Capítulo 16
Capítulo 16:
Solo unas cuantas gotas de lluvia se podían escuchar, bastante débiles pero muy heladas, sin embargo, el frío de aquella noche no importaba, parecía ser una noche hermosa, una en la que dos amigos se reconciliaron después de una pelea sin sentido, pero una pelea que los separó por un tiempo.
—Te extrañé de verdad —le susurraba la rubia, con los ojos todavía aguados y sin acabar de creer lo que hace poco acababa de pasar.
El chico la miró sin decir nada por unos segundos, asegurándose también de que aquello era real y que ahora por fin hablaban sin que de por medio hubiera alguien que los interrumpiera o que hubiera una barrera formada por cualquiera de los dos. Le parecía muy tierna, llorando se veía hermosa. Pero la prefería sonriendo como si de eso dependiera el mundo, como si de su sonrisa dependiera su mundo.
—Y yo a ti —como tantas veces, se abrazaron, ella lloraba más y no quería dejarlo ir, ni ahora ni nunca.
—No te vayas —pidió, sujetándose con fuerza, enredando sus dedos en su camisa.
—Sí sabes que tu tía vendrá en cualquier momento para ver qué es lo que estamos haciendo, ¿verdad? —se rio un poco y la separó de él, limpiando después las grandes gotas de cristal que se deslizaban por sus mejillas.
—Le diré que te quedarás, que haremos una pijamada —se veía emocionada.
Oh, Ámbar, qué bonita eres cuando te emocionas.
—Y muy posiblemente diga que no. Y si, por algún caso misterioso del universo dijera que sí, nos amarraría en dos partes diferentes de la casa para que no podamos estar tiempo juntos, créeme, yo haría lo mismo con mi hija —volvió a reír, pero ella no, ella estaba apagada —. ¿Qué te sucede?
—¿Y si es mentira? —cuestionó sin verlo.
—¿El qué? —frunció el ceño, levantándole de paso el rostro a la ojiazul.
—Si estoy soñando y en realidad nunca pasó, nunca te pedía disculpas y... —oh no, su corazón ya estaba empezando a acelerarse —¿Y si mañana cuando despierte tú eres el mismo, ese que se van con su nueva mejor amiga y me ignora? No quiero que te vayas, no quiero que sea mentira.
Entonces la risa regresó a su cuerpo. En serio era tierna y hermosa, no podía seguir viendo aquella escena sin que deseara desmayarse de amor. Se veían patéticos, pensaba él: los dos arrodillados en el piso junto a la cama, ella llorando y orando porque las cosas fueran reales y él, él amándola a cada segundo más. No podía olvidarla, no pudo y no lo haría.
—Hey, bonita —la apretujó contra sí, diciéndole en ese simple gesto más de lo que parecía —, es real, no te preocupes de más. Mañana nos levantaremos, nos prepararemos para ir al colegio y... —sí, eso de tener a otras personas ya le había caído, ya lo entendía —, y supongo que te irás con tu novio en su auto, nos veremos en el salón, nos sonreiremos, iremos a almorzar, tú con él y yo con mis amigos y, al salir por la tarde, yo vendré a mi casa a esperar que se llegue la noche, pero todo sabiendo que somos amigos, ¿no? —Qué horrible amistad había descrito, es más, eso ni siquiera debería catalogarse como una.
«Yo nos hice esto», pensó, sintiéndose impotente, torpe. Entonces si el día de mañana iba a pasar eso, no quería que llegara, que la noche no terminara y que, si su amistad solo iba a durar unas horas más, entonces ¿de qué sirvió todo? ¿De qué sirvió todo si todo iba ser igual?
—Será como antes, ¿no lo crees? —se aferró a sus manos con las suyas.
—Será extraño —admitió.
—Vente conmigo mañana, que sea de nosotros ese día —propuso, ilusionada por la idea, pero esperando un «no» como respuesta.
—¿Y qué le vas a decir a tu novio? ¿Lo dejarás por mí? Quizás él tiene planes para ambos y no puedes aplazarlo así porque sí —maldita razón, ¿por qué tienes que existir?
Simón, solo debías haber dicho que sí.
—¿Qué haremos entonces? —preguntó sin hallar una forma para poder avanzar en su amistad.
—No lo sé.
—Podemos estar juntos por la noche, justo como estamos ahora —dijo con la voz apagada, eso casi no tenía sentido.
—No será mucho tiempo, lo sabes... —pero no quedaba de otra —. Que los fines de semana sean nuestros.
—Me parece bien —sí, no tenían otra opción.
—Es hora de irme —se hizo a levantar, pero ella lo detuvo.
—¿Seguro que no te quieres quedar? En serio podría hablar con mi madrina y...
