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Los paramédicos terminaron con la revisión y pidieron reunirse con la jueza. Ingresaron a la pequeña habitación por la puerta que estaba detrás del estrado y aquellos minutos mientras deliberaban se hicieron eternos.
Federico sentía que se le revolvían las entrañas. Era imperativo para él escuchar la versión de Robert. ¿Cómo que fue un accidente? ¿Quién golpea a alguien por accidente? ¿Por qué tuvo que ser justamente él? La incertidumbre y la angustia lo hicieron sentirse descompuesto. No concebía que Robert fuera igual a su padre. No soportaba la idea de que el chico les hubiera mentido en la cara cuando él mismo lo vio llorar desconsoladamente en el funeral de su hermano. Incluso después de la muerte de Bruno, Robert estuvo allí consolándolo a él mismo y a su familia. El asesino de su hermano estuvo yendo a su casa para llorar la pérdida de su propia víctima. Era irracional.
Cuando los paramédicos y la jueza salieron de la habitación, la tensión en la sala era casi tangible. Todos hicieron silencio mientras la mujer se acomodaba en su sitio; parecía que todos habían contenido la respiración. El alcalde había comenzado a sudar, la sonrisa burlona se había borrado completamente de su rostro y en su lugar, había una mueca de disgusto. Secreteaba con sus abogados mientras hacía ademanes con ambas manos. La seguridad que había mostrado al principio se había esfumado por completo.
—Gracias a todos por esperar. Los paramédicos revisaron la condición física del señor Robert Addison y a pesar de su estado de salud, concluyeron que está capacitado para prestar declaración.
El alcalde se puso de pie para retrucar, pero uno de sus abogados lo tomó de la manga del blazer para frenarlo.
Cuando Robert ingresó a la sala y ocupó el lugar de los testigos, Federico sintió ganas de vomitar.
El abogado Saenz se puso de pie para comenzar el interrogatorio; Robert no era capaz de levantar la vista.
—Por favor, ¿podría decirnos su nombre completo?
—Mi nombre es Robert Addison.
—¿Qué relación tiene con la familia Franco?
—Yo soy —hizo una breve pausa para soltar un suspiro pesado—, era el mejor amigo de Bruno Franco desde la infancia.
—¿Puede decirnos qué fue lo que sucedió la noche en que Bruno Franco falleció?
Robert tomó una generosa bocanada de aire. Había rememorado aquella noche un millón de veces, pero verbalizarla fue mucho más complicado de lo que esperaba.
—Bruno y yo habíamos enviado solicitud a distintas universidades. Habíamos soñado durante años con vivir la experiencia de salir del pueblo y convertirnos en estudiantes universitarios, aunque íbamos a hacer carreras distintas, nuestro plan era mantenernos comunicados para contarnos todo.
>>Esa noche, dio la casualidad de que ambos recibimos la noticia de que habíamos sido aceptados. Estábamos eufóricos. La idea era salir a festejar. Bruno era un chico tranquilo; no tomaba, no fumaba y tampoco era de salir seguido a fiestas. Yo, por el contrario, era un poco más... aventurero. Mi padre me había regalado un auto para mi mayoría de edad, así que yo estaba ansioso por lucirme con él y, por supuesto, mostrárselo a mi amigo. Pero Bruno era... él era diferente. No se encandilaba con cosas lujosas o con dinero.
—Entonces salieron esa noche... —continuó el abogado.
—Yo pasé por Bruno como a las ocho de la noche. Llegamos al lugar donde estaba la fiesta y a partir de allí las cosas se salieron completamente de control. Yo quería tener mi última noche de descontrol en Sacramento antes de enfocarme de lleno en la universidad. Quería disfrutar al máximo con mi mejor amigo, porque nos íbamos a distanciar por mucho tiempo. Así que tomé, consumí algunas sustancias... Me excedí en todos los sentidos. Bruno intentó detenerme pero yo estaba fuera de control, así que discutimos. Él no quería que yo condujera porque temía que yo chocara o... —Se detuvo cuando el nudo en la garganta le quebró la voz—. Él me estaba intentando cuidarme, y yo le dije cosas terribles. Me enojé con él porque me dio un sermón y porque trató de quitarme las llaves del auto. Tampoco quiso irse conmigo así que yo me marché solo de la fiesta.
—¿Y luego qué sucedió?
—Yo iba conduciendo a oscuras. Apenas veía el camino, estaba completamente intoxicado y furioso porque Bruno siempre me trataba como a un niño. Tomé un atajo por un camino de tierra porque no quería que los policías me detuvieran, aunque sabía que por ser hijo del candidato a alcalde me iban a dejar pasar, siempre lo hacían. —Ante ese comentario, el alcalde hizo un mohín—. Pero esa noche estaba demasiado enojado, y borracho, y drogado. Estaba seguro de que, si me detenían, no me iban a dejar avanzar porque era un peligro hasta para mí mismo, así que me desvié.
>>Ese camino era el que solíamos tomar con Bruno cuando íbamos a pie. No tenía muchas luces porque estaba en reconstrucción. Lo estuvo desde que tengo memoria. Yo conducía de forma errática a ciegas, y de repente sentí un golpazo. Al principio creí que me había dado contra algo. Pero cuando encendí las luces largas lo vi.
En medio del relato, la sala se inundó con el llanto desconsolado de la madre de Bruno. La mujer se cubría la boca con una mano, donde tenía un pañuelo descartable. Había estado tratando de contenerse pero a esas alturas le fue imposible.
