33

El manto gris oscuro había cubierto todo el cielo cuando el mediodía besó Sacramento.

Federico esperaba que la tormenta se aguantara un poco más, pero la lluvia intensa comenzó justo cuando sus padres lo llamaron para avisarle que estaban en camino.

No les había dicho lo del ataque; ni siquiera les había contado detalles sobre todo lo que había pasado con el caso de su hermano. No es que haya tenido la intención de romper su promesa, solo quería verlos en persona y poder estar allí para contenerlos si era necesario.

Alex propuso que se quedaran en su casa mientras se celebraba el juicio, pero Federico conocía lo suficiente a sus padres como para saber su opinión al respecto. Todavía no sabían que él y el oficial tenían una relación; eso era otro detalle que quería contarles en persona, porque, lógicamente, cuando supieron que él estaba viviendo con Alex, las preguntas surgieron de inmediato.

—Ya les reservé el cuarto de hotel. Es una habitación amplia, así que van a estar bien. Además está cerca de aquí —comentó Federico mientras tomaba un sorbo de café, parado frente a la ventana.

—¿No hicieron ninguna pregunta? —consultó Alex.

—Claro que sí. Hicieron cientos, pero me voy a tomar el tiempo de contestarlas todas cuando lleguen. No planeo ocultarles nada.

—¿Nada de nada?

Federico se giró para quedar frente a frente con Alex. Ambos se miraron durante unos momentos, luego, Federico prosiguió.

—Nada de nada. Tú estás incluído en ese paquete.

—Bueno... —El oficial tragó saliva—. ¿Qué opinan tus padres al respecto? Quiero decir... Ya sabes...

—No tengo idea. Mi hermano era heterosexual. Demasiado heterosexual diría yo. Y yo nunca tuve interés por un hombre antes de ti, así que sé tanto como tú. De todas maneras, no planeo justificar mis decisiones, solo se los voy a contar porque me preguntaron qué hago viviendo en tu casa.

—Podrías decirles que somos amigos.

—Pero eso sería una mentira —repuso Federico—. Yo no le miento a mis padres. Fuimos amigos, pero ahora mismo creo que tú y yo somos mucho más que eso. ¿O me equivoco?

Alex sonrió.

—No, no te equivocas —aseguró—. Me parece genial que quieras decírselo a tus padres y que tengan esa confianza. Yo aunque quisiera no puedo hacer lo mismo con los míos. Ellos son... Muy religiosos y conservadores. Siempre quisieron que yo fuera a la iglesia, que me casara con una buena chica y disfrutar de sus nietos antes de morir. Lamentablemente yo nunca pude darles nada de eso. Lo intenté un par de veces pero... No me siento como yo mismo. No es que quiera mentirles, yo solo...

—No les estás mintiendo —interrumpió Federico—. Solo los estás cuidando y estás respetando sus creencias. No siempre se trata de salir al mundo a gritar tus preferencias. A veces no es tan sencillo. Hay personas que tienen otra crianza, otros pensamientos y no creo que sea correcto atropellarlos. Creo que estás siendo reservado por ellos, eso está bien, porque no dejas de vivir tu vida.

—Yo no me avergüenzo de quien soy. No me avergüenzo de ti, quiero que lo sepas. Me encanta que nos hayamos reencontrado, que tengamos química y... Esto que tenemos... Esto me encanta. No tengo problemas en cenar con tus padres luego de que les digas.

—Oh, no va a ser necesario que sea luego. Tú vas a venir conmigo.

Federico lanzó una carcajada al ver la cara de espanto que puso el oficial.

—¿Qué...? Pero... Creí que tú ibas a hablar con ellos primero. A solas.

—Al principio pensé en hacerlo, pero luego me di cuenta de que no estoy en esto solo así que voy a llevar a mi caballero uniformado conmigo. Por cierto, lleva puesto el uniforme, eso siempre da buena impresión.

Alex soltó una risa nerviosa. No sabía bien si el asunto del uniforme era una broma, pero de lo que sí estaba seguro, era que Federico lo llevaría a conocer a sus padres. Eso sí era real, tan real que daba miedo.

. . .

Las gotas de lluvia helada caían sobre su cabeza y sus hombros.

La decisión de llegar hasta allí no fue nada fácil para él; le costó horas de reflexión dentro de su auto, y durante ese tiempo, los recuerdos regresaron a su mente para atormentarlo. Todavía era capaz de sentir ese nudo en el pecho y esa angustia que parecía querer destrozarlo por dentro. Recordaba a su amigo tumbado en el suelo y a él mismo con el martillo que acabó con su vida, el cual todavía conservaba, muy bien guardado en un rincón dentro del clóset de su apartamento. Al principio, el conservarlo solo fue una medida de protección, pero con los años se convirtió en un recordatorio de lo que había hecho, no solo para no olvidar, sino para seguir arrepintiéndose cada día por haber destrozado la vida de un chico y la de toda su familia.

Lo cierto era que no tenía idea de cómo enfrentaría a Federico. Él realmente quería a ese chico, lo quería tanto como un hermano, y la sola idea de confesarle aquel acto tan atroz le rompía el corazón. Pero Robert comprendió que ya se había protegido a sí mismo lo suficiente; ahora era necesario que se dejara de lado para decir la verdad, porque tampoco estaba seguro de poder seguir soportando el peso de aquella enorme mentira.

También era consciente de que su padre iba a salir perjudicado. Pero también sabía la clase de persona que era. Sabía que abusaba de su puesto, que robaba dinero de los fondos del pueblo, que cometía muchos delitos y que no le importaba en absoluto ayudar y proteger a la gente. Lo único que su padre quería era estar en lo alto. Gozar de los beneficios mientras otros hacían el trabajo sucio. Era doloroso para él admitir que su padre era un ser despreciable que solo lo había utilizado como un peón en su juego de poder. Pero lo peor de eso era que él había caído en aquel juego porque creía que esa era la única manera de salir ileso. Pero aquella tarde, mientras discutía con su padre, entendió que no se puede salir ileso cuando cometes un crimen, porque tarde o temprano, la verdad siempre termina saliendo a la luz.

Caminó un paso, luego otro. Sus pies se movían casi por inercia. No sabía ni por dónde empezar, solo diría lo que saliera de su boca en cuatro tuviera a Federico de frente. Llegó hasta el portón de su casa pero antes de que pudiera notar que las luces estaban apagadas, alguien lo tomó por la espalda y le colocó algo en la cabeza. Sintió varios golpes pero hubo uno, el último antes de desmayarse, lo dejó sin aliento. 

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