Capítulo 19
Capítulo 19:
Querida Ámbar...
Fue la cosa más hermosa e inesperada que alguna vez me pasó. Fue todo lo que en algún momento solo deseé e incluso fue más. Nuestro primer beso, la primera vez que besé tus labios.
Dios... no tienes ni una sola idea de lo que sentí y de lo que siento ahora mismo.
Estoy desesperado. Desesperadamente enamorado de ti, rubia. De verdad, ¿qué es lo que me has hecho? ¿Por qué me lo has hecho?
Ámbar, eres tan sublime que tanto en mis pensamientos como en la realidad no puedo describirte como otra cosa que no sea algo divino. Algo que no merezca ser observado o deseado por simples mortales. Algo inalcanzable para mí.
Mas te besé.
Me arriesgué a perder tu amistad y todo lo que conlleva esa sola palabra. Aposté todo lo que antes teníamos, sin darme cuenta. ¿Funcionó? Parece que sí. Porque sé que lo disfrutaste también, no tanto como yo porque eso sería imposible, pero supe que no te sentiste obligada a nada. Supe que también me quieres y eso... simplemente eso me hace volar.
¿Sabes? Cuando te escribí la primera carta mi intención era entregártela para que supieras con mis verdaderas palabras que te quería a mi lado, como mi amiga... Estaba equivocado. Mucho.
Un personaje más nació entre los dos, uno en el que no dudaste en poner los ojos, uno que me hace rabiar con solo mirarlo. Ni siquiera pude darte la carta aquel día y fue por él. Porque, de algún modo, él me detuvo. Sin embargo, hoy, después de lo que pasó entre nosotros, no puedo sentirme más agradecido con el universo de que esa persona halla entrado en nuestras vidas. Esa persona me abrió los ojos implícitamente para poder entender que te amo.
Te amé desde que entraste al salón y en ese momento ni siquiera lo supe.
¿Volveremos a repetirlo? Dime, Ámbar... por favor dime que se va a repetir más de una vez. Ya que probé la droga, estoy más que seguro que me hice adicto con una probada y difícilmente podré desintoxicarme.
Me tienes en tus manos, chica. No me sueltes porque no sé quien pueda sujetarme allá abajo.
Solo espero que un día yo también te sostenga y, ten por seguro que daré mi vida a cambio de que nunca caigas. Porque sobre este planeta no hay nadie más que pueda decir con mayor seguridad que te ama.
De tu enamorado, Simón.
Dos chicos en una habitación, completamente en silencio, solamente escuchando sus respiraciones impactar unas contra otras, sin saber qué decir o cómo reaccionar después de lo que había sucedido. Él estaba emocionado por el resultado que su forma de actuar tuvo. Mientras que ella estaba casi en estado de catatonia porque exactamente no sabía lo que acababa de suceder, es decir, no era estúpida como para no darse cuenta de que acababa de darse el beso más delicioso de su vida con su mejor amigo, lo que no entendía y que trataba de explicarse, era por qué le había gustado tanto.
—Ámbar, te juro que... —empezó a hablar, viendo que ella no parecía dar muestra alguna de decir algo —. Esto no fue...
No encontraba las palabras exactas para poder decir que aquello no fue algo que planeara, ni siquiera sería verdad lo que le diría ya que, de algún modo, desde antes había planeado y soñado con un momento al menos parecido. Solo que este había sido perfecto, hubiera recorrido lo que fuera con tal de llegar a ese momento una y otra vez.
—Tú... —tartamudeó sin quitarle —...y yo...
—Por favor, discúlpame, fue mi culpa —por supuesto que había sido su culpa, pero a pesar de todo, no se arrepentía de nada.
Lo haría cien veces más si tuviera la certeza de que su beso iba a ser correspondido de nuevo.
—No fue tu culpa, Simón... —susurró luego de que el chico la mirara con esos ojos suplicantes de una disculpa.
—Claro que lo fue, tu viniste y yo te besé así sin más —estaba seguro de que era la peor actuación que en su vida había hecho, mas tenía que mantener su cara de sufrimiento.
—¡Exacto! —exclamó casi gritando —Yo vine y no sé por qué. Yo solo... —pausó antes de continuar. Miró los ojos suplicantes de su mejor amigo, miró luego sus labios, esos mismos que hacía tan solo unos momentos había probado y que solo Dios sabía la hermosa experiencia que se había llevado consigo —...solo quería verte.
—¿Verme? Pero si nos vimos después del colegio —ahora se estaba comenzando a confundir.