—Ámbar... —rio un poco, con ternura y por las ganas que tenía de quedarse pero que no podía —. Nos veremos mañana, como si nada antes de aquella pelea hubiera pasado, de verdad.
Los dos chicos se levantaron, ninguno con intenciones de irse, de separarse, pero que debían hacerlo para que no empezaran los malos pensamientos por parte de ninguno de los familiares tanto de él como de ella. Unos cuantos segundos estuvieron parados el uno frente al otro sin mencionar ni una palabra, ni siquiera el «Hasta mañana» que sería inminente esa noche. Dios... se sentían como si no se hubieran visto en años, como si el tiempo quisiera no tenerlos juntos, como si necesitaran al otro para poder estar bien, porque, de cierto modo, así era la situación. El café y el azul de sus ojos se encontraban, impactando con fuerza para volverse un solo color, uno solo que quería resistir para siempre y ser inseparables.
—Te quiero —dijeron al unísono, abrazándose con fuerza, casi llorando porque se sentía esa sensación de separación, como si lo que decía Ámbar era verdad, como si mañana ya no podrían hablar más.
Simón se fue a su casa luego de aquel abrazo, queriendo no hacerlo, queriendo llevársela consigo y ella queriendo irse con él, juró que si el se lo hubiera propuesto sin dudarlo ni una vez hubiese dicho que sí, por supuesto. Estaba triste y alegre, dos sentimientos opuestos en un cuerpo donde no cabían los dos. Por una parte, el saber que el muchacho y su amistad no serían lo mismo al día siguiente, o los que venían, ya que con otras personas en sus vidas también debían cumplirles a ellas. También estaba triste por pensar en que, tal vez, Simón podría tener otro interés más que una simple amistad con Luna, sí, algunas veces estaban más cerca de lo que deberían y eso la ponía triste, furiosa, impotente, con ganas ir a donde la pequeña se encontraba y agarrarla de cada uno de sus teñidos cabellos y obligarla a alejarse del chico. Pero, ni en mil años podría hacer tal cosa, ¿con qué derecho? Pero, por otra parte, estaba feliz, muy feliz porque su amistad se había reparado ahora, tal vez no había regresado a ser la misma de antes y, aunque lamentaba con el alma ese punto, al menos no se daba por perdido todo, al menos estaba él allí, sonriéndole y ella estaba allí, regresándole esa sonrisa. Lo quería, sí, lo quería tanto.
Corrió a su balcón, con la esperanza de ver a su amigo por última vez aquella noche, verlo cruzar la calle y gritar sin importar si había dormido un «Buenas noches», hacerlo reír mientras él levantaba su mano y con esta le decía adiós, y luego se iban los dos a la comodidad de su cama a esperar a que el mañana llegara. Pero Simón ya hubo cruzado la calle cuando lo pensó.
Se quedó allí parada sin importarle eso. Estaba feliz al fin de cuentas, estaba muy feliz, ya su corazón o se pegaba cuando el pensamiento de su amigo venía a su mente, ya su respiración no se detenía cuando la culpa la invadía. Ya se sentía libre. Se quedó viendo hacia donde sabía perfectamente que la habitación de su chico estaba, las luces todavía estaban apagadas, se preguntó si es que no quiso encenderlas o es que todavía no llegaba hasta allí. Lo esperó. Cuando las luces se encendieron pareció que lo llamó con el pensamiento pues, Simón también estaba saliendo a su balcón. Su corazón se aceleró por la felicidad, estuvo a punto de gritar, pero se contuvo, su rostro no se veía muy bien porque la poca luz amarilla que había en la calle no los dejaba ver, pero estaba allí, estaba allí mirándola como ella lo miraba a él. Lo que le hacía preguntarse si también ella lo hacía sentir a él como él la hacía sentir, se preguntó si su corazón también se aceleraba y si una sonrisa tonta aparecía en su rostro cuando se miraban.
Algo le pasaba, algo que no sabía si era bueno, tampoco lo consideraba malo. Era lindo, muy lindo. Mágico. Esa noche fue y siempre sería especial, esa noche empezó a sentir ese tipo de cosas por su amigo, esa noche unas cuantas cosquillas le hicieron sentir que su estómago se estaba derritiendo, le gustaba tanto sentir eso, era como si un montón de bichillos le recorrieran el cuerpo y la hicieran sentir en las nubes. Se sentía enferma, pero enferma de una forma buena, de una forma en que le hacía desear seguir viendo la cara de Simón, de una forma en que extrañaba como olía, como su respiración y su aliento caliente chocaba con su piel y esta se erizaba, y sus abrazos, oh, Dios, sus abrazos, esos abrazos tenían algo, un algo que no sabía cómo explicar porque, simplemente, no tenía explicación. La rodeaban y se sentían tan fuertes, se sentía protegida, sentía que se acomodaban perfectamente a la forma de su cuerpo de tal manera en que los quería para ella, que no tocaran a nadie más, porque quería dejar su marca en ese territorio que, a pesar de conocerlo desde antes, se sentía desconocido ahora. Deseaba explorarlo. Hacerlo suyo.
