Capítulo 22

Capítulo 22:

Lo poco que recordaba de aquella tarde se resumía a este momento. No consideraba justo que luego de casi quebrarse la cabeza, la vida le pagara de esta forma. No entendía cómo es que cuando consideraba que todo iba bien, que no había ninguna cuerda floja o que estaba llevando todo con cautela y sin arrepentimientos, le llegara este golpe, así como así, prácticamente de la nada. Con un mohín amargo recordó que ni siquiera fue discreta al decirle a Matteo cuáles eran sus intenciones esa tarde y que, en ellas, no estaba incluido él.

—¿Por qué tienes tanta prisa? —le había preguntado en medio de una risilla divertida al verla correr hacia el estacionamiento.

—Debo llegar a casa, despejar mi mente y pensar con claridad —fue lo que le respondió sin siquiera mirarlo.

Lo halaba de la mano y caminaba a toda prisa para poder subir al auto de su novio. De verdad estaba apurada, y es que, después de escuchar a Luna haciendo un estruendo mientras casi gritaba a todo pulmón un feliz cumpleaños a su amigo, se puso a maquinar en un posible regalo para este mismo. No quería regalarle algo común, algo para salir del apuro, todo lo contrario: quería que fuese algo especial y que él pudiera recordarlo siempre que lo viera y que, al verlo, no fuera «Ah, me lo regaló Ámbar» su primer pensamiento, sino que primero sonriera, lo tomara y, como si del más lindo tesoro se tratara, su pensamiento sería: «Fue el primer regalo que me dio Ámbar». Quizás algunos no notasen la diferencia, pero ella quería que su primer regalo fuera uno difícil de olvidar. Casi como una parte de ella misma.

—¿Y en qué necesitas pensar tanto? —abrió la puerta del coche mientras preguntaba. Era extraño ver a su novia desesperada por algo. Rozaba lo divertido.

—Hoy es el cumpleaños de Simón, debo conseguir un regalo para él —como ya venía haciéndolo, la rapidez con que soltaba sus palabras demostraba que lo único que quería era llegar al destino que le había solicitado desde el principio: su casa.

—Ya veo —quiso disimular cierto malestar que se produjo en la boca de su estómago. Sí, quiso, solamente quiso —. ¿Por qué te desesperas tanto? Quiero decir, puedes pasar por una tienda y comprarle una camiseta y listo. O algo por el estilo.

Lo volteó a ver con un aire de desaprobación y enojo en su mirada. Claramente no le había gustado lo que había dicho y, supuso, que menos le gustó el tono de fastidio mal contenido que le agregó.

—No es a cualquier persona que le regalaré algo, ¿sabes? Es a Simón... —volteó a ver al frente sin percatarse de que todavía los ojos de su novio seguían pegados sobre ella y sobre cada una de sus reacciones —. Él no es cualquier persona, es mi mejor amigo... es especial.

—¿Especial? ¿Cómo así? —de nuevo, allí estaba ese malestar tonto que, de poco a poco, parecía dejar de ser tonto a ser preocupante.

—Ni siquiera sabía que era hoy su cumpleaños... —agachó la cabeza con pena por su pequeña confesión —. Debo compensar eso. Le debo una disculpa por no haber sabido que hoy es un día especial para él.

—Entiendo... —no dijo nada más.

Y la cuestión era que su novia se preocupaba más por el cumpleaños de su mejor amigo, por lo especial que era y porque ni siquiera lo sabía hasta el día de hoy, mas no se daba cuenta de que tampoco conocía la fecha del suyo.

Se apresuró a bajar del auto apenas este se vio estacionado en la acera de la casa perteneciente a Simón, solo un «Adiós, cariño» fue la despedida, nada de besos, nada de la última caricia del día. Solamente el guantazo de poca atención que le golpeó las dos mejillas.

—Te veo mañana —dijo aun anhelando el beso que no llegó.

Entró a la casa como un tifón, dando gracias a Dios porque nadie se cruzó en su camino porque, de haberlo hecho, acabaría en el único lugar donde las cosas de su habitación iban a parar: el suelo. Cuando llegó a esta, tiró la pequeña mochila en una esquina, se deshizo de los zapatos, la chaqueta y la corbata del uniforme para después lanzarse a la cama y, según ella, pensar con claridad las posibles cosas que le regalaría a su mejor amigo del mundo.

—Veamos, Ámbar Smith, ¿qué le regalas a tu mejor amigo? —miró a través de la ventana, sabiendo que esta estaba cerrada, pero teniendo en cuenta que detrás de ella, en la casa del frente, estaba la persona que por ahora deseaba ver con todas sus fuerzas.

Aquella era una pregunta seria. Lo era y mucho. No es que fuera el último cumpleaños de la vida para el muchacho, esperaba que no lo fuera ya que, de serlo, el regalo debería ser inmensamente especial y, a parte de ello, completamente triste; la cosa radicaba no en que fuera su último, sino más bien, su primero. Sí, el primero junto a ella. Era la primera vez en mucho tiempo que no le deseaba feliz cumpleaños a otra persona que no fuera su familiar, esta sería la primera vez que se lo desearía a un amigo de verdad y justo por esa razón quería que fuera algo especial. Algo que proviniera de ella y no de la primera tienda abierta que se encontró de camino a casa.

A los ocho años, cuando su madre la inscribió en el curso para pequeños dibujantes, como su maestra solía llamarlo, se consideraba en ese entonces una muy buena dibujante y pintora, una prodigio en comparación a los demás alumnos que compartían la clase, que, a decir verdad, no eran más de cinco. Sin embargo, hoy en día, en lugar de orgullo o algo superior, lo único que sus dibujos y acuarelas le provocaban, era desagrado y una rara fascinación por verlos solamente en el medio de grandes y hambrientas llamas.

Estaba claro que un estúpido dibujo mal hecho en una hoja de papel con una típica frase cursi en el mismo no entraba entre sus posibles planes para un regalo. Completa y definitivamente descartado del cajón de las posibilidades.

Buscó tanto dentro de su mente como de su propia habitación algo que la motivara o le diera una idea para el tipo de obsequio que no tenía en mente, pero sí el sentimiento. Mas por mucho que rebatiera y pusiera absolutamente toda su pieza patas arriba, no daba con el resultado que, sentía, buscaba.

«Tipos de regalos que se les dan a los amigos en sus cumpleaños», no lo consideraba muy inteligente, pero a ese punto y luego de casi hacerse loca buscando un algo que parecía no ser nada, Google podría ser una solución. Exacto, podría.

Los amigos son personas muy importantes en nuestra vida y bla, bla, bla... —repetía lo que rezaba cada página que miraba como una que tal vez tuviera una idea de qué regalar para tal fecha —...hermanos de otros padres... almas gemelas... —no, nada le interesaba y no porque no fueran buenas ideas, sino porque no iban con esa sensación dentro de su pecho.

Debía ser sincera y admitir que en algún punto de su búsqueda estuvo tentada a regalarle la caja de condones que salía en la lista de «Buenos regalos para un amigo» que se encontró en uno de los seis posts que se dignó a leer. Pero no lo haría porque le daba miedo pensar que Simón realmente los fuera a usar y, lo que le aterraba más: con quién los fuera a utilizar.

No supo qué regalo era el correcto, no hasta que sus ojos dieron en el clavo. Tal vez no era el más caro, ni siquiera el más nuevo porque no estaba recién comprado, pero sí que tenía un gran valor sentimental y por supuesto que conllevaba consigo ese sentimiento especial que desde hacía ya rato estaba rebuscando.

Una pequeña niña de siete años recién cumplidos corría por las aceras de las calles mientras la mano de su padre la sujetaba para que no se perdiera de su vista y algo malo le pudiera pasar. Estaba muy emocionada y en su mirada azul se notaba a kilómetros de distancia.

—Ámbar, espera, te vas a caer —hablaba su padre, sonriendo divertido al verla tan emocionada.

—Vamos, papá, debemos llegar temprano para partir el pastel —respondía, apartándose de la gente grande a su alrededor y haciendo que su padre se disculpara con ellos por los empujones que su pequeña les regalaba.

—Tú eres la del cumpleaños, te tienen que esperar todo el tiempo. No te desesperes —la hizo parar y luego la cargó en sus brazos, como hacía todas las tardes siempre que llegaba del trabajo —. Ya pesas más, pequeña —le tocó la nariz en símbolo de cariño.