—Sé que duermes casi desnudo —lo miró de arriba hacia abajo.
—Entonces... —sonrió con malicia —. ¿Lo que querías era verme semidesnudo?
Se acercó con complicidad a su rostro nuevamente, aspirando su aroma y sobando sus labios con su propia lengua. No sabía o no tenía una sola idea de lo que hacía, cada acción salía por instinto, uno que hasta el día –o más bien noche –de hoy, no conocía.
—Eres una chica muy traviesa —susurró entrecerrando los ojos mientras deslizaba los dedos de su mano por el brazo de la pelirrubia.
Ámbar no apartó la mirada de sus labios al momento en que sus intentos gigantescos por parecer tranquila se desvanecían cada vez que la respiración de Simón se encontraba con la suya.
—Yo solo quería... —a ese punto bien sabía que sus mentiras no parecerían reales, estaba más que segura, apostaba un brazo y ganaba la apuesta —...Y entonces tú... —la culpa le recaía a alguno, el problema radicaba en que no le interesaba saber de quién era tal cosa. Solo importaba lo buen besador que Simón era y ella no lo sabía —. ¿Me vas a besar otra vez?
El muchacho se separó de inmediato, dejándola con deseos de que nunca se fuera y de que, si lo hacía, se la llevara consigo. Se rio lo más fuerte que la situación le permitió.
—¿Tú quieres que lo haga? —cuestionó sin dejar de mostrar sus dientes a raíz de la sonrisa de burla que se había formado luego de su pregunta.
—¿Tú quieres que yo quiera que quieras hacerlo? —esta vez fue la rubia quien se acercó y comenzó a seducir lujuriosamente con los labios la boca del muchacho que por mucho que intentara mantenerse inmutable, no lo lograba.
—A mí me parece que tú quieres que quiera —ambos podían jugar a ese juego, estaban de acuerdo.
—¡Oh, vamos, solo bésame! —y lo apegó a su cuerpo con premura para iniciar a besarlo como si no hubiera mañana, como si hubiera sido el primer beso.
La cuestión era que los dos sabían que no era el primero ni el último tampoco. Ellos deseaban que aquellos besos fueran eternos, pero hasta las buenas cosas tienes su fecha de caducidad, ¿no es cierto?
La de cabellos rubicundos lo empujó de poco a poco hasta llegar a la cama de Simón, masajeando con la yema de sus dedos la aporcelanada piel canela de aquel chico que por alguna razón se estaba volviendo en el oasis en el medio del mar de arena. A pesar de que llevaba un pijama, no era algo lo suficientemente grueso como para poder no sentir el creciente endurecimiento en la parte de la entrepierna del castaño, al fin de cuentas, él solo estaba durmiendo en ropa interior.
«No pude haberte encontrado en mejor momento», pensó dibujando una sonrisa en sus labios a mitad del beso, para luego recostar sin amabilidad al chico sobre la cama, subiéndose encima de él a horcajadas, acomodando sus rodillas a ambos lados de las caderas de él.
—No deberías pedirme que te bese cuando tú misma lo harás —se burló, tomando de paso el cabello de Ámbar entre sus dedos, para besar luego su cuello, con suavidad y brusquedad al mismo tiempo, lamiendo de vez en cuando y completamente excitado en más de un sentido.
—Solo cállate y sigue con lo tuyo —gimió, sintiéndose embriagada por el placer que los labios y la lengua ardiente de su amigo le daban.
—Tú deberías ir abajo —reaccionó acomodándose rápidamente, quedando él en la posición que antes estaba ella y viceversa.
—Eso es algo machista —carcajeó a medias, hasta donde podía articular palabras.
—Es más cómodo simplemente —corrigió.
—Sigue con lo tuyo.
Simón quitó con mucha dificultad las almohadas que Ámbar tenía bajo su cabeza y las lanzó sin ninguna piedad al piso, olvidándose de todo en ese momento. Subió la camisa que llevaba hasta sus senos y la sostuvo allí con una mano al momento en que comenzaba a besar con impaciencia su abdomen. Escuchaba los gemidos bajos de ella, amortiguados por su mano para no hacer más ruido del que ya necesitaban. Se deshizo de la blusa por completo, la cual fue a parar al mismo lugar donde anteriormente los cabezales fueron también.
—Simón... —dijo entre gemido y gemido, tratando de apartar las manos de él sobre su cuerpo.
No le prestaba atención, estaba concentrado en lo que hacía por dos simples cosas: La primera: le estaba gustando demasiado lo que hacía. Y la segunda: por mucho tiempo se imaginó haciéndolo.
