26

Condujo hasta el hospital en cuanto se enteró de que su amigo finalmente había despertado. Los días se hicieron eternos y la culpa lo carcomía por dentro; él lo había metido en todo ese asunto, jamás imaginó que alguien fuera capaz de hacerle algo así.

Cuando ingresó a la habitación, Manuel estaba despierto. Las enfermeras lo estaban revisando, él parecía perdido en sus pensamientos.

—Manu...

Pronunció su nombre con la voz temblorosa. Estaba haciendo un esfuerzo enorme para no romper en llanto delante de su amigo.

Manuel esbozó una sonrisa en cuanto lo vio.

—Alex... Sabía que ibas a encontrarme.

Las enfermeras se retiraron y Alex ocupó el asiento del acompañante.

—Te ves terrible, amigo. Pensamos que te ibas a morir.

—Por favor... Soy un hueso duro de roer.

Ambos sonrieron.

—Manu, sé que apenas estás despertando, pero necesito hacerte algunas preguntas sobre lo que pasó.

—Lo vi —interrumpió Manuel—. Eran varios, pero vi a uno de ellos. Era uno de los matones del alcalde. Fue el que me secuestró y me llevó hasta ese lugar. Los demás estaban esperándolo allí.

Manuel disparaba las palabras como si no quisiera olvidar ni un solo detalle. Había estado esperando a Alex para decirle todo lo que recordaba del ataque. No pensaba hablar con nadie más; su amigo era el único en quien confiaba.

—Si te enseño fotos, ¿crees que podrías reconocerlo?

—Por supuesto que sí. Estuve guardando su maldita cara en mi memoria. Esos desgraciados tendrían que haberme dado un tiro si querían silenciarme.

—Gracias al cielo no lo hicieron, Manu —contestó Alex—.Voy a conseguir las imágenes de las cámaras de vigilancia de la comisaría y del hospital. Quiero que sepas que tu trabajo no fue en vano. Logramos que se reabriera el caso y las pruebas ya están en manos del fiscal.

—Vaya... Eso es genial. Si puedo levantarme para el juicio, ahí estaré.

Entonces, Alex estiró su mano para estrechar la de su amigo.

—Concéntrate en recuperarte. Tus amigos de la morgue deben sentirse bastante solos sin ti.

Manuel soltó una carcajada, pero la sacudida le hizo doler todo el cuerpo.

—Mira, mejor lárgate. Vas a terminar de matarme.

—Regresaré a visitarte muy pronto. Voy a ver si puedo pasar algunas golosinas para darte.

. . .

—Todo esto es por tu culpa, quiero que lo sepas.

El hombre lo señalaba con su dedo regordete. Tenía las mejillas coloradas debido al enojo. Ni la taza de café, ni los cigarrillos que se había fumado consiguieron calmarlo.

Mientras tanto, el muchacho frente a él se mostraba esquivo. No miraba a los ojos al hombre que lo acusaba, tampoco se atrevía abrir la boca para retrucar absolutamente nada de lo que decía.

La relación con él siempre había sido de la misma manera. Cuando era más joven solía creer que su padre hacía las cosas para protegerlo, pero a medida que fue pasando el tiempo, se dio cuenta de que, en realidad, lo que hacía era protegerse a sí mismo. Su reputación como alcalde era todo lo que tenía. Con el tiempo entendió que su puesto era incluso más importante que su propia familia. Él era capaz de hacer cualquier cosa para sostener esa imagen de hombre bonachón que le mostraba a todo el mundo.

—Si todo esto sale a la luz y lo descubren —continuó el hombre—, no voy a ser el único que se hunda. Tú te vas a hundir conmigo. ¿Eres consciente de eso?

—Sí —contestó con la voz trémula.

—Entonces ayúdame. Trata de persuadir a ese chico para que deje las cosas por la paz. Invéntate algo, tú eres bueno para eso.

—¿Y qué se supone que le voy a decir? No creo que pueda evitar nada, era su hermano.

—El que tú mataste —sentenció el hombre.

Se hizo un silencio incómodo en la habitación. Robert le dedicó una mirada furibunda a su padre, que rápidamente desvió para evitar más confrontaciones.

Aquella noche fue el inicio de un completo infierno.

Le costó mucho trabajo asumir que aquel fatídico accidente, y lo que sucedió después, no fue más que el resultado de su propia irresponsabilidad.

En ese entonces, Robert creía que se comía el mundo, y cuando la solicitud para entrar a una buena universidad fue aceptada, su sueño de salir de Sacramento finalmente se había concretado.

