Iba a matar a Cronos
Aterricé en el suelo, sobre mis pies, aunque mi involuntaria acompañante lo hizo cayendo de rodillas. Se arrastró unos pasos alejándose de mí y trató de decirme algo, seguro que no muy agradable, aunque en lugar de salir palabras, se puso a vomitar. Hice una mueca de asco con la cara, apartando un poco la mirada. En parte por darle espacio, en parte porque no era muy bonito el espectáculo que me estaba brindando.
Al mirar alrededor, el panorama fue muy diferente. La gente que pasaba por la calle iba vestida de forma muy distinta a la época en la que me encontraba antes.
—¡¿Pero qué carajo ha sido eso?! —interrumpió mis cavilaciones mi mortal—. ¡Y deja de llamarme tu mortal! ¡Tengo un nombre!
Eso sí que me sorprendió.
—Sí, hijo, sí. Me transmites lo que piensas también, me quedé muy loca al principio, cuando escuché tu voz en mi cabeza, pero a todo se acostumbra una. Es divertido la mayoría de las veces, sobre todo porque te sorprendes por lo que a mí me parecen chorradas, pero ahora nada me hace gracia. ¿Dónde estamos? ¿Y qué ha pasado?
Suspiré. Le debía una explicación.
—¡Y tanto que me la debes!
—¡Deja de escucharme! —reproché.
—¡Deja de transmitirme todo! Seguro que ahora que lo sabes lo puedes evitar. No sé, cambia la frecuencia o algo. Estarás en onda corta, pon la onda media... o lo que sea.
Por un momento, pensé que mi poder de entender cualquier idioma había dejado de funcionar, porque no sabía qué me quería decir con aquello.
—Da igual, vamos mejor a averiguar dónde estamos —dijo apartándome de su camino.
Se puso a mirar alrededor, y yo aproveché para ponerme a su lado a observar también.
—¿Qué llevan esos hombres? —pregunté interesado.
Sonia seguía con el ceño fruncido.
—Llevan trajes —contestó escueta—. Y sombrero —añadió.
—Eso ya lo conozco —dije de mala gana—. Tengo uno.
No hizo demasiado caso a mi tono hosco y continuó analizándolo todo.
—Dios... —murmuró de pronto.
—Dime.
Fue entonces que me prestó atención, como si reparara en mí por primera vez.
—¡Tú no! Dios... un Dios general... —intentó explicar—. ¡Bah! Da igual. Esto... esto me parece increíble. ¡Me has traído al pasado, Quetzi! ¿Por qué no me has dejado tranquilita en mi sofá?
—¿Sabes dónde estamos? —pregunté de nuevo, ignorando lo demás.
—Hombre... ni idea de dónde exactamente, pero en Estados Unidos seguro. ¿Ves esas banderas? La tela esa que ondea en ese poste, y que asoma por muchas ventanas —explicó. Asentí—. Pues es la bandera de Estados Unidos. El año ni idea, pero buscaremos un periódico. Y tengo que desoxidarme en inglés.
Fue entonces hacia unos chicos que estaban jugando con una pelota. Vaya, parecía que en este tiempo no se había perdido el juego de pelota. Tal vez hasta podría ver un buen espectáculo y cómo me harían alguna ofrenda por fin.
Me fijé en ellos, la mayoría llevaba camisa blanca remangada, unos pantalones cortos, unos calcetines subidos por encima del tobillo y unos zapatos raídos, seguramente por el uso que le estaban dando.
Me acerqué para escuchar lo que Sonia les preguntaba, a lo que contestaban entre extrañados y risueños, porque no creían que alguien no supiera el año en el que vivía. Pobres ilusos. Ella había dicho, antes de ir hacia ellos, que tendría que hablar en otro idioma, aunque a mí me parecía el mismo. Ya comenté que era muy útil la traducción automática divina.
—Esto es genial —dijo, liberando a los niños de sus preguntas.
Por su tono, no parecía que le estuviera pareciendo genial, pero si ella lo decía no tenía por qué dudar.
