diera? —preguntó Haxis, divertido.
Zaira palideció. Había ido allí sin importarle la sentencia que fueran a darle, pero aquello no se lo esperaba. No podía creerse que fuera a ser enviada al Laberinto. Se hubiera esperado cualquier cosa, incluso la ejecución, pero nunca que la enviarían al Laberinto. Todo su cuerpo estaba temblando de miedo ante la sola idea. Una vez que fuera enviada a aquel lugar, sufriría para toda la eternidad, sin posibilidad de escapar. Ese era un destino peor que la muerte. Era el destino que todo el mundo quería evitar.
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Todavía no se lo creía. Seguía pensando que debía de ser una maldita broma de Haxis, pero no lo era, esa era la realidad. Su sentencia había sido dictada, sería enviada al Laberinto. Y debido a que él era uno de los líderes del reino no había forma posible de que nadie pudiese llevarle la contraria y se opusiese a aquella disparatada decisión; Zaira había esperado que al menos Keigar se opondría, pero eso no había sucedido. Nadie se había opuesto.
¿Cuánto tiempo le quedaba hasta que los miembros del Consejo abrieran la puerta que conducía hacia el Laberinto? Habían comenzado hacia ya un par de horas, por lo que podía calcular, así que apenas debía de quedarle una media hora de libertad; pues una vez que entrara en el Laberinto, jamás podría salir de nuevo. Era imposible, nadie lo había hecho nunca. Sufriría por toda la eternidad encerrada allí, en aquella desgarradora y horrible oscuridad. Además, según sabía en el Laberinto los peores recuerdos que tenía la persona se repetían una y otra vez en su cabeza, hasta que la persona en cuestión perdía la cordura. ¿Sería capaz de soportar algo así? Por supuesto que no, por muy fuerte que fuese, no podría resistir aquello eternamente. Quizás... todavía estaba a tiempo de suicidarse.
Intentó buscar algo en la celda, donde la habían metido, para abrirse las venas y así acabar con su vida de una vez por todas, pero no hubo existo. En aquel pequeño cuarto blanco, sin nada a parte de un banco, no podría encontrar algo para suicidarse. Y encima no podía utilizar sus poderes de ángel, ya que se los habían sellado antes de encerrarla allí. Estaba claro que habían predicho que ella podría intentar suicidarse y de esa manera, escapar de su sentencia. Tendría que haberlo hecho cuando tuvo la oportunidad, pero ya era tarde para lamentarse.
Antes de lo esperado, la puerta se abrió y dos guardianes acababan de entrar en la celda. Se acercaron a ella y la esposaron una vez más. Zaira divisó las pistolas de luz que ambos guardianes cargaban en sus respectivos cinturones. Si tan solo pudiera coger una, su vida se acabaría allí mismo. Pero no pudo alcanzarlas.
Se vio obligada a caminar mientras recibía empujones en la espalda por parte de uno de los guardianes, para que no se detuviera. Pero no quería seguir caminando, sabía que su tiempo se acababa y obviamente, no quería ir al Laberinto. Tenía miedo, muchísimo. Sin embargo, ya no podía hacer nada, era demasiado tarde. No le quedaba otra que rendirse a su destino.
Se encontró a todos los miembros del Consejo que estaban en su juicio, alrededor de lo que parecía una especie de agujero negro, el cual era la entrada al Laberinto; tan oscura y aterradora como debía ser su interior. Curiosamente, el único que no se encontraba entre los presentes era Keigar, lo cual le sorprendió. Le hubiera gustado verlo por última vez. Porque aunque siempre estuvieran discutiendo y pareciera que se odiaran, en realidad eran buenos amigos... o lo habían sido. Keigar siempre la había ayudado cuando su padre la maltrataba. Pero, al final, el rubio, al igual que todos, la había abandonado.
No dijo nada, ni siquiera se molestó en tratar de escuchar lo que le decía Haxis o Kristoffer. No era capaz de atender a otra cosa que no fuera la entrada del Laberinto. Sus ojos no podían mirar a otro lado. Sin ni siquiera darse cuenta, sus esposas fueron retiradas y poco a poco, uno de los guardianes empezó a empujarla al agujero negro. No se resistió, pues era absurdo hacerlo. Lo único que podía hacer era temblar; todo su cuerpo estaba temblando.
«Adiós», fue lo último que pensó antes de caer dentro del agujero.
Y una vez que su cuerpo pareció chocar contra un suelo que no veía, todo se volvió oscuridad. No había ni un pequeño rastro de luz. Estaba totalmente sola... o más o menos, lo estaba. Pues podía escuchar gritos desesperados y voces desgarradoras que suplicaban por una ayuda que jamás iban a obtener. Esas eran las voces de las almas que habían sido enviadas al Laberinto durante siglos y milenios antes que ella. Se tapó los oídos con ambas manos, pero aun así era capaz de escucharlas con total nitidez y era absolutamente doloroso. Era como si penetrasen a través de ella para llegar a su alma y destruirla.
La tortura había empezado. Y ya no había forma de escapar.
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