reflexión segunda
Cuando llegué a su casa aquella noche, hice lo que siempre hago cuando inicio el acecho de una humana a la que someter a mi lujuria ponzoñosa.
Orino en las esquinas y en la puerta de mi víctima. Esto que, seguramente os parecerá algo asqueroso y perruno, repele a mis competidores y atrae a la mujer hacia mi. Desarma sus defensas, las someto a través de mi olor a macho. Así lo he hecho durante generaciones, y una vez tras otra ellas caen rendidas ante mi: casadas, madres, viudas, prostitutas, monjas, solteras... todas aceptan mis humillaciones. Porque cuando las seduzco acabo sometiéndolas a todo tipo de humillaciones.
Soy un demonio y esto es lo que hago, lo que siempre he hecho. Mi sexo no tiene que ver, para mi, con el placer sino que actúo para causar el mal y el dolor a los hombres.
Cuando ellas se recuperan de las lesiones físicas y psicológicas a las que las he sometido ya son otras, y no pueden vivir como antes. Todos se dan cuenta a su alrededor de que sus personalidades han cambiado y ejercen dolor en sus familias. Primero por el trauma recibido, segundo porque ya jamás pueden amar a nadie más que a mí. Sus almas son entonces captadas para siempre y en el último instante de sus vidas, ya sean estas largas y plácidas o cortas y traumáticas, las espero y: ¡abajo con ellas! Al inframundo del infierno.
Y no es cuestión de ser hombre o mujer, lo mismo les ocurre a los desgraciados hombres a los que acechan mis congéneres femeninas. Íncubos o súcubos. Eso somos.
Pero... ahora, ¡qué va a ser de mi!
Aceché su casa como una más, sin saber que era yo el que seria cazado... Y oriné en las cuatro esquinas y en su puerta. Y penetré en su habitación a oscuras e intenté humillarla.
Mi falo está hecho de cuerno, y cubierto de escamas. Infligir dolor es mi cometido en el mundo.
Pero ella, mirándome a los ojos, ¡a mis terribles ojos!, comenzó a unirse a mi con placer y sus gemidos eran para mí el verdadero placer.
La miraba y sus carnes blancas, resplandecían y se manchaban con sangre, su sangre. Porque mi cuerpo está recubierto de duros apéndices cortantes como cuchillas. Pero ella seguía bramando de placer y me miraba con sus ojos llenos de amor.
Yo no podía con aquella mirada. ¡Tuve que apartar mis ojos de los suyos!
Mi no-corazón comenzó a latir con tal fuerza que creí que me estallaría allí mismo, sobre ella. Y sentí un placer infinito. Y la volví a mirar y ella me esperaba, y su boca dijo en mi oreja de cabra llena de insectos parásitos: ¡te amo! Y acarició a su vez con sus manos suaves, mi gran cornamenta.
No podía salir de ella. El día llegó a nosotros y me dormí a su lado cansado, agotado, exhausto de placer y amor.
Cuando desperté, ella no estaba. Solo su fragancia y unas hebras de sus fluidos, algunos de sus cabellos y su sangre en las sábanas blancas, como su piel...
¡Me volví loco!... la busqué y maté a golpes a todos los habitantes de aquella casa.
Desde entonces vago por el mundo buscándola. Pero el mundo está vacío. Ella no está en él.
¡Tú me la diste y me la quitaste!
... su alma es la única que deseo.
Ya no puedo hacer lo único que sé hacer. Ya no puedo acechar, ni copular, ni desgarrar, dañar, cortar, destrozar los cuerpos de otras mujeres.
Su nombre nunca lo supe. Me desespera saberlo... pues quiero pronunciarlo.
¿Por qué, Señor, la enviaste a mí en cuerpo, pero me arrebataste su alma?
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