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Tenía la sensación de que le estaban aplastando el pecho. La angustia se lo tragó por completo cuando llegó al camino de palmeras que lo conducía a Sacramento.

Pensó que el tiempo lo había ayudado a sanar las heridas, pero regresar a aquel lugar solo hizo que todas sus vivencias regresaran para atormentarlo con más fuerza que nunca.

Conocía a la perfección el camino, así que solo condujo casi por inercia hasta la que fue su casa de infancia.

El pasto estaba tan crecido que sobresalía por el cerco y prácticamente cubría la entrada. Federico tuvo la sensación de que estaba a punto de meterse en una casa embrujada.

Encendió la linterna de su celular y alumbró el camino hacia el portal. Uno de los vidrios de la ventana de la puerta estaba roto, algo que llamó inmediatamente la atención de Federico. Metió la llave dentro de la cerradura y la giró con dificultad. La puerta se quejó cuando Federico la empujó para deslizarse dentro.

Tenía esa extraña sensación en el estómago. Una voz en su cabeza que no paraba de repetirle que estaba en peligro.

Entonces, escuchó un ruido proveniente de la cocina.

Federico miró a los lados para ver si lograba encontrar algo con lo que defenderse en caso de que fuera necesario. Junto a la estufa, su padre había dejado un atizador, así que tomó eso con una mano y, con la linterna del celular alumbrando al frente, caminó de forma sigilosa por la casa.

Escuchó un murmullo, luego algunos pasos, y luego, la linterna de su teléfono alcanzó a alumbrar el rostro de un hombre regordete. Luego de eso, sintió un golpe seco en la cabeza y acabó en el suelo.

. . .

Oye, ¿estás bien?

Escuchaba una voz masculina desde lejos. Era como si alguien le estuviera susurrando al oído.

—Abre los ojos, eso es. ¿Cómo te sientes? ¿Estás mareado o algo?

—Me... Me duele la cabeza...

Intentó tocarse a frente con la punta de los dedos, pero en ese momento, el muchacho lo detuvo.

—Oh, no, yo que tú no haría eso. Tienes un par de puntos recién hechos.

—¿Dónde estoy?

—En el hospital de Sacramento. Te encontramos en la casa abandonada después de que los vecinos nos llamaran porque vieron un auto que no reconocieron estacionado afuera. ¿Qué estabas haciendo ahí?

—Esa es mi casa —respondió Federico, un poco aturdido—. Por lo que veo, la gente de aquí no ha cambiado en nada, pero supongo que esta vez podría agradecerles.

—¿Tienes manera de comprobar que eres el dueño de esa casa? Lleva un buen tiempo abandonada.

—Tengo los títulos de propiedad en mi auto. La casa está a nombre de mis padres, me pidieron que viniera a ver en qué estado estaba porque tenemos intención de venderla.

—O sea que tú eres...

—Federico Franco —contestó, antes de que el oficial terminara de hablar—. Mi billetera con mi documento de identidad está en mi bolsillo, por si quieres comprobarlo. Tengo las llaves de la casa, quedaron puestas en la cerradura.

—Está bien, no hace falta. Ya lo comprobé. —El policía le sonrió, pero Federico no estaba muy animado como para devolverle el gesto—. Federico, ¿viste quién te atacó?

—Al fin llegamos a la parte interesante —dijo Federico—. Era un tipo regordete, un poco más bajo que yo, con el pelo enmarañado y cara de demente.

El policía asintió mientras anotaba la descripción en una libreta.

—Una descripción bastante... curiosa, por decirlo de algún modo. Si el pueblo no fuera pequeño, probablemente habría varias personas con esas características, pero creo que sé de quién hablas. Es el loco Joe.

—¿El loco Joe? Qué buen sobrenombre —dijo, en tono sarcástico—. Conozco a un solo Joe, no sé si se volvió loco desde que yo me fui del pueblo, aunque no me sorprendería.

—Posiblemente hablemos de la misma persona —respondió el oficial—. La gente dice que se metió en las drogas y se volvió loco, pero en mi opinión, de loco no tiene un pelo. Probablemente se metió a tu casa para ver si podía llevarse algo de valor. Si te sientes mejor, deberíamos regresar a la casa para ver si falta algo.

—Mi teléfono —contestó Federico—. Se me cayó cuando me golpeó, pero no sé si se lo llevó o quedó tirado en el suelo.

—No encontramos ningún teléfono cuando revisamos la casa, así que probablemente se lo llevó. —Al ver que Federico chasqueaba la lengua, el oficial continuó hablando para tratar de calmarlo—. Pero no te preocupes, sabemos dónde encontrarlo. No va a llegar muy lejos.

Cuando los médicos le dieron el alta, los oficiales llevaron a Federico de vuelta a la casa.

Su auto estaba intacto; la mochila con sus pertenencias y los documentos de la casa estaban allí. Aparentemente, el agresor solo se había llevado consigo el teléfono y las llaves.

—¿Vas a quedarte aquí esta noche? —preguntó el oficial.

—No es que pueda irme muy lejos. Sin mi teléfono estoy incomunicado. Tengo todas las cosas del trabajo allí. Lo necesito.

—Está bien. Voy a pedir que una patrulla se de una vuelta por la cuadra y si tengo novedades vendré a avisarte.

—Gracias —respondió Federico—. Por cierto... Las llaves no me importan tanto porque, de todas maneras, pienso cambiar la cerradura, pero tiene un colgante que es importante, así que, si lo encuentras, por favor, tráemelo. Es un trébol de cuatro hojas tejido.

El oficial asintió y volvió a enseñarle una sonrisa.

—Yo me encargo.

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