—Simón... —repitió, abriendo los ojos para sentirse más apegada a la realidad.
—¿Sí? —fue una respuesta instintiva, estaba seguro de que ni siquiera hacía caso a lo que, fuera de su cuerpo, sucedía.
—¡Simón! —habló más fuerte, más autoritaria y más dolida de lo que hubiese deseado.
—¿Qué? —se vio obligado a interrumpir su labor, mirándola a través de la escasa luz, notando de inmediato su ceño temblante y sus labios fijos en una fina línea severa.
—Yo... —esa simple palabra murió en su boca, pero aun así fue escuchada por el muchacho —. Yo tengo novio, Simón.
Y lo más horrible del caso... es que se acordó de ello demasiado tarde.
Entonces, como también volviera a la realidad, se separó de la rubia con rapidez, suspirando agitado por lo que anteriormente acababa de pasar. Ella tenía razón, tenía novio. La miró por unos momentos antes de poder hablar de nuevo, tenía los ojos fuertemente cerrados y los puños estaban abrazando las sábanas de la cama con más fuerza. Quiso golpearse contra la pared por no haberse acordado antes e impedir que tal cosa no hubiera pasado... pero la verdad de la situación es que no deseaba nada que no fuera inmortalizar aquel momento en su mente.
Aunque la realidad era dura, quizás podría luchar en contra, dejando de paso sus heridos sentimientos.
—Oh... —se limitó a decir, apartándose completamente del cuerpo de la muchacha y dirigiéndose al closet para buscar al menos un pijama para ponerse.
—Lo lamento, Simón... —rogaba con la voz quebrantada sin querer abrir los ojos para no ver el rostro de su amigo —, por favor perdóname, soy la peor persona que existe en este mundo...
—No —la interrumpió tajante, poniéndose de la manera más rápida un pijama negro que le quedaba algo flojo —. No es tu culpa. A decir verdad, yo siempre...
«Yo siempre había querido hacer esto», dijo solo en su cabeza. Meditando lo que tal vez Ámbar podría decirle luego de confesarle algo como eso, mejor era quedarse callado.
—Simón... —abrió los ojos por fin, mirándolo acercarse hasta donde estaba ella, posicionando primero una rodilla sobre la cama y luego las dos manos, para poder quedar lo suficientemente cerca de ella, pero no así más de la cuenta.
—No fue tu culpa, en serio.
—No quiero que volvamos a lo de antes. Por favor no, Simón, no ahora. Nunca —le tomó la muñeca con su mano, realmente decidida a no apartarse de algo que presentía alejarse con el paso de los segundos —. No me dejes después de... esto —puso un especial énfasis en la palabra «esto» que el muchacho no supo si tomárselo como algo bueno o algo malo.
—Esto... —repitió, poniendo la misma entonación en la palabra —. Esto no se repetirá, supongo.
Supo a la perfección que esa frase no había sonado tan gélida como hubiera querido. Ni siquiera fue bueno disimulando su creciente desagrado en el pensar que nunca volvería a tocar esos labios otra vez.
—No... —ninguno de los dos era bueno fingiendo, tampoco ninguno era bueno reconociéndolo.
—Ya veo... —relajó su garganta, pudiendo sentir que se apretaba para impedir que una «burrada» pudiera escaparse —. Y descuida, no estoy enojado ni nada por el estilo. Seguiremos siendo amigos, ¿bueno?
¿Por qué tenía que ser así? ¿Cómo es que algo que empieza tan bonito tiene que acabar tan mal? La cosa que más ganas tenía de hacer era llorar, dejar escapar ese llanto que lo estaba ahogando por dentro para poder desahogarse un poco y que al menos ella se apiadara un poco de él. Sin embargo, sus lágrimas nunca aparecieron. Una parte muy profunda de su ser le prohibió demostrar sus verdaderos sentimientos a esa rubia que ahora estaba mirándolo con una culpa que según Simón no debería pertenecerle.
—Lo lamento... —susurraba apenas. Por mucho que intentara dejar de mirarlo no podía. Sentía que debía darle la cara para que no pensara que era una cobarde, una que sabiendo su realidad se escapó de su casa a casi la mitad de la noche solamente para poder verlo y no de una simple manera, sino prácticamente desnudo. Y no conforme, besarlo como si no existiera un mañana —. No tienes idea de cómo me siento ahora...