—Ya no soy pequeña, papi. Ahora tengo siete —se cruzó de brazos, mostrando una falsa expresión de hastío.

—Es verdad, mi bebé está creciendo, luego ya no podré cargarte más —moqueó intentando sin éxito llorar.

—No es cierto, puedes cargarme hasta que esté grande si quieres —se acercó a su oído de forma confidencial —. He visto que a veces cargas a mamá.

El hombre se rio cuando vio los ojos muy abiertos de la pequeña. Era verdad, a veces por las noches cuando los tres estaban sentados frente al televisor mirando cualquier programa solo para pasar el rato, la mayor del reducido grupo de personas que habitaban la casa se colocaba sobre las piernas del hombre, quitándole el puesto a la chiquilla que trataba de disimular su inconformidad porque le quitaran el cariño de su padre.

—Tienes razón, pero, así como tú creces, yo también. Me pondré viejito y no podré cargarte más porque me dolerán todos los huesos —apretó su nariz otra vez, pero esta vez con un deje de tristeza.

—Bueno, entonces cárgame ahora que puedes —con su manito agarró la nariz del mayor y la apretó sin llegara a ser brusca, haciéndolo reír al igual que a ella misma —. Vámonos ya, mi mamá hoy me dejará partir el pastel.

La colocó por encima de sus hombros y comenzaron a caminar en dirección a la casa, ella preguntando cualquier tipo de cosas y él buscando una respuesta que dar, completamente alegre por saber que la pequeña y única hija que tenía junto a la mujer que amaba, estaba cumpliendo su año número siete el día de hoy. Le parecía tan pronto, tan repentino. Le parecía que hacía apenas una semana había salido corriendo del trabajo en busca de un taxi que lo llevara al hospital donde su mujer estaba a punto de dar a luz, el estúpido coche estaba en el mecánico y la hora después del almuerzo no era lo que más ayudaba, pues todos los que iban a almorzar a casa estaban regresando a sus trabajos y ponían el trafico como una de las siete plagas de Egipto en el medio de una ciudad. Sin embargo, al final de todo, valió la pena el susto, el sudor de los nervios, la desesperación por llegar al hospital cuanto antes, valió toda la pena cuando unos pequeños deditos tan suaves como la neblina se enrollaron en su dedo índice con toda la fuerza que parecían tener. No pudo verla nacer, no pudo sostener la mano de su esposa al momento en que estaba dando a luz, pero eso no importó porque la pequeña persona que sostenía como el mayor tesoro de un pirata lo valía todo y más. Ella lo era y siempre sería todo.

—¡Papá, mira! —gritó la chiquilla, halándolo del cabello para que detuviera el paso.

Apuntaba un pequeño maniquí de una niña que estaba posado detrás del vidrio de una de las tantas tiendas por las que pasaban. Era un muñeco de apariencia infantil de color rosado, el cual mostraba solamente una cabeza y torso. No entendía si le llamaba la atención el maniquí o lo que tenía puesto: un suéter que le quedaba a la medida, con un color rosado bastante inofensivo con la estampa de un dibujo animado amarillo que recordaba haberlo visto alguna que otra vez en la televisión mientras su hija se concentraba viendo lo que hacía.

—Sí... ¿qué pasa? —cuestionó sin dejar de ver detrás del vidrio.

—¡Es Tweety! —volvió a gritar emocionada —. ¡Es un suéter de Tweety, papá!

—Y... —no entendía.

—¡Que me lo compres!

Y así lo hiso. Solo era cumplir un capricho más a su hija en su día especial. Ese suéter se había vuelto el regalo más preciado, siempre lo usaba, aunque el tiempo no fuera el más frío, su madre tenía que sacarlo a escondidas de su habitación para poder mandarlo a lavar. Cuando sus padres murieron, aunque el suéter ya le quedaba bastante pequeño, lo usaba para dormir porque le hacía sentir que él estaba a su lado, cuando era de noche y relampagueaba mientras llovía, siempre se abrazaba alrededor de la prenda, simulando que eran los brazos de su padre quienes la cobijaban, quienes la protegían del monstruo en el armario, y era justo esa prenda la que le hacía mantener vivo el recuerdo de que siempre tuvo al padre y a la madre más amorosa del mundo, mas también ese suéter le recordaba que ya no los tenía con ella.

Sí, esa era la parte de ella que estaba buscando. Era la parte de Ámbar que quería que otra persona especial tuviera, no para deshacerse de ella, sino porque también estaría segura en ese nuevo hogar y porque, si era Simón quien la tenía hora, entonces no era como darla por perdida, era como entregar un tesoro a alguien que la conservaría como tal, no perdería el valor que ya tenía, sino que aumentaría.

—Sí, quizás no sea el más caro, ni el más nuevo, pero es un verdadero tesoro, Simón —dijo mirando con los ojos vidriosos la prenda que tenía en sus manos —. Es igual a ti...

Mientras estaba ocupada buscando el regalo perfecto para su mejor amigo, ni siquiera sintió el tiempo pasar hasta que su tía tocó la puerta de su habitación al mismo tiempo en que le avisaba que la cena ya estaba servida y que se le enfriaría pronto. Comió con mucha rapidez, ignorando los comentarios del único pariente que la acompañaba a la mesa, los cuales radicaban en que se atragantaría por comer tan rápido; que, si es que alguien la estaba esperando allá arriba o, simplemente, si es que nunca había visto un plato con comida sobre la mesa porque este no lo estaba comiendo, más bien lo devoraba. Al poco tiempo de haber cenado, regresó a su cuarto para, como raras veces, poner un poco de su parte y hacer algo de orden en el desastre que hubo dejado. Se cambiaría de ropa para ponerse un pijama cómodo con el que después de ir a casa de su amigo y hablar un momento, volvería a la cama y dormiría. Mas, esa noche no parecía ser ella quien dominara esos planes.

Cuando estaba arreglando su habitación, entre tanto ir y venir, tuvo que abrir la ventana para que el aire fresco de afuera le ayudara a sobrellevar el calor que el movimiento le había otorgado. Ahora, que estaba cambiándose de ropa y dispuesta a ir donde fuera que su tía se encontrara y pedir permiso para salir a la casa del frente, debía dejarla cerrada solamente para dar la apariencia de ser una chica que se preocupa por la seguridad de su morada. Sí, apariencias, porque ninguna chica responsable sale a mitad de la noche a la casa de su amigo para regresar por la mañana, entrando no por la puerta, sino por la misma ventana que dejó abierta antes de irse.

Pero aquello sucedió, a su parecer, de la nada.

Rápidamente vio aparecer el cuerpo de Simón que corría a toda velocidad calle abajo, dejando a su madre detrás de él con aparente angustia. Era de noche, pero eso no le impedía notar que algo no andaba bien.

Ella fue otra de las que bajó a toda prisa las escaleras, llevando consigo el pequeño suéter que estaba guardando como obsequio, despidiéndose con un «Ya regreso» y sin esperar respuesta de la mujer que casi atropella cuando se le cruzó en su camino. Abrió la puerta de la calle, mirando alarmada cómo la mujer que estaba parada del otro lado de la calle se tapaba la cara, esperando el regreso de Simón.

—Señora Álvarez, ¿le sucedió algo? —se acercó con miedo de ser reprendida por estar preguntando algo que no era de su incumbencia.

—Ámbar... —la volteó a ver, sin esperar que le diera permiso, se abalanzó contra ella para abrazarla mientras que lloraba y repetía el nombre de su amigo sin parar.

—¿Sucedió algo? ¿Se encuentra bien? ¿Por qué Simón salió corriendo? —no quería preguntar, realmente no quería, pero estaba nerviosa por el asunto y, cuando estaba nerviosa, le daba por hacer preguntas; preguntas de las que se arrepentía de hacer porque, en cierto modo, parecían ser indiscretas.

—Se fue... —contestó en medio del llanto. Hacía un esfuerzo enorme por hablar y respirar a la misma vez. A la rubia en verdad le preocupaba —. Se fue y es mi culpa. No sé dónde pudo haber ido, no sé qué pueda hacer. Ámbar tienes que ayudarme... debo ir tras él... —se zafó del abrazo que la menor le estaba dando y manifestó las intenciones de salir corriendo tras su hijo, mas las mismas manos de la ojiazul que antes estaban sobando su espalda, ahora detenían sus impulsos.