—¡Es sarcasmo, Quetzi! No es para nada genial. Estamos en Machasu...Massatu... ¡Joder con los nombrecitos! ¡Niño, ven aquí! —gritó y uno de los chicos llegó rápidamente y con cara de susto—. Dile a mi amigo dónde estamos, anda.
—En Massachussets, señor —contestó sin dudar, yéndose corriendo.
—¿En serio? Estoy con Quetzalcoatl en Massachussets. ¿Alguna palabra rara más? —comentó con irritación—. ¡Y en 1945! —añadió cruzándose de brazos.
—¡Eh! Yo no he tenido la culpa. Creo que Cronos está bebiendo demasiada ambrosía o tiene algo de demencia senil ya, porque está todo el rato jugando con nosotros y con el tiempo.
—¡Tú me has traído aquí!
—Alguien tendrá que explicarme las cosas —dije obvio—. ¿Eso son coches? —Señalé.
—Sí. Más antiguos, claro. Y más elegantes. Y consumiendo mucha más gasolina, claro que la gasolina no cuesta el dineral que cuesta ahora, porque claro...
Dejé de escuchar sus quejas...
—¡Eh! —se quejó.
Fui hacia la calle, cruzándome con mujeres con sus vestidos por debajo de las rodillas y sus lustrosos zapatos, con hombres con sus trajes y sombreros, y con otros que portaban armas y vestían igual. Noté a Sonia siguiéndome, mientras yo avanzaba hacia una tienda que parecía llena de inventos que facilitaban la vida. Claro que parecían muy diferentes a como lo había visto en casa de mi impertinente humana.
—En serio, tío. Cambia a la puta onda media, de verdad. ¡Que te sigo escuchando! —dijo señalándose la cabeza.
Me encogí de hombros. Tampoco a mí me gustaba que supiera lo que pensaba y no sabía cómo evitarlo. Ella resopló.
—Esos televisores serán de los primeros. Se inventó hará unos años —retomó.
Eran mucho más pequeños, más cuadrados y no eran para nada finos. Allí, en blanco y negro, en esa ocasión había solo una persona pequeña, hablando de una fotografía que tenía justo encima de su hombro. No sabía qué era esa imagen, nunca había visto algo parecido y, sin embargo, se me pusieron las plumas de punta.
—Es horrible, ¿verdad? —me preguntó un hombro que se puso a mi lado, y que guardó un periódico bajo el brazo.
Agradecí mentalmente a mi mortal Sonia, por enseñarme tantas cosas a las que en ese momento ya podía ponerle nombre, y vi de reojo su asentimiento.
—La guerra —especificó—. Es horrible.
—¡Hostia puta, es Hiroshima! —exclamó Sonia poniéndose delante del escaparate.
—No tendríamos que haber llegado a este punto, ¿no cree? —volvió a preguntar el hombre.
—Por suerte, a esta guerra le queda poco —comentó Sonia—. Ya bastantes víctimas ha dejado por todas partes.
—Ojalá sea verdad eso que dice, señorita...
—Sonia Fuentes —se presentó dándole la mano que el hombre le tendía—. Y este es Quetzi.
El interesado hombre se quedó esperando que terminara de presentarme. No sabía que ella no iba a decir mi nombre entero en la vida.
—Quetzi... Janderklander —continuó.
¡¿Janderqué?! Me hizo un gesto para que me callara y disimulara.
—Vaya, qué nombre más curioso. Yo soy Percy, Percy Spencer. Para servirles —concluyó estrechándome la mano y levantando luego levemente su sombrero.
Mi mortal y yo nos miramos con los ojos muy abiertos, reconociendo aquel nombre. ¿Habría inventado ya el microondas? ¿Estaría a punto? Me apetecía seguir comiendo palomitas y cuanto antes. Nunca he tenido demasiada paciencia.
No llegamos a preguntarle nada más cuando, con un gesto de cabeza, se despidió de nosotros y se marchó.
Estábamos llamando la atención, así que fuimos por una calle un poco menos transitada. No teníamos manera de adquirir ropa nueva ni forma de comercio alguno, hasta que a Sonia se le ocurrió lo que llamó "LA idea".