Para Simón aquellas palabras lo quebraban todavía más. ¿Cómo se sentía? ¿Asqueada? No podía aceptarlo, se sentía asqueada por él, y él, no era capaz de controlar lo que tenía dentro y no era capaz tampoco de poder demostrarlo. Realmente ya tenía demasiado con cargar con el arrepentimiento que le estaban echando en cara ahora.
—Si pudiera hacer algo para que ya no estés... —decía sin ninguna intención de hacerlo sentir mal, todo lo contrario, lo que anhelaba era que todo volviera a ser normal... pero el panorama pintaba de tonalidades oscuras según ella.
—Por favor... —impidió que continuara con lo que fuera que iba a decirle —. Ya no sigas.
Apretó su delicada mano para de esa forma trasmitirle un poco del dolor que estaba sintiendo. Escuchó el quedo suspiro que salió de su pecho y luego se apresuró a abrazarlo mientras lloraba con más intensidad sin que sus gemidos de dolor fueran más altos de lo que ambos necesitaban.
—No quiero perderte, Simón... —hundió su rostro en la curva del cuello del chico al momento en que él hundía su nariz en el dorado cabello de la ojiazul —. No me dejes, te lo ruego.
—Oh, Ámbar... —rio con amargura sin siquiera separarse un poco de su cuerpo —. Sabes que no podría alejarme nunca de tu lado ni, aunque quisiera, ¿verdad?
Y esas palabras la hacían flaquear como si de un fideo estuviese hecho todo su cuerpo. Entonces supo que, si no se aferraba mejor a él, podía desvanecerse tal como el sol lo hace cuando la noche nace.
—¿Por qué siempre me dices cosas tan bonitas, Simón?
La verdadera pregunta y la que la taladraba era el por qué aquellas palabras tan bonitas la hacían sentir cosas que por ninguna otra sintió antes. Apostaba que si las escuchaba de cualquiera no tendrían el mismo efecto que tenían cuando era Simón quien se las recitaba. Porque esas palabras parecían haber nacido solo para que Ámbar las escuchara.
—Porque no tengo a nadie más a quien decírselas. Y porque... —No. No podía decírselo, no ahora. No cuando Ámbar estaba arrepentida de lo que había hecho.
—¿Por qué, Simón? —interrogó de nuevo, ansiosa por seguir escuchando de sus labios salir esas frases tan acompasadas y aterciopeladas que daban la impresión de ser un canto para ángeles.
¿Se podía mentir? ¿Se podía engañar a la persona de la que estás enamorado solo para que esta se sienta bien mientras que tú sientes que te quemas desde adentro? ¿Se podía ser así de injusto contigo mismo? ¿Eso acaso era muy poco amor propio? ¿En serio? ¿Dejar de lado tus sentimientos solo para proteger los de otra persona? ¿Estar enamorado significa eso? Porque si es otra cosa, no quería vivirla, porque ya estaba lo suficientemente lastimado como para tener que sufrir aún más.
—Te quiero... —respondió luego de pensar en qué decir —. Porque te quiero tanto que siento que si no te digo las cosas que te digo, voy a reventar.
—¿Sabes? —moqueó sin importarle lo desagradable que pudiera sonar —Ahora seré yo la que te pedirá que no continúes.
—Y yo seré ese que no se quedará con la boca cerrada —se burló para seguir luego: —. Te quiero tanto, Ámbar Smith, que no quiero que te separes de mí en lo que te queda de vida, tanto así te quiero que no me importaría besarte de nuevo aquí, probar otra vez tus labios y repetirte no solo una ni dos veces, sino hasta el cansancio, que tus labios son los más hermosos que he visto en mi vida, que tus ojos azules me hipnotizan y que lo que más me gusta de ti es esa hermosa y engañosa sonrisa tuya... —la separó un poco para que ambos quedaran frente a frente. Sobó su labio inferior con su dedo pulgar sin dejar de observarlo hasta que se fijó en el nada disimulado sonrojo que ella tenía en sus mejillas. Una sonrisa nerviosa se escapó de los labios de la rubia y él suspiró con pesadez contenida —. Oh, Dios mío... —nunca se cansó de masajear esas tentadoras presas que se volvían siempre sus labios —...sí que es engañosa esa sonrisa.
—¿Por qué dices que es engañosa? —preguntó con curiosidad, sin dejar a un lado la inquietud y timidez —¿Crees que es falsa?
Se carcajeó con ternura y la miró más detenidamente a los ojos. Esos ojos eran preciosos, como las dos piedras más valiosas del mundo. Eran como si el mar y el cielo hubieran tenido dos hijos similares y se los hubieran obsequiado a la mirada de Ámbar.