—Oh, Dios... —se tapó la boca con una mano, abrió los ojos tan grandes al momento en que lo miraba allí, parado simplemente mirándola —¿Qué es esto? ¿Qué me pasa?
Simón fue el primero en decir adiós, se despidió con su mano alzada y luego se metió a su casa, dejando cerrada la ventana, pero no así las cortinas. Deseó que lo hubiera hecho. Dios santo, hubiera preferido que lo hiciera. ¿O no?
Después de que se metiera a su habitación y las cortinas quedaran abiertas, Ámbar se quedó afuera todavía viendo el espacio vacío que el muchacho había dejado, pensando en lo que pudiera estarle pasando, porque esos pensamientos iban más allá de lo que podría sentir por una persona normal, unas de las pocas que se acercaban a ella, que, no eran muchas, solo dos chicos. La luz del dormitorio de Simón seguía encendida y algunas pocas cosas llegaban a visualizarse, las más grandes por decirlo de alguna manera. Ella personalmente había estado mucho tiempo dentro de la habitación del chico y sabía perfectamente que en esa había un espejo que dejaba ver toda la figura de la persona que en él se mirara, también sabía que el mismo castaño se vestía frente a él y que solía hacer caras raras cuando se estaba peinando, lo que no sabía y estaba descubriendo, era que también se desvestía frente a él.
«Eres una acosadora»
Le decía la voz dentro de su cabeza, su consciencia. La misma que la había mandado a la casa del chico en primer lugar, a la que no le había dado las gracias por ello.
Empezó quitándose la camisa, debía estar ya sin los zapatos, porque nunca lo vio agacharse. Su silueta se dibujaba bastante bien y algunas facciones de su cuerpo ni siquiera podían delinearse a la perfección, pero la vista era buena de cualquier manera. Sus pantalones fueron los siguientes en despegarse de su cuerpo, ahora solo quedaban sus boxers, solo una prenda más y lo vería como Dios lo trajo al mundo. El muchacho estaba muy concentrado en lo que hacía, sin prestar atención a que desde afuera había una rubia con una nariz casi al punto de sangrar. Hizo una mueca para quitarse ese pequeño pedazo de tela que le quedaba, quiso bajársela, pero antes volteó a ver la ventana y, como reaccionando al hecho de que las cortinas estaban abiertas, fue en dirección y las cerró, Ámbar, por su lado, no hizo más que dejarse caer de golpe, con miedo de que el muchacho la viera o, peor, que porque la vio cerró. Ahora sí no podía respirar, se sentía apenada, acelerada y, en la gran mayoría, excitada por lo que había visto. Deseaba seguir viendo más.
—Oh, Dios mío... —pronunció sin voz, sobándose el pecho y después ocultando su rostro entre sus piernas —. Necesito dormir cuanto antes. —sin embargo, sentía que no dejaría de pensar en lo que acababa de pasar.
Mientras tanto, en el otro lado de la calle, un Simón se encontraba muriéndose debido a las risas que no lo dejaban respirar. Sabía que Ámbar tenía sus aires de perversión, solo estaba probando y su resultado fue el mismo que desde un inicio pensó que sería.
Tras entrar por la puerta principal, su madre lo había recibido con la misma sonrisa con la que momentos antes le dijo que lo habían llegado a buscar, no preguntó nada excepto si quería cenar, para lo cual su respuesta fue que no. Se fue a su cuarto, encendió la luz, se quitó los zapatos y se sentó un momento en la cama, pensando en lo bien que se sentía ahora, en lo agradable que era saber que la chica del frente era de nuevo su amiga, y, aunque no sabía cómo llevarían su amistad o cómo esta se desarrollaría, si bien o mal, se sentía bien, bien y completo. Una sensación en su pecho le hizo saber que el pensar ahora en la de ojos azules ya no se sentía mal, ya era diferente y no malo, sino excelente. Se acercó a la ventana para ver por ultima vez aquel día la casa de su amiga, hoy sus ojos la verían de otra manera, anhelante como siempre, sí, pero con otro pensamiento. Su sorpresa fue cuando del otro lado sus ojos se encontraron con los de ella. Ambos pensaron lo mismo. Sonrió más para sí mismo y se le quedó mirando por un momento, observándola y deteniéndose en cada facción que, aunque desde la distancia no se veía muy bien, estaba seguro de que eran perfectas. No fue por mucho, los dos tendrían que irse en cualquier momento y el que tomó la iniciativa fue él, le dijo adiós con un movimiento de mano e internamente le deseó buenas noches, acto seguido, se metió al interior de su habitación. Cerró la ventana y, al ver que la muchacha todavía no se apartaba de su balcón, decidió dejar las cortinas abiertas, solo para llevar a cabo una idea que estaba tomando forma en su cabeza.