—No... —no sabía por qué lo negaba, pero no la dejaría salir en el estado de nervios en el que ella estaba —. Mire, no sé qué pudo haber pasado entre usted y Simón, pero no debería ir tras él mientras está tan alterada. Iré yo.

—No, tengo que ir yo, además, tú no debes andar a esta hora sola en la calle, si te pasa algo tú tía me va a matar y con mucha razón. Debo ir yo.

—No. Si seguimos discutiendo, no llegaremos a ningún lado. Voy a ir yo por él y usted se va a ir a tomar un té para calmar nervios —empezó a correr, pero regresó antes de avanzar más de dos pasos —. ¿Recuerda el té que me dio la otra vez? Tome de ese, le ayudará.

Y dicho eso se fue, apretándose fuertemente la prenda entre sus manos, corriendo lo más rápido que podía, lamentándose el no ser muy buena en educación física, rezando porque el chico estuviera bien, odiándose por no haber sujetado su cabello luego de que se cambiara de ropa. Haciendo de todo un poco a la vez, pero imaginándose nunca que encontraría una escena que le rompería en millones de pedacitos el corazón. Luego de ser petrificada al ver cómo una persona que consideraba especial era besada por los labios de otra, deseó no haber bajado las escaleras, deseó no haber abierto la ventana nunca para así no poder ver a Simón correr como si estuviese huyendo de una manada de perros rabiosos, deseó haber estado tarde un minuto más. Simplemente, deseó con todo su ser estar en la ignorancia total de que afuera de su casa existía un mundo.

Vio cuando tan despacio como torturante, los dos se separaron, quedándose en un silencio incómodo en el ninguno tenía la valentía suficiente para mirarse a los ojos, nadie, a excepción de ella. Sus pies estaban clavados en el suelo y su mirada enlazada en un solo lugar, aquel mismo que la estaba devastando. Se sentía una masoquista por continuar mirando una escena que solo la rompía cuando bien podría estar camino de regreso a su propia casa, dejando atrás a Simón porque él estaba muy bien. Muy bien sin su ayuda; solo con la de alguien que, según parecía, era su mejor y única opción.

«¿Por qué no recurriste a mí?», pensó con todo el dolor de su alma.

—Yo... —habló luego de un tiempo la otra amiga del castaño —...quise hacer un obsequio para ti... con mis propias manos...

Le estiró una bolsa que tenía estampados característicos de cumpleaños, como gorros, confetis, mientras en la parte superior estaban escritas en letras grandes y coloridas las palabras Happy Birthday.

—No tenías que molestarte, en serio —mencionó, tomando la bolsa y viendo el contenido —. ¿Un pastel?

—Creo que se veía mejor antes de que chocara con el andén, pero... —se sobaba las manos, nerviosa y Ámbar estaba convencida de que no era precisamente por el tema del obsequio —. Lo hice después que salí del colegio, creo que no quedó tan mal. Mi madre me ayudó un poco... bueno, mucho. La repostería no es mi fuerte.

«Hasta su regalo es mejor que el mío», mirando lo que traía entre manos, al fin, giró sobre sus talones, dando media vuelta con la cara en alto como si le hubiesen dado la asariada más grande de su vida, en la cual tienes que caminar bajo la mirada de todo el mundo, haciendo parecer que ellos no existen. Justo así caminó, tragándose su orgullo con dificultad, mas dejándolo escapar a través de las lágrimas y gemidos que se fugaron de su cuerpo.

—Muchas gracias, Luna —él también estaba apenado.

Se volvieron a quedar en silencio, tirados en el medio de la acera, sintiendo que los colores de su cara se subían hasta las orejas y la raíz del cabello. Ellos no habían tenido momento más incómodo en todo lo que llevaban de conocerse y ahora no era precisamente el mejor momento para tener uno. No sabía de qué preocuparse, o si de lo que huía antes de toparse con ella o de lo que había pasado luego de ello.

—Entonces... —no encontraba palabras. Se comenzaba a arrepentir de haber hecho lo que hizo —. ¿Regresamos a tu casa o... me contarás aquí qué fue lo que te ocurrió para que estuvieras así?

—Mi casa... —repitió, sintiendo que esa expresión estaba mal usada —... no quiero regresara a casa hoy y...

—No quieres hablar de eso —terminó la frase.

—Lo siento —sentía que lo estaba haciendo mal. Por alguna razón sentía que no era a Luna a quien debía contarle lo que estaba pasándole, menos aun después del pequeño suceso entre ambos.

—¿Dónde vamos entonces? —inquirió, levantándose y tendiendo su mano para que él lo hiciera con ella.

—Tú ve a tu casa, hiciste mucho por mí hoy, de verdad —se puso de pie a su par —. Gracias por escucharme y por haberme soportado mientras lloraba como niña.

—No digas eso. Lo haría mil veces más sin con eso... —«si con eso obtengo otro beso tuyo», pensó al instante —...si eso te hace sentir mejor.

—No sé cómo agradecértelo. Eres una muy buena amiga —la abrazó.

Sonreír a medias era lo que quedaba. Que la llamara su amiga le molestaba, no hasta el punto de hacerla rabiar ni nada por el estilo, pero sí hasta el punto de bajarla de golpe de una nube de la que sabía era bastante frágil y a la que ella solita se subió a sabiendas de que los resultados eran más que obvios.

—¿A dónde irás? Puedes venir a mi casa, mis padres de seguro te dejan quedarte y...

—Estaré bien. Sé a dónde ir, sin embargo, te agradezco el ofrecimiento.

—¿Seguro que estarás bien? No me quiero enterar que estuviste aquí pasando la noche. Ni siquiera estás abrigado.

—Estaré bien, no te preocupes.

—Te quiero... —debía admitir que eso se le escapó —. Cuídate —correr fue el siguiente acto. Los ojos extremadamente abiertos de Simón y la sensación de que pronto diría «Yo no», la azotaron. Pudo jurar que fueron sus pies y no su cerebro quienes tomaron la decisión de salir corriendo lejos de la mirada café del chico frente a ella.

—Yo también —más que una afirmación, fue una duda lo que de su boca salió.

Tocó el timbre de la casa y al instante abrieron, dando la impresión de que estaban a la orilla de la puerta, esperando tal vez con desespero la aparición de una de las dos personas que desaparecieron a su vista.

—¿Lo encontraste? ¿Está bien? ¿Viene contigo? ¿Estás...? —se quedó en silencio luego de ver los ojos rojos de la chica —¿Tú estás bien? Ven, pasa —le dio paso para que entrara, mas ella se quedó en el mismo sitio sin mover ni un solo cabello.

—No se preocupe, señora Álvarez, Simón está bien —intentó que su moqueo no sonara tan fuerte como lo hizo, pero falló —. Me voy a ir a casa, de seguro me espera un buen sermón. Pero me lo merezco.

—Yo puedo ir a hablar con tu tía, le diré que no es tu culpa —intentó salir, mas Ámbar la detuvo.

—Yo también estaré bien, no tiene que hacer nada más que descansar —una sonrisa que no engañó a nadie afloró sus labios —. ¿Sabe? Mañana puede hablar con él. Tal vez se le haya pasado lo que sea que sucedió. Tienen que procesar todo hoy para hablar después. Cuídese, señora. Hasta mañana.

—Hasta mañana, linda. Muchas gracias por todo.

Asintió y se fue. Le esperaba una buena regañada que se merecía y, lo más curioso de la situación, era que no le importaba.

Tiró el suéter al suelo unos segundos antes de que la puerta de su cuarto se abriera de un solo golpe, dejando después ver el rostro notablemente malhumorado de su tía, el cual se contenía de decir una sarta de regaños que consideraban no estaban fuera de lugar pues su sobrina se había ido de la casa prácticamente sin avisar a dónde, dejándola con la incógnita y preocupada por su paradero.

—Lo sé, lo sé. Merezco tus regaños... —la detuvo antes que abriera la boca —. Me lo merezco, pero estaba intentando ayudar a un amigo y... llegué tarde, supongo.

—Ahora mismo estoy reteniendo mis ganas de decir muchas cosas de las que luego sé que me arrepentiría. Ámbar Smith, no sé quién te has creído, pero no puede salir de la casa sin siquiera decirme a dónde vas. Soy la persona responsable por ti y no sé qué hubiera hecho si algo malo te hubiera pasado. Me hubiese vuelto loca y todo sería mi culpa por no ponerte más reglas de las que te mereces —apuntaba con su dedo índice al momento en que se acercaba dramáticamente, sin provocar el efecto de miedo que trataba de hacer aparecer en el semblante de la rubia menor.