—Es engañosa porque siempre que la veo pienso que es solo para mí —el suspiro frágil que acompañó la frase no ayudó en absolutamente nada.
—Es porque lo es —le dijo casi inmediatamente ella después —. Siempre que te sonría, Simón, no pienses que lo hago por alguien más. Mis sonrisas para ti son especiales, son únicamente para ti y, aunque parezca que son iguales a las que le regalo a alguien más... —recordó a Matteo con un deje de culpabilidad —... cuando te sonrío a ti, por favor, no dudes que esa sonrisa es especial, porque tú lo eres, porque yo también te quiero y ahora mismo estoy rogando porque me vuelvas a besar sin que te importe, ni a mí tampoco, que hay una tercera persona. Por favor, bésame hasta que se te acabe el aire y no dejes de hacerlo incluso si mueres de asfixia —lo sujetó fuertemente del cuello —. Bésame, Simón Álvarez.
Simón acarició con la delicadeza más grande del universo un mechón de los cabellos que caían sobre el rostro de Ámbar, todavía sin poder creer lo que estaba escuchando. No podía ser real, incluso se estaba mordiendo la lengua para poder sentir que de verdad estaba despierto.
—¿Qué haré contigo, bonita? —acomodó aquellos cabellos de modo en que no taparan de nuevo el bello rostro de su rubia —. No sé qué voy a hacer...
Antes de que ella pudiera aclararle algo, repitió lo de antes: un magnífico beso que recordaría hasta que muriera, porque esa sería la noche que se convertiría en la mejor de su vida. Poder sentir esos labios y esa lengua otra vez no se sentía para nada existente. Pero, aunque fuera solo un sueño, fuera solo algo que estaba pasando dentro de su cabeza, lo iba a disfrutar tanto o más que el primero.
Porque, aunque doliera, después de aquel día, cuando mañana llegara, esos besos se convertirían en la caja abandonada que guardas en el fondo de tu closet, esa que no sabes que está allí, pero sigue ocupando un valioso lugar.
—Recuerdas lo que me dijiste? —preguntó ella cuando dieron por terminado el beso.
—Te he dicho tantas cosas, bonita —rio, contagiándola.
—La noche en la que nos reconciliamos dijiste que las noches podían ser nuestras —resonaron en su cabeza todas las disculpas de aquel día —. Lo recuerdas, ¿verdad?
—Sí —lo recordaba, bastante bien —. Lo recuerdo.
—Por favor, iniciemos con esta. Que esta noche sea solo de nosotros, ¿sí? —miró fijamente a los ojos del muchacho, rogando por una respuesta positiva.
—Sería un insulto que me dejaras solo después de... —miró a su entrepierna, en el pijama se remarcaba a la perfección su erecto pene. No podía evitarlo, era su naturaleza y Ámbar sacaba todo de ella —...esto.
La rubia rio divertida queriendo tocar allí como aquella vez que por accidente lo hizo —¿Sabes? La pregunta de que si eso duele sigue viva en mi mente.
—Creo recordar que aquella vez te aclaré que no, ¿no es cierto? A menos que tengas ropa que te incomode.
—¿La que llevas puesta ahora te incomoda? —de verdad quería tocar.
—No tienes idea de cuánto —miró hacia el techo de forma dramática.
—Puedes quitártela si quieres —aconsejó con segundas intenciones.
—Quítala tú, te doy permiso —los dos eran niños, los dos conocían las reglas del juego: El que llegue más lejos, gana.
—Con esa cara de niño bueno que tienes, no das la impresión de ser pervertido, pero lo eres, Simón —se burló.
—¡Por supuesto que no! —negó fingiendo inocencia.
—Deberías aprender a mí —se regocijó —. Yo soy una niña buena de verdad.
—No mientas, te he visto en pleno acto de perversión —se acostó completamente en la cama, cubriéndose todo el cuerpo hasta los hombros.
—¿Qué? ¿Cuándo? —realizó la misma acción que él.
—Solo vamos a dormir, te explicaré algún día —la haló hacia él, abrazando su cintura con uno de sus brazos —. Por la mañana tienes que escaparte sin que nadie te vea.
—Dime algo que yo no sepa —se acomodó debajo del brazo de su amigo. Era raro estar acostada de esa forma, pero no importaba, lo raro no quitaba la comodidad que sentía —. Ahora estoy rogando porque mi tía no vaya a mi habitación y no me encuentre. Me meteré en el lío más grande de mi vida si se llega a enterar que no dormí en casa.
