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Se sentía aletargado, aturdido, adormecido.
El juicio ya llevaba varios días. Los testigos seguían pasando uno a uno, los interrogatorios, los contrainterrogatorios, los expertos que analizaban las pruebas, los recuerdos...
Deseaba con todas sus fuerzas que todo aquello no hubiese pasado nunca. Haber crecido junto a su hermano y ser testigo del gran hombre en el que se hubiera convertido si no le hubiesen arrebatado la vida.
Deseaba hablar con él, escuchar su voz, su risa, verlo una vez más.
Quería sacarse aquel recuerdo amargo de la cabeza, pero no conseguía mantenerse en el presente. Su mente viajaba hacia el pasado una y otra, y otra vez.
Estaba realmente cansado. Y triste. Muy triste.
Tenía guardada una foto carnet de Bruno en su billetera, que miraba de vez en cuando, cada vez que necesitaba un poco de consuelo. La mayoría de las veces lo ayudaba, pero esa mañana, las lágrimas comenzaron a brotar a borbotones sin que él pudiera contenerlas.
Entonces ahí estaba. El abrazo cálido de Alex, de sus padres, que también estaban reviviendo aquel terrible momento que marcó sus vidas. Cada uno de ellos llevaba a cabo su propia batalla interna. Lidiaban con los demonios de la tristeza a su manera, como podían, pero juntos, siempre juntos.
Una taza de café más, un abrazo grupal y a seguir peleando.
El abogado de la familia Franco llamó a uno de los empleados de Addison. Un hombre de aproximadamente unos cuarenta y cinco años, que se veía tremendamente nervioso.
—¿Podría por favor decirle al jurado su nombre completo y su relación con el alcalde Trevor Addison?
—Mi nombre es Nicolas Rodríguez— dijo, tartamudeando—. Soy uno de los asistentes en el Ayuntamiento.
—¿Desde cuándo trabaja usted en el Ayuntamiento?
—He trabajado allí durante los últimos diez años.
—En estos diez años, ¿ha tenido usted una relación profesional cercana con el alcalde Addison?
—He trabajado en varios proyectos bajo su dirección.
—¿Podría describir la naturaleza de estos proyectos?
El hombre comenzó a sudar profusamente. Sacó un pañuelo del bolsillo de su camisa a cuadros y se secó con él la frente y las mejillas.
—Principalmente proyectos de desarrollo comunitario y algunos aspectos administrativos.
—Hablemos de la noche de la muerte de Bruno Franco. ¿Dónde se encontraba usted esa noche?
El hombre titubeó.
—Estaba en mi casa.
—¿Está seguro de eso? Tenemos información que sugiere que usted estaba en las oficinas del Ayuntamiento con el alcalde Addison. ¿Puede explicarlo?
Nicolas hizo una breve pausa. Tragó saliva, tomó un sorbo de agua y continuó.
—Sí, ahora que lo menciona, creo que sí estaba en el Ayuntamiento esa noche.
— ¿puede decirnos qué hacía allí tan tarde?
—Estábamos... Trabajando en algunos documentos urgentes.
—¿Puede especificar qué tipo de documentos?
—No... No lo recuerdo...
—Muy bien. Ahora hablemos del caso de Bruno Franco. ¿Tenía usted conocimiento de ese caso?
—Escuché algo sobre eso, en el pueblo se dicen muchas cosas...
—Entre esas cosas, ¿alguna vez escuchó algo sobre la implicación del alcalde Addison en el homicidio?
—No, nunca.
El abogado lanzaba una pregunta tras otra, sin titubear.
—Señor Rodríguez, ¿es consciente de que encubrir un crimen es un delito grave?
—¡Objeción! —intervino uno de los abogados del alcalde.
—No ha lugar, responda.
El abogado chasqueó la lengua, molesto.
—Sí, sí lo sé. Claro que lo sé.
—Una última pregunta antes de terminar: alguna vez el alcalde Addison le pidió que hiciera algo que considerara éticamente cuestionable?
El hombre hizo una pausa prolongada antes de contestar. Sus ojos se pasearon por toda la sala hasta encontrarse con los de Addison, que lo miraba como un león mira a su presa antes de acabar con ella.
—No... —tartamudeó—. No.
—Muy bien, no más preguntas. Gracias.
Luego de aquel feroz interrogatorio, el hombre se bajó del estrado con la presión por los suelos. Antes de que los abogados y el mismísimo alcalde le recriminaran por sus respuestas erráticas y carentes de credibilidad, el hombre se desmayó.
Nicolás Rodriguez no era nadie relevante para Trevor Addison. Solo era uno de los tantos empleados que más de una vez fue coaccionado para modificar documentos y malversar los fondos del pueblo. Prestó aquella declaración bajo amenaza, a sabiendas de que era un pésimo mentiroso, así que al final, la presión de estar bajo el ojo de quien podría hacerlo añicos en un segundo, hizo que su cuerpo actuara en su propia defensa.
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