—Lo lamento —se disculpó con la mirada puesta en sus pies —. Lo siento, de veras. Simón estaba...

—No me interesa lo que le haya pasado a tu amigo, me interesas tú, jovencita.

—...estaba triste y yo solo quería ayudar... —continuó, al parecer sin prestar atención a lo que la mayor decía —. Y ahora la triste soy yo.

—¿Triste? ¿Por qué? ¿Qué te hiso? —bajó el tono de su voz al verla que no alzaba la vista. Algo no andaba bien.

—No me hizo nada —ahora sí la vio a los ojos; estaban rojos, a punto de desparramarse en llanto. Se notaba a distancia que se hacía la fuerte para poder mantener su estabilidad —. Al menos no directamente. Él estaba con esa chica que no me cae bien y de pronto... —pausó, tragando dificultosamente la saliva que ocupaba para calmar ese dolor en su garganta —. De pronto pasó y yo no sé cómo pude seguir viéndolo.

Sharon sonrió con un poco de tristeza, comprendía exactamente qué era lo que pasaba. Sabía que esas lágrimas que luchaba por mantener adentro pronto estarían revelando lo débil que en verdad era. Caminó despacio hasta quedar muy cerca de ella, abrazándola luego, dejando que llorara con libertad, sabiendo que nadie la juzgaría, que, en lugar de eso, estaba aceptada porque lo que hacía ahora mismo no era menos normal que llorar de dolor físico.

—Oh, querida —susurró, acariciando su brillante cabellera rubia —. Llora, ¿sí? Eso te hará sentir mejor.

—¿Por qué estoy llorando, tía? —lloró aún más —¿Por qué si él no me hizo nada? Solo estaba... —detuvo su respiración, dándose cuenta de que las cosas no eran tan diferentes ahora. Ella misma hacía esas prácticas todo el tiempo —. Estaba haciendo lo mismo que yo hago con él.

—Lo quieres, ¿no es verdad? Estás llorando porque lo quieres.

—Lo quiero. Lo quiero tanto que siento que lo pierdo cada vez que está con ella —se aferró más al abrazo, derramando más tristeza —. Tiene la ventaja porque siempre están juntos, nunca se separan y cuando puedo al fin estar con él es solo por un momento. Dura tan poco que da miedo que todo pueda convertirse en nada al final del día, que se sienta mejor cuando no estoy yo. Quiero ser yo quien lo esté abrazando ahora mismo y sin embargo lo único que hice fue dar la vuelta. No pude soportar seguir viendo cómo se me iba de las manos. No quiero continuar viendo que alguien más le haga las cosas que quiero hacerle, pero, ¿qué puedo hacer si quien está junto a mí no es él?

—Ámbar, cariño, ¿sí te das cuenta de lo que dices? —preguntó, separándola para limpiar las lágrimas y los rastros de estas que estaban dibujados en su rostro —. Te gusta.

—¡Pues claro que sí! Me gusta desde que lo vi. Fue diferente conmigo, aunque sus amigos le dijeron que no se juntara con la chica que los avergonzó delante de todos. Me gusta, lo quiero conmigo y está con Luna Valente —inhaló profundo —. Es mi mejor amigo. Por supuesto que debe gustarme.

—Tú eres una chica muy inteligente, una de las mejores que hay en el colegio y de la que presumo por ser mi sobrina —aclaraba con una mueca de burla mezclada con ternura —. Pongámoslo así: ¿Entre Matteo y Simón a quién prefieres?

—¿Qué? —preguntó sin creer lo que su pariente le estaba cuestionando.

—Si estuvieras en un barco en el que solo puedes salvar a una persona, entre Simón y Matteo, ¿a cuál de los dos salvarías? —insistió.

—Tía, no dejaría ahogarse a ninguno. Haría lo posible por salvarlos a ambos.

—Anda, di cuál sería la primera persona que pensarías en poner a salvo.

—¡No responderé a eso! Me muero yo y que se salven ellos. Listo.

—¿A quién crees que Luna salvaría?

—A Simón, es obvio, le gusta —rodó los ojos, demostrando que no había otra cosa en el mundo que no fuera más fácil de saber.

—¿Y a ti no?

—Sí, pero Matteo es mi novio, ¿sabes? No puedo dejarlo morir de una forma tan horrible. Ni que yo no tuviera corazón o de esas cosas que se necesitan para mirar a una persona a los ojos mientras veo que se muere.

—Bien. No me contestes, pero que sepas que yo sé perfectamente a quien elegirías en una situación así.

—No. No sabes porque...

—Lo sé —guiñó uno de sus ojos y le besó la mejilla —. Hasta mañana, sobrina. Descansa, y si tienes uno de tus problemas sentimentales solo llama, estaré en mi habitación.

—Hasta mañana, tía.

Sharon tenía razón al decir que sabía a quién elegiría en una situación así. No quería parecer mala, no quería ser la mala del cuento, solo anhelaba ser la princesa y que quien pusiera en su barco fuera su príncipe, con el que pasaría el resto de su vida, mas no a costa de la muerte del otro. Porque fuera a Simón a quien le tendiera la mano. Era una mala novia, admitía serlo, aunque no se lo dijera a los demás, bastaba solo con que ella lo supiera para sentirse mal y culpable con todo el consentimiento del mundo. Si podía ser sincera con sí misma, debía serlo con las personas involucradas. Solo que no sabía cómo explicar las cosas que le pasaban, apenas lo entendía ella porque lo sentía, mas no podía poner en palabras ya que no encontraba una que concordara con la otra.

Vio de reojo la prenda rosa que había tirado al suelo, lentamente fue y la levantó, pensando en que quizás Simón no merecía esa parte de ella. Tal vez solo fuera merecedor del regalo que se encuentra en la tienda, de ese que regalamos solo por salir del apuro. Pero también pensando en que, si Simón era el que se merecía tal cosa, también se la merecía ella, porque, al final de cuentas, no eran tan diferentes entre los dos; ambos se besaban con otras personas mientras tenían a otras. Él no le pertenecía y ella tampoco le pertenecía a nadie.

A partir de ahora no tenía ni idea de cómo llevar la extraña relación amigos-amantes que llevaban detrás del telón.

—¿Está Nico en casa? —preguntó con un toque de timidez en la voz, no era para menos, pues normalmente nadie espera visitas hasta ya avanzada la noche, cuando se supone que deberías estar muy bien arropado en toda la extensión y comodidad de tu cama.

—Sí, sí está, ¿Quién lo busca? —respondió la mujer desde el otro lado del micrófono. ¿Por qué es que la dueña de esa voz siempre le recordaba a la que responde en las compañías de celulares cuando estos están fuera de servicio?

—Simón —aclaró su garganta. Estaba avergonzado y punto de dar la vuelta y regresar por donde llegó. Ahora mismo no se explicaba cómo es que se le había ocurrido ir a la casa de Nico, así de la nada —. Un amigo del colegio.

—Espere un momento, señor —un pequeño sonidito se escuchó después, bastante parecido al que hace el microondas cuando ya ha cumplido su trabajo.

No se volvió a escuchar ni saber nada de quien fuera que hubiese respondido a la llamada. Ya venía muriéndose de frío y la ropa que llevaba puesta no estaba ayudando mucho. Tenía al tipo del taxi que había detenido parado detrás de él, alumbrándolo como si se tratara de un espectáculo que hay que ver mientras en momentos tocaba el claxon para hacer que se diera prisa con el pago y que mientras no pagara el taxímetro seguiría contando. La figura de Nicolás se apareció después de un rato de espera, venía con ceño fruncido, confundido al no comprender qué era lo que estaba haciendo Simón a esas horas por su casa. Nico vestía como si viniera de una entrega de premios Oscar: con traje formal y peinado perfecto. No sabía qué estaba sucediendo en su casa, pero de lo que sí estaba seguro, era de que había llegado en un mal momento.

—¿Simón? ¿Qué haces aquí, a esta hora? —el portón ya estaba desbloqueado, por lo que pudo salir, tapándose los ojos con una mano debido a que las luces del taxi bloqueaban su visión.

