III

Si hay algo a lo que en el Polo Norte se le tema más que al Grinch y a Pie Grande es a los comunistas. Desde la revolución industrial hemos llevado una larga e incansable lucha contra estos demonios rojos que intentan desprestigiarnos alegando que la navidad no es más que una fiesta que genera consumismo desenfrenado dentro de un marco de globalización y desigualdad de clases.

—No se confunda —dijo, hundiéndose en su asiento—, aquí nadie está intentando destruir la navidad por pedir reivindicaciones laborales.

Era bastante irónico que el duende que dirigía el sindicato de trabajadores de la fábrica principal se llamase Karl y fuese alemán, pero opté por no mencionarlo.

—Tengo entendido que Santa ha comprado máquinas ensambladoras de juguetes a los chinos y que ahora necesita solo tres cuartos de los trabajadores que tiene. —Cerré la libreta y le miré directo a los ojos—. Con la nueva reforma laboral se eliminan las indemnizaciones por antigüedad, lo que significa que para el momento en que lleguen las máquinas, los trabajadores serán echados sin ningún tipo de contemplación.

—¿Ve entonces por qué luchamos? ¡Los despidos masivos injustificados dejarían a miles de familias desprotegidas y sin empleo!

Asentí y miré con atención mi libreta.

—Es una causa comprensible —le dije—. Pero... No sé, hay algo que no me convence, Karl. Si se ve con perspectiva, el despido en realidad solo afectaría a los duendes, que son los encargados de los juguetes. Los elfos supervisan y los renos se encargan de llevarlos. Esta no es su lucha, ¿verdad? El problema, claro, es que sin ellos de su lado el reclamo pierde fuerza.

—Es evidente que nos vendría bien el apoyo de los demás para paralizar las actividades de la fábrica. Sin embargo, los duendes conformamos la mayor parte de la nómina, así que considero que somos una raza autosuficiente.

—Tiene razón, tiene razón. —Alcé la vista—. Pero, Karl, imagínese el supuesto de que alguien hubiese decidido brindarle ayuda. Piense un momento que, por medio de tretas y engaños de su parte, hubiese logrado convencer a una de las personalidades más influyentes de la fábrica para que lo acompañase en su lucha. Un reno, digamos, que hubiese aceptado hablar con los demás y convencerles de participar en las revueltas que tendrían lugar en este mes.

Karl abrió los ojos en respuesta.

—¡¿Qué dice?! —exclamó—. ¡Pero qué dice! Yo no he matado a Rodolfo, ¿me oyó? ¡Ese idiota miraba por encima del hombro a todos los duendes que se cruzaba! Jamás intercambié palabra alguna con él.

Ya se había parado de la mesa. Estaba alterado, sus manos se cerraban en puños muy apretados y, aunque tuve dudas de si sería capaz de llegar a golpearme, hube de proseguir.

—No estoy hablando del difunto —dije—. Tampoco es un secreto que Rodolfo no se relacionaba con nadie que no fuese una celebridad y que trataba sus asuntos laborales directamente con Santa. Hablo del reno Donner, ¿le suena?

Se quedó, por supuesto, callado y congelado en su sitio. Sonreí para mis adentros, me sentía como el ganador de algún extraño juego.

—Claro que le suena: era el propietario de los bastones de caramelo que usted y su grupo de duendes comunistas robaron hace unos días. Dos, para ser exacto. Tenían planeado esconder el trineo volador desde hacía varias semanas y el reno había prometido ayudarles a conseguir las llaves del garaje. Tampoco hizo falta demasiado para convencerlo, no es un animal muy listo, pero... Pero ocurrió el accidente y todo se vino abajo.

Le pasé por encima el volante que había terminado por arrancar de la máquina expendedora de café.

—Convocaron esta reunión para despistar a Donner y le dijeron que aceptaban abandonar la idea de llevarse el trineo. Sin embargo, había en ese instante dos duendes en la casa del animal, engañados bajo la excusa de estar llevando a cabo las bromas tradicionales de fin de año. Pobres ingenuos, en realidad estaban consiguiendo justo lo que ustedes querían: las llaves del garaje de Santa. Los bastones de caramelo eran una distracción y, de paso, una forma fácil de confundir a la policía y enfocar las sospechas en alguno de los renos.