«¿Cómo le haces para tener unas nalgas tan grandes?»
Recordó aquel día cuando Ámbar lo había encontrado en la mañana, con solo un short puesto y su pene excitado, recordó las palabras que le dijo y se preguntó si todavía pensaba que sus nalgas eran grandes porque, él todavía pensaba que sus labios eran apetitosos. Los zapatos ya estaban a un lado, se deshizo primero de la camisa, teniendo siempre la mirada de reojo hacia afuera de la ventana mientras daba la impresione que se miraba al espejo, sus pantalones siguieron los pasos de su camisa y, hasta ese punto, ya se sentía nervioso, nervioso porque en su vida nunca había hecho una cosa como esa, ¿qué nombre tenía eso? ¿Seducción? Si ese era el nombre, estaba muy seguro de que no lo hacía nada bien, pero ya había empezado y tenía que terminar. Al principio, su plan era quitarse toda la ropa, dejarse como cuando nació solo que con su cuerpo más desarrollado. Cuando era pequeño su cuerpo era delgado y sus músculos no se definían en nada, pero a medida que fue creciendo y entrando a la adolescencia, estos se desarrollaron junto con él y podían verse sus abdominales marcados, aunque no iba a un gimnasio. Cuando llegó el tiempo de quitar su bóxer, supo que eso iba más lejos de lo que estaba dispuesto a llegar o de lo que en un principio se propuso llegar. Quiso bajárselos, intentó, pero más que cualquier cosa, lo invadió la vergüenza. Se fue hasta la ventana nuevamente y cerró las cortinas, disimulando su falta de consciencia de que alguien lo observaba, cuando cerró y antes de ello, miró como la chica se dejaba caer para que, según ella, Simón no viera que la veía. Se le hizo gracioso y empezó a reír, queriendo ver su cara en ese momento.
—Mi pervertida Ámbar... —susurró entre risas —. Ese debería ser el encabezado de mis nuevas cartas, ¿no crees?
Se fue a dormir. Sí, esa noche dormiría tranquilo. El saber que una persona lo había observado casi desnudo en otro momento hubiera sonado embarazoso, pero hoy, hoy sonaba tan bien, como música para sus oídos.
A la mañana siguiente, el castaño se levantó con todas las ganas del mundo, sabía perfectamente que Ámbar no iría a buscarlo debido a que ahora era alguien más quien la buscaba a ella, pero no era de mucha importancia, eran amigos de nuevo, la vería en los pasillos, en el salón y no se sentiría incómodo, como si los dos no cupieran en los mismos metros cuadrados. Cuando almorzaran, la vería desde su mesa y le sonreiría, aunque ella estuviera con su novio, pero, al igual que siempre, esa sonrisa le parecía hermosa, perfecta. Como la mejor recompensa sobre un trabajo bien hecho.
Bajó al cuarto de estar, su madre lo esperaba para desayunar, no quiso mencionar nada al respecto, pero, en el rostro de su hijo se podía ver muy bien algo diferente, un brillo especial que desde ya hacía días no llevaba, hasta casi juró que en sus labios se le era imposible ocultar esa curvatura en forma de sonrisa. Estaba feliz, feliz por su hijo y porque arreglaron las cosas con la muchacha que el día de ayer la visitara.
—¿Qué tal te fue ayer? —preguntó, no pudiendo resistir la curiosidad y, a decir verdad, quería que su hijo se abriera más con ella sobre ese tipo de cosas.
El muchacho volvió la mirada hacia ella, frunció las cejas un segundo y al siguiente volvió a su estado normal. Se llevó una de las tostadas a la boca y dio un mordisco. Se quedó en silencio hasta que la mujer pensó que ya no recibiría contestación.
—Nos fue bien —pronunció, encogiéndose de hombros —. Por cierto, gracias por avisarme que me vino a buscar ayer.
—No te preocupes, me gustó verla también —curvó sus labios y siguió con su comida —. Simón —lo llamó.
—¿Sí? —contestó sin siquiera mirarla.
—¿Qué fue lo que sucedió? Quiero decir, entre ustedes dos —como siempre, esas preguntas no tendrían respuesta, eso se esperaba.
—Tuvimos unas cuantas diferencias de pensamientos —respondió ahora sí mirándola, pero esa mirada solo significaba una cosa: no me preguntes más.
—Comprendo —y no, no comprendía nada.