—Lo siento, Nico. No se me ocurrió otro lugar dónde ir —respondió avergonzado por dos cosas: la primera, él parecía venir saliendo de la paca de ropa más barata mientras que su amigo parecía recién bajado de una pasarela, deslumbrando con su bello traje negro de Michael Kors. Número dos, había llegado a una casa que ni de cerca era la suya y sin avisar.

—¿Ir? ¿De qué hablas? —frunció el ceño al tiempo en que el sonido del claxon se escuchó como por milésima vez —. Simón, ¿por qué estás aquí?

—Yo... —titubeó, sabiendo no cómo explicar las cosas de esa tarde —. Pueda ser que salí corriendo de casa sin saber destino alguno. Lo siento, de verdad, tú casa fue lo único que se me vino a la mente.

—Amigo, ¿me podrías explicar por qué hiciste tal cosa? ¿sucedió algo malo? —de nuevo, el maldito sonido de la bocina los interrumpió —. ¿Podrías decirle que se largue?

—Es que está esperando que le pague y...

—No tienes dinero —completó.

—Nop.

Rodó los ojos sin ser desagradable y se fue hacia donde un tipo de grandes dimensiones y que apenas cabía en el asiento del conductor esperaba impaciente, siguiendo el ritmo con los dedos el ritmo de una canción que el rubio no conocía.

—Ya era hora, ¿qué piensa tu amigo, que no tengo vida yo también? —mencionó con una voz que por alguna razón se le hizo desagradable.

—Deja de quejarte, te están pagando por ello —respondió sacando del bolsillo trasero de sus pantalones, su billetera —. ¿Cuánto te debo?

—Son treinta con veinticinco.

—¿Estás loco? Ni que viniera de Roma. Quince te daré y aun así parece un robo.

—¡Oye! Que estuve aquí atascado por... —miró el reloj digital que estaba cerca del volante, faltaban no más de quince minutos para las once de la noche —...alrededor de media hora, cuando bien podría estar en la calle con más clientes o en mi casa con mi linda esposa.

—Pobre mujer —dijo por lo bajo —. Además, a esta hora no encuentras muchos clientes en las calles, así que no te quejes, quédate con quince. Ahora vete que despertarás al vecindario con tu tonta bocina.

—¡Es solo una casa!

—¿Y?

—Olvídalo, dile a tu novio que para la próxima camine preparado —se acomodó el cinturón —. Estos chicos de ahora...

Arrancó y se fue, dejando a Nicolás con las mejillas sonrosadas y un poco confundido porque no supo si aquel hombre había dicho lo que dijo por insulto o porque le sintió el olor a homosexualidad. Volteó a ver a Simón que hacía fricción con sus manos en sus brazos para darse un poco de calor, la camisa corta que llevaba era bastante delgada que hasta se lograba transparentar algo de lo que había dentro. Estaba claro que se las estaba viendo negras con el frío, debían entrar cuanto antes.

—Ven, Simón, entremos —le colocó la mano detrás de la espalda para que lo acompañara, pero el chico no se movió.

—Nico, es obvio que llegué en mal momento, de verdad no quiero incomodar —realmente se sentía mal. De verdad le daba mucha vergüenza llegar a la casa de su amigo sin ser invitado y sí, quizás él era muy bueno para no decir que no, sin embargo, eso era aún peor —. Y el obsequio que Luna me dio se fue en el taxi —se agarró la cabeza, viendo solo el rastro de donde estuvo el vehículo, a lo que el rubio alzó la ceja en señal de confusión.

—No, en absoluto, has llegado en el mejor momento de tu vida y de la mía —sonrió ampliamente y lo abrazó, ignorando la parte del regalo —. Créeme, allí adentro estaba deseando desmayarme o que me diera un infarto para terminar esa situación.

—Infarto... —murmuró sin que el rubio lograra escucharlo —. ¿Qué tipo de situación?

—Te cuento allá arriba. Ahora entra si no quieres morirte de frío.

Con un deje de tristeza mezclada con felicidad, sonrió, dejándose guiar por su amigo hasta una entrada que no conocía debido a que no era la principal, sino por la que los empleados y demás entraban o salían. Subieron hasta el segundo piso donde se conectaron al siguiente grupo de escalones que los llevaron al tercero, donde el cuarto de su amigo se encontraba esperando por los dos. Ya en este, el rubio le prestó algo más con que pudiera cubrirse para calmar el frío y luego le pidió que lo esperara un momento, que subiría cuando tuviera tiempo para deshacerse de sus padres y de los asuntos que abajo estaban ocurriendo.

EL rubio hacía tiempo que se había ido y él todavía se hallaba sumamente concentrado mirando el elegante blanco del techo, cavilando en lo buen amigo que ese chico podía ser, otro en su lugar lo hubiera mandado de regreso a su casa y no podría apreciar más el hecho de que no fue así, hasta incluso pagó el viaje. De entre todas las personas que conocía fue él la primera persona que le vino a la mente, nadie más. Luna se diría que era la segunda, mas debido al pequeño incidente del beso esa opción quedaba descartada si no es que quería pasar la noche más incómoda de su vida, sumándole le hecho de que justo esa noche se había enterado de que era adoptado, de que todo lo que vivió por dieciocho años no fue más que una máscara. Nunca presumió de su apellido porque consideraba que no tenía nada de importante en ningún lado —y así era —, tampoco presumió de un padre amoroso porque está de más decir que jamás pudo sentir algo de calidez por la persona que se suponía cumplía ese rol. Lo único valioso que siempre consideró tener fue una madre, una que, aunque fuera el muñeco de ventrílocuo dañado, fue quien demostró al menos preocupación por su estabilidad emocional, al menos en un fugaz momento. Pero hoy; hoy fue uno de los peores días en su vida cuando se supone que el mundo festeja los cumpleaños por ser todo lo contrario a este. Pretendía demostrar no sentirse mal, no verse afectado. Sentía que eran hilos invisibles los que halaban su rostro para hacer expresiones que por dentro no sentía. Si sonreía no lo hacía con verdadera intención, sino por tapar las lágrimas que luchaban por dejarse ver. No quería seguir llorando porque con eso nada se resolvería, no despertaría del mal sueño que estaba teniendo ni tampoco lograría mágicamente tener la misma sangre que la mujer que había dejado llorando luego de que saliera de su casa, mas se le era imposible no llorar cuando regresaba al preciso momento en que decidió leer ese maldito papel y no se culpaba a él por haberlo leído, sino a sus padres porque nunca se lo dijeron, porque las cosas hubieran ido mil veces mejor de haberlo sabido desde mucho antes, desde que tuvo la capacidad para retener las cosas en su mente. Así al menos hubiera entendido desde el principio el por qué el odio que injustificadamente recibió desde niño.

—Hey, amigo. Ya regresé —escuchó la voz de Nico y rápidamente se dio la vuelta entre las sabanas, dándole la espalda para que no lo viera en tan deprimente estado.

—¿Ya vienes a dormir? Yo ya tengo sueño, me dormiré ahora —pretendió que su voz sonara de la misma manera en que sonó cuando llegó, pero sonó más grave de lo que era en realidad.

—Claro —se escuchó que no lo dijo muy seguro —. Me voy a cambiar, ya regreso.

Se metió al baño para deshacerse de la ropa que andaba puesta y ponerse algo con lo que pudiera moverse libremente en su cama. Simón le había salvado el pellejo esa noche y no podía agradecérselo más, aunque tuvo que pedir disculpas como trecientas veces a los presentes para poder desaparecer de la reunión que su padre había organizado, valió la pena por saber que no tenía que iniciar conversación con un ser humano que él no conocía y que en cambio lo haría con el mejor amigo que había. No se esperaba la visita tan repentina del muchacho y quería saber qué cosa hizo para llegar de esa manera y, lo peor, que le hiciera gastar quince buenos billetes que tal vez usaría para el almuerzo del día siguiente.

—No te imaginas de la que me has salvado, amigo. ¡Eres lo más! —se tiró a la cama, estirando los brazos para golpear a su amigo con suavidad y hacer que se despertara si es que estaba dormido.

—¿De veras? Tú también —notaba algo raro en su voz. No se dio cuenta de que su voz cambiara solo por tener dieciocho ahora.

—Oye, aunque me agradan increíblemente tus visitas, debes contarme por qué viniste sin avisar —se sentó, sin ánimos de dormir —¿Sucedió algo en tu casa?