Para su cumpleaños número dieciocho su padre le regaló un auto. Era un convertible impresionante que Robert estaba ansioso por estrenar. En el pueblo las leyes de tránsito nunca se tomaron muy en serio, y más cuando quien estaba frente al volante era nada más y nada menos que el hijo de quien en ese entonces era el candidato a alcalde. Los inspectores de tránsito simplemente lo dejaban pasar; poco les importaba que tuviera licencia de conducir o que estuviera sobrio.

Luego de recibir la carta de la universidad, quiso festejar a lo grande. Invitó a sus amigos más cercanos, incluyendo a Bruno, quien era casi como su hermano adoptivo. Casualmente, a Bruno también lo habían aceptado en la universidad, así que el festejo iba a ser doble. El problema con Bruno era que, a diferencia de Robert, él sí era muy apegado a las reglas. No aceptaba que su amigo condujera después de haber pasado toda la noche tomando, así que discutieron. Robert insistía en conducir, Bruno intentó por todos los medios evitarlo. La discusión escaló a tal punto de que acabaron yéndose a los golpes, y cuando el resto del grupo intentó calmar las aguas, Bruno tomó la decisión de marcharse por su cuenta.

Robert recuerda el momento en el que se subió al auto, con el calor de la pelea reciente a flor de piel. Condujo sin cuidado, con prisa, pero la peor decisión que tomó después de manejar estando ebrio, fue tomar el camino más corto, que tenía pocas luces y una calle carente de pavimento.

Iba apretando el volante, rabiando, maldiciendo a su amigo por ser tan mojigato y por arruinar la que podría haber sido una noche inolvidable. Entonces, vio una silueta frente a él y luego sintió el golpazo. Las luces alumbraron el cuerpo que cayó con violencia al suelo y rodó varios metros. Robert se bajó del auto con prisa, aún mareado por la cantidad de sustancias, y su corazón casi se detuvo al comprobar que, la persona que había atropellado, no era nada más y nada menos que su amigo Bruno.

El muchacho estaba tirado en el suelo, en un charco de sangre, con el cuerpo repleto de heridas. Respiraba con dificultad y se quejaba, pedía ayuda en voz muy baja. Robert se desesperó. No tenía idea del estado en el que se encontraba su amigo, pero él interpretó, por el golpe que había recibido, que estaba agonizando. No pensó demasiado en lo que iba a hacer a continuación. Regresó a su auto, buscó en el baúl un martillo entre sus herramientas y volvió a pararse frente a Bruno.

No pensó, solo actuó.

Un golpe seco, certero, fue el que acabó con la vida de Bruno. La sangre empezó a brotar a borbotones de la herida de su cabeza, y en ese momento, Robert cayó en cuenta de que acababa de asesinar a su mejor amigo.

Desesperado, lo primero que atinó a hacer fue llamar a su padre.

Entre llantos le explicó lo que había pasado y en menos de una hora, el hombre se apersonó junto con quien en ese momento era el sargento de la jefatura de Sacramento, íntimo amigo de la familia Addison.

Mientras Robert lloraba desconsolado, su padre y el Sargento Ruiz arreglaron toda la situación para que pareciera un accidente. Hicieron que un par de empleados se llevaran el auto de Robert y como no hubo ningún testigo ocular, el reporte final fue que Bruno Franco había sido atropellado y abandonado en la escena.

Robert no supo nada de esto hasta un tiempo después. Su padre solo le decía que no hablara sobre el tema, que el asunto ya estaba solucionado, que se olvidara de todo. Con esa información Robert se marchó a la universidad, creyendo que el cambio de aires haría que olvidara todo lo que había pasado, pero la realidad fue que no pasó un solo día sin que no pensara en su amigo.

Lo veía incluso durante la noche, mientras dormitaba, porque no podía caer en un sueño profundo. Regresaba a ese momento y sentía de nuevo el golpe seco, luego veía a Bruno tirado a varios metros de su auto.

Estaba arrepentido, por supuesto que sí. Él había conseguido terminar sus estudios y por la misma culpa fue que regresó a Sacramento, porque no soportaba pensar que Bruno también debería haber ido a la universidad y hacer su vida. Vida que él le arrebató por actuar con inconsciencia e influenciado por el alcohol.

No era capaz de pararse frente a Federico y admitir que él era el culpable por la muerte de su hermano. No quería admitirlo, pero era un cobarde que se había acomodado bajo el ala de un padre que utilizaba su poder y su influencia para cubrir todos sus errores, incluso un delito. Pero ahora, las consecuencias de sus actos le estaban pasando factura, y él sabía que era cuestión de tiempo antes de que se descubriera toda la verdad. 

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