Karl suspiró y negó con la cabeza.

—Alguno de esos ingratos se ha chivado. —Se encogió de hombros—. ¡Si les estábamos haciendo un favor, estábamos luchando por sus derechos! Serán imbéciles, francamente. No los culpo, supongo, porque estando nada más y nada menos que en la capital del consumismo, es imposible que no tengan lavado el cerebro. ¿Para qué negar que hayamos robado el trineo? ¡No tiene caso! Le digo, nos detiene ahora, pero no detendrá la revolución que se vendrá después. Ese viejo panzón capitalista no puede explotar como le da la gana a sus trabajadores, la gente se está comenzando a cansar...

—Ya, ya —lo corté—. Es culpable, se robó el trineo y encima es comunista. De verdad no me agrada, haga el favor de salir. Hablaré con el comisario para tomar las medidas pertinentes a este respecto.

Pero no hubo necesidad de ello. La señora Klaus llegó en ese momento. Revisando las cintas de grabación con el equipo de seguridad de la fábrica, había encontrado el trineo volador camuflado con los juguetes en el depósito principal de la fábrica. La confesión de los duendes, que de igual forma hubiesen podido hallarse culpables cuando sus huellas digitales coincidieran con las que la policía había tomado en la escena del crimen, solo sirvió para acelerar el proceso. Todos suspiraron con evidente alivio. Si había trineo, podía decirse que la navidad estaba salvada, incluso aunque el reno principal acabase de estirar la pata.

Era innegable que el proceso se había acelerado, no haría falta pasar exhaustivas horas de interrogatorio para lograr obtener una lista de nombres con todos los implicados. ¡El video! ¿Cómo no habían podido mostrarlo antes de que esta pantomima tuviese lugar? Lo único que habíamos hecho era perder el tiempo en un hecho inútil que, en realidad, no resolvía el misterio principal. La hora del robo del trineo volador no coincidía con la muerte de Rodolfo, que se había producido, según la autopsia, en horas de la madrugada del día veinticuatro. Era extraño, pero luego de que el reloj marcara las once y cincuenta y nueve minutos del día veintitrés, las cámaras se habían apagado por lo que se alegaba como una falla del sistema eléctrico y no habían vuelto a encenderse hasta las tres de la mañana del día veinticuatro.

No había que ser un genio para saber que el asesino había actuado aprovechando la falla y que el crimen seguía sin resolverse todavía. Encima, y para añadir más presión, me hallaba frente a más interrogantes ahora que cuando todo ese lío había comenzado. Quedaban apenas dos horas para el veinticinco. Pedí que me dejaran solo en el despacho que en horario normal funcionaba como dirección de nutrición de la fábrica. Ahora lo sabía: tenía todas las piezas del rompecabezas sin armar. Necesitaba pensarlo con detenimiento antes de mover mi última ficha. Sin embargo, ni siquiera me había dado media vuelta cuando el comisario Miller vino a perturbar mi concentración.

—Las órdenes de Santa son claras: si no tienes una respuesta antes de que den las once de la noche, se procederá a dejar el caso de lado hasta que la entrega de regalos finalice.

Me detuve en seco e incliné a cabeza. Algo en el fondo de mi mente pareció hacer clic ante ese comentario. Quizá no es que tenía un rompecabezas desarmado, sino que la pieza central faltaba. ¡Claro, cómo podía no haberlo sabido!

—¿Están todos aquí? —pregunté.

El oficial frunció el ceño y asintió.

—Los habitantes del Polo Norte han sido convocados por el mismísimo Santa para hablar del tema y de las medidas que habrán de tomarse. Pero, ¿qué tiene que ver eso...?

Alcé una mano para callarlo.

—No necesito más tiempo. Dígales que es hora de que por fin se descubra quién mató a Rodolfo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top