Al término del desayuno, Simón fue el primero en levantarse para irse a lavar los dientes, dejando a su madre pensativa y sintiéndose culpable porque, según ella, su hijo no le compartía ninguna de las cosas que le pasaban. Y sí, tal vez sí tenía la culpa de eso, porque en el pasado cuando el chico necesitó de ella para apoyarse, la única forma de figura materna que recibía era nada, siempre apoyó o se cayó las cosas que su marido decidió y decía sobre el muchacho, ¿qué más podía esperar ahora sino eso? Echarle la culpa sería un acto de cobardía.
La mañana de aquel día había sido como cualquier otra, llegar al colegio, recibir todas las clases que tocaban ese día y aguantarse el hambre hasta que la hora del almuerzo llegara, lo único especial que tenía, es que era el primer día después de meses en los que los dos adolescentes no se hablaban, y hoy se sonreían, pero no se hablaban, se sentían separados por una presión social que los rodeaba. Ámbar no podía acercarse al chico porque siempre cerca de él estaba la, ahora, cabellos grises. Presentía que por estar ella él no le pondría atención y quedaría como tonta, mejor se aguantaba las ganas.
A la hora del almuerzo, Matteo llegó a buscarla y Simón ni de chiste iba a ir con ellos, se fue con su novio mientras sus cuatro amigos se iban a su par, todos hablando de cosas diferentes y, de cuando en cuando, Delfina y Pedro discutiendo por cualquier cosa pequeña que terminaba en arrumacos y risas. Nico, por su lado, prefería entablar conversación con el castaño o con Luna, que era con quienes platicaba más ya que, cuando la pareja de novios se metía en su burbuja no había poder humano en la tierra que los sacara.
Nadie lo había notado aun, ni siquiera Luna, pero lo supieron cuando, estando todos en la mesa, comiendo sus respectivos refrigerios, la rubia bonita de los ojos azules pasó por detrás de él, tocando su hombro y, por acto de inercia, Simón volteó a ver para ver de quien se trataba, sonrieron los dos como dos niños, sus rostros se iluminaron y, aunque nadie más que ellos dos lo supo, sus corazones se aceleraron en comparación a como estaban antes.
—¿Qué fue eso? —inquirió su amiga Delfina después, con una ceja alzada y dejando a un lado a su novio.
—Sí, ¿desde cuándo...? —siguió Luna, siendo interrumpida por Nico y Pedro.
—Ámbar y tú... —pero tampoco les dio tiempo para terminar.
—No —negó Delfi, con la cabeza bailando de un lado a otro —. No es verdad.
—Lo es —contestó Simón con una simpleza muy decidida.
—¿Qué? Simón, sabes que la cagaste, ¿no es cierto? —se sobó el puente de la nariz con vehemencia —Te lo digo por tu bien, Simón, ella no sabe ser amiga de nadie, ni siquiera comprendo como es que tiene novio, ¿recuerdas cómo quedaste luego de ella? —Luna prestó más atención tras aquello —Serio, como si nosotros tuviéramos la culpa de lo que sea que halla pasado entre ustedes. No la conoces... —pero hasta allí. Su paciencia también tenía un límite, esta vez no estaba dispuesto a que hablaran mal de una persona que él quería, una persona que el día de ayer había dejado su orgullo y lloró frente a él para pedirle disculpas. No iba a dejar que hablaran mal de la persona de la que estaba enamorado, de esa chica que amaba.
Porque sí, la amaba, para qué negar lo que está más claro que el agua.
—¿Y tú sí? Dime, Delfina, ¿tú sí la conoces? —dejó de comer, sus ojos se volvieron más oscuros y furiosos, no le importaba nada en ese instante —¿Has hablado con ella alguna vez? No. No la conoces, nunca te has detenido a pensar en que tal vez fue una equivocación lo que ella hizo con todos, en que «avergonzarlos» no fue lo que quiso desde un inicio, ¿sabes? No sabes si quizás ella estaba cerca de ti ese día para hablarte, porque yo sé lo que se siente estar solo, yo la comprendo y, por estúpido me dejé llevar por lo que se decía sobre ella al principio, nos separamos por tontos, pero ya no, porque la quiero, sí, la quiero muchísimo —respiró con dificultad, mirando como los demás lo miraban con la boca abierta y los ojos de la misma forma —. Delfi, eres mi amiga y a ti también te quiero, pero no puedes decirme o siquiera prohibirme que me acerque a ella, porque no lo voy a hacer, no mientras tengas una razón completamente válida, no mientras no la conozcas como la conozco yo. Ámbar es una persona muy linda si la conoces bien. Cuando hayas hablado con ella y la hayas tratado más que para lanzar falsos en su contra, entonces dime lo que debo hacer y yo te diré si estás o no en lo correcto. Pero hasta entonces, preferiría que en frente de mí al menos, no hables mal de ella.