Robert levantó la vista para mirar a la familia Franco. Se encontró con la mirada de Federico y por un instante su mente lo traicionó y vio a Bruno sentado allí, juzgándolo, escuchando el relato de su propia muerte. Robert sacudió la cabeza y tomó un generoso sorbo de agua.
—Señor Addison, ¿está en condiciones de continuar? —preguntó la jueza.
—Sí, lo estoy —respondió de inmediato—. Mi amigo Bruno estaba tumbado en el suelo, a unos cuántos metros del auto. Yo me desvié sin darme cuenta y me acerqué demasiado al borde de la calle, por donde estaba caminando él de regreso a su casa. Yo... Lo atropellé, pero cuando bajé del auto para verlo, él aún estaba vivo. Estaba malherido, había mucha sangre a su alrededor... Lo escuché pidiéndome ayuda en voz muy baja y yo... Yo...
Antes de que él pudiera continuar, Federico se levantó de su asiento. Tenía el rostro empapado por el llanto.
—¡Maldito hijo de puta! —exclamó, con la voz quebrada—. ¿Cómo pudiste...? ¡Él era tu mejor amigo, te quería como a un hermano!
Alex lo aprisionó entre sus brazos para intentar calmarlo, pero Federico estaba demasiado alterado como para escuchar. Forcejeó con el oficial hasta que, finalmente, la angustia terminó por vencerlo. Cayó rendido en el asiento. Se ahogó en llanto mientras Alex y sus padres lo abrazaban y le susurraban palabras de aliento. Le propusieron salir de la sala mientras Robert seguía declarando, pero Federico se negó rotundamente. Necesitaba escuchar el resto de la historia. Quería saber cómo es que Robert había sido capaz de acabar con la vida de su hermano, si acaso había sentido algo de remordimiento. No creía en sus lágrimas ni en sus disculpas.
—Yo no estaba en mis cabales... —continuó Robert entre sollozos—. Me aterré, no supe qué hacer. Creí que él estaba agonizando así que yo... por Dios... —Se cubrió la cara con ambas manos—. Busqué el martillo en la cajuela de mi auto, caminé hasta donde estaba Bruno y simplemente... Lo hice. Lo golpeé hasta que no se movió más, y en ese mismo momento algo en mí me hizo reaccionar. Me vi a mí mismo con el martillo y la sangre de Bruno salpicada en mi ropa... Tuve un ataque de pánico, vomité en la calle y me tiré al suelo a llorar. Estaba desesperado.
>>Busqué un teléfono público y llamé a mi padre. Le expliqué todo lo que había pasado y él me dijo que no me moviera de allí, que no tocara nada. Él y el sargento Ruiz tardaron muy poco en llegar a la escena. Mi padre me sacó de allí y el sargento hizo algunas llamadas. Enganchó mi auto a su patrullero y lo hizo desaparecer. Cuando llegué a mi casa, mi padre me dio unas pastillas para dormir. Él me las puso en la boca así que no sé cuántas fueron, solo sé que me dormí toda esa noche y todo el día siguiente. Cuando desperté, lo primero que hice fue preguntarle a mi padre por Bruno. Me dijo que estaba todo solucionado. Yo había escondido el martillo en la mochila que llevaba puesta ese día. Mi padre nunca supo que yo lo conservé. Lo envolví en bolsas de plástico, le puse cinta y lo oculté en el fondo de mi armario. Nadie más que yo sabía que estaba allí.
—¿Qué sucedió después de eso?
—Me fui a la universidad. Le pregunté a mi padre varias veces sobre esa noche, porque nunca supe lo que sucedió después de que me sacaron de allí. Mi padre nunca quiso decirme nada, pero cuando regresé al pueblo, supe por algunos contactos que mi auto terminó en un desguazadero a las afueras de Sacramento y que el caso se había cerrado. Dijeron que un conductor ebrio lo chocó y se dio a la fuga. Plantaron otro auto y simularon el choque haciéndole golpes y abolladuras. Básicamente, montaron una escena del crimen falsa para encubrir lo que yo había hecho.
—¿Por qué conservó el martillo? —preguntó Saenz.
—Para no olvidar que por mi culpa mi mejor amigo estaba muerto.
—¿Fue un trofeo?
—¡Objeción, señoría!
—No —respondió Robert, ignorando al abogado de su padre—. Fue un recordatorio. Un castigo para mí mismo.
El abogado asintió.
—Señor Addison, ¿conoce usted al doctor Manuel Alonso?
—Sí, señor.
—¿Tiene conocimiento del incidente que vivió el doctor hace poco?
—¿Incidente? —Robert soltó una risa burlona—. Mi padre lo mandó a matar porque él fue quien descubrió el acta falsificada de Bruno. Tenía acceso a mucha información y se la estaba entregando a la policía. Mi padre busca acabar con todos los que se crucen en su camino, eso me incluye a mí.
—¡Objeción! ¡Esas son acusaciones sin fundamentos, su señoría!
—Coincide con el testimonio del doctor Alonso y con las pruebas presentadas, señora jueza —alegó el abogado Saenz.
—Seguramente se confabularon para actuar en contra de mi cliente —atacó uno de los abogados del alcalde.
—Yo no tengo nada que ver con ellos —intervino Robert—. Solo estoy diciendo la verdad.
—¡Silencio!
El martillo resonó en la sala. Todos los presentes obedecieron la orden de la jueza para evitar una sanción, o la desestimación del testimonio de Robert. El abogado Saenz todavía tenía muchas preguntas, pero estimó que no era conveniente seguir presionando a su testigo principal.
—No más preguntas —concluyó.
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