Capítulo 1: La chica del vestido rojo
—¿Y qué tal el colegio? —preguntó papá el sábado por la mañana mientras desayunábamos.
—Fatal —solté de muy mal humor.
—¿Por?
—Ayer fue el festival, papá —estaba tan molesta que le clavé la cuchara al pan que estaba en el plato—. ¡Y se supone que asistirías!
Papá hizo un esfuerzo por no escupir lo que estaba bebiendo.
—¿Fue ayer? —Me miró entre sorprendiendo y apenado—. Lo olvidé por completo...
Tú siempre olvidas todo quise decirle, pero me lo guardé.
El resto del desayuno lo pasamos en silencio. Sentí un par de veces su mirada culposa, estaba segura que trataba de decirme algo. Matilda se acercó para servirle un poco de café y le dio un codazo que hasta a mí me dolió.
—Hija... Yo... ¿Cómo empiezo? —Ella le dedicó una mirada de enfado y prosiguió—. En verdad lo siento. Sé que debió ser un día muy pesado para ti...
—Fue espantoso.
No llores.
No llores.
No llores.
—Soy el peor padre del mundo, un despistado de primera y un ser espantoso —Matilda asintió—, aunque no lo demuestre de la manera correcta, te amo y me siento muy mal por lo que te hice pasar. Ojalá puedas perdóname.
Suspiré. Era muy consciente que papá no cambiaría después de esto, pero tenía que perdonarlo, era mi padre y lo amaba con todo y sus olvidos.
—Ya está en el pasado —dije mientras le sonreía.
Él se mostró aliviado y correspondió a mi expresión.
—Creo que podríamos ir al cine el viernes para recompensar lo sucedido. ¿Qué tal mi plan?
—Tengo una mejor idea. —Tenía que aprovechar la situación—. ¿Qué tal si adoptamos a Oreo y lo traemos a casa?
—Lisa, pensé que había sido claro con eso.
No estaba molesto, papá nunca lo estaba. Cecilia decía que tenía suerte en eso, pero en ocasiones me gustaría que lo estuviera.
—¿En serio? Lo olvidé —mentí—. Bueno, no lo olvidé, sólo que no recordaba si habíamos cerrado el caso.
—Lisa, no quiero que pienses que soy un inhumano. Puedes llevarle agua y comida a diario, sabes que no me molesta en absoluto, pero no puedes traerlo a casa. Simplemente no. Por si no recuerdas soy alérgico al pelo de cualquier animal. ¿No quieres verme lleno de ronchas a diario, verdad?
—Eso no pasará. Además tú nunca estás en casa —me lamenté haber dicho eso, no quería hacerlo sentir mal. Además papá sí estaba, es sólo que a mí siempre me parecía poco tiempo—. Sí estás, pero no todo el día. Trabajas como todo el mundo y descansas sólo un día a la semana para...
—Lisa, tranquila. Sé lo que quieres decir —respondió muy tranquilo. Creo que no captó la indirecta—, pero eso no cambia las cosas. No es no.
Rayos.
Si algo odiaba papá de los sábados era que comenzaba el descanso de Matilda.
Ella se marchaba de seis a seis del otro día. ¿Qué significaba eso? Que él quedaba como responsable de casa. Por fortuna conocía de memoria todos los números de comida rápida de la ciudad, así que morir de hambre no era un problema. Él no era muy bueno en la cocina. Su especialidad eran los sandwiches (a los que les ponía todo lo que encontraba en el refrigerador) o cereal. Dice que mamá tampoco era amante de la cocina por lo que siempre fue muy consiente de que el pollo frito sería su mejor amigo.
Esa tarde rentamos una película y cenamos quesadillas. Me gustaban esos días, papá y yo solamente. No es que no quisiera a Matilda, era lo que más se le acercaba a una madre y la adoraba, pero a veces me gustaba pensar que ambos formábamos nuestros propio mundo.
—Estuve pensando en lo que hablamos —dijo a mitad de la película. La verdad es que no le estaba poniendo mucha atención porque venía mi pedazo favorito—. Así que hablé con Rodrigo. Él dice que quizás me pueda recetar un buen medicamento para las alergias. Tal vez Oreo no me haga tanto daño...
—¿Hablas en serio? —Lo miré sorprendida. Él hizo como sino fuera importante y volvió a hablar con la mirada perdida en la televisión.
—Pensé que sería una buena idea.
Entonces lo abracé como pocas veces lo había hecho. No es que estuviera feliz porque cumpliera mi petición, más bien era el saber que lo que hablamos no quedaba en el aire, que mi nombre ocupaba su mente aunque fuera un poco.
La siguiente semana papá se comportó extraño. No quise darle mucha importancia porque papá es extraño por naturaleza, en el buen sentido. En casa todos somos extraños.
Pero cuando no trajo una nueva novia, ahí sí me preocupé.
—Llegaste temprano hoy —dije sorprendida mientras cruzaba la puerta.
—¿En serio? Tienes razón, apenas son las ocho —respondió mientras se quitaba el saco y revisaba su reloj.
—¿No piensas salir? —le pregunté cuando se dejó caer en el sofá. Él nunca se sentaba si pensaba irse.
—Hablas como si fuera un milagro que me quedara un miércoles en casa —rio.
Y lo era, pero el milagro duró poco.
🔸🔹🔸🔹
—¿Rosa o morado? —Matilda miró ambos vestidos y se decidió por el rosa.
—¿Tardará mucho en llegar? —estaba muy ansiosa viendo el reloj. Faltaban media hora para la función.
—No. Él nunca llega tarde. Seguro que ya está en camino —me animó para que me apurara.
Y tenía razón, para las ocho exactas cruzó la puerta con una gran sonrisa, pero no venía solo.
Entonces lo entendí.
Él ya tenía otros planes con la chica del vestido rojo.
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