—Y porque te quiero te digo lo que te digo, Simón —se tapó la boca, comenzando a llevar sus pensamientos más lejos de lo que quería —. Ella no te quiere —afirmó enseriada —. ¿Cómo me explicas que ahora esté con su novio y no contigo? Porque para ella solo es importante ella misma, porque es narcisista y no merece que tú hables bien de ella mientras ella no lo hace por ti.
Simón se rio con amargura y sarcasmo. No podía creer las palabras de su amiga.
—¿Es en serio lo que dices? —masajeó su sien bajando la mirada, pero al segundo siguiente la volvió a poner donde estaba antes: en la cara de Delfina —Está con su novio porque es eso, su novio, ¿te has separado tú alguna vez de Pedro mientras yo he estado aquí? Que yo sepa, nunca. Y, es más, ¿cómo quieres que esté cuando es consciente que les cae como una patada en los huevos a todos? ¿Cómo quieres que hable bien de mí si no tiene con quien hacerlo? Porque a parte de mí y de Matteo nadie más le dirige la palabra, es el colmo que me preguntes eso cuando sabes perfectamente la respuesta. Por favor, no la juzgues si no la conoces.
—Entonces, ¿estás dispuesto a perder a tus amigos por ella? Nosotros somos tus verdaderos amigos —los apuntó a todos con las manos. No pudieron sentirse más cohibidos.
—Mis verdaderos amigos no me pondrían trancas para poder estar con ella —se levantó de su lugar —. Discúlpenme, chicos, no quise arruinar su almuerzo.
Y se fue, dejando a sus amigos sin habla, pero sobre todo a Delfina, quien le hubo dicho las cosas no por hacerlo sentir mal ni nada por el estilo, sino porque de verdad no quería que por culpa de una chica que, ella consideraba mimada, saliera lastimado. No estaba segura aun, pero por la forma en que estaba ahora, no quería imaginarse lo peor, no quería que una de las personas que consideraba su amigo, se viera perdido por esa rubia.
—Chicos, yo... —habló Luna, levantándose y queriendo ir detrás de Simón —. Voy con él.
—No —la detuvo Nicolás —, iré yo.
El chico rubio se fue en busca de su otro amigo, pensando en dónde podría encontrarlo. Miró de soslayo a Ámbar que, ausente a la discusión que entre dos de sus mejores amigos acababa de suceder, comía y bebía divertida con su novio, platicando sobre cosas que no escuchó y que tampoco le interesaban. Sintió celos. Celos porque esperaba que algún día alguien lo defendiera a él como Simón la había defendido a ella, que alguien le diera un lugar en una relación, que lo hicieran valer por lo que valía, por lo que era. Pero quizás ese tipo de cosas no les sucedía a las personas como él.
Buscó en los baños, en la sección, en la biblioteca, regresó incluso a la cafetería, pero no lo encontró. Cuando pensó que el último lugar en que se podía hallar, lo encontró. Nunca, en lo que tenían los cinco de estudiar en el colegio, nunca habían pasado si quiera a sentarse en el patio trasero, ese era más que todo un lugar que ocupaban los de primer año, por eso no se imaginó que su amigo estaría allí, recostado a la pared sobre la acera, viendo como unos chiquillos que parecían provenir del quinto grado debido a su tamaño y la niñez reflejada en sus rostros, jugaban un juego de palabras en sus cuadernos.
—Hasta que al fin doy contigo —se sentó a su lado sin pedir permiso.
No mencionó ninguna palabra por un rato. Tenía la mirada perdida y los puños apretados. Parecía enfadado y, de cierto modo, Nico comprendía que se sintiera así. Tampoco pronunció nada hasta que Simón lo hiciera. Él mismo había pasado por esos momentos en los que quieres estar solo, en los que si alguien se te acerca lo único que deseas es mandarlo a la luna de un golpe o solo usando la mirada. Pero también sabía que en esos momentos la compañía de una persona también ayuda mucho, es muy bueno tener siempre un hombro en el que desahogarte.
—Siento lo de la cafetería, yo...
—Simón —lo detuvo, sonriendo comprensivo —. Descuida. Créeme, yo también me pondría de esa forma si hablaran mal de ti.
El castaño lo volteó a ver, enseriado como no dejaba de estar.
—Tú también crees que ella es una mala persona —le echó en cara.
—No creo que sea mala persona, pero supongo que no con el tipo de persona que yo me juntaría —dijo, intentando que su mohín de sonrisa no desapareciera.
—¿Por qué? ¿Porque no la conoces? —cuestionó de nuevo. Sus aires de enfado todavía cubrían su espacio personal.