—Con tal no me involucres —se acercó a su mejilla muy despacio y depositó allí un pequeño besito —. Buenas noches.
—Buenas noches —se sonrojó hasta la raíz del cabello, pero no dijo nada al respecto.
Un chico alto y apuesto caminaba con la cabeza gacha a la mitad de la noche por las aceras apenas iluminadas de aquellas solitarias calles, pensando y haciéndose el fuerte por las cosas que le sucedía a, los que él suponía, solo a personas como él. Se limpiaba de cuando en cuando una que otra lágrima que empañaba el hermoso verdeazulado de sus ojos al mismo tiempo que pensaba en los ojos que lo hicieron llorar esa misma noche.
—Ven a la plaza esta noche, quiero verte allí —le había dicho en un tono que no supo cómo descifrar en ese momento, lo único que pudo hacer fue emocionarse hasta donde ya no podía más.
La hora de la cita era a las nueve de la noche y él con la emoción recorriendo y reemplazando su sangre en sus venas, corrió desde su casa hacia el lugar donde se encontrarían a partir de las ocho. Esperó la hora completa con impaciencia, sintiendo que los minutos se volvían en su contra porque por mucho desear que fueran rápido, ellos iban hacia atrás. Cuando por fin la hora esperada llegó, tuvo que esperar unos quince minutos más sabiendo que, al final de cuentas, no todos somos exactamente puntuales toda la vida, y sería una grata sorpresa que la persona a la que esperaba llegara temprano una vez en la suya.
Al momento en que llegó, todavía vagaban por allí uno que otro niño acompañado de su padre o madre, tal vez una pareja tomada de la mano que paseaban sin prestar atención a cualquier cosa que no fueran ellos mismos, menos si se trataba de él, que llevaba ahora dos largas horas en esperas de alguien que no estaba dispuesto a aparecer. Aun así, seguía con la vana esperanza de que por alguna razón se le hizo tarde y justificaba y justificaba el por qué de tanta tardanza, sin embargo, todo lo que pensaba llevaba a una sola cosa: Le había dejado plantado por sus compromisos con la persona que realmente le importaba a él. Lastimaba saber que quien estaba sentado en esa banca no ocupaba ni ocuparía nunca el lugar de su novia.
—Soy un tonto... —se regañó en voz alta, sabiendo que nadie más además de él podía escucharle —. No debiste haberte emocionado por algo como eso. Él no te quiere como suele decírtelo —apoyó sus codos en sus rodillas y todo su rostro lo cobijó con las palmas de las manos —. Quisiera un día terminar con esto de una vez y no volver a ti como suelo hacerlo —fue allí donde empezó a llorar en silencio hasta sentir que se ahogaba —. Desearía nunca haberte conocido, Pedro.
Hacía frío y de la emoción no llevaba más puesto que una simple cazadora que en lugar de darle calor parecía que ayudaba al frío filtrarse con mayor facilidad. Hizo ficción con sus manos un rato hasta que por fin se dio por vencido a esperar. Las once de la noche marcaba en números rojos el reloj que llevaba en su muñeca. Ya no tendría sentido querer esperar por alguien gallina como lo era la persona de quien se enamoró. Ya no tendría sentido seguir enamorado y seguir luchando contra la corriente por alguien que no lo comprendía.
No era ser egoísta, ¿no es verdad? ¿Por qué todos podían tener sus momentos felices y Nicolás Navarro no podía? ¿Acaso era el karma quien le estaba pasando cuentas por haberse metido en una relación? Si era eso, entonces se las estaba devolviendo mil veces peor, porque al inicio ni siquiera se imaginó que algo como aquello podría sucederle: enamorarse de un chico con más años de relación de los que él tenía de saber que le gustaban los hombres.
Exageraba, pero se sentía así.
—Ya vine... —escuchó para luego sentir tres golpes pequeños en su hombro derecho. Ni siquiera se volteó a ver de quién se trataba, reconocería esa voz hasta en el medio de una multitud de un concierto.
—Se te hizo un poco tarde, ¿no crees? —se pasó el dorso de la mano por la nariz para luego mirarlo de frente, importándole muy poco la pena que diera su rostro en ese momento.
—Lo siento, estaba...
—No me lo digas —interrumpió, abriendo la mano frente a su cara para impedir que continuara con las excusas que ya se las había estudiado antes —. No me digas dónde estabas, ya tengo una idea.
—Siento haber llegado tarde —se disculpó, rodeó la banca para sentarse a su lado mientras buscaba palabras para continuar con la plática.
Una conversación que, estaba seguro, no llevaría a nada bueno.
