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Tenía todo el cuerpo entumecido debido a los golpes. Le costaba respirar por las costillas rotas.

Entreabrió los ojos y miró a su alrededor. Reconoció ese lugar de inmediato: era la oficina de su padre.

Las puertas y ventanas estaban cerradas, no escuchaba absolutamente nada a su alrededor.

Se levantó con dificultad y comenzó a toser cuando el dolor lo atacó de nuevo. Tenía la boca seca y un hambre atroz. No sabía ni siquiera cuánto tiempo llevaba encerrado ahí dentro.

Caminó con lentitud hasta la puerta y movió el pestillo varias veces para intentar abrirla. Sabía perfectamente lo que su padre estaba tramando; había enviado a sus matones a vigilarlo para impedir que confesara lo que había hecho, pero su decisión estaba tomada.

Al parecer, su padre tampoco tenía las agallas para matar a su propio hijo, pero cuando Robert lograra salir de allí y llevara a cabo su plan, probablemente desearía haberlo hecho.

Tomó una de las estatuillas de bronce que su padre tenía sobre el escritorio y se arrastró nuevamente hacia la puerta. Apoyó uno de los hombros en el marco y con las fuerzas que le quedaban, levantó la estatuilla y golpeó el pestillo con todas sus fuerzas.

Sería libre.

De aquella habitación oscura, de las garras de su padre y de su propia conciencia.

Incluso si la libertad significaba pasar el resto de su vida en la cárcel, Robert sería libre si lograba que su padre pagara por todos sus pecados.

. . .

Los padres de Federico pasaron a declarar de a uno. Primero la madre, que trató de mantenerse estoica a pesar de las preguntas crueles de los abogados de Addison, luego el padre, que acabó rompiendo en llanto y con un ataque de nervios antes de terminar con el interrogatorio.

Estaban logrando lo que habían planificado: querían debilitarlos a nivel emocional para que se rindieran, y luego presentar pruebas falsas que dejaran al alcalde libre de cualquier crimen. Los abogados habían planificado las preguntas de manera estratégica para lograr su objetivo y hasta el momento, habían obtenido un poco de ventaja.

La jueza marcó un receso de quince minutos mientras el padre de Federico se calmaba.

Al regresar, los abogados de Addison estaban listos para arremeter contra sus oponentes, pero entonces, ocurrió lo inesperado.

Las puertas de la sala se abrieron de par en par. El hombre ingresó en ella con dificultad, ya que apenas podía mantenerse parado.

—Soy... Soy Robert Addison. Hijo del alcalde, Trevor Addison. Vengo a prestar declaración.

—¿Robert...? ¿qué demonios haces aquí? —preguntó el alcalde.

Tanto él como sus dos abogados se pusieron de pie. Addison le lanzó una mirada furibunda a uno de sus hombres que estaba sentado en la parte de atrás de la sala, fingiendo ser un espectador más del juicio. El hombre, corpulento y de apariencia intimidante, captó la señal de inmediato y se levantó para atajar a Robert antes de que siguiera avanzando. Lo tomó por el antebrazo al disimulo para no despertar sospechas, pero en cuanto Robert sintió el agarre comenzó a mover el brazo para tratar de zafarse.

—¡Suéltame! No me van a poder parar esta vez.

—Su señoría —intervino uno de los abogados—. El señor Robert Addison no está en condiciones de testificar. Está severamente lastimado debido a que sufrió un asalto hace unos días...

—¡Eso es mentira! —exclamó Robert—. Los hombres de mi padre me golpearon hasta dejarme casi muerto. Me encerraron en una de sus oficinas pero me escapé y vine a declarar... Por favor...

—Señor Addison, ¿está usted en condiciones de prestar declaración? —preguntó la jueza.

—Yo estoy... Estoy en condiciones. Tengo... —se quitó la mochila que llevaba colgada de un hombro y de ella sacó un objeto envuelto en una bolsa de residuo negra, que a su vez, estaba enrollada con cinta adhesiva. Buscó con la mirada a la familia Franco y cuando logró visualizar al abogado, le entregó el objeto—. Esa es el arma homicida. Yo maté a Bruno Franco, yo lo maté y mi padre me encubrió y mandó a falsificar su acta de defunción. También mandó mi auto al desguazadero. Yo... Lo atropellé. Fue un accidente, pero luego...

Federico se puso de pie. Estaba tan conmocionado que las palabras se habían atorado en su garganta. Tenía el estómago apretado.

—Robert, ¿qué dices...?

—Lo siento, Fede. Lo siento muchísimo. Yo no quise matarlo, fue un accidente, te lo juro... Fue un terrible accidente, yo solo...

—Robert, cierra la boca, ¡estás diciendo incoherencias! —gritó Trevor—. Que alguien se lo lleve, por favor. ¡Está claro que no está en su sano juicio!

Entonces, el abogado Saenz se puso de pie.

—Su señoría, solicito que se tome en cuenta la evidencia presentada y el testimonio del señor Robert Addison.

—¡De ninguna manera! —vociferó el alcalde—. Mi hijo necesita descansar, ¡no está en condiciones de exponerse a algo como esto!

La jueza golpeó el martillo varias veces cuando el jurado comenzó a murmurar.

—¡Hagan silencio! Necesito que los paramédicos evalúen la condición médica del testigo. Si está en condiciones de declarar, que suba al estrado. En cuanto a la supuesta arma homicida, que llamen a los técnicos forenses para que la analicen de inmediato.

Los paramédicos de la sala se acercaron a Robert para asistirlo. Se lo llevaron a otra habitación para revisarlo sin que el alcalde pudiera objetar. Addison tenía más que claro que, aunque la presencia de Robert fuera una terrible amenaza, seguir alegando comenzaría a levantar sospechas.

Mientras tanto, la familia Franco todavía estaba intentando asimilar todo lo que había pasado. Se les hacía casi imposible creer que Robert, a quien consideraron un miembro más de la familia, haya sido el responsable por la muerte de Bruno. Querían creer que era un error, un malentendido o que tal vez Robert había sido una víctima más de la manipulación del alcalde, pero a medida que los minutos pasaban, aquella incertidumbre comenzó a hacerse más y más latente, y las preguntas comenzaron a surgir. 

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