Nico suspiró profundo, rogando porque aquella plática no llegara a desenlazar en una discusión como la que tuvo con Delfi antes.
—No, Simón. No es por eso, sino porque, al menos en mi caso, si una persona que no conozco me avergüenza en medio de muchos otros humanos, no querré hablarle por el resto de mi vida.
—Pero no creo que su intención haya sido hacerlos quedar mal —le quitó la mirada de encima —. Además, ¿por qué trajiste un consolador a clases?
Su rostro pálido se volvió completamente rojo, hasta la raíz del cabello la tenía carmesí. Agachó la mirada aun sabiendo que Simón no lo miraba.
—No preguntes —pareció susurrarlo, pero de todas formas se escuchó, por lo que el otro chico lo miró extrañado y con duda en el rostro.
—El punto es que yo quisiera que la conocieran como lo hago yo, que vieran no solo la imagen que tienen de ella —la imagen de Ámbar le vino a la mente y no pudo hacer otra cosa que no fuera sonreír al respecto —. Es dulce, divertida, curiosa —recordó cuando estaba solo con el short, sin nada debajo y ella le preguntó si dolía cuando aparece una erección —. Es una chica increíble y solo descubres eso cuando te detienes a conocerla. No es como otra que conozca. Es especial...
—Amigo... —tocó su hombro, con compasión.
De un momento a otro su rostro cambió a uno triste, a uno anhelante. Nico supo a qué se debía, lo sabía perfectamente.
—Te gusta —no preguntó. Afirmó sin temer, como si apostara en la lotería a un número que fuera el ganador. Como en los exámenes de deletreo, cuando estas seguro de que una palabra se escribe con una letra en específico, aunque parezca que es con otra.
—Me encanta —el hilo que fue su voz era un complemento perfecto para su respuesta. Como lo que faltaba para que fuera definitivo.
Aquella semana concluyó con una Delfina ignorando a un Simón y este último no haciendo ningún esfuerzo porque ella le prestara atención. Sus demás amigos estaban preocupados, porque su discusión había dividido los grupos. Al momento en que tocaban el timbre para la hora del almuerzo, el de ojos color chocolate se levantaba e iba hacia la cafetería en compañía de Luna, quien había sido fiel a él desde un principio, como su amigo Nico y, el caso de Pedro, bueno, fue lo que se esperaba: obviamente tenía que seguir a su novia por donde fuera. Aunque claro, seguían siendo los cinco amigos, solo que resentidos por un tiempo.
Las cosas que Simón más esperaba de los días, era que la noche llegara, sí, ese momento donde se juntaba con Ámbar para platicar sobre cualquier banalidad, cuando se abrazaban porque la rubia tomaba la iniciativa y por supuesto no se negaría a eso. Hubo un día en el que se quedaron hasta casi dada la media noche en las afueras de la casa del chico. Juntos el tiempo se les pasaba demasiado rápido y los dos deseaban que fuera eterno, porque era hermoso. Seguía con sus crecientes sentimientos hacia la muchacha vecina suya y no podía expresar con simples palabras el cómo se sentía cada vez que la miraba. Juraba que cada vez que miraba sus ojos por la noche, estos brillaban con mucha más intensidad de lo que lo hacían cuando alumbraba la luz del día.
Por otro lado, Ámbar se comenzaba a sentir extraña gradualmente cuando tocaba las manos de Simón, no era nada malo, sino más bien reconfortante, sentía como si su mano se acoplaba a la perfección con la de él. Lo miraba y en su sonrisa podía ver tantas cosas; felicidad, amor, sencillez, calidez. Nunca se detuvo a ver cuán carnosos eran los labios de su amigo y, por alguna razón, ahora lo hacía. A su cabeza venían, se iban y regresaban los recuerdos de la vez en que lo vio en paños menores, se sonrojaba al recordarlo y al siguiente día de ese incidente, se le enredó la lengua cuando el muchacho, inocente de saber lo que la noche anterior sucedió, preguntaba sobre si estaba enferma, «intranquilo» por el circunstancial color en sus mejillas y orejas, a lo que ella respondía en que no era nada, de seguro el frío. Pero era algo completamente diferente al frío, más bien, se inclinaba un poco a ser calor que emanaba desde su interior. Cada que era de noche, mientras se encontraba en su propio dormitorio, se asomaba por la ventana con el vano anhelo de verlo de nuevo deshaciéndose de sus ropas, pero no sucedió. Era raro, al menos para ella, porque cuando tocaba la mano de Matteo, su novio, sentir su piel con la suya no provocaba la misma reacción, y, aunque sí, la tentaba, no era la misma sensación. Ahora una de las cosas en las que más esperanzada estaba era que Simón se quitara la camisa frente a ella.