—Sí... —aclaró su garganta —. Pasó algo.

—¿Qué fue? Cuenta —trataba de animarlo, mas estaba claro que no quería.

—Nada importante, supongo. No te preocupes —ahora su voz sonaba, además de falsamente grave, nasal.

—Estás... —lo volteó para que le diera la cara. Era lo que se esperaba —. ¿Por qué lloras?

—Te dije, no es nada importante. Solo vayamos a dormir, ¿sí? —rogó, intentando darse la vuelta y volver a su vieja posición.

—No. Dime qué te pasa. Nadie se sale de su casa por la noche solo así por que sí —le tomó el rostro para que no dejara de mirarlo —. Mírame, soy tu amigo Nico. Puedes contarme todo, absolutamente todo lo que te pase. Yo voy a estar aquí para escucharte y para recordarte que te quiero. Dime qué te pasa y yo veré en qué puedo ayudarte.

—Nico —no soportó más, ¿cómo hacerlo? Estaba que explotaba. Se dejó abrazar y dejó que las emociones se le fueran de las manos. Lloró porque lo necesitaba y porque era demasiado débil como para no hacerlo. Había llorado frente a cuatro personas esa noche, solo de tres tenía conocimiento, a dos abrazó con necesidad y solo con una tenía la completa confianza para contarle lo que le sucedía. Solo la persona que ahora mismo lo estaba abrazando consideraba el paño de lágrimas más sincero del mundo y no, no es que de Luna desconfiara, solamente no sentía el mismo sentimiento que Nicolás Navarro le transmitía. Era único —. Nico, no me sueltes porque entonces no sabré qué hacer.

—No lo haré, Simón. No lo haré, estoy aquí para ti. Solo para ti —escuchaba su voz en su oído, calmándolo como si fuera alguna especie de hechizo —. Dime qué te pasó. Puedes decírmelo, puedes confiar en mí, te lo juro por mi vida.

—Soy... —empezó. Era difícil. Repetirlo en voz alta no era para nada fácil —. Hoy lo supe... —continuó haciendo de su voz solo un leve sonido.

—¿Qué supiste? ¿Qué fue?

—Mi mamá, mi papá —ese maldito nudo en su garganta le impedía hablar con la claridad que estaba buscando —. Soy adoptado, Nico.

Por acto de inercia se apartó de él, mas no lo suficiente como para dejar de rodearlo con sus brazos. Por un fugaz momento se le cruzó que tal vez podría ser una broma, pero, ¿quién bromea con algo así, llorando como él lo hacía? Amen de que fuera un buen actor no lo creería capaz de desenvolverse tan perfectamente en un papel como ese.

—¿Qué?

¿Qué le respondería ahora? Eso de «Tranquilo, todo se resolverá» no le ayudaría en nada, porque esto no era una simple discusión, no era solo un rebato de ira adolescente. Lo rebasaba porque era una situación por la que no se esperó jamás y si alguien le hubiera dicho que algo como eso pasaría, ni en mil años le creería.

—Por favor no me hagas repetirlo —pidió con un hilo de voz, halándolo a la misma posición que estaban antes de que se lo dijera.

—Está bien, está bien —le acariciaba la cabeza, dejándolo llorar libremente ya que otra cosa no se le ocurría —. Duerme, descansa, hablaremos cuando estés listo para hacerlo.

—Gracias —volvió a posicionarse de la misma manera en que el chico lo encontró luego de que entrase y cerró los ojos, dispuesto a dormir, o al menos a intentarlo —. Nico... —lo llamó cuando sintió que este ya estaba acomodado también para dormir.

—¿Sí?

—Eres la mejor persona del mundo —confesó. El rubio ya lo sabía, no obstante, era necesario que se lo dijera, solo para que estuviera seguro de ello —. Te quiero.

Aunque no lo viera, Nico rio con ternura. Esta no era la primera vez que se lo decía, aquella vez que le confesó sus gustos por los chicos le hiso saber lo que pensaba de él.

—Tú también, Simón. Te quiero igual.

Ninguno de los dos volvió a hablar después de las últimas palabras que dijo el pelirrubio, Simón intentó arduamente dejar de pensar en los sucesos de ese día, cayéndose mentalmente y alentándose de igual forma para volverse a levantar. Estaba cansado tanto física como psicológicamente que después de tanto cerrar fuertemente los ojos se quedó profundamente dormido, sabiendo no que la persona recostada a su lado velaba su sueño bastante preocupado por su estabilidad emocional.

Una hora más tarde de que Simón se hubiera quedado dormido, Nicolás todavía seguía sin poder atrapar el sueño, aunque estaba cansado, no paraba de repetirse las palabras de su amigo, en esas que le decía que era adoptado, tampoco las imágenes de él llorando mientras se lo confesaba. Era frustrante verlo así y no poder hacer nada más que abrazarlo para calmar su llanto. Anheló haberle dicho que era una mentira, pero no podía hacerlo porque de mentiras ya estaba labrada la vida del castaño.

—Amigo... —dijo temiendo que se despertara —. Te mereces lo mejor, ¿sabes? A ti no tenía que pasarte esto.

Lo miraba dormir como si fuera una figura de porcelana, lo acariciaba como si de pronto con el más leve toque se fuera a caer en pedazos. Mas no sabía que desde la puerta la alta figura de su padre lo observaba con el ceño fruncido, preparado para dar un paso adentro e interrumpir la paz que se respiraba dentro de aquel círculo de amistad, pero se contuvo de hacerlo e igual que hiso al abrir la puerta, la cerró con mucho cuidado para no hacer ningún ruido.

Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando Simón abrió los ojos y no logró renovar el sueño nuevamente, casi al instante recordó los hechos del día anterior y comprendió el por qué estaba en una habitación que no era la suya pero que ya conocía y el porqué estaba el cuerpo de otra persona durmiendo a su lado. Se quedó mirando al rubio por un momento, estaba despeinado, nada comparado a como estaba ayer, tenía la boca abierta y un hilo de saliva se resbalaba por su mentón, algo que lo hacía ver chistoso.

—Nico —odiaba estar despertándolo, si bien, debía hacerlo —. Hey, Nico, despierta.

El chico empezó a balbucear cosas inentendibles, abrió los ojos y lo miró fijamente, sin embargo, Simón estuvo seguro de que no lo estaba viendo realmente y lo confirmó cuando los volvió a cerrar y quedarse dormido otra vez.

—¡Nico! —lo empujó con moderación y lo removió para que se despertara definitivamente.

—¿Qué? —movió la cabeza a todos lados y cuando posó su mirada en la del castaño, se le quedó viendo extrañado —. ¿Simón, qué haces aquí tan temprano?

—¿Te emborrachaste y no me di cuenta? —soltó una queda risilla —. Llegué ayer, ¿recuerdas?

—Ah... bueno... sí —lo recordó —. ¡Oh!

—Sí. Me tengo que ir ya —informó, quitándose de encima las sábanas —. Hoy toca ir a clases.

—Espera —le sostuvo del brazo, evitando que continuara haciendo lo que hacía —. ¿Vas a ir a clases? ¿No quieres tomarte el día o algo así? Le diré a los profesores que te enfermaste.

—No, descuida. Estoy bien —quiso levantarse, pero Nico nunca lo soltó.

—¿Quieres que lo hablemos? Estoy para escucharte, lo sabes.

—Nico, estoy bien, de veras —hizo a soltarse. Tampoco pudo hacerlo bien, parecía no tener la fuerza suficiente para llevar acabo tal acción.

—Te hará mejor, créeme —aconsejó con una de esas sonrisas tan amables que se gastaba. Sonrisas que parecían ser más bien manipuladoras.

Suspiró profundamente y se recostó en el respaldo de la cama. Debía admitirlo, una parte de él deseaba sacar todo lo que llevaba dentro, no quería volver a llorar, esta vez lo que quería era sacar todas las palabras que estaba guardando. Cuando quiso irse no había otra cosa que quisiera más que no fuera que Nico lo detuviera.

—Anda. Sácalo todo —animó.