—No sientas nada por nada —quitó la mirada de él y la posicionó en el lugar donde la luz de los faroles no alcanzaba a llegar —. El que siente algo soy yo. Siento haber aceptado a venir, siento haber sido tan tonto como para emocionarme por una estupidez. Pero, sobre todo, siento haberte esperado cuando pude haber estado sobre mi hermosa cama durmiendo como un angelito —se rio con amargura, sintiendo las lágrimas comenzar a llenar sus ojos, otra vez —. Siento tanto amarte, Pedro.
No sabía qué decir, siempre se esperaba aquellas palabras salir de la boca del muchacho. Era seguro que lo lastimaban, que conseguían hacerlo sentir culpable y no en vano, porque de verdad era culpable de que esos hermosos ojos se vieran empañados por unas lágrimas que él provocaba.
No había llegado tarde, absolutamente no. Había salido tan temprano como pudo de su casa, rogando al cielo porque Nico nunca llegara, que no se apareciera porque, de ser de esa manera, habría un día más en que lo podría saludar con un casto y peligroso beso en los labios. Sin embargo, él parecía haber tenido los mismos pensamientos que él. Cuando lo vio llegar hizo el acto más cobarde que se le ocurrió: ocultarse debajo de la sombra oscura que un árbol le provocaba. Anteriormente había estado sentado en la misma banca en la que ahora Nico estaba visiblemente emocionado esperando por quien lo observaba a punto del llanto no desde muy lejos.
Con el paso de las horas aquellos movimientos de ansiedad fueron bajando de niveles hasta quedar prácticamente ni rastros. En muchas ocasiones quiso correr y acercarse, abrazarlo y decirle que no se desesperara, que ya estaba allí y que, si se lo pedía, no se iría nunca de su lado. Tal cosa nunca pudo hacerla, no, porque no tenía el valor suficiente para decirle que esa noche todo se acabaría. Lo que ambos ocultaron desde tiempo atrás ya no lo tendrían que ocultar, porque hoy dejaría de existir. Cuando decidió salir de las sombras, supo que hizo mal, pero regresar los pasos hubiese sido aún más cobarde, incluso tratándose de él.
—Y ahora no dices nada —volvió a sacar su risa de desgana que lo quebraba cada vez más —. No te preocupes, ya estoy acostumbrado a que nunca lo hagas.
Dejó de hablar por un rato, pero no conforme, decidió echarle en cara lo que pensaba desde ya hacía tiempo:
—También estoy acostumbrado a que me busques solo cuando quieres meter tu polla en mi boca —se levantó de donde estaba sentado, pretendiendo caminar lejos del moreno —. Olvídalo, hoy no es tu día.
—Nico —lo frenó, enterrando sus dedos en el antebrazo del rubio —. Por favor, espera.
Se zafó a como pudo y lo empujó después. Ya no, ya no estaba dispuesto a ejercer el papel de la zorra, como decía él. Ya estaba cansado de ser la muñeca de plástico y sin sentimientos.
—¡No me vuelvas a tocar en lo que te resta de vida! —le gritó, soltando una manotada en el pecho que lo hizo removerse de su lugar —. No. No hasta que no estés listo para asumir que te gustan los hombres, imbécil.
—No me importa que sepan que me gustan los hombres... —se acercó tanto como pudo, pero el otro muchacho retrocedió la misma cantidad de pasos que Pedro quiso adelantar —. Es... bien sabes cuál es la situación.
—¿Que tienes novia? Ya lo sé —le dio la espalda —. Pero si me quisieras como me dices cuando me estás follando, me eligieras a mí antes que a ella.
—¡Te amo! —gritó casi sin fuerzas, pero lo suficientemente alto como para que lo escuchara claramente —Pero...
—La amas a ella también —completó rodando los ojos con molestia.
—Sí... —confesó.
—Es otro cuento que ya memoricé —le dio la cara nuevamente —. No importa ya. Lo nuestro acaba aquí y ahora. Ya no debes preocuparte porque ella sepa nada, créeme, de mi boca no sabrá la mierda que hubo entre los dos. Siéntete libre, Pedro Arias.
—Nico... —susurró, sintiendo la culpa en todas sus articulaciones —. Lo lamento.
El rubio empezó a reír a carcajadas altas sin importar que pareciera un psicópata a mitad de la noche. Lo más triste de la escena para el moreno, es que sabía a la perfección que esas risitas eran solo como el contraste para no llorar.