El sábado, en el crepúsculo, Delfina estaba cobijada por los brazos de Pedro, mientras miraban una película ochentera, de esas en las que cantaban mientras tenían la oportunidad. No le estaban prestando atención en lo más mínimo ya que los dos estaban pensando en cosas muy diferentes. Como pareja todo lo llevaban relativamente bien, todo iba correcto según lo que ella miraba, Pedro seguía siendo cariñoso como desde el inicio, si bien a veces lo hacía en exceso, no le importaba, era tierno esas veces y le encantaba el detalle. Una cosa que sí le extrañaba bastante pero que nunca planteó su duda para no parecer desesperada, era el hecho de que desde hacía ya mucho tiempo no tenían ni un acercamiento carnal. No pasaban de besos y rozones extensos, pero no llegaban más allá y, lo más insólito, lo que no acababa de concebir era que nunca fue ella la que detuvo esos «rozones», siempre fue el moreno. Para no dejar entrever su decepción, lo estimó como un tiempo de descanso sexual. Sin embargo, eso no la mantenía suficientemente contenta, no debido a que su chico siempre fue muy amante de su cuerpo, tal y como se lo hacía saber cada vez que hacían el amor.
—¿Crees que debería hablar con Simón? —preguntó a su novio, sin despegar la vista de la pantalla plana frente a ellos.
El pelinegro también tenía sus ojos puestos en el televisor, pero no estaba prestando atención a las imágenes que exponían. Delfi giró la cabeza un poco hacia arriba para verle la cara, encontrándolo más atento de lo que sospechaba.
—¡Pedro! —golpeó con el codo y este se removió por el susto.
—¿Ah? —la volteó a ver —¿Qué sucede?
—¿Que si crees que debo hablar con Simón? —reiteró —Quiero decir, sobre la pelea de la vez pasada. Me pone mal verlo irse a comer con otros y, siento que yo soy la mala de la historia. No nos quería separar.
Suspiró intentando poner lejos los pensamientos que tenía antes de que lo sacaran de allí. Afianzó su abrazo para luego colocar un casto beso en la cabellera azabache de Delfina.
—Creo que deberías hacerlo —habló sinceramente —. Si alguna persona, quien fuera, hablara mal de una persona que quiero y que yo considero buena, la defendería hasta el final. Mira, lo que Simón dice es verdad, nosotros no la conocemos más por lo que nos hizo, que, tampoco fue un crimen si lo pensamos mejor. Entiendo tu punto si quieres que él no salga lastimado en cualquier cosa que crees que ella pueda hacerle. Pero salir lastimado le va a ayudar también, para bien o para mal —recordó un poco aquella diferencia de opiniones entre su novia y su amigo. Continuó: —Además, Simón tiene sus buenos motivos para defenderla y tú, cariño, no quieres perderlo, ¿verdad? Sé que lo quieres y por eso le dijiste todo aquello. Pero, tanto como yo, lo quieres de vuelta a nuestra mesa. A todos.
La muchacha regresó su atención a la pantalla, no dijo nada durante un largo rato, digiriendo las palabras que Pedro dijo. Tenía razón, algo debía tener Ámbar que miraba solo Simón y, probablemente, su novio también. No estaba dispuesta a descubrir qué era en sí, pero tampoco lo estaba para perder a un amigo. Si tenía que aguantarse los momentos en que los veía juntos y, si esa rubia de cabellos oxigenados como la llamaba dentro de su cabeza y a veces no tan solo dentro de ella, lo llegaba a hacer sufrir por cualquier cosa, se prometió arrastrarla por todos los pasillos del colegio y echarle en cara a él que se lo advirtió desde el comienzo.
No esperaba que algo así pasara, pero era mejor plantearse las posibilidades con anticipación.
Para el domingo cuando eran las tres de la tarde, Simón estaba comiendo un pedazo de tarta de manzana que su madre hubo comprado el día anterior. Estaba deliciosa y no se podía contener a comer otro más. A punto estuvo de llevarse el tenedor a la boca cuando de pronto el timbre de la casa sonó. No se preocupó por abrir ya que vio a Kelly dirigiéndose hacia la puerta, entonces se dedicó a saborear ese manjar que tenía esperándolo para ser devorado.
—Simón —habló la señora, apareciendo por la puerta de la cocina —. Lo busca una señorita.
El chico enderezó su cabeza hacia la mujer y, con una mirada confusa, terminó de comerse rápidamente su aperitivo y se levantó de la silla y empezó a caminar hacia la puerta.
—¿Quién es? —preguntó. No se esperaba que fuera Ámbar, todavía era temprano como para que lo buscase. De allí en más, no se le ocurría nadie, a excepción de Luna, pero esta