11

El aroma a petricor inundó sus fosas nasales cuando abrió la ventana esa mañana. La lluvia con tierra mojada se mezcló con el olor a café recién hecho. Desde que había llegado, era la primera vez que Federico se sentía tan tranquilo.

Se apoyó en el marco de la ventana mientras bebía de a sorbos su taza de café. Revisaba sus correos en su teléfono con la mano que tenía libre, cuando recibió un mensaje de whatsapp de Robert:

"¡Buenos días! ¿vas a estar en tu casa dentro de una hora?"

"Voy a estar aquí todo el día. Hoy no tengo nada que hacer..."

Escribió el mensaje con una sola mano y lo envió. Robert no volvió a contestar, pero, al cabo de un rato, apareció en la puerta de su casa, con dos bolsas de papel.

—Supuse que no ibas a tener ganas de cocinar, así que te traje comida.

Federico sonrió. Aquel gesto le trajo un poco de nostalgia; Robert solía hacer eso con su hermano Bruno, y a veces, también traía algunos dulces para él.

Almorzaron juntos y conversaron un rato largo durante la sobremesa.

Federico llevaba unos cuantos días preguntándose si era prudente comentarle a Robert lo que había descubierto sobre el caso de su hermano; sabía que el muchacho era alguien confiable, él era parte de su familia.

—Hay algo que he querido comentarte desde que nos reencontramos —comenzó Federico, rascándose la nuca—. La verdad no sé ni por dónde empezar... Es algo relacionado con Bruno.

Robert arrugó el entrecejo, pensativo. Cruzó ambos brazos sobre la mesa, indicando que estaba prestando total atención.

—Hay un motivo por el cual decidí quedarme más tiempo en Sacramento —guardó silencio durante unos instantes, como si estuviera buscando las palabras adecuadas dentro de su cabeza—. Tal vez va a sonarte a una locura, pero creo que la muerte de Bruno no fue solo un accidente.

—¿A qué te refieres? —preguntó Robert.

—Verás... una noche estaba sacando la basura y la mujer esta, a la que le dicen "la bruja de Sacramento", me paró en medio de la calle para decirme que a Bruno lo habían matado y que habían montado la escena para hacerla parecer un accidente.

—Pero Fede, sabemos que esa señora no está bien de la cabeza.

—Lo sé, lo sé. Por eso mismo decidí investigar y encontré algo...

Federico se levantó para buscar los documentos. Regresó con un sobre de papel que contenía la copia de los archivos que le había traído Alex.

Robert comenzó a revisar los papeles uno por uno, con el horror dibujado en su rostro. Desvió la mirada con pesar cuando aparecieron las fotos de su mejor amigo.

—¿Dónde conseguiste estos archivos?

—Digamos que tengo mis contactos.

—Fede... Esto es gravísimo. Durante todos estos años estuvimos creyendo que Bruno murió en un accidente, y ahora...

—Exacto. Eso mismo fue lo que pensé. Por eso decidí quedarme. También escuché rumores... La gente anduvo diciendo que todo este montaje fue para encubrir al verdadero asesino de mi hermano.

—Sí... Escuché algo de eso hace unos años. La verdad no sé qué decir. Si hay algo en lo que pueda ayudar, solo dime.

—Por el momento tengo todo bajo control —respondió Federico—. Solo quería que lo supieras porque tú eras muy importante para mi hermano, mereces saber la verdad tanto como nosotros.

—Gracias —respondió Robert, con una media sonrisa—. ¿Alguien más sabe sobre esto?

—Solo nosotros —aseguró Federico.

—Bien. Mantengámoslo así para evitar que la gente comience a inventar tonterías de nuevo. Creo que lo más prudente es mantener un perfil bajo hasta tener algo más grande. Si estos papeles dicen la verdad, estamos hablando de un asesinato. Eso es mucho más de lo que este pueblo puede manejar.

—Sí, lo sé. Por lo mismo lo he mantenido en absoluta reserva.

La conversación continuó hasta entradas las siete de la tarde. Cuando Robert se marchó, Federico sintió que se había quitado un peso de encima al contarle.