—No. No lo lamentas —paró de reír mirándolo dolido —¿Sabes qué es lo más chistoso de la situación? —se acercó con velocidad sin medir hasta su rostro, tomando el cuello de su camisa en sus manos, enredando sus dedos en la tela de esta —¡Contesta, imbécil! ¿Sabes cuál es la puta mierda más divertida de esto?
—¡No lo sé! —gritó, asimismo, pero no impidiendo que soltara el agarre.
—Lo más divertido... —mostros sus dientes en el mohín que hizo con sus labios —. Lo más divertido... —rompió a llorar, golpeando con sus puños el pecho del más bajo —. ¡Lo más divertido! —tenía que parar, aquello estaba siendo difícil para los dos —. Lo más divertido, Pedro, es que esperaba que me pidieras que no me alejara, pero ¿qué me dijiste? Que lo lamentas... —lo empujó lejos de él —. Ya puedes pudrirte en tu mierda, cariño.
—Espero puedas disculparme algún día, Nico —fue otro que ya no se pudo contener, el llanto que retenía como un león enjaulado se había escapado de sus ojos ahora —. Perdóname, te lo ruego.
—Ese día llegará. Llegará y estaré muy grato y feliz de perdonarte, porque entonces ya no sentiré nada por ti, te lo aseguro —apretó sus puños para caminar ahora sí, alejándose de él lo más que pudiera —. Cuídala, ¿sí? Es una linda y buena chica, no la hagas pasar por lo que me hiciste a mí.
El regreso a casa nunca le pareció tan largo y doloroso. Debía admitir que, por un muy corto momento, pensó en regresar sobre sus pasos para verificar si el muchacho aquel todavía se encontraba allí parado donde lo dejó, con esa mirada perdida y adolorida que tanto se repetía y no lo dejaba en paz.
A partir de ese momento no hacía más que pensar en que las cosas para él no volverían a estar en paz.
—Quiero dejar de amarte, Pedro —dijo muy bajito mientras arrastraba sus pasos sobre el frío concreto de los andenes —. Quiero que sea fácil, considero que ya sufrí más de la cuenta y es por ti. Te lo ruego, no me la pongas más difícil de lo que ya es.
La mañana llegó rápidamente porque Simón solo sintió haber cerrado los ojos y que al segundo siguiente amaneció. Tocó la parte de la cama donde por la noche una rubia se había acostado. Estaba vacía. Miró a todos lados, la ventana estaba cerrada y las cortinas corridas. La peor sensación invadió su cuerpo al instante.
—No pudo ser un sueño... —gimió con debilidad al sentirse solo —. No lo fue, no lo fue, no lo fue —se repitió con los ojos cerrados —¿Ámbar? —dijo en voz alta, rogando porque estuviera en el baño y que el sueño no se volviera pesadilla.
Nadie respondió al llamado y a punto estaba de darse por vencido cuando en la mesita de noche que estaba junto a su cama, debajo de la lámpara, prensado con el peso de esta estaba un papel del que no tenía conocimiento que estuviera allí antes.
Quisiera haber despertado contigo hoy. Fue algo extraño despertar en una habitación que no era la mía, pero estoy realmente feliz de haber despertado sabiendo que estabas junto a mí. ¿Recuerdas la parte de no hacer ruido? Si estás leyendo esta notita y yo no estoy a tu lado ya, es porque cumplí a la perfección con mi misión. Te cuento en clases cómo le hice para bajar y subir a tu habitación.
Te quiere, Ámbar.
Posdata: ¡Qué lindo te ves durmiendo, Simonsie! La mejor parte, es que te ves lindo durmiendo solo conmigo.
No se apartó del sonrojo que albergó su rostro. No había sido un sueño. Todo fue real. Tampoco pudo evitar mal pensar la última frase de aquella nota.
—No te vi dormir, rubia —susurró con una expresión feliz y resignada. Acarició la nota y se propuso a guardarla con tanto recelo como la memoria física de que una noche una ladrona muy hermosa había irrumpido en su habitación para llevarse la última parte de su enamorado corazón —. En serio, ¿Qué voy a hacer contigo?
Continuará...
Por favor, avisen si este capítulo se publicó. Suena estúpido, lo sé, pero no sé por qué Wattpad me ha dado problemas en cuanto a publicarlo se refiere.
Por otro lado: ¡RIKURA DE SIMBAR, AH! :'D Y pobres de Nico y Pedro :'(
¿Ya pasaron a votar por este fanfic en los Mano A Mano Soy Luna Awards 2018? ¡LOS AMO GUYS! YOU'RE MY GUYS!
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