Capítulo 32

Capítulo 32:

Querida Ámbar...

He recibido uno de los sustos más grandes de mi vida a tu lado.

¿Cómo es posible pasar tan rápido de una experiencia a otra y hacerse de inmediato a una vida diferente, a un futuro tal vez terrorífico por ser desconocido? Una parte dentro mío todavía mantiene el recuerdo vívido de aquel día en que tocaste a mi puerta con cara de haber visto un fantasma y decirme una noticia que me paralizó por completo; recuerdo ese miedo que sentí ante lo que me dijiste, así como también recuerdo la decisión que tenías en mente y que, en un principio, yo apoyé. Pero hay otra parte de mí que no olvida las ilusiones que me hice y la manera en que quise ponerte un alto. El futuro improvisado que me planeé con una parte nuestra, pero sin ti.

Fue bastante tonto, ¿lo recuerdas?

Sin embargo, con muchísimo dolor, no solamente una parte de mi ser recuerda la última vez que besé tus labios, la última vez que quise abrazarte hasta que me quedara sin fuerzas.

Ese día va a estar grabado en mí por la eternidad.

Ahora mismo estoy en mi habitación, escribiendo y acumulando las fuerzas que puedan contra este sentimiento de impotencia que me pide salir corriendo y perseguirte hasta donde vayas. Al final del día mi pesadilla se hizo realidad. Hoy no hay nadie quien pueda despertarme y decirme que todo fue un mal sueño. Ahora mismo no puedo colgarme de tus hombros y pedirte que no te vayas nunca porque la verdad... la triste e hiriente verdad, es que ya te has ido.

¿Quiere decir eso que yo ya lo sabía? ¿Entonces una parte de mí ya estaba al corriente de que esto no duraría demasiado y tú acabarías desapareciendo como la espuma en el agua? ¿Por qué no me di cuenta antes? ¿Por qué coloqué esa señal en la papelera cuando en verdad me estaba advirtiendo sobre uno de los sufrimientos más profundos de mi existencia? Sí, hay una clara respuesta para eso. Por tonto.

Quisiera dejar de escribir, dejar lo malo a un lado y aguardar lo bueno como si se tratara de un bebé. Como uno que se me pasara por la cabeza mantener por mi cuenta. No obstante, temo que, si dejo de hacerlo, cuando me dé cuenta, vuelva a ser demasiado tarde para recuperarte nuevamente. Recuperarte aun cuando sé que prácticamente te perdí.

¡Qué cobarde soy! Me odio a mí mismo por la debilidad a la que estoy sometido y porque al parecer la desgracia siempre me va a perseguir.

«No te vayas. Por favor no te vayas, ¿qué no ves cuánto te amo?» ¿Por qué esas palabras no pude decírtelas cuando te tuve frente a frente?

Quiero que estés bien. Quiero que seas la chica más feliz del universo, Ámbar. Pero también quiero que estés conmigo.

Es egoísta pensar de esa manera, estoy al tanto de ello, pero, a este punto, ya deberías saber cuán egoísta puedo ser con los demás y conmigo mismo si se trata de tu amor.

Te amo, no lo olvides nunca, te lo ruego.

Simón.

Los dos chicos bajaron hasta el primer piso cuando el sonido del timbre rebotó por las paredes de la casa, pretendían estar de lo más normal posible, haciendo como si dentro de la habitación no había ocurrido la mejor sesión de sexo que habían tenido hasta ahora y, sobre todo, con disfraces; eso sin contar que habían usado unos condones absurdamente caros, por los que le agradecían a Pedro por ser tan extravagante.

—Buenas tardes —saludó la madre del castaño, entrando por la puerta principal —. Ya llegué.

—Hola, ma...

—¡Nosotros también! —interrumpieron Nicolás y Pedro, entrando luego de que entrara la mujer mayor.

—Hola, a todos —con una leve risita Simón los saludó —. ¿Qué los trae por aquí?

—Aún es tu cumpleaños, ¿no? Vinimos a comer —le contestó el pelinegro, sentándose uno de los sillones de la sala de estar.

—Me voy a cambiar de ropa —anunció la madre del chico —. Luego bajaré para cocinar algo con ayuda de Kelly, no se preocupen —se encaminó a su habitación, dejando a los chicos platicando abajo.

—¿Y? —volvió a hablar Pedro, cuando miró que la madre del Cataño no estaba cerca para escucharlos —¿Cómo estuvo? Son bastante buenos, ¿no es así?

Ámbar y Simón se miraron el uno al otro, conociendo a la perfección sobre lo que el chico se refería, luego lo escucharon soltarse en risas y miraron a Nico darle una manotada en la cabeza para que fuera un poco más discreto en cuanto a sus preguntas.

—Está bien, no pregunto —mostró las palmas de sus manos en símbolo de paz —. Aunque me tendré que resignar a quedarme en el tercer lugar de los mejores regalos.

—¿Por qué? —preguntó Simón, sin entender.

—Porque sí.

Pocos minutos después que la madre de Simón bajara y les dijera que iría a la cocina a preparar la comida con ayuda de Kelly, los cuatro chicos se quedaron en la sala, hablando sobre el tipo de cosas que sólo servían para llevar de una conversación a otra, nada en específico.

—¿Tienen planeado qué estudiar después del colegio? —cuestionó en una de tantas Nicolás, rompiendo un silencio bastante cómodo que se había alojado a su alrededor.

—Yo sí —alzó la mano su novio —. Me gusta mucho el arte y la fotografía, así que me dedicaré a eso. Mi padre no está muy de acuerdo en cuanto al tema porque dice que todos los que se dedican a eso son un montón de hippies gays, sin ninguna vocación decente que seguir —agachó el cabeza un poco apenado —. Pero no importa, la carrera me gusta.

—Pobrecito, mi niño —lo abrazó Nico, fingiendo que lo que sostenía en sus brazos era un muñeco de felpa y no una persona de carne y huesos —. No te preocupes, yo te apoyo en lo que quieras estudiar. Además, puedes tomarme fotos cuando quieras.

—¿Desnudo?

—Mejor no —se apartó de inmediato.

—¿Y tú, Nico? ¿Qué estudiarás? —esta vez fue Ámbar la que preguntó, riendo ante la descarada pregunta del pelinegro.

—Administración de empresas —rodó los ojos con algo de frustración —. Estoy destinado a dirigir la empresa de mis padres cuando ellos ya no puedan, así que ni modo.

—Entiendo... —comentó nada más.

—¿Y tú? —devolvió la pregunta el rubio —. ¿Has decidido ya?

La ojiazul se quedó en silencio por un momento, miró de soslayo a Simón, el cual sabía que se encontraba esperando que la respuesta abandonara su boca. Podía decir la verdad allí mismo, decir que sí tenía una carrera planeada y no desde ese año, sino desde mucho tiempo atrás, pero no quería desenvolver otras preguntas que llevarían a hacer terminar mal el día; no ese día, no cuando tenía el conocimiento de que los cumpleaños del castaño no habían sido los mejores en bastante tiempo.

—No —se decidió a contestar por fin —. Todavía no he pensado en nada —rio con un poco de nerviosismo, para después pegar su mirada en la del chico a su lado, del cual esperaba que no hubiera sospechado nada —. ¿Qué hay de ti, Simón?

—Eh... —se rascó la nuca, tratando de pensar las posibilidades, que no eran demasiadas, a decir verdad —. Creo que estudiaré Derecho.

—Qué triste... —escucharon decir a Pedro —. Digo... ¡Vaya, qué hermosa carrera!

—Sé que no perfecta —se rio Simón, al igual que los demás —. Pero mi mamá es juez, mi padre lo fue en su momento, y yo quiero seguir con el legado familiar —hizo un ademan con los brazos, pretendiendo estar en alguna especie de película de fantasía.

—Ya veo. Cuando tenga algún problema, sé a quien llamar —le guiñó el ojo su mejor amigo —. Me darás los casos gratis.

La hora de la cena se llegó y todos fueron al comedor, comieron mientras platicaban entre sí sobre los exámenes finales que ya se acercaban y sobre el día de la graduación. Pedro decía que todavía no entendía cómo es que había llegado hasta el último año del colegio, si la mayoría de las cosas que le enseñaron se habían quedado perdidas en la inmensidad del tiempo.

Ámbar, por otro lado, había estado un poco callada en todo el rato, cosa que no pasó desapercibida por Simón, y es que ella no quería tocar demasiado el tema de una universidad ya que cada vez que salía a flote, las palabras que le dijera Luna, semanas antes, venían a su memoria como un aguacero en un muy bonito día de verano. Se hacía a la idea de que tal vez que la chica tenía razón, lo único que terminaría haciendo sería lastimar a Simón cuando se suponía que entre los dos todo iba perfecto.

Todo lo que quería ese día, era no arruinar su cumpleaños, que no se recordara ningún trago amargo porque si así fuera, todo lo vivido anterior serviría de nada. Y no es que en algún momento no fuera a contárselo, estaba mucho más que consciente de que por mucho tiempo que pusiera de por medio, eran contados los días que tenían para estar juntos.

—Me sentiría culpable si no hubiera estado representada en este cumpleaños, cariño —se hizo escuchar la voz de la madre de Simón, haciendo que todos los presentes se voltearan hacia ella.

—¿A qué te refieres? —frunció las cejas, entendiendo muy poco de lo que su madre decía.

—A que yo también te he comprado un regalo.

—Mamá, sabes que no tenías que hacerlo —se sintió algo avergonzado. No quería ponerse rojo frente a sus amigos, pero, a decir verdad, ya lo estaba.

—Pero lo hice, así que ya ni modo —se levantó de su lugar —. Acompáñame.

—Ah... —se levantó por puro acto de inercia —. Está bien.

Tanto la mayor como el cumpleañero y sus amigos, siguieron a la mujer hasta la puerta que daba a la cochera, todos menos Simón sabían el por qué, sin embargo, él estaba más confundido aún ya que pensaba que si el regalo estaba escondidito en una bolsa para esas ocasiones, ¿por qué razón estaría en la cochera? Caminó en silencio hasta que su madre abrió la puerta, dejando ver la total oscuridad del espacio aquel; luego subió el interruptor, el cual activó la bombilla que, a su vez, derramó una blanquecina luz, iluminando por completo la estancia.

—Oh, Dios mío... —susurró atónito en cuanto vio que adentro de la cochera no sólo estaba el auto de su madre, sino otro que no había visto con anterioridad —. ¡Por Dios!

—Feliz cumpleaños, cariño —lo abrazó, sintiendo que este apenas se podía mover —. No sabía si el color rojo te gustaría...

—No me lo creo... —volteó a ver a su mamá y después a sus amigos, que los observaban con unas risitas divertidas en el rostro —. Muchas gracias, mamá —esta vez fue él quien envolvió a la mujer entre sus brazos.

—Ahora tengo quien me lleve al colegio —mencionó Nico con emoción —. Alguien que no sea mi papá.

—¿Ustedes sabían? —se dirigió a ellos.

—Sí y no... —el pelinegro le contestó.

—¿Cómo así?

—Veníamos para tu casa cuando tu madre nos encontró en el camino y nos vinimos con ella, por lo tanto, nos comentó allí, en ese momento no sabíamos. Pero sí sabíamos cuando estábamos en la cena y cuando llegamos aquí, así que sí, pero no al mismo tiempo... —se quedó pensando un instante —. Creo que me di a entender.

—También lo creo...

Simón se aproximó al auto; era de un brillante color rojo y todo en él resaltaba ser recién salido de la tienda, en la parte del frente tenía el simbólico logo de un jaguar en pleno salto, sus llantas a pesar de estar tocando el suelo, parecían como que nunca lo hubieran hecho. Consideraba que daba algo de miedo tocarlo por temor a que se fuera a ensuciar o empañar, pero solamente Dios sabía lo mucho que deseaba estar dentro de este. Estando dentro, un leve olor a cuero inundó sus fosas nasales; el gris oscuro de los asientos parecía estar en armonía con todo lo demás del coche. Juraba que podía dormir dentro de él por el resto de su vida y no lamentarse de ello.