Prefirió mantener a Alex fuera de la conversación por pura reserva. A pesar de que estaba claro que las intenciones del hombre eran buenas, Federico no quería manchar su reputación como policía de ninguna manera.

Cerca de las nueve de la noche, alguien golpeó su puerta.

—Buenas noches, oficial —saludó Federico con una sonrisa.

—Buenas noches. Solo pasaba a ver que siguieras vivo. Buena borrachera la de anoche, ¿no?

Federico arrugó las cejas, pensativo, y en ese momento, todos los recuerdos de la llamada con Alex regresaron de forma difusa a su memoria. No recordaba todo con claridad, pero sí lo suficiente como para sentirse brutalmente avergonzado.

—Dios... dije cosas estúpidas, ¿verdad?

—Bueno, yo me sentí halagado. No me dicen muy a menudo que me veo bien con el uniforme. Ya sabes, a algunas personas no les caen muy bien los policías.

Federico se cubrió la cara con una mano.

—Ven, pasa. Estaba por hacerme algo de comer.

Alex entró, cerró la puerta detrás de su espalda y se sentó en la silla del comedor. Notó que había dos vasos vacíos sobre la mesa.

—¿Tuviste visitas? —preguntó, curioso.

—Un viejo amigo de mi hermano. Con el que salí a tomar, de hecho.

Alex asintió.

—Tranquilo, no me preparó el desayuno. Pero me trajo el almuerzo.

—Guau, recibí la indirecta. —Ambos rieron—. En mi defensa puedo decir que me tuvieron secuestrado en la oficina hasta hace un rato.

—Por eso sigues uniformado... —observó Federico.

—Exacto. Me encantaría decir que es porque te gusta verme de uniforme, pero no fue intencional, Lo prometo.

Federico soltó una carcajada nerviosa.

—No vas a dejar de molestarme por eso, ¿verdad?

—Jamás. Dicen que los niños y los borrachos nunca mienten.

—Bueno, sí, te queda bien. No lo voy a negar.

Alex se levantó de su lugar y se acercó a Federico.

—Te debo el desayuno, pero falta mucho para que sea mañana, así que déjame hacer la cena.

Federico levantó la vista. Solo entonces notó que Alex era media cabeza más alto que él.

—Olvídalo, acabas de llegar del trabajo.

—Vamos, no me cuesta nada.

Alex intentó quitarle la cacerola de la mano, pero Federico lo esquivó.

—Ni hablar, siéntate y déjamelo a mí.

—Pero yo soy un hombre de palabra —insistió Alex, y trató a nueva cuenta de quitarle la cacerola—. Los hombres de palabra siempre cumplen con sus promesas.

—No seas payaso, Alex —respondió Federico entre risas.

—No soy payaso, soy policía.

Continuaron forcejeando, mientras los comentarios en tono de broma iban y venían. Federico había ocultado la cacerola detrás de su espalda y Alex intentaba arrebatársela, hasta que, en un momento, la espalda de Federico chocó contra el refrigerador.

Alex se detuvo, con las dos manos apoyadas a los costados del cuerpo del otro hombre. Se miraron fijamente durante unos instantes, como si estuvieran estudiándose el uno al otro, hasta que Federico, impulsado por la adrenalina, tomó la boca de Alex en un beso algo torpe.

—Lo... Lo siento, yo no... no sé qué pasó...

Alex se mantuvo en silencio. Ambos volvieron a mirarse fijamente, y esta vez, fue él quien tomó la iniciativa para retomar aquel beso, que, con el paso de los minutos, acabó volviéndose cada vez más feroz.

La cacerola acabó en el suelo. Ambos muchachos caminaron de forma torpe hacia la habitación, dejando la ropa por el camino. Se desplomaron sobre el colchón inflable para continuar con los besos que rápidamente fueron escalando hasta convertirse en una guerra de mordiscos y caricias ansiosas.

Se deshicieron del resto de la ropa con premura y fue Alex quien tomó el control, aprisionando las muñecas de Federico contra el colchón inflable.

No hubo demasiados preámbulos, tampoco cuestionamientos. 

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