—Verás, Nico —empezó, sin saber exactamente por dónde lo hacía —. Se podría decir que tuve una primaria regular, no fui el niño más popular del colegio ni tampoco el que pasaba desapercibido. Podía hacer amigos, aunque al tiempo me deshiciera de ellos por cualquier razón que ahora no entiendo. Sí, se podría decir que la primaria fue normal, al menos en cierta forma. Como ya has de saber, en esos tiempos las clases no son tan difíciles que digamos, puede que a veces se nos dificulte entender algún tema de matemáticas u otra clase y es allí donde acudimos a nuestros padres, a los que se suponen que nos ayudarán porque ellos saben mucho más que nosotros —se mordió los labios, cubriendo un amargo y doloroso mohín —. Yo esperaba que fuera así conmigo, ya sabes, llegar a casa emocionado por cualquier cosa que la maestra dijo o hizo, llegar pensativo porque al día siguiente tendría un examen y le pediría un poco de ayuda a mis padres, pero recibía todo lo contrario. Me costó entender por mí mismo que quien debía resolver mis problemas era yo, que mis padres estaban allí e iban al colegio en las reuniones solo por evitar habladurías, solo para que no dijeran que no se preocupaban por su hijo. Mi padre era el de eso, el que siempre le decía a mi mamá que frente a las personas debíamos mantener la fachada de familia unida y feliz, porque, en su retorcido sentido de la razón, eso éramos; una familia feliz. ¿Sabes? Nunca me ha faltado nada material, una casa bastante agradable y la economía familiar bastante desahogada debido a que las dos familias de mis padres se defendían en cuanto a posiciones sociales, realmente no sé la historia de cómo mi madre y mi padre se conocieron, pero se conocieron. Supongo que en algún momento fueron felices porque mi abuela me decía algunas veces que mis padres solían ir a fiestas antes de que yo llegara a sus vidas y que mi papá era diferente, que el trabajo lo había cambiado. Yo lo supe desde hace mucho, no fue el trabajo, fui yo —miró al rubio y notó que estaba bastante concentrado en cada palabra que decía —. No sé qué mal le hice que cada vez que cruzaba la puerta de la casa hacia adentro podía sentir toda la indiferencia de su parte, no me quedaba más que refugiarme bajo las faldas de mi madre y, en ciertos casos, eso funcionaba. Esos casos eran cuando mi padre no estaba muy cerca —volvió a respirar hondo, para darse fuerzas y continuar con su narración —. Digo que la primaria fue relativamente normal porque creo que eso no fue tan mal, mi pequeño infierno empezó desde el primer año en la secundaria. El primer año fue extraño para mí porque todos mis compañeros de primaria habían quedado atrás y ahora, nuevamente, era yo solo en un colegio desconocido, con gente desconocida que me miraba extraño, justo así como me miraron la primera vez que llegué al Blake, claro, esta última vez no me importaba nada de lo que dijeran de mí porque estaba dispuesto a no dejar que me importaran comentarios tontos, no obstante en ese primer año, era diferente. No te diré que llegué super amigable y popular, ya hubiera querido. Llegué para sentarme en la última silla de la esquina, yo era el marginado, al que nadie conocía y viceversa, recuerdo que a mi lado estaba un chico que al parecer tenía mis mismas intenciones: pasar desapercibido. Me sorprendió que incluso él logró hacer amigos antes que yo, y sin hacer nada. Cuando tocaban los descansos yo rezaba para que se pasaran en un segundo y luego regresáramos a clases, el peor castigo era cuando nos ponían a elegir personas para hacer grupos y, como yo no conocía a absolutamente a nadie, no sabía con quién hacerme; no hasta que un chico me llamó y me dijo que podríamos hacernos en el mismo equipo si gustaba, corriendo le dije que sí. Ese chico se volvió mi mejor amigo desde entonces. Era como tú.

—¿Gay? —preguntó de la nada.

—¡No! Era muy amigable y agradable. El Nico número dos.

—Ah...

—Resultó ser que ese mismo chico era mi vecino y no nos separábamos nunca, éramos como gomas de mascar. Así como en ese entonces había personas agradables como él, también había los que buscan atención y se hacen los chistosos molestando a los demás con lo que sea. Yo era el gay del salón —el rubio abrió los ojos de par en par, no pudiendo creer lo que había escuchado.

—¿Qué? —tartamudeó confuso —. Pero tú no pareces...

—Quizás, pero lo era —el chico abrió la boca impactado —. No me malentiendas, no es que era gay y ahora ya no, sino que ese era mi apodo. Todos entonces comenzaron a especular cosas sobre mí, como que mi mejor amigo y yo éramos pareja y por eso durante un tiempo me alejé de él para que no se viera perjudicado por las habladurías y que la amistad que teníamos se desvaneciera, sin embargo, me demostró que los demás no le importaban y mucho menos las tonterías que dijeran, pero que tenía que ponerle un alto a las cosas. No lo hice porque me aterraba la idea de ser avergonzado frente a todos y quedar todavía peor de lo que ya estaba, solo me callé y los dejé, pensando que en algún momento se iban a cansar de decir tantas ridiculeces. No fue lo que pasó, porque siguieron y siguieron con lo mismo hasta que los chismes, no sé cómo, llegaron a oídos de mis padres y, aunque mi madre no les prestó atención, mi padre sí. De hecho, la relación entre los dos era muy mala, imagínate cómo se puso después. No me dejaba salir de la casa porque decía que iba a verme con mi novio marica, que si el cartero llegaba y yo recibía las cartas era porque me gustaba. Acusó a mi mejor amigo de ser mi novio, si me miraba cerca de él me las veía negras en la casa. Claro, en la calle no podía decirme nada porque ese era su altar, Dios no permitiera que lo vieran haciendo un escandalo a la luz pública, «Los trapos sucios se lavan en casa», recordaba con empeño —se rio acerbamente —. Curiosamente eso no me afectó en mis estudios, pero vaya que me daba pavor cuando miraba a ese hombre llegara la casa con su cara de perro, reclamando por todo y desquitándose con lo primero que encontraba, solo para que lo sepas, eso era yo. Al año siguiente, cuando mi amigo me dijo que se mudaría de casa y de colegio, me sentía realmente mal ya que no todos los días encuentras a una persona como él. Recuerdo que lo despedí con un abrazo y lloramos sin ser disimulados, para mi mala suerte, mi padre nos vio —pausó su relato, quedando por un momento mirando los ojos expectantes de Nico, quienes lo alentaron a proseguir —. Nos peleamos. Me pegó, le pegué. No digo que hice bien en hacerlo, pero solo Dios sabe cuánta satisfacción me provocó defenderme de ese monstruo.

—Le pegaste —mencionó Nico, asombrado —. ¿A tu papá?

—Lo hice, me estaba defendiendo de él, no sé ni cómo pude sacar fuerzas para hacerlo, pero lo hice. Te mentiría si dijera que después de eso todo cesó. Todo siguió igual para mi tercer año, los insultos poco habían disminuido, pero el mal carácter de mi papá y la sumisión de mi madre estaban intactos. Yo no decía nada, solo me lo guardaba para mí porque entonces no tenía a nadie para contarle las cosas que me estaban pasando. El espejo de mi habitación fue quien escuchó cada una de las cosas que le decía y quien me devolvía mi propia y miserable imagen de ojos rojos y de un chico sin compañía alguna.

—Simón...

—El año pasado, mi cumpleaños tampoco fue el mejor, no sé, tal vez es alguna especie de karma el hecho de que en mis cumpleaños suceda algo que me baje los ánimos. Mi madre murió ese día y mi madre me culpó por ello —se aclaró la garganta ya que quería deshacerse de ese ya conocido malestar —. Puede ser que haya tenido algo que ver pues ese mismo día yo le deseé la muerte y le dije tantas cosas de las que, siento mucho decirlo, no me arrepiento. De todos modos, no me dolió su muerte, no me destrozaron las palabras que en toda mi vida me dijo, lo que realmente me destruyó fue que mi madre me echara toda la culpa a mí. Yo confiaba en que ella al menos me diría algo diferente a si es que me sentía orgulloso de haberlo matado, diferente a que me dijera que desapareciera de su vista. Eso sí dolió en el alma porque en ella guardaba la esperanza de refugiarme ahora que él no estaba, pero cuando la busqué la encontré dándome la espalda y apuntando con el dedo cualquier lugar que no fuera ella —tomó la mano de su amigo, apretándola con fuerza, para darse el aliento que necesitaba —. Luego nos mudamos aquí y encontré a las mejores personas que pude pedir en la vida, esta vez el karma se apiadó de mí. Te encontré a ti y no puedo estar más feliz con eso. A Luna, a Pedro, Delfi y a Ámbar. Con ustedes yo pensaba que ya tenía todo para ser feliz y... creo que lo pensé mucho antes. Tuve que enterarme a través de un papel de mi realidad, de que soy adoptado. Pienso que hubiera sido más fácil para mí haberlo sabido desde pequeño, incluso haberlo sabido de las palabras de mi padre el año anterior porque hasta ayer me di cuenta de que eso fue lo último que quiso decirme para reírse de mí. Ese maldito quiso restregarme el que yo no era de su sangre antes de estirar la pata. Incluso entonces quiso hacerme pasar mal. Cuando me enteré le dije cosas terribles a mi madre y salí corriendo sin dejarla hablar. Estoy arrepentido porque, si me pongo en su lugar, a mí me hubiera gustado hacerme escuchar y que me escucharan, mas yo no se lo permití, me dejé guiar por la rabia y eso me trajo aquí. Lo siento...