—¿Tienes licencia de conducir? —la voz de Nico lo sacó del maravillado mundo que se estaba imaginando aun cuando estaba con los ojos abiertos.

—Claro —contestó sin siquiera verlo.

—¿Cómo es que tienes una y nunca habías comprado un coche? —cuestionó otra vez, entrando y sentándose en el asiento del copiloto.

—Hice el examen hace dos años, en el auto de mi madre —seguía sin verlo —. Todavía no entiendo cómo es que pasé un examen práctico si casi arrollo a un perro en la vía.

—Suerte, supongo.

El resto de la semana se pasó con mucha normalidad, ahora Simón tenía que pasar por la casa de Nico y Pedro para poder llevarlos al colegio, sin mencionar la de Ámbar, aunque esa no le costaba demasiado trabajo puesto que bastaba con sólo un grito de que saliera a la calle e irse. Por las tardes, se reunían en casa de cualquiera de los cuatro por el grupo de estudios para los exámenes finales, tardes en las que estudiaban una hora y platicaban tres. Después de que todos los maestros terminaron los acumulados en las clases, eso, contando los exámenes, los pocos días que quedaban de colegio eran solamente para hacer conversación entre ellos, ya que entraban tarde, y salían justamente después del almuerzo.

—Anda, acompáñame a ver el pizarrón —lo haló de la mano, caminando hacia un lugar muy diferente a su salón de clases.

—¿Qué pizarrón? En el salón hay uno si quieres verlo —protestó sin poner mucho esfuerzo en zafarse del agarre.

—No seas bobo, se refiere al del promedio —el rubio se adelantó, también interesado en saber cuál había sido su posición ese año.

—No sé de qué hacen tanto drama. ¡Ya estamos por salir, joder! —el que sí se quejaba era el pelinegro, al cual únicamente le faltaba tirarse al suelo para ir, literalmente, a rastras.

—El mejor promedio da un discurso de despedida el día de la graduación —continuó Ámbar al momento en que llegaron al pizarrón del que hablaban.

Era un cartel bastante grande, adherido a una de las paredes cercanas a las oficinas de la dirección y secretaría; pulcramente blanco, en el centro estaba el escudo de la institución, impreso en un tamaño bastante considerable y un montón de hojas de colores en patrones divididos conforme a los años de estudios, los del quinto año tenían el color azul pálido y la caligrafía en negro.

—¡Sí! —exclamó la pelirrubia, victoriosa —. Alábenme, soy la mejor —la hoja mostraba el nombre completo de la chica, el año que hasta ese momento cursaba, el número del salón y el porcentaje de promedio que había obtenido, un 9.8 en consideración a las materias que tomó.

—9.6, soy el segundo —habló Nico, sintiendo cierto alivio de haber quedado entre los primeros.

—Yo de seguro no estoy —el castaño buscó su nombre entre los primero que aparecían en lista, pero no encontró nada, siguió bajando hasta ver escondido entre el nombre de dos chicas que jamás había escuchado sus nombres de la voz de una persona, el suyo —. Obtuve un 9.0. Al menos no bajé de allí, a decir verdad, he tenido peores puntuaciones en mi vida. Estoy en el noveno puesto.

—Sólo la plebe está en esos papeles —se escuchó la voz de Pedro, quien ni siquiera se había molestado en buscar su nombre porque daba por hecho no aparecer entre los únicos cincuenta mejores estudiantes del Blake —. A mí no me pusieron porque mi promedio es sumamente mayor al de ustedes y la dirección no quería que los avergonzara.

—Eres el cuarenta y siete —le comunicó su novio, impresionado por él, pero no más que el mismo pelinegro, quien estuvo a punto de tirarlos a todos para buscar su nombre en el número que le había dicho el rubio —. ¿A qué profesor o profesora te cogiste?

—8.1 —susurró sin todavía creer que estaba su nombre, casi al último, pero entre los cincuenta mejores promedios del quinto año del colegio —. A ninguno, lo juro...

—¿No que sólo la plebe estaba anotada allí? —se burló Ámbar, viendo la ocasión perfecta para echárselo en cara.

—¿Y no que tu promedio estaba por las nubes en comparación al de nosotros y los profesores no querían que nos avergonzaras? —le siguió el juego el castaño.

—¿De qué están hablando? —se hizo el desentendido.

—De lo que dijiste hace unos momentos —recordó el que faltaba, todavía impresionado, mas no por ello decepcionado que su novio estuviera entre los mejores promedios.

—¿Yo dije eso?

—¡Sí! —todos respondiendo a la misma vez.

—No lo creo... —abrió los ojos a modo de fingida sorpresa —. ¡Hackearon mi cerebro!

—Luna también está —Simón decidió cambiar de tema, viendo por pura casualidad el nombre de la chica entre los veinte.

—Y Matteo —Ámbar, sin mucha impresión, observó que el nombre de su exnovio estaba en el número seis, aun por encima del de Simón.

—Delfi no —por más que Pedro buscara el nombre de la pelinegra no podía encontrarlo —. Es raro, ella siempre me prestaba las tareas.

—Sigo pensando que tú te metiste sexualmente con algún profesor... —los ojos verdes de Nico lo miraban con cierto grado de enojo, aunque no fuera real.

El día veintiséis de noviembre el Blake South College se despedía de todos sus alumnos, cerrando por fin el año escolar, lo que formaba parte de una montaña de agradecimientos por parte de algunos alumnos que desde el principio del año deseaban salir corriendo por aquellas puertas y no volver a entrar en su vida, mientras que para otros era casi doloroso decirle adiós por tres meses aquella casa de estudios donde habían hecho los amigos con los que ahora pasaban todo el rato. Por parte de los alumnos de último año, no era el último día que se verían, puesto que faltaba el día de la graduación, la cual se efectuaría el diez de diciembre, haciéndoles ilusión por verse al fin usando su toga completamente negra, estola dorada con sus propios nombres escritos en ella, además del escudo característico del colegio y, por supuesto, lo que hacía el papel de la corona en aquella velada, su birrete del mismo color de la toga, con algunos toques en dorado.

La mañana del último día de noviembre, Ámbar estaba recogida entre tres cobijas, dos pijamas y un gorro, las temperaturas afuera estaban poco cálidas y ella consideraba que no había mejor forma de dormir que bajo lo caliente de sus cobijas en aquellos días de invierno, cuando llovía a cántaros y si el sol salía era solamente por un minuto y perderse de nuevo el resto del día.

—Querida, me tengo que ir —sintió unos leves empujoncitos y una suave voz muy cerca de ella —. Cuídate mucho, regresaré mañana.

—¿Tía? —articuló con la voz ronca, sin quiera abrir los ojos —. ¿A dónde vas?

—Reunión de fin de curso, cariño —le dio un beso en la mejilla —. Cuídate mucho.

—Tú igual —ahora sí abrió los ojos, mirando por primera vez la grisácea luz que se filtraba por la ventana cubierta de gotas de agua de la lluvia que se desplegaba como acto principal en aquel día —. ¿Con este clima vas a salir?

—Trabajo es trabajo —le sonrió, apartándole el cabello que caía sobre su rostro —. Nos vemos.

Miró la hora en su teléfono, eran las ocho con cuarenta y seis minutos de la mañana y la fecha del treinta de noviembre. Frunció el ceño ante aquello, de seguro a su móvil se le había descompuesto la hora y fecha de nuevo; había veces cuando apagaba su celular que ese tipo de cosas sucedía, lo malo era que no recordaba haberlo hecho.

—Tía, espera —la llamó antes de que pudiera cerrar la puerta de su habitación —, ¿qué fecha es hoy?

—Es treinta, querida —informó, con un poco de gracia, sabiendo que en vacaciones los chicos perdían la noción del tiempo —. ¿Ya se te empezaron a olvidar las fechas?

La rubia menor sintió un corriente de sangre helada recorrer mil veces por segundo todas las arterias de su cuerpo, las manos le sudaron de inmediato y pudo asegurar que el mundo se hizo diez veces más grande de lo que ya era; eso, o ella se había hecho diez veces más pequeña.

—¿Qué sucede? —frunció el entrecejo, no pasando desapercibido el cambio de color que había experimentado el rostro de su sobrina.

—Nada, tía —la miró directo a los ojos, pensado lo peor, sin embargo, teniendo el conocimiento de que la mayor no tenía ni idea de lo que ella pudiera estar pensando —. Tienes razón, ya se me confunden las fechas.

Apenas supo que su pariente había abandonado la casa, se lanzó de la cama, buscando sus zapatos y un abrigo que la protegiera al menos un poco de la lluvia de afuera. Tocó el timbre de la casa de Simón, sin importarle despertar a alguien si es que aun se encontraban dormidos, que, como cualquier persona normal, lo estarían. Aunque, según tenía entendido, la madre del muchacho trabajaba los sábados. Unos minutos después, un somnoliento Simón, abrió la puerta mientras se restregaba uno de sus ojos con el dorso de su mano; llevaba el cabello desarreglado, un pijama gris, una sudadera como dos tallas por encima de la de él y en sus pies nada más los calcetines.

—Ámbar, ¿qué haces aquí tan temprano? —abrió la puerta más y se hizo a un lado para dejar que la chica pasara adelante —. Entra.

—Necesito hablarte sobre algo... —pasó adelante, sintiendo que sus manos temblaban de los nervios que se cargaba. Algo le decía que echarse nervios tan de mañana no iba a hacerle bien —. Algo muy importante.

—Seguro —habló en tono de confusión, poniéndose ya un tanto sacado de onda por los claros nervios rondando el aura de la ojiazul —. ¿Quieres café? Kelly no está, así que tendré que prepararlo yo. Puede que me quede como el café más horrible que probarás en tu vida, pero...

—Sí, sí quiero —interrumpió, encaminándose ella misma hasta la cocina y sentándose en una de las sillas de la mesa que allí había.

—¿Estás bien? —buscó en la alacena el bote donde por mera casualidad sabía que estaba el café —. Te ves un poco alterada, ¿tuviste alguna pesadilla o algo? Si es así, tranquila, está de día ya —encontró lo que buscaba y cerró la alacena, y se quedó viendo el envase un poco raro —. Siento que esto va a ser un desastre, ¿podemos pedir un Starbucks si me queda mal?

—Estoy embarazada, Simón...

El bote que contenía el café cayó al suelo, desparramando parte de lo que contenía en el blanco suelo y en los pies del castaño, el cual tenía los ojos tan abiertos que provocaba el temor de que en cualquier momento salieran disparados para chocar con la pared.

—Tú... ¿qué?

A pesar de que la persona que estaba en esos momentos frente a ella era Simón, Ámbar podía asegurar que su rostro había sido cambiado por el de alguien completamente diferente; su tono de piel pasó a ser casi verde y sus labios perdieron todo el color que alguna vez los hizo ver tan deseables. Lo notó buscar soporte en una de las sillas que estaban más próximas a él y sentarse con toda la inseguridad del mundo. Era obvio que ni en mil vidas se esperaba algo como aquello, también debía atribuirse a ella misma el problema con soltarlo, así como si nada, pero, en su defensa, a ella no le habían avisado con anterioridad para estar ya preparada psicológicamente desde un principio.

—Pero... —logró apenas decir; la mandíbula de la nada se había quedado sin lubricación para poder moverse y aquella simple palabra había abandonado sus descoloridos labios por puro milagro —...usamos... Usé protección... ¿Cómo es posible que...?

—Usamos, sí, pero no la primera vez —recostó los brazos en la superficie acristalada de la mesa, posicionando luego su rostro encima de estos, sintiéndose ya demasiado débil como para seguir conteniendo el miedo que llevaba en su interior. No podía hacer otra cosa más que ponerse a llorar —. Dios mío, no sé qué voy a hacer...

—¿Tú qué vas a hacer? ¡¿Qué vamos a hacer los dos?! —se rascó la cabeza con ambas manos, desesperado y deseando no haber escuchado lo que escuchó hace un momento atrás —. Te recuerdo que mi pene estuvo involucrado allí también.

—No te estoy excluyendo, porque sé que tú formas parte de la otra mitad involucrada, a lo que me refiero es que tú eres hombre y los hombres no se preocupan por lo que cargamos nosotras dentro —hablaba y se le derramaban las lágrimas al mismo tiempo, ni siquiera sabía qué estaba diciendo, porque otra persona era quien movía su boca y ordenaba a su cerebro para que dijera cosas que ella posiblemente no diría debido al miedo que se albergaba en su cuerpo en ese momento —. Tengo mucho miedo, Simón. No debimos haber hecho lo que hicimos...

—Creo... —era difícil de aceptar, sobre todo ahora porque su corazón no dejaba de latir a toda prisa, sonando como el galopar de un caballo asustadizo —...creo que tienes razón... Pero, ¿cómo sabes que estás...? —no era ni siquiera capaz de mencionar la palabra, automáticamente su boca callaba al querer mencionarla.

—Hoy es treinta de noviembre —contestó con un hilo de voz.

—¿Y qué? El año pasado también lo fue y no por eso...

—A lo que me refiero es... —lo miró enseriada —...es que soy un reloj, Simón. Hace dos días que debió haberme venido la menstruación, pero no fue así.

—¿O sea que no te has hecho ninguna prueba? —sintió lo que hasta ahora consideró con un rayo de esperanza al final del túnel —¿Cabe la posibilidad de que no lo estés?

—No, no cabe. Sería muchísima casualidad que pase esto ahora, estoy muy segura de lo que pasa y... —se quedó en silencio por un momento, deteniéndose para ver los ojos marrones expectantes del muchacho —. Yo no quiero ser mamá, Simón. No ahora, no cuando considero que me falta mucho por vivir.

El castaño se quedó viendo cómo lloraba, no sabía qué hacer, ¿ir y decirle que todo estaba bien? ¡Por supuesto que nada estaba bien! Jamás se le pasó por la mente que eso pudiera llegar a pasar, si hasta se aguantó las ganas de terminar dentro de ella para que tal cosa no sucediera y estaría dispuesto a dar su vida a medida que juraba que había cumplido con la única precaución de aquel día. No podía ser posible que hacía apenas unas semanas que estaba cumpliendo sus diecinueve años y hoy se enteraba que iba a ser papá muy pronto. Si hubiese sido otra persona diferente a Ámbar quien se lo hubiese comentado, lo más probable es que le hubiese regalado un buen golpe en la mejilla por inventora. Lástima que las cosas no habían sucedido así.

—¿Y tú crees que yo sí? Ni siquiera trabajo, vivo con mi madre y... Dios... —se cubrió el rostro con ambas manos. Un peso enorme se alojó en su espalda, casi pegándolo al piso, llenándolo de culpa completamente —. Esto no puede estar pasando, ¿qué vamos a hacer?

Tal vez era la desesperación por dejar de sentirse así, podría ser que el miedo la estaba dominando y la estaba haciendo ver que las opciones eran tan limitadas, porque lo eran, y sólo la llevaba a una solución nada aceptable. Sabía que no había manera alguna decir que estaba bien porque no lo estaba. No quería ser cruel con nadie y menos con algo que le perteneciera, sin embargo, no se sentía la persona más capaz del mundo para llevar por nueve largos meses en su vientre una criatura que día con día crecería más. Muy débil. Lo aceptaba, no podía ser de otra manera.

—Yo... —gimió, más que habló, pretendiendo decir las palabras que tenía en mente lo más bajo posible —. Yo... no quiero ser madre.

—Te comprendo —se levantó de su silla y caminó hasta la que estaba más próxima a la rubia, sentándose a su lado para tomar su mano, la cual nunca llegó a tocar debido a que ella la apartó cuando lo presintió —. No hay nada que podamos hacer...

—Sí hay algo —no, no lo vería a los ojos.

Simón se hizo para atrás un poco asustado. No quería sacar conclusiones apresuradas, pero si ella planeaba hacer lo que se le había cruzado por la mente, era un motivo muy válido para ponerse alerta.

—No estarás pensando en...

—Sí...

—Ámbar... no hagas eso... —ahora sí le tomó la mano, apretándola un poco más fuerte de lo que en otro momento lo haría, evitando que ella la apartara —. Eso es...

—Es lo que yo decido, Simón. No serás tú quien arruine su vida con un bebé antes de tiempo. No quiero un bebé; no lo quiero y no lo voy a tener —se levantó, dispuesta a irse, mas, la mano de Simón no la había soltado aún.

—¿Y no me preguntarás lo que quiero yo? —preguntó en un tono dolido. Sabía que no era fácil para ella, pero tampoco lo era para él, mas no por ello quería quitarle a una persona la posibilidad de vivir.

—Lo siento mucho, Simón, pero ya he decidido —se soltó y se fue tanto de la cocina como de la casa, cogiendo un camino que no fuera el cruzar la calle para llegar a su propio hogar y lanzarse a llorar en la habitación.

Mientras tanto, Simón hacía de tripas corazón para no salir corriendo detrás de ella y tratar de convencerla de que no hiciera lo que tenía en mente. Pero algo lo tenía clavado a la silla y una vocecilla en el interior de su cabeza le aseguraba que él, aunque no quisiera reconocerlo, también estaba de acuerdo con la decisión de la rubia y esa era la razón por la cual se había quedado en esa silla, pretendiendo que ella hiciera todo el trabajo para autoconvencerse de que su idea estaba mal en tantos aspectos que, en ese momento, no podía mencionar.

—¿Pruebas de embarazo? —preguntó, simulando estar lo más normal posible. Como para hacer creer que la dueña de lo que pidió no era ella, sino una inexistente amiga que había llegado a su casa llorando y preguntándose así misma si estaba embarazada o no, por lo cual ella la había ayudado, alentándola a pensar positivo y se dispuso «a comprarle» la prueba.

Como ya se esperaba, la mujer que la atendió la miró raro de arriba hacia abajo, imaginando sabía Dios cuántas cosas o insultos. La vio asentir con la cabeza y caminar hacia un estante donde estaba una caja que seguramente las contendría, puesto que de allí sacó otra caja aún más pequeña con la impresión de un dibujo de lo que esta contenía. Pagó por su pedido y cuando estuvo a punto de cerrar la puerta, alcanzó a escuchar las risillas burlescas de las dos mujeres que estaban dentro; no le importó, al fin de cuentas lo que más le importaba aquel día era usar por primera vez el artefacto que llevaba en manos y rezar porque al final la prueba diera negativa.

Al llegar a casa, ni siquiera desayunó, el apetito había abandonado su cuerpo desde muy temprano y veía difícil el hecho de sentirlo regresar. Se cambió de ropa luego de haberse bañado, arregló su cama e incluso arregló su closet, todo para retrasar el tiempo de hacerse el test, poniéndose cada vez más nerviosa, por lo cual encontraba una excusa para hacer algo que estuviera alejado de aquella necesidad de aclararse la mente.

La tarde llegó más rápido de lo que esperó y a pesar de que se moría de hambre, había negado el ofrecimiento a comer que dos mujeres le ofrecieran en el transcurso del día. El timbre de la casa sonó, haciendo caso omiso a este, decidió meterse al baño para hacerse de una vez por todas lo que debió hacer desde la mañana. Terminó de hacerlo y dejó el aparato en el lavabo y salió del baño para sentarse en la orilla de la cama; las instrucciones dictaban que esperara al menos cinco minutos para ver los resultados. Desde ahora aseguraba que serían los cinco minutos más largos de toda su existencia.

Tres golpes repentinos en la puerta de su habitación la hicieron saltar de la cama, volteó a ver de dónde provenían, pensando en que de un momento a otro la puerta se caería.

—¡Sigo sin hambre! —gritó, poco dispuesta a ir a abrir.

—Ámbar, abre la puerta, por favor —la voz preocupada y entrecortada de Simón llegó a sus oídos desde el otro lado, lo que hizo que su corazón se asustara y su respiración se cortara por unos momentos.

Sus piernas se habían movido solas y de pronto ya estaba abriendo la puerta, dándole paso al chico para que pasara. Estaba pálido, igual de nervioso como lo había dejado en la mañana y con los ojos rojos como si desde entonces no hubiera dejado de llorar.

—Simón...

—No lo hagas, por favor —ese Simón de ahora le recordaba al mismo Simón que había entrado a su habitación aquel día que se reconciliaron y lloraron juntos, pidiéndose perdón por lo tontos que habían sido al no hablarse antes.

—Simón, cálmate, yo...

—No, déjame hablar, te lo ruego —se acercó como un rayo, tomándola por las manos y besándola con fuerza. Aquel no era un beso normal, era más el desespero de un chico manifestado en un beso —. Por favor, no abortes. Si estás embarazada y no quieres al bebé, déjalo conmigo. No tienes por qué hacerte cargo tú, pero por Dios, no hagas eso —volvió a juntar sus labios de la misma desesperada manera —. Te pido que no me quites la oportunidad de ser padre de algo que hicimos juntos, de algo que no fue un error porque conocerte no ha sido error alguno, amarte tampoco. Déjame amar a un hijo nuestro, aunque no estés a mi lado. Por favor, no abortes.

Para colmo, ahora no sabía si soltarse a llorar o echarle en cara cuán infantil sonaba aquello. No quería ser grosera, solamente aquello no lo consideraba una opción. No quería ser madre, por ende, no quería andar nueve meses con otra persona creciendo dentro ella para luego olvidarse, así como así. Era obvio que en algún punto tendría que cogerle cariño y allí era donde estaba el problema, debía actuar ahora que eso no pasaba, porque entonces, con cariño de por medio, el no querer ser madre se desvanecería como la espuma.

—No me pidas eso, Simón —rogó, queriendo zafarse del agarre de manos en el que estaba atrapada.

—No serás la primera ni la última chica que queda embarazada antes de los veinte, te lo aseguro —y es que todo se había vuelto en su contra, claramente ella estaba siendo la villana del cuento, otra vez. Odiaba el hecho de que Simón pensara eso de ella —. Déjalo conmigo, yo lo cuidaré, de verdad.

—No es que dude de ello, no te creas —agachó la cabeza —. Solamente no quiero ser parte del grupo de chicas que tienen hijos antes de los veinte. Tú y no vivimos frente al otro, pero eso no quiere decir que estamos casados.

—Entonces cásate conmigo —sus ojos, que de por sí ya estaban abiertos, ahora estaban diez pasos más que eso y su mandíbula estaba rozando sus pies en el preciso momento en que el castaño dijo aquello como si se tratara de algo normal.

—¿Q–Qué? ¿Acaso estás...? ¡No! —como si las manos de Simón fueran dos garras rojas debido a las llamas, se las quitó de encima a cómo pudo, dio tres pasos hacia atrás sin dejar de ver con temor, la seguridad que se reflejaba en su rostro —. No sé si te golpeaste la cabeza contra algo antes de venir aquí, no sé si te das cuenta, pero esa es la estupidez más grande que has dicho en tu vida, Simón Álvarez, ¿cómo se te ocurre? ¡Sólo en tu cabeza cabe semejante tontería!

—No quieres matar a una persona, ¿verdad?

—No, pero...

—Entonces dámelo. Como te he dicho: no te hagas cargo tú de nada a parte de tenerlo, pero no lo mates —sí, estaba llorando. Esa escena no se la hubiera imaginado ni en un millón de años.

«Mierda, ¡la prueba!», recordó.

—¿A dónde vas? —preguntó él, creyendo que se encerraría en el baño como indirecta para que abandonara su casa —. Ámbar, por favor...

Apenas salió del baño, los que serían reclamos por parte de Simón, murieron en el aire antes de terminar; la rubia tenía una cara con una expresión neutra, los puños cerrados y en uno de ellos, algo que no se definía muy bien. Antes de que diera un paso hacia ella, esta corrió en su dirección a una velocidad que ni siquiera pudo calcular, se le lanzó encima y le plantó miles de pequeños besitos alrededor del rostro, dejando la boca como el último lugar. Lo hacía con la misma intensidad de desespero con que lo hizo él mismo cuando llegó, sin embargo, la diferencia radicaba en que estos besos estaban cubiertos de una buena porción de alegría, combinada con el chapuzón de alivio de su vida.

—No habrá necesidad de casamientos, largos embarazos, abortos o padres de familias prematuros —le mostró la prueba que llevaba en mano —. Negativo. No hay embarazo.

Cierta parte de su cuerpo sintió un tremendo alivio que lo hizo sentirse vivo de nuevo, podía ver toda la alegría que en esos momentos poseía en cada rincón de su rostro, cada beso que le proporcionaba simbolizaba lo bien que le caía la noticia de sentirse liberada de un peso enorme sobre sus hombros. Mientras que otra parte de su mismo cuerpo, sintió una pisca de decepción al saber que todo había sido una falsa alarma y que lo que se había planeado horas antes, cuando la ojiazul abandonó su casa, el hecho de convertirse en padre, en el protector del fruto del amor entre él y la chica que amaba, era una mentira bastante cruel y jugada en un momento que no se vio venir.

—No hay embarazo... —repitió en un tono que ni él mismo pudo descifrar.

—¿No es fantástico? Ya no hay nada de qué preocuparse —se levantó de encima de él, tendiéndole la mano luego para ayudarle a levantarse —. Aunque todavía no entiendo por qué me retrasé con el período. Siempre está puntual.

Los dos se quedaron en silencio, uno que a medida que el tiempo pasaba, subía puntos en la escala de la incomodidad. Simón no sabía cómo sentirse, un montón de ideas habían cruzado su cabeza antes y ahora estaban reducidas a humo; viendo que el color había regresado, estaba seguro, no sólo a las mejillas de Ámbar, sino también a su vida, una opresión en el pecho no lo dejaba respirar en paz, era como si alguien estuviera encima suyo, con ambas manos haciendo fuerza contra su pecho.

—Me tengo que ir —caminó hacia a puerta, con la extraña sensación de estar caminando en el aire —. Hablamos al rato.

—Espera —lo alcanzó antes de que pidiera tocar el pomo de la puerta —. Siento las cosas que te dije...

—Está bien —sonrió falsamente, agitando las manos —. También dije un montón de estupideces, no me hagas caso.

—Bueno —levantó una ceja, podría estar confundida, pero para ella, Simón sonaba molesto, hasta cierto punto —. Yo...

—Hablamos, cariño —apenas tocó sus labios con los propios y le sonrió sin ganas —. Ve a comer, que se me hace que tienes hambre —sobó su estómago, haciendo círculos con la palma de su mano —. Adiós.

—Adiós...

Los días hasta el diez de diciembre pasaron rápido, para Ámbar fue un poco extraño el saber que Simón estaba un poco cortante con ella y es que estaba más que claro que se había «ilusionado» con la idea de ser papá. Aunque la menstruación le llegó dos días después de aquel suceso al que decidió llamar «El susto de su vida», dando por hecho que un embarazo se estaba desarrollando en cualquier parte del mundo, menos en su vientre, para Simón seguía pareciéndole raro que en algún momento él consideró ser papá a tan corta edad; claro, gente en el mundo traía hijos al mundo a una edad terriblemente menor, pero él, que nunca había siquiera considerado el hecho, en un cortísimo tiempo se había moldado a una vida ficticia con un miembro de más en su familia, por lo cual le provocó algo de trabajo dejar ese pequeño episodio atrás.

El gran día de la graduación, según órdenes de la directora del Blake, tanto alumnos, padres e invitados, debían estar en las instalaciones del colegio a las diez y media de la mañana ya que la ceremonia iniciaría a las once y en el tiempo en que se ordenaban por lugares, todo empezaría más o menos a la hora acordada. Los alumnos estaban sentados conforme a la inicial de su apellido, por lo cual los cuatro chicos estaban un tanto divididos en un principio, siendo Simón ubicado en una de las primeras filas, gracias a que su apellido era Álvarez, seguido de Delfina Alzamendi, la cual formó parte de un ambiente un poco pesado debido a sus poquísimas, casi inexistentes, palabras que se dirigían, y para terminar de completar el triángulo, Pedro Arias, estaba después de ella. Nicolás, aunque se negara a aceptarlo, se moría de celos porque su novio y la ex de este estaban sentados uno junto al otro. Ámbar, sin embargo, le alegraba que Luna tuviera uno de los apellidos más lejanos a ella con respecto a la letra. Aunque claro, al final, cuando todo inició, la directora llamó a los diez mejores promedios para que ocuparan un lugar de honor al frente de todos, y eso sólo le sirvió a Simón para escapar del negro ambiente en que estuvo metido; una suerte que Pedro no corrió, lastimosamente. En el frente los únicos que estaban juntos eran Ámbar y Nico, ya que conformaban en primer y segundo lugar, lo que hizo a Simón quedar alejado de ellos, pero siempre era mejor que estar junto a Delfina y Pedro.

—Buenas tardes a todos, alumnos, padres de familias, invitados y profesores presentes —inició Ámbar, parada en el estrado frente a un silencioso y atento público que la observaba en todo momento —. Vaya, no puedo que creer que este día al fin se llegó —pronunció con cierta melancolía —. Desde que somos pequeños, añoramos todo el tiempo el día en que vamos a estar sentados unos juntos a otros, esperando nuestro turno para el llamado y recibir el diploma que da a conocer que ya hemos cursado todos los años de la secundaria. Desde muy temprana edad hemos visto a amigos, familiares e incluso a alguno de los vecinos, mencionar lo emocionados que se encuentran por haber terminado esta parte de su vida. Aseguro no equivocarme, pero sé que todos nosotros en algún momento deseamos crecer lo suficientemente rápido sólo para saber qué se sentía estar sentado en una de esas sillas, presenciando la última reunión con esos compañeros de clase que nos acompañaron desde el primer año o con esos que se nos unieron en el camino. Hoy, aquí frente a ustedes, puedo decirles que finalmente sé qué se siente y les aseguro que es muchísimo mejor de lo que imaginé en aquel entonces —sonrió algo entristecida —. No se los negaré, fue difícil para mí llegar a este punto y como yo, sé que también hubo muchos y eso, chicos, eso es que vale la pena al final; el hecho de no habernos rendido y haber nadado contra una corriente que se nos venía encima, eso, por sobre mucho, es lo que al final vale el mérito de estar inmensamente feliz —pausó unos cortos segundos, riendo con un poco de burla después —. ¿Saben? Desde que era niña me imaginé a mí misma en este mismo lugar, diciendo un discurso planeado días antes y recitado unas mil veces frente al espejo de mi habitación, sin embargo, hoy no encuentro palabras algunas para poder hablar sobre el cómo me siento; aquellas que dije en el espejo dan la impresión de nunca haber salido de mi boca porque no las recuerdo... —se volvió a detener un momento. Miró a todos los que estaban frente a ella, en la primera fila miró a Matteo, Pedro, quien le sonreía con orgullo y Delfina a su lado, con esa mirada congelante que tenía desde que la conoció —. El camino hasta aquí no fue cubierto de margaritas o girasoles, todo cuenta en la vida; pero el secreto de esta, es saber cómo relacionarse. A los que sólo han oído hablar de mí, pensarán: «¿Cómo esa chica habla de relacionarse si nunca lo estuvo?». No los culpo, es verdad. No obstante, más vale tarde que nunca. Tengo la dicha de alardear sobre haber encontrado a las personas más divertidas, amigables, generosas y amorosas del mundo. No sería yo la misma persona ahora si ellos no estuvieran conmigo. No se crean, cuando les digo que fue difícil es porque lo fue, pero estar con ellos vale la pena cada mísero segundo —volvió a poner la vista en Pedro, le sonrió. Buscó a su espalda a Simón y a Nico, los cuales también le sonrieron en grande. Se dirigió nuevamente al público, sonriendo aún más —. Chicos, ustedes saben que es a ustedes que me refiero, quiero que sepan que los amo con toda mi alma —buscó ahora a su tía, quien estaba sentada en una mesa grande en el escenario de frente a las personas. Tenía en sus ojos un brillo de orgullo sobre la chica a la que consideraba su hija, una que nunca tuvo —. Tía, a ti te quiero mucho más. De todas las personas del mundo, no sé qué haría si no estuvieras conmigo, de verdad, muchas gracias por existir —la mujer asintió, con los ojos llorosos ante aquellas palabras —. A todos los presentes, quiero que sepan que, aunque este es un ciclo concluido, no es el final; estamos sólo al principio de una vida exitosa según sepamos construirla. De la misma manera en que no nos rendimos desde el primer año, no nos rindamos nunca ante los primeros años que la vida nos va a llevar. Sí se puede si uno quiere —les guiñó el ojo, aun sabiendo que pocos la verían —. Felicidades a todos, se lo merecen. Felicidades padres, ustedes se lo merecen todavía más —una lluvia de aplausos inundó el auditorio del colegio y todos eran para la rubia de ojos azules. Sharon se puso de pie de inmediato para ir a abrazar a su sobrina y darle un beso en la mejilla junto con un «felicidades» dicho en un susurro.

Ese mismo día había una fiesta en un club que el colegio había alquilado específicamente para eso, en el cual estaban invitados todos los estudiantes de secundaria, pero de segundo año en adelante ya que era probable que los de primer año no estuvieran tan bien relacionados por haber sido el primer año. La fiesta empezaba a las ocho y a esa hora Simón iba hacia la casa de Nico y Pedro para después regresar por Ámbar, la que le había pedido de favor que fuera por ellos primero porque ella tardaría un poco más de lo esperado. Y claro, lo último que podía hacer era quejarse.

—Busco a Nico, ¿está listo ya? —preguntó a través del micrófono que estaba bajo el timbre en uno de los costados del portón de la entrada de la casa de Nicolás.

—¿Quién lo busca? —escuchó una voz casi monótona de una mujer.

—Simón —contestó nada más.

—Espere un momento —un sepulcral silencio vino después de aquellas últimas palabras, pero no fue por mucho, a los pocos segundos estaba de regreso diciendo: —. Va para allá en un momento. Perdón la espera.

—Bien.

Un último sonido parecido a la finalización de una llamada telefónica apareció y fue la señal para que Simón caminara hasta su auto y se sentara a esperar a que su amigo saliera. La marca Calvin Klein estaba en las etiquetas de su pantalón, saco y pechera de su traje, su camisa manga larga blanca era de Ralph Lauren, junto con la brillante corbata del mismo color del traje. No recordaba la última vez que se había puesto un traje de gala ni por qué. Metió sus manos en la bolsa y sacó su teléfono móvil, la hora marcaba que eran las veinte horas con dieciséis minutos. Echó un par de miradas hacia el camino que llevaba a la residencia del rubio y no vio nada; lo cual lo hacía preguntarse en dónde coño habían estado sus amigos cuando la puntualidad pasó en sus vidas. Alrededor de diez minutos después, Nico, envuelto en un elegante traje gris oscuro con corbata de moño, salía por el portón, escribiendo algo en su celular. Los dos estaban peinados perfectamente, justo como habían querido luego de haber pasado sus veinte minutos poniendo cada hebra de pelo en su lugar.

—Tardaste un poco, ¿no crees? —se dirigió a abrir la puerta del copiloto, lo que impresionó a Nico, que lo quedó viendo extrañado.

—Tan lindo, no era necesario que abrieras la puerta, pero mil gracias, bebé —se burló y Simón se dio cuenta de lo que había hecho.

—Yo pensé que... —había pensado que a quien le abría la puerta era Ámbar —...olvídalo.

Sugar Daddy...

—¿Ah? —lo miró serio, fingiendo no haber escuchado lo que escuchó.

—Que así te voy a llamar de ahora en adelante —se carcajeó. Le encantaba molestar a Simón, en primera, porque no le decía nada. Y segundo, porque simplemente le gustaba —. Pedro dice que ya está listo.

—Al menos alguien está listo —arrancó el auto y se encaminó hasta la casa del pelinegro —. Deberías aprender de él.

—¿Estás loco? Si está listo porque he pasado las últimas dos horas diciéndole que se vista a tiempo, que no deje todo para cuando estemos frente a su casa —se sonrojó violentamente, aunque Simón no pudiera verlo ya que tenía la vista posada en el frente —. Y por eso me retrasé.

—¿Seguro? —lo conocía tan bien que se podía dar cuenta de que algo ocultaba.

—Sí...

—¿Y por qué tu cara parece el trasero de un mono?

—¿Perdona? —frunció las cejas —. No parece trasero de ningún mono.

—Estás rojo, por eso te pregunto que si es verdad lo que dices —lo miró por un segundo —. Eso de que has pasado las últimas dos horas pidiéndole que se vista.

—Es cierto eso... —se mordió el labio —...en parte.

—¿A qué te refieres?

—Es que... —le avergonzaba decirlo. Y no debería, Simón sabía tantas cosas de él que no le sorprendería que un día dibujara cada parte de su cuerpo a ojos cerrados, sólo imaginándoselo con las cosas que le había contado —. Bueno, tú ya sabes cómo es Pedro.

—No tanto —se rio.

—El caso es que me pidió hacer una llamada telefónica-pornográfica —Simón se partió en risas, sintiendo un golpe en el hombro por parte de Nico —. Y perdimos bastante tiempo en ello.

—Ese Pedro sale con unas cosas... —posó la mirada en los ojos verdes de Nico, todavía riéndose de lo que le había comentado —. Ustedes juntos y solos en una habitación deben parecer conejos.

—No somos tan... —se detuvo a recordar —. Sólo un poco, sí.

—Recuérdame nunca dejarlos solos en mi casa.

La casa de pedro no estaba demasiado lejos de la casa de Simón, unos treinta minutos de diferencia una de la otra, tal vez, debido a ello decidió ir primero por el rubio ya que su casa quedaba muy en el centro de la ciudad y se tardaban demasiado en llegar. Al llegar a la casa de Arias, una edificación de dos pisos, no más grande de la que Simón vivía, en colores beige claros con detalles en rojo y grandes ventanales que se robaban la atención de quienes la visitaban, les recibió casi sonriente. Simón tocó el claxon tres veces para llamar su atención y casi de inmediato, un Pedro, peinado –pocas veces lo habían visto peinado –, asomó la cabeza por uno de los balcones que había y gritó que bajaba en un segundo. Poco después salió viendo la hora en el reloj de su muñeca. Sonrió desde la puerta al ver el embobado rostro de Nico que lo miraba desde el auto. Metido en Gucci desde el último pelo hasta la punta de los zapatos, los dos chicos dentro del auto llegaron a la conclusión de que, a pesar de que Pedro pareciera no importarle nada material, siempre era el que usaba las cosas más caras y extravagantes. Aunque no las presumiera.

—Hola, sí estaba listo —dijo entrando al auto —. Vamos un poco tarde, ya son las nueve.

—Me paso para atrás —el rubio salió del auto para volver a entrar, pero esta vez junto a su novio —. Hueles tan bien. ¿Nos quedamos juntos en el auto en lugar de estar en la fiesta?

—Se quedarán en un taxi, porque aquí no los dijo ni loco —protestó el castaño, tomando el camino de regreso a casa para pasar por su novia.

Se encaminaron hasta la residencia de Ámbar, donde Simón se bajó del auto para ir por ella, no sin antes dejar un ultimátum a los dos chicos que se quedaban adentro, el cual rezaba así: «Sí se quedan adentro para hacer sus cosas, me aseguraré que ninguno de los dos vuelva a tocar el trasero del otro con cualquier clase de pene». Ambos asintieron conteniendo una risilla traviesa y Simón fue directo a la puerta de la rubia.

—Vengo por Ámbar, ¿sabe si está lista ya? —preguntó cuando ya había pasado a la sala de estar, a la señora Sharon, quien estaba sentada en su típico lugar para tomar el té.

—Estoy segura que baja en un momento —respondió sonriéndole al verlo parado, viendo hacia donde esperaba saliera Ámbar —. Estás muy guapo hoy, Simón.

Automáticamente sintió una ráfaga de colores subir desde el inicio de su espalda hasta la raíz de su cabello. Se dio media vuelta para voltear a ver la mujer, sabiendo no qué decir, en primer lugar, porque eran contadas con los dedos de una sola mano las palabras que alguna vez cruzaron. Y segundo, porque se sentía extraño en su presencia.

—Eh... —aclaró su garganta, sin dejar de un lado la pena —. Muchas gracias, Sharon.

—Mi sobrina no quiere ir a la fiesta —comentó, cerrando el libro que tenía entre las manos.

—¿No? Pero si me dijo que pasara por ella de último porque se estaba alistado, ¿se arrepintió? —la rubia miró cómo en el rostro de Simón apareció una sombra de decepción que le bajó el brillo que sus ojos tenían desde que entró.

—No, no eso. Pasa que no se sentía segura sobre su vestido —avanzó hasta él y posarse a su lado —. Arma un poco de drama a veces.

—Entiendo, pero, ¿sí irá?

—Claro.

Cinco minutos después, Simón palideció al ver a un ángel bajar las escaleras con exagerada paciencia. Las ondas de su cabellera rubia, aquellas con las que ya tenía acostumbradas a las personas, se habían ido; en su lugar estaba un muy lacio cabello rubio que llegaba hasta un poco más debajo de los omoplatos, sujeto con una trenza a modo de tiara que le daba un toque un tanto infantil, pero que no por ello dejaba de verse hermosa. Llevaba puesto un vestido corto de color negro, suelto de la cintura hasta cuatro dedos por encima de la rodilla y ajustado de esta para arriba, donde las transparencias se llevaban toda la atención, junto con los bordes de rosas por todas partes. Cuando estuvo abajo, el castaño la miró de abajo hacia arriba, pudiendo no creer que fuera él, el afortunado que llevaría a tal hermosura al baile de graduación, además de que esta, era su novia. Sus altos y brillantes tacones de color plata, hacían una combinación perfeta con la gargantilla de diamantes que le colgaba del cuello y el brazalete del mismo material; así como el pequeño bolso –donde Simón pensó que solamente su teléfono móvil podría caber –de la misma tonalidad de los zapatos.

—Oh, Dios mío... —susurró impactado. La rubia menor le sonrió complacida, queriendo desde un principio causar esa impresión en ese chico. Poco a poco se dio media vuelta, demostrando que el vestido no sólo era atractivo por delante, sino que el escote que tenía en la espalda, era prácticamente cosa de dioses. Además de ello, sus labios y maquillaje, merecían la pena el haber tardado en verla, era obvio que se había tardado vistiéndose, y era muchísimo más que obvio que le encantaba verla, así como estaba ahora. Como toda una reina.

—¿Te gusta? —preguntó, encaminándose hacia él a paso lento.

—¿No estoy babeando? —apenas estuvo lo suficientemente cerca de ella, le plantó un beso en los labios.

Para él y para cualquiera que lo negara, Ámbar estaba preciosa, y eso, además de muchas cosas más, fue lo que lo inspiró a profundizar el beso hasta un punto donde no podía llegar a considerarse sano. Sobre todo, tomando en cuenta que muy cerca de ellos estaba la tía de la chica.

—Estás muy hermosa, sobrina —habló Sharon, un poco incómoda ante aquella demostración de amor. Algo que puso mucho más embarazoso a Simón.

—Gracias, tía. A los dos —le besó la mejilla a la mujer y le tomó la mano al castaño —. Nos vamos, regresamos en unas horas.

—Cuídate mucho, hija —miró directamente a Simón —. Y cuídate tú también, Simón.

—Lo haremos, Sharon. Muchas gracias.

Los dos chicos salieron por la puerta principal, tomados de la mano, a un paso moderadamente lento ya que los tacones de la rubia no la dejaban hacer mayor esfuerzo para ir rápido sin el temor de provocarse una lesión en el tobillo; eso era por lo cual había reconsiderado unas mil veces entre si ponérselos o no, pero eran nuevos, y los estaba guardando precisamente para ese día. Ahora mismo quería regresar e irse en pantuflas a la fiesta.

—Creo que me hice heterosexual de un momento a otro —fue lo primero que dijo Pedro al ver a Ámbar aparecer de la mano de su amigo, mientras este le abría la puerta del copiloto.

—Quiero un trío contigo, Ámbar —le siguió Nico, también embobado con la ojiazul.

—Ustedes son gays, son pareja y Ámbar es mía. Punto —sentenció el de cabello castaño, entrando y acomodándose en su lugar —. Ahora sí, nos vamos.

—Gracias, chicos —los miró con una sonrisa un tanto divertida —. Pedro, te ves muy delicioso en ese traje —le guiñó el ojo.

—Lo sabía —le siguió la corriente.

—O sea que, Pedro recibe halagos, ¿pero yo no? —frunció el ceño, enseriado.

—Cariño, tú estás espectacular, pero ya sabes que a mí me encanta verte sin ropa —los dos chicos que iban atrás empezaron a hacer burla del comentario, provocando que Simón se removiera avergonzado en su asiento.

—Me pondré celoso —Nico se hizo el ofendido —. Simón es mi novio honorario.

—Tienes razón —se carcajeó Simón —. Descuida, bebé. Luego nos escapamos solamente tú y yo —le regaló una sonrisa coqueta que luego se transformó en una carcajada —. Ahora sí, vamos. Que estamos muy tarde.

En lugar donde se efectuaría la fiesta de graduación era un club que estaba en el centro de la ciudad, bastante decente, a decir verdad. Dos plantas, las paredes de afuera estaban pintadas en negro con morado y tenía un gran letrero circular, en luces de neón moradas, donde se podía leer Purple Dragon, y en letras más pequeñas, una frase rezaba: The Night Is Still Young. Los chicos bajaron del auto y caminaron hasta formarse en una fila no muy larga donde estaban chicos esperando que les recibieran el ticket que demostraba que estaban invitados a la fiesta. Diez minutos más tardes, los cuatro chicos pasaban de una puerta a otra para poder entrar al interior del lugar. Por dentro el club era bastante espacioso, había bastante gente en la pista de baile, bailando al son de la música que pusiera el Dj que estaba ubicado en una tarima de tamaño promedio al fondo del salón. Había también una barra de bebidas donde tres bartenders se las apañaban para complacer a sus clientes con los pedidos, uno tras otro. El ruido formaba uno de los principales atractivos de aquella noche, junto con las luces de neón que se elevaban al techo y volvían a caer al piso una y otra vez. Sin embargo, todos estaban de acuerdo en que la estrella del club era el dragón de dos metros y medio que colgaba del techo, de color morado con franjas más oscuras del mismo color, que daba la impresión de estar en pleno vuelo para aniquilar a su objetivo con su fuego púrpura; el que se simulaba cada vez que este abría su enorme boca para dejar salir un destello de cegadora luz morada y aire repleto de neblina, mientras agitaba sus alas de una manera suave y delicada, todo eso, al mismo tiempo en que unos sonidos de un dragón adulto en pleno berrinche de enojo se esparcía por los oídos de los presentes.

—Bueno, chicos, ¿Quién quiere perder la cabeza a base de alcohol? —Pedro friccionó sus manos sin perder de vista la barra.

—Yo tengo que conducir —se encogió de hombros el castaño —. ¿Por qué hasta ahora me doy cuenta de eso?

—Pero puedes bailar —le tomó la mano Ámbar y lo empezó a arrastrar a la pista de baile —. Ven, vamos a romper esa pista.

—No, Ámbar, espera... —se detuvo a medio camino —. Yo no...

—¿No bailas? —abrió de más los ojos ante la sorpresa —. ¿En serio?

—Un poco, pero me da vergüenza —admitió.

—Ten —se dio media vuelta, encontrándose con un Pedro bastante contento bebiendo en uno de esos típicos vasos rojos con blanco mientras le tendía uno de esos a él —. Esto quita la vergüenza y hasta la memoria. Efecto inmediato.

—Pero te dije que...

—Yo conduzco, hombre, no hay problema —Ámbar lo interrumpió antes de que terminara —. Todo es que ninguno de ustedes le diga a mi madrina que lo hice, en mis tiempos cuando estaba aprendiendo a conducir, mandé como tres veces el auto al mecánico, así que nunca pude sacar mi licencia de conducir.

—¿Segura que no acabaremos en el hospital? —cuestionó Nicolás, no muy seguro de la idea de la rubia.

—Segura. No tengo licencia, pero sé conducir —le arrebató el vaso de las manos a Pedro —. Ahora bebe, cariño. Y hagamos el amor en la pista.

—¿Estás loca? —se apartó el objeto de inmediato cuando este estaba a punto de tocar sus labios.

—Qué sexi —Pedro dijo en tono morboso.

—Era broma, sólo bebe y ya.

La primera parte de la noche se pasó con los chicos bailando y bromeando entre ellos en medio del bullicio de la gente, empujándose unos a otros y besándose como si el día de mañana no llegaría nunca. Nico, Simón y Pedro, dejaron los sacos de sus trajes tirados en uno de los sillones que estaban en la parte de los asientos porque no soportaban el calor que los había envuelto, mientras que Ámbar había dejado en el mismo lugar los altos tacones que había calzado desde su casa hasta llegar al club y los cambió por un par de zapatos del mismo color que los anteriores, con la diferencia de que estos no tenían tacón alguno.

—¿Cómo es que guardas esos zapatos en un bolso tan pequeño? —le había preguntado Nico al verla sacarlos del pequeño bolso que había cargado esa noche.

—Misterios de mujeres, niño —fue su única respuesta.

Entre tanto bailar y beber, subieron a la segunda planta, donde había poco ruido y el lugar parecía estar designado solamente para descansar, porque las pocas personas que allí se encontraban era lo único que estaban haciendo.

—Si me caigo, no se rían, de verdad que todo da vueltas —mencionaba Simón, sosteniéndose de las paredes y de lo primero que encontrara para no caerse.

—Muchos tragos por una noche, siento que voy a vomitar —el rubio se acostó en las piernas de Pedro cuando todos estuvieron sentados en sus respectivos sillones.

—Ni se te ocurra, que nos dejan a todos limpiado tu desastre —Ámbar le recriminó, estando en la exacta pose de Pedro: sus piernas sirviendo de almohada para que su chico descansara su cabeza sobre estas.

—Siento mucho calor —el castaño arrastraba las palabras mientras las decía —. Quiero ir al baño.

—Yo quiero hacer el amor... —todos voltearon a ver en dirección a donde la voz venía: un Nicolás con los ojos cerrados y una sonrisa traviesa en los labios —...duro.

—Oh, Dios. Nunca le den nada que tenga alcohol a Nico. Jamás —la rubia se rio de la cara de despreocupación con la que Nico decía lo que decía.

—Yo también quiero hacer el amor —ahora le siguió Simón —. Contigo, mi amor —atrajo a la chica con sus dos manos desde donde estaba acostado —. Eres perfecta, mi Ámbar —la besó dulcemente, pudiendo ella sentir el sabor a licor en su aliento y en sus labios —. Y hoy luces como la chica más hermosa del mundo —otro beso, este un poco más fuerte —. ¡Qué mundo ni que nada! Eres la chica más bella y perfecta del universo —la besó por un tiempo más prolongado al anterior —. Mi diosa. Contigo estoy seguro de que Dios es una mujer.

—En definitiva, ustedes nunca deberían tomar nada de alcohol —recomendó su novia —. Pero debo admitir que dices un montón de cosas hermosas cuando lo tomas. Te amo, mi Simonsie...

Desde la segunda planta, donde los chicos estaban descansando, tenían una privilegiada vista hacia la pista de baile, una en la que Ámbar divisó a los lejos la figura animada y danzarina de un Matteo Balsano, moviéndose al ritmo de la escandalosa música que estaba sonando, otra chiquilla asemejaba sus pasos, bailando frente a él, de la que no se le perdía el rostro ya que lo reconocería hasta bajo tierra: Luna Valente. Los dos parecían bailar bastante animados, acercándose al oído del otro cada vez que tenían que decirse algo, riendo después de ello. Parecía que a esos dos no les importaba que demás gente chocara contra ellos en la pista, porque para ellos no había nadie más que solamente sus dos cuerpos. No muy cerca de ellos, Delfina bailaba también con un chico al que no había visto antes, al menos no que lo recordara; era alto, delgado, un cabello claro que se confundía su color debido al constante cambio de luces y una dentadura que a distancia se le perfilaba la perfección. Ámbar volteó a ver a Pedro, este acariciaba los dorados cabellos de un adormilado Nico, mientras sonreía al sobarle la nariz con su dedo índice.

«Delfina tiene buen gusto en chicos», pensó, copiando el gesto en el rostro de Simón.

—Simón —lo removió un poco, hablándole al oído con dulzura —. Simón, cariño...

—¿Sí? —contestó con los ojos cerrados, apenas separando los labios al hablar.

—Te amo —lo dijo tan cerca de sus labios, que su aliento chocó con estos, provocando que él abriera los ojos de inmediato —. Muchísimo.

—Amor... —sonrió a cómo pudo —. Yo te amo más.

Iban a dar las dos de la madrugada cuando los cuatro chicos decidieron que era ya hora de irse a casa. Tomados de las manos, caminaron hasta el estacionamiento mientras Ámbar trataba de encontrar con la vista el auto de Simón luego de que este emitiera el sonido de la alarma que ella misma había activado. A punto estuvo de abrir la puerta de atrás para que entraran Pedro y Nico, cuando una voz hizo que todos voltearan para ver de quién se trataba, dejando a la mitad de ellos, congelados.

—¿Delfi? —Pedro tartamudeó, afianzando el agarre de manos que tenía con Nico.

—¿Puedo hablarles un momento? —miró en específico a la rubia, dándole a entender que en aquel plural no iba incluida su persona.

—Yo... —soltó la mano del castaño —. Los espero dentro del coche, chicos —rodeó el auto y se metió por la puerta del conductor, cerrando y ocupándose de cualquier cosa menos de lo que estaba a punto de suceder afuera.

—Tú... ¿Necesitas algo? —preguntó Nicolás, fingiendo estar sereno ante la situación, sin embargo, todos allí sabían que no lo estaba. En especial él mismo.

La morena dejó escapar una pequeña sonrisa de nerviosismo, sabiendo no por dónde empezar y recriminándose el hecho de no haber hecho las cosas desde que estuvieron en la ceremonia de graduación, en lugar de quedarse como una estatua junto al pelinegro.

—Felicidades —murmuró en un tono bajo.

Los tres muchachos se voltearon a ver al mismo tiempo, coincidiendo en que ninguno pensó que la morena diría tal cosa. Es más, ni siquiera se les había ocurrido pensar al momento en que estaban frente a ella. Sus mentes parecían la estática de un viejo televisor.

—¿Cómo? —Pedro, que no pudo mantener la boca cerrada, se atrevió a preguntar, ya que no entendía nada de lo que estaba pasando.

—Han terminado la secundaria y todos ustedes están entre los mejores promedios, especial a ti, Pedro, felicidades por eso —se acercó, dudosa, un paso hacia adelante.

—Gracias —todos respiraron por fin.

—Quisiera pedirles disculpas, chicos... —masajeó sus manos, agachando la mirada para no verlos a la cara —. Me comporté como una autentica podrida en celos todo este tiempo. En serio lo siento por eso.

—Nada de eso, Delfi —el pelinegro tomó el mando, acercándose hacia ella un poco más —. Fuimos nosotros los que actuamos mal, yo, en especial, al no decirte que... bueno que...

—Ustedes estaban enamorados —completó sin menor rastro de remordimiento —. Sé que no estuvo bien que no me lo dijeran. Considero que las cosas hubiesen ido muchísimo mejor si así hubiese sido. Pero quisiera que lo dejemos atrás, ¿sí? Somos adolescentes, muchachos. Somos humanos, está bien equivocarnos y, aunque nos cueste a veces, perdonar es mil veces mejor que vivir guardando el mismo rencor todos los días —miró a Nico, parado detrás de Pedro —. Sé que ustedes se aman y eso está bien. Nico, también sé que Pedro puede llegar a ser muy pervertido y eso es una de sus mejores cualidades —el muchacho se sonrojó completamente —. Simón, perdona todas las cosas que dije sobre ti, sobre Ámbar, que ahora es tu novia, y sobre lo demás cuando estaba enojada.

—No tienes por qué. Te entiendo —le regaló una sonrisa compasiva, entendiendo su perspectiva.

—Espero que sean felices, chicos. Puede que no nos veamos luego de hoy porque me mudaré de ciudad, pero si nos vemos algún día, quiero que sepan que los quiero muchísimo —haló a Pedro —. A ti, Pedro, quiero decirte que siempre te guardaré en un lugar muy especial de mi corazón; eres un chico increíble. Y puedo apostar que estás en buenas manos ahora. Cuídamelo mucho, Nico —guiñó un ojo al rubio, extendiéndole la mano para que se acercara, paso que repitió con Simón —. Los quiero mucho, muchachos —los abrazó, hasta donde sus brazos hicieron el precario esfuerzo para abarcarlos a todos —. Lo siento, en verdad. ¿Siguen siendo mis amigos?

El silencio que reinó por unos segundos, hizo a Delfi separarse un poco de los chicos, mirándolos a la cara un poco seria y luego mencionar:

—Si dicen que no, los mato.

Todos se rieron. Simón recordó una escena casi parecida, aquel primer día en el colegio donde esta misma chica le hizo casi exactamente la misma pregunta y ante su silencio, le advirtió la misma cosa.

—Por supuesto que sí, Delfi —habló el castaño —. Nunca dejamos de ser tus amigos.

—Gracias, Delfi —Nico continuó, agradecido de que la mala leche hubiera bajado su nivel —. Mierda, en serio. Gracias.

—Tú igual siempre vas a estar en un lugar muy especial de mi corazoncito, Delfina —Pedro le removió el cabello con suavidad —. Eres la mejor. Te quiero. Te queremos mucho.

El mes de diciembre iba a un paso rápido desde el momento en que inició. El día de celebrar la noche vieja se llegó y todos comieron en sus respectivas casas con sus respectivas familias, algunos de menor cantidad que otra, como era el caso de Simón y Ámbar. Esta última había estado pensando arduamente en el cómo decirle al castaño, una noticia que llevaba atorada desde meses atrás y que no quería decir por no saber por dónde empezar.

La mañana del veinticinco de diciembre, Ámbar despertó temprano, pero se quedó metida entre las cobijas mientras se decidía en que ese día sería el día para hacer su revelación, porque, de otra forma, buscaría más y más excusas para seguir retrasando el tema, y era bien sabido que mientras más tiempo tardara en hacerlo, más duro sería el golpe al final.

—¿Podemos salir a pasear hoy por la tarde? —preguntó a través del teléfono, escuchando del otro lado la voz ronca de Simón.

Se levantó de la cama y caminó hacia la ventana, corrió la cortina con una de sus manos al momento en que con la otra sostenía su celular cerca de su oído. La nieve que caía con poca fuerza, cubría el techo de las casas del vecindario, así como también las aceras y las copas de los arbustos. La ventana del cuarto de Simón se miraba cerrada y la cortina bloqueaba cualquier tipo de mirada curiosa hacia adentro.

—Sé que hace frío, pero quiero salir contigo un rato, ¿sí? —se volvió hacia su cama, todavía sin empezar a caminar.

Escuchó la respuesta por parte del chico, sonrió como si estuviera viéndolo frente a ella y nuevamente miró hasta el balcón de la casa del moreno.

—Nos vemos más tarde entonces —lanzó un sonoro beso que lo hizo reír entrecortado —. Sigue durmiendo.

Aquel día el sol no había aparecido por ningún lado, el cielo estaba grisáceo y la temperatura baja. A las cuatro y media de la tarde los dos partieron en el auto de Simón al centro de la ciudad en busca de un lugar tranquilo donde pudieran beberse un café y hablar de lo que quisieran, algo que les costó un poco, puesto que en navidad todo el mundo está en la comodidad de su casa, haciendo todo, menos saliendo de ella. Luego de unos largos minutos de búsqueda, encontraron un local pequeño, pero acogedor, donde pidieron simplemente café y unos cuantos bocadillos para acompañarlo.

—Creo que deberíamos estar acostados ahora mismo —empezó a hablar Simón, acercándose la taza a los labios y bebiendo un pequeño sorbo del oscuro contenido.

—Supongo que sí —imitó su actuación —. Pero quería hablarte sobre algo.

—¿Ah sí? —preguntó en tono despreocupado —. Dime.

—Es sobre mi carrera... —se mordió el labio inferior, recriminándose por no haber creado alguna especie de guion por el cual guiarse —. A lo que me quiero dedicar.

—¿Ya has decidido? —pareció emocionado —. ¿Qué es?

—Lo tenía decidido desde hace tiempo, a decir verdad... —aclaró su garganta y bebió otro trago de café —. Me dedicaré al modelaje...

—¡Vaya! ¿En serio? ¡Eso es genial! —le tomó las manos por encima de la mesa, contento por ella —. Pero, ¿por qué no me lo habías dicho?

—Porque donde empezaré con esto es...en Paris —sintió todos los músculos de su cuerpo estremecerse ante aquello. Las manos del castaño estaban pegadas a las de ella y de esa forma pudo sentir cómo sus dedos se contrajeron apenas terminó de hablar.

—¿Paris? Eso es... —apartó sus manos, embrocándose la taza con el café y bebiéndolo todo de una vez —...eso es genial.

Miró la sonrisa que el de cabellos cafés llevaba desde el primer momento en la vio, desaparecer por completo, sus manos cerrarse en un fuerte puño donde sus nudillos palidecieron. Toda expresión abandonó su rostro y eso fue lo peor de todo, puesto que no sabía de qué manera se encontraba en este momento; si enojado, triste, decepcionado, o, en cualquiera de los casos, feliz. Quería que le dijera una palabra, la que fuera, pero no mencionaba nada. Incluso parecía que había dejado de respirar, aunque la tonalidad de su piel seguía igual de perfecta que siempre. Un pesado silencio recayó sobre ambos, él se vio obligado a poner su mirada en la taza vacía del café, contemplándola como si todavía hubiera un poco de este allí. Cuando Ámbar por fin estaba dispuesta a decir algo, él se adelantó, moviendo los labios lentamente a la vez que una ronca voz salía desde el fondo de su garganta, pronunciando dos simples palabras:

—¿Por qué?

No hubo la necesidad de que le explicara a qué se refería, la rubia ya sabía que esa pregunta se iba a repetir más de una vez en toda la conversación que se había guardado y que hasta hace momentos atrás, desató. Lo que sí no se esperaba, es que lo dijera de una forma en la que menos cortaba un cuchillo recién afilado que sus palabras.

—No sabía cómo decírtelo... —las palabras se atragantaban en su boca, daban la impresión de tener muy poco qué decir, cuando, a decir verdad, tenía todo un parlamento atorado en mitad de la garganta —. Tampoco es fácil para mí decírtelo...

—Puede que para ti no se fácil solamente eso, pero, ¿y yo? —la miró después de todo el rato en que estuvo con su mirada en la taza —. Te amo, ¿sabes? Más de lo que he amado alguna vez a alguien. Eres la persona por la cual yo haría la locura más grande del mundo, como proponerte matrimonio sin siquiera pensarlo. Y tú... tú sólo te vas.

—Si fuera así de fácil ni siquiera sabrías ahora mismo que me estoy yendo —respiró profundo, no sabiendo qué decir después de haber pensado tanto en el tema antes —. Te amo, Simón. Te amo tanto o más de lo que tú me amas a mí. Eso no va a cambiar nunca, pero es la cerrera que yo elegí. Así como tú quieres ser abogado, yo sé lo que quiero para mí y sé que debo sacrificar cosas para conseguirlas...

—Y una de esas cosas soy yo. Está claro —agachó la mirada, sintiendo que el corazón le latía en la cabeza.

—No estoy sacrificando nada contigo, Simón. Escúchame —agarró una de sus manos para hacer que la viera mientras le hablaba —. Es solamente tiempo. Nos amamos, ¿verdad? ¿Qué importa la distancia si nos amamos?

—Te vas a ir al otro lado del mundo, Ámbar —sus ojos ya se estaban volviendo vidriosos y no quería hablar porque sabía que faltaba poco para que su voz saliera quebrada también —. Esto no es como cambiarse de ciudad, donde puedes ir y venir si así lo quieres —hipó con nerviosismo y miedo de sentir que estaba perdiéndola, aun sabiendo que no era así —. Ya no podré tocarte, no podré besarte, no podré reírme de las locuras que a veces dices y abrazarte luego de ello. Mi Ámbar... —cubrió la mano de la chica y la propia con la que le quedaba libre —. Eres la razón por la cual todos los días me levanto con una tonta sonrisa de felicidad en el rostro, porque eso simbolizas para mí. Todo lo que está bien, todo lo bueno, mucho de lo que amo —lloró, sí. No pudo retener más las lágrimas que peleaban por escaparse de sus ojos —. Por favor no te vayas. No me dejes solo.

—Oh, Dios... —no podía resistirse, verlo roto no era una de las cosas que mejor podía manejar —. No me pidas eso, te lo ruego.

—Siento que nos olvidaremos uno del otro. No quiero perderlo. Esto que tenemos... Ámbar, eres lo mejor que me ha pasado en la vida —besó sus nudillos sus labios estaban envueltos en lágrimas y su voz sonada un tanto nasal —. No quiero perderte.

—Nadie va a perder a nadie, mi amor. Te amo, me amas. Es distancia y tiempo, nada más. Podemos con eso, ¿sí? —besó sus dedos con demasiado cuidado —. No llores, mi Simón.

—¿Cuándo te irás? —se limpió el rastro de lágrimas que había bajo sus ojos, doliéndole preguntar aquello.

—En los primeros días de enero —contestó luego de pensarlo un poco.

—¿Qué? —otro golpe. Esa información le hacía pensar al pobre Simón que Ámbar se había levantado esa mañana con la única intención de echarle abajo sus días felices —. ¿Y por qué me lo dices hasta ahora? Hablamos sobre esto hace más de un mes, ¿no pudiste decirlo en ese entonces?

—Cuando hablamos sobre ello, fue exactamente el día de tu cumpleaños. Y no quería ser la estúpida que te lo echara abajo, con lo que me has contado, esos días no han sido muy felices para ti los años pasados —la cara del muchacho era un poema. La había cagado, de eso estaba segura. Sólo podía pensar en que debió haber hablado mucho antes —. Luego vino nuestra graduación. Tampoco quería ser la nube negra en ese día para nadie. Y después... simplemente no encontraba la manera de decirlo. Perdóname.

—Unos cuantos días... —murmuró, adolorido.

—Lo siento.

La tarde se pasó bastante dura para los dos; pocas palabras salieron de la boca de ellos y ninguna de ellas fue para calmar la tensión. En el auto la cosa no fue mejor. Simón condujo a un lugar que a Ámbar se le hacía medio conocido, uno en el que había estado antes, pero no lograba recordar muy bien. Al principio, cuando se dio cuenta de que no era a sus casas que se dirigían, la rubia se mordió la lengua para no preguntar a dónde se dirigían, mas, dejó que fuera el castaño quien decidiera al final hablar. Se notaba que estaba molesto; molestarlo más, no estaba entre sus prioridades. Cuando llegaron a cierto punto y el auto se detuvo, Ámbar fue consciente de que en realidad sí conocía aquel lugar. ¿Cómo olvidarlo? Si era el mismo donde ella y Matteo, prácticamente, dieron fin a su relación por culpa de un nombre que salió en lugar de otro.

Simón parqueó el coche, dejó las luces de parqueo encendidas y bajó de este para después rodearlo y él mismo abrir la puerta del copiloto, tendiéndole la mano para que saliera con su ayuda. Caminaron juntos hasta una especie de barandal de concreto que allí había, separando a las personas de la tierra firme a una caída nada graciosa rumbo al pie del risco en el que estaban. Como ya recordaba, las luces encendidas de la ciudad le daban al paisaje un toque aún más navideño del que se vivía en esos momentos, el frío estaba bastante fuerte, pero estaba mucho más cálido que el rostro afilado de Simón viendo al horizonte con estudiada calma.

Metió las manos en los bolsillos de su largo abrigo para hacer frente un poco al frío que se sentía, no sin antes haber acomodado su gorro de tal forma en que cubriera parte de su frente también. En otro momento, reclamaría por estar allí, debido a que lo único que sacaría sería un resfriado bien pegado por no sabía cuántos días. Pero ese no era el caso. Poco después, sintió la calidez de unos fuertes brazos rodearla por la espalda, compartiéndole ese calor humano que su cuerpo tanto anhelaba. Su cuello se vio envuelto en la bufanda color beige que Simón llevaba; todavía estaba tibia y aún olía a él, mientras que ella no hacía otra cosa más que dejarse abrazar por esos brazos que gritaban la necesidad de tenerla justo como estaba.

—Te voy a extrañar demasiado —le escuchó decir, muy pegado a su oído, sin dejar ese tono dolido que ya venía haciéndole marcas en sus cuerdos.

—Y yo a ti, mi amor —respondió, dejándose llevar por ese abrazo, cerrando los ojos y respirando el perfume que emanaba de su cuerpo y de su bufanda.

A pesar de que, en el día, las nubes habían cubierto el sol y este no había tenido la oportunidad de cubrir la ciudad con su luz, por la noche las nubes se habían despejado hasta casi no quedar ninguna manchando el azul estelar de la noche. La luna estaba hermosa, tan grade que daba la impresión de que, si alzabas tu mano, podías tocarla. Las estrellas formaban hermosos collares de relucientes perlas alrededor de esta, iluminando en conjunto los únicos dos cuerpos que se encontraban viendo al cielo desde aquella cima esa noche.

—No me olvides, te lo ruego —pidió, dejándole un suave beso en su mejilla —. Moriría de sólo pensar que lo has hecho.

—Nunca podré —dio media vuelta para quedar frente a él sin romper el abrazo —. ¿Cómo olvidas al chico que más amas en el mundo?

No dijo nada, solamente besó sus labios, captando una amarga sensación de pérdida en su interior. No podía creerse que, desde ahora en adelante, cada beso que se dieran le recordaría a que muy pronto ella ya no estaría a su lado para poder dárselos de nuevo. No era para nada justo. Las cosas no deberían ir de esa manera, no cuando todo entre ellos parecía salir bien.

—Hace una luna muy preciosa —pronunció, dejando caer su mentón en su hombro mientras miraba al cielo.

—Lo sé —concordó, dejando que la abrazara más.

—Hagamos un trato, ¿sí?

—¿Un trato? ¿Cómo así? —sonrió con confusión.

—Cuando esté lejos de mí y mires al cielo y la luna esté así de hermosa como está hoy, recordarás todos y cada uno de los buenos momentos que hemos vividos juntos —beso su cabeza, aspirando el olor a su cabello —. Recordarás lo mucho que nos amamos.

—Cuando vea la luna, en todas sus fases, recordaré lo mucho que amo al chico que ahora mismo me está abrazando —respiró hondo —. Pero sólo si tú me prometes lo mismo.

—Lo prometo —masajeó su vientre con una de sus manos —. Cada vez que la luna desaparezca, no nos desanimaremos. Ambos sabemos que algún momento tiene que volver a salir. Aunque sea tarde, siempre va a estar allí.

—Lo que pasaremos, será como nubes. El tiempo que estemos separados, va a ser similar al tiempo que tardan las nubes en hacer desaparecer el brillo de la luna —acarició su mejilla con sus dedos pulgares —. Los dos sabemos que detrás de esas nubes, la luna sigue brillando. Y también sabemos que, a pesar del tiempo y la distancia, nuestro amor va a seguir creciendo.

De regreso a casa las cosas no fueron mejor, aunque sí habían cambiado los niveles de tensión dentro del auto, todavía podía sentirse la tristeza encima de ellos. La pelirrubia estaba al corriente de que eso iba a suceder en cuanto se lo contara y debido a ello es que no lo hizo con anterioridad.

—Llegamos —anunció, sin querer bajarse del coche.

—Eso es lo que parece —siguió, queriendo que ella no se fuera.

—Nos vemos mañana, ¿sí? —por dentro rogaba que la detuviera, que mejor le dijera que se quedara en su casa, sin importar los problemas que se echaría encima. Que le dijera que sólo quería estar con ella esa noche para abrazarla, besarla y hacer el amor hasta quedarse sin fuerzas para mover un solo músculo.

—Que descanses, cariño —se le acercó para besarle los labios a modo de despedida.

—Ten... —se desenrolló la bufanda para devolvérsela —. Gracias por...

—No —negó rotundamente —. Consérvala. Es tuya.

—¿En serio? —la detalló en el momento en el que él asentía afirmativamente —. Gracias, Simonsie.

—Hasta mañana.

Y diciembre, lastimosamente, llegó a su fin. El inicio de un año nuevo se abría paso y con ello, la ausencia de varias cosas en la vida de Simón, pero nuevas adquisiciones y estilos de vida a los que, por fuerza, tendría que amoldarse. La madre del castaño le había regalado para fin de año, algo que no se esperaba por muchos sueños raros que tuviera en su vida. No sabía en realidad cómo tomarlo, si como una oportunidad de expandir sus alas hacia un rumbo desconocido y que tendría que conocer por su propia cuenta. O una patada en el trasero fuera de su propia casa.

—Me estuve pensando esto por bastante tiempo —le había dicho aquella mañana de fin año mientras tomaban tranquilamente el desayuno —. Pero supongo que será por un bien mayor, al fin de cuentas, todos necesitamos libertad en algún momento de nuestras vidas, para poder hacerla al modo que mejor se nos acomode.

—¿A qué te refieres? —la miró de reojo, comiéndose uno de los hotcakes que estaban servidos en su plato.

—Te he comprado un apartamento —soltó de inmediato.

El tenedor que en ese momento estaba llevándose a la boca junto con el bocado, cayeron estruendosamente en el plato, haciéndolo chillar en cada rebote que este dio sobre el mismo.

—¿Qué? —logró articular, mirándola extrañado.

—Está en el centro de la ciudad, no es una mala zona y además de ello, está bastante cerca de la universidad —comentó con cierto toque de alegría en su voz. Cosa que Simón no sabía cómo interpretar —. Te vendrá bien. Ahora podrás regir tu vida solo. Claro, yo te apoyaré en todo lo que necesites, sin embargo, es hora de que vayas echándole un vistazo al mundo desde una perspectiva diferente.

—¿Me estás echando de la casa? —eso era lo único que se le venía a la mente. Para él, aquello era una invitación para salir por la puerta principal con todas las maletas en la espalda.

—No, para nada, hijo —lo tranquilizó, recapacitando en que tal vez la forma de decirlo no era la más apropiada —. Pero, no quieres vivir el resto de tu vida con tu madre, ¿no es así? Está claro que puedes estar aquí el tiempo que quieras, venir cuando lo desees, mas, estoy completamente consciente de que todo adolescente tiene que tener su propio espacio.

—¿Y tú? ¿Vivirás sola aquí? —de un momento a otro, el hambre se había desaparecido —. Es extraño que lo diga yo, pero de verdad créeme, vivir en soledad no es una de las mejores cosas que existan. No es sano.

—Yo puedo apañármelas con eso, cariño. Además, yo ya estoy vieja, ya tengo mi vida hecha —sonrió con gracia ante la preocupación que su hijo tenía por ella —. En cambio, tú apenas empiezas. Necesitas saber cuáles son las cosas que realmente quieres dentro de tu vida.

—¿Tendré que trabajar? —esa, además de muchas otras cosas, le preocupaba en supremacía, puesto que era una labor que jamás había llevado a cabo.

—Naturalmente, ¿cómo piensas pagar tus gastos? —rio ante la cara de pánico que tenía el castaño —. No te preocupes mucho en cuanto a eso, amor. Yo te ayudaré en todo lo que necesites. Además, no tendrás que preocuparte por pagos de renta ya que el apartamento es tuyo, sino más bien por pagos en la universidad, comida, ropa y demás gastos que van en cadena al tener una casa que mantener.

—Oh, Dios... ¿Puedo vivir con alguien más? —preguntó sin salir del terror que se le había clavado en la boca del estómago.

—Tú decides, cariño. El apartamento es tuyo.

—Está bien... —y ya sabía qué persona estaba en el principio de la lista para preguntarle si quería convertirse en su compañero de piso —. Gracias, madre. Por todo.

Como una pesadilla que se vuelve realidad, Simón bajó las escaleras corriendo, pidiendo al cielo que por favor lo hiciera despertar de aquel sueño tan horrible que estaba viviendo. Salió a la calle y miró un coche parqueado al frente de la casa de Ámbar mientras el chofer de esta levantaba dos maletas aparentemente pesadas y las metía en el maletero. Ámbar, por su lado, miraba al frente, sabiendo que pronto se encontraría con los castaños ojos de su novio, observándola desde el otro lado de la calle, poniendo todo de su parte para no soltarse en llanto y rogarle de rodillas que por favor no se fuera. Que echara atrás los planes que tenía desde hacía mucho tiempo. Pero también sabía que Simón jamás le pediría tal cosa.

Se acercó hasta ella, su acogedor y largo abrigo oscuro contrastaba a la perfección con la bufanda beige que una vez le perteneció a él. Sus ojos azules como el cielo, le miraban con profunda tristeza al mismo tiempo en que sus labios disimulaban una sonrisa que hacía el papel de tapadera ante todos los sentimientos encontrados de aquel día.

—Ya es hora —comentó, queriendo no mencionar frases largas para que su voz no demostrara todo lo que por dentro estaba sintiendo.

—¿Segura que no quieres que te acompañe al aeropuerto? —él estaba en la misma situación. Un poco más difícil, ya que ella, días antes, le había pedido no acompañarla hasta el aeropuerto porque lo más probable que haría, sería irse llorando, con el trago amargo de estar dejándole a su chico favorito una imagen de sufrimiento después de su partida.

—Segura, mi amor —se le acercó para besarlo tiernamente en los labios y abrazarlo luego de la misma manera —. Te amo.

—Yo te amo mucho más, mi Ámbar —afianzó el abrazo, pudiendo sentir un montón de sensaciones encontradas en toda la extensión de su cuerpo —. No sabes cuánto, mi amor.

—Mira... —se separó —. Te lo dejaré. Ponlo siempre bajo tu almohada, te ayudará a no olvidarme —le entregó el pequeño suéter rosa que una vez en su pasado, su padre le había regalado para su cumpleaños y que ella misma quiso regalarle para uno de sus cumpleaños, pero que, desafortunadamente, no pudo.

—No es necesario que me lo dejes para tener la certeza que te pensaré siempre —llevó la pequeña prenda hacia su nariz; un olor similar al de la rubia inundo sus fosas nasales. Deseó que se quedara allí por siempre —. Lo guardaré. Lo prometo.

—Eso espero... —miró la hora en la pantalla de su celular —. Ya me tengo que ir, llegaré tarde.

—Cuídate mucho... —tomó su mano por última vez, reteniendo en sus ojos un mar de lágrimas bastante esforzadas por salir —. No te olvides de mí. Adi... —no logró terminar de despedirse, los rosados labios de la chica acallaron sus palabras, muriendo al instante.

—No lo digas... —rogó, más que pidió —. Esto no es un adiós, Simón. Nos volveremos a ver. Yo volveré siempre que tenga oportunidad y tú siempre me esperarás con los brazos abiertos —se besaron nuevamente, esta vez, el dolor de la despedida dolía diez veces más —. Te amo demasiado.

No pudo soportar llorar desconsolado cuando perdió de vista el coche. Quiso correr con todas sus fuerzas detrás de él para gritarle, obligarla para que se quedara, que no lo dejara solo nunca. Porque él sacrificaría tantas cosas por estar siempre a su lado y nunca se iría sin llevarla con él. Quería pedirle de rodillas que tuviera piedad de su alma destrozada y que diera media vuelta con la rotunda decisión de no irse nunca. Pero eso jamás pasó. Solamente se resignó a regresar a su casa y dar por hecho que, de ahora en adelante, le esperaba un camino sin Ámbar, uno al que le estaba comenzando a temer por sentirse solo. Sólo le pasaba por la mente la debilidad a la que ahora estaba expuesto y a la que, sabía, no podría soportar por mucho tiempo.

Que no era un adiós, habían dicho, pero las cosas se vislumbraban con otros objetivos en sus vidas.

Continuará...

Ahora sí, chicos, oficialmente hagan como que este es el final de temporada de de «Querida Ámbar». 

Es un poco largo el capítulo. Espero lo hayan disfrutado. 

Aquí es de madrugada y me estoy cayendo de sueño, perdonen por no poner lo saludos. No me maten. De todos modos, ustedes saben que los amo. 

PD: No sé si vieron el mensaje en mi muro, pero allí les informo que se me estropeó la pc, y no tengo en qué escribirles (este cap. es un milagro). Así que si no actualizo pronto (más de los normal) es porque no tengo cómo hacerlo. Yo estaré buscando cómo mantenerlos aquí a cómo pueda. Pero espero me entiendan. Los quiero chicos, nos leemos en un futuro, espero, no muy lejano. 

PD2: Ahora sí tienen sentido las palabras de Simón y la primera parte del capítulo 30, ¿a que sí? Les dije que lo mantuvieran en mente. 

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