De nuevo nos dirigimos a la calle principal. Allí, le pidió una silla en un establecimiento y me sentó en ella.
—¡Señoras y señores! —trató de llamar la atención de todo el que pasaba—. ¡El circo llegará pronto a la ciudad y podrá disfrutar de nosotros! El mejor espectáculo para los niños —continuó, dirigiéndose a un chico que se había acercado intrigado.
Siguió gritando las maravillas del circo y ya teníamos cierta multitud alrededor. Yo no sabía a dónde quería llegar, porque aún me tenía allí sentado y sin decir nada. Si era otro idioma la veía manejándolo muy bien, porque la gente parecía enterarse de todo.
—¡Con ustedes... el hombre serpiente! —dijo quitándome sin más el sombrero.
¿Pero qué...? Mi serpiente salió enloquecida por encontrar la libertad. Unos la miraron con interés y otros se apartaron con miedo. Esos últimos eran los listos, desde luego. Sonia, por su parte, no dejaba de animar, jalear y contar las maravillas del circo, lo que quiera que fuera eso.
Tras un rato, cogió mi mismo sombrero y lo pasó entre la gente, quienes le echaban alguna que otra moneda, para luego marcharse de allí. Cuando la multitud se dispersó, guardó las monedas y volvió a colocarme el gorro.
No sabía el tiempo que Cronos nos iba a tener en esa época, pero parecía que mi mortal era apta para encontrar dinero.
—En serio que no aguanto tus pensamientos, Quetzi —dijo apuntándome con el dedo, sin dejar de andar.
Conseguimos un lugar para quedarnos, aunque Sonia tuvo que usar todo su poder de convencimiento para que nos permitieran la entrada. Fuimos comprobando como, en bastantes lugares, estaba restringida la entrada a personas negras. Había baños separados y trabajos para los que el color de la piel parecía ser indispensable. Yo no lo entendía, y veía que Sonia se iba cabreando cada vez más. En cuanto viera a Cronos lo iba a matar, de verdad que sí.
Llevábamos varios días en ese tiempo y, de pronto, había más gente de la habitual por la calle, más ruido y, también, más alegría. Se formó un desfile improvisado y, tanto la policía como los que ya sabía distinguir como ejército y marina, salieron con sus impecables uniformes por las calles. Algunos andaban con sus cámaras inmortalizando los rostros felices.
Sonia, quien llevaba un vestido blanco que le había regalado una amable señora, se acercó a uno de ellos, un marinero que no dejaba de sonreír, para preguntarle qué ocurría.
—Hoy, 2 de septiembre de 1945, es un día grande, señora. ¡Se ha acabado la guerra!
En cuanto finalizó, la cogió inesperadamente y la besó, provocando las risas y aplausos de más de uno alrededor. Me estaba divirtiendo también yo, cuando de repente lo vi.
—¡Ey! Señor Spencer.
—Ah, hola, señor Jande... ¿mor?
—No se preocupe, con Quetzi vale. Ya me he acostumbrado. —Él tan solo asintió conforme—. Espero que celebre usted esta fecha con un chocolate.
—Bueno, no me gusta el chocolate. —Rio.
Yo en cambio, me alarmé. ¡Imposible! Le pedí que me esperara un momento y entré en una cafetería, donde encontré lo que buscaba.
—Tome, Percy. —Le tendí una chocolatina.
—No me gusta...
—Tome —interrumpí, metiéndosela en el bolsillo—. No la saque aún de ahí, hágame caso —finalicé con un guiño.
Se fue sin buscar otra explicación y sonreí, seguro de que pronto volvería a comer palomitas. Noté entonces una fuerte presión en el estómago. Busqué con la mirada a Sonia, quien aún seguía cerca del marinero y fui hacia ella corriendo, antes de elevarme. Apenas le toqué el hombro, la presión se extendió por todo el cuerpo y desaparecimos. A saber a dónde nos mandaba Cronos de nuevo.
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