—Hey... —sostuvo su mano en el aire —. Viniste aquí, me contaste todo esto. Estoy inmensamente honrado de que me dejes saber sobre ti y me siento orgulloso de ti. Has pasado por cosas difíciles y te has mantenido en pie, no cualquiera tiene la fuerza suficiente para hacer lo que tú haces —lo envolvió con sus brazos —. Está bien que te arrepientas de no haber dejado a tu madre hablar, así como también está bien que dejaras salir tu furia. Estuviste mucho tiempo guardándote todo, llegas a un punto donde ya no soportas nada y eres como una bomba de tiempo. Te comprendo. Ahora solo tienes que ir con ella y escuchar su versión. Es lo mejor para los dos. De verdad lo es.

—Lo sé. Debido a ello es por lo que no me quedaré a hacer nada hoy, iré al colegio y luego... que pase lo que tenga que pasar —cerró los ojos, sintiendo una sensación de alivio en su interior —. Gracias.

—¿Por qué?

—Por haberme escuchado. Por estar para mí cuando te necesito.

—Amigo mío, yo siempre estaré para lo que sea. Inclusive si quieres cambiarte de sexo te voy a apoyar —habló en mitad de una risa burlesca y agradecida.

—No seas tonto. No pienso cambiarme de sexo.

—Mejor. Así como eres estás bien bueno —confesó.

—Pero no soy tu tipo, ¿recuerdas?

—Ah, sí, es verdad.

Ámbar entró al salón de clase de la mano de su novio, lo primero que hiso luego de pasar por la puerta, fue mirar al fondo, allí donde Simón y Luna solían sentarse siempre. No estaban. Ni siquiera habían llegado Delfina y Pedro, Nico tampoco y por este último no era de extrañarse, normalmente no llegaba tan temprano. Con tristeza colocó la mochila sobre su silla, pensando en el castaño y su amiga, si no habían llegado lo más probable es porque estaban juntos. Parecía tonta al pensar como novia celosa cuando tenía más que claro que entre ella y Simón lo único que había eran besos y rozones. Nada más. Mas por ello no dejaba de pensar en las posibles cosas que pudieron haber hecho esos dos juntos por la noche, de todas las situaciones que se pintaba, en ninguna de ellas los dos estaban solo hablando del clima.

—Entonces, ¿te veo a la hora del almuerzo? —dijo Matteo ya para despedirse.

—Seguro —contestó dándole un beso casto en los labios —. Yo paso por ti. Te quiero.

—Yo más, amor —pellizcó sus mejillas antes de irse, dejándola sentada y pensando, cómo no, en Simón.

La mañana se le alegró de una forma increíble cuando la pequeña figura de Luna hizo acto de presencia en el salón, y no es que le emocionara verla pues harta estaba de verla de lunes a viernes sin falta, la razón de su alegría fue no verla acompañada de su mejor amigo. Casi dio un brinco de alegría sobre su silla, pero no lo dio ya que no tardó en recordar el beso que ella le robó al castaño la noche de ayer.

«Dios mío, tápale esas ojeras», habló en su interior al verle las bolsas oscuras que llamaban la atención bajo sus ojos. Ahora que la veía sola, no tenía idea de dónde pudo haber ido Simón él solo. ¿A la muy tarada se le había ocurrido dejarlo solo luego de haberlo visto llorar? Pensó en la posibilidad de que pudiera haber regresado a casa, pero, ¿y si no? Rezaba porque hubiera buscado la ayuda de sus otros amigos y porque no se le hubiera ocurrido pasar la noche solo, en la calle. Sus niveles de alegría subieron mucho cuando después de esperarlo tanto y de no verlo llegar junto a la pareja de pelinegros, por fin pudo divisarlo en compañía de Nico. Hasta entonces respiró con tranquilidad, mas no borraba las imágenes vividas horas antes.

—Simón —lo detuvo cuando pasó a su lado.

—Dime —le contestó, esforzándose por darle un gesto común y corriente, uno que no demostrara su actual situación.

—Ayer... —lo examinó con detenimiento, no sabiendo si decir que salió corriendo en su búsqueda y que de hecho lo había encontrado en brazos de otra estaba bien o no —. Discúlpame por no haber ido a tu casa ayer. Era tu cumpleaños y no fui. Estaba buscando tu regalo, pero...

—¿Regalo? Te dije que no era necesario —palmeó su hombro suavemente —. No te preocupes por no haber ido. Gracias de todas formas.

—Tenía un regalo —confesó, viendo inevitablemente de reojo a Luna.

—¿De verdad?

—Sí. Lo tenía —hiso un especial énfasis en la última palabra que mencionó, dándole a entender que ese regalo ya no estaba vigente.

—Está bien —sonó como una duda —. Te agradezco que te hayas preocupado por ello. Me iré a sentar antes de que llegue el profesor. Te veo luego.

—Sí.

El receso tardó mil años en llegar para todo el salón, el profesor de física se había tomado los horarios de clase de los docentes que le seguían porque, según su excusa, estaban retrasados en el plan del corte final y debían terminarlo todo antes de los exámenes finales, nadie rezongó por miedo a que los sacaran, pero como era de esperarse ninguno estuvo de acuerdo con su decisión.

Delfi y Pedro estaban comprando la comida, Luna se había quedado en el salón a causa de que debía finalizar los apuntes de la pizarra antes de que los borraran, por lo que en la mesa de la cafetería solo se encontraban Nicolás y Simón, platicando sobre la misma cuestión que desde horas antes no dejaba de ser objeto de discusión:

—¿Quieres que te acompañe a tu casa a la salida? Puedo hacerlo si quieres —habló el rubio.

—No es necesario, ya hiciste demasiado por mí. Nuevamente gracias por haberme acompañado esta mañana.

—No te preocupes, ¿para qué estamos los amigos si no es para apoyarnos entre nosotros?

—¡Qué onda! —saludó Luna cuando llegó y se sentó contiguo a Nico.

—Hola —contestaron los dos chicos al unísono.

—Oye, Simón, sobre lo de ayer, ¿te quedaste donde Nico? —indagó, temiendo que el rubio no supiera sobre qué estaba hablando.

—¿Ella sabe sobre lo de...? —el que Simón hubiera abierto los ojos más de lo normal, le dio a entender que debía callarse.

—¿Saber qué? ¿Es acaso la razón por la que saliste corriendo de tu casa ya bastante avanzada la noche? —frunció el entrecejo, esperando una respuesta.

—No. No es eso... es sobre... —balbuceaba el rubio, mirando a todos lados en busca de un buen pretexto —. Ya sabes... sobre nuestro... lo que pasa es que...

—¡Nico y yo estamos en una relación! —los verdosos ojos de Luna y de Nico casi le atravesaron la cabeza, justo al mismo tiempo en que sus mandíbulas tocaron la superficie de la mesa. Su amigo se puso rojo hasta las ideas mientras que la chica palideció como si fuera a desmayarse en cualquier momento —. Bueno... algo así.

—¿Qué? —esa voz sonó más grave de lo normal, y no era para menos.

El castaño giró la cabeza, sabiendo a la perfección lo que se iba a encontrar y mencionó al ver cierto rostro mal encarado: —Hola, Pedro...

Continuará...

¿Quién dijo que los hombres no lloran y no se abrazan entre ellos? 

Los quiero, chicos, cuídense mucho. 

Voten y comenten, that helps a lot. ;-)

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