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Las llamadas de su madre siempre solían ser agradables.
Conversaban sobre sus plantas, sobre los platillos raros que le había preparado su marido con las recetas sacadas de internet, o de las curiosas maneras que tenía su perro pequinés, Peki, de acostarse panza arriba en cada rincón donde el sol regalara alguno de sus rayos.
Para Federico, esas charlas triviales le alegraban los días. No tenía la oportunidad de visitar a sus padres muy seguido debido a su trabajo como contador, así que, saber que ambos estaban bien, le resultaba muy reconfortante.
Pero esa mañana, cuando escuchó la voz de su madre, supo que esa no sería una conversación agradable.
La desgracia llegó a la familia de Federico cuando él tenía tan solo diez años.
Era el menor de dos hermanos y desde siempre estuvo muy unido a Bruno, su hermano mayor. Bruno era su ejemplo a seguir. Un muchacho recto, amable y gentil, que pocas veces se metía en problemas.
El pueblo que los vio crecer también vio crecer a sus padres, a sus abuelos y a toda la generación de su familia. Era un sitio pequeño, con pocos habitantes y muchos secretos.
Federico siempre tuvo la sensación de que estaba metido adentro de una caja.
Él supo desde siempre que Sacramento no sería su hogar por el resto de su vida; los planes que tenía para su futuro implicaban mucho más que envejecer en un pequeño pueblito rodeado de gente prejuiciosa.
Su hermano Bruno pensaba igual. De hecho, la noche del accidente salió con sus amigos a celebrar que su solicitud de ingreso a la universidad había sido aceptada.
Horas después, el teléfono de línea sonó en medio de la noche.
El grito desgarrador de su madre todavía resonaba en su mente cuando regresaba a ese fatídico día.
Le había costado muchísimo trabajo comprender que su hermano había muerto y que no volvería a verlo nunca más.
Fueron años de terapia y sufrimiento hasta que, finalmente, su familia tomó la decisión de mudarse a la ciudad. En el pueblo todo el mundo hablaba del accidente del hijo de los Franco. Era muy difícil no tocar el tema cuando los vecinos preguntaban por lo mismo cada vez que salían de su casa.
Cuando salieron de Sacramento, Federico sintió que, por primera vez, podía respirar.
Se graduó como contador y trabajaba en dos estudios contables.
Su rutina era levantarse a las siete de la mañana y regresar a su apartamento a las siete de la noche, a veces un poco más tarde.
Llevaba una buena vida, pero no podía decir que contaba con mucho tiempo libre. De todas maneras, él había elegido que las cosas fueran así. Le gustaba trabajar, o más bien, la sensación de sentirse útil.
—Mamá, ¿es realmente necesario?
—Sabes que nunca te pediría algo si no lo necesitara de verdad, pero realmente necesito terminar con eso. Tu padre y yo pensamos que sería bueno que tú te quedes con el dinero que resulte de la venta.
—El dinero me da igual, mamá...
—Yo lo sé, pero también sé que trabajas doce horas al día para pagar un alquiler cuando tenemos una casa que lleva años abandonada. Tu padre y yo tenemos nuestra casa propia y estamos bien. Yo quiero que tú también tengas algo tuyo.
Federico soltó un largo suspiro.
—Déjame ver cómo soluciono en mi trabajo. Mi jefe me debe unos cuántos días libres, además tengo la opción de trabajar de manera remota. Así que... ¿Qué quieres que haga?
—Primero ver en qué condiciones está. La última vez que tu padre fue a verla fue el año pasado. Tenía algunas manchas de humedad y una parte del techo estaba bastante dañada. Yo creo que si arreglamos eso podemos ponerla a la venta. Es una casona grande y llena de historia.
—De nuestra historia —aclaró Federico—. ¿Crees que la familia Franco tuvo una vida tan interesante como para que la gente quiera comprarla? —se rio, para bajar tensiones.
—Por supuesto que sí. Nuestros antepasados prácticamente fundaron Sacramento. Fueron agricultores que construyeron esa casa desde los cimientos con sus propias manos. Quien adquiera esa casa está adquiriendo un museo.
—Tienes un buen discurso, mamá, cuando consiga un potencial comprador le voy a decir que hable contigo. Seguro lo acabas convenciendo.
Regresar a su pueblo natal después de tanto tiempo era algo que, definitivamente, no estaba en sus planes. En algún punto de su vida, cuando consiguió probar la libertad, Federico se dijo a sí mismo que no regresaría nunca más al pasado. Pero también era consciente de que esa casa era una carga muy pesada para sus padres, así que, si él podía ayudarles a liberarse de esos recuerdos, desde luego que lo haría.
Manejó la situación bastante bien hasta que su madre le dio las llaves.
Todavía tenía el mismo trébol tejido a crochet que les había hecho su abuela materna. A esas alturas, se veía como un trozo de lana viejo y raído, pero su madre se negaba a deshacerse de él a pesar de eso.
Se despidió de sus padres y cuando subió a su auto, tiró el juego de llaves en el asiento del copiloto. Antes de arrancar, apretó el volante y miró de reojo las llaves.
Encendió el auto pensando en que aquella sería la última vez que iba a pisar Sacramento. Esta vez, para ponerle fin al doloroso pasado que lo perseguía a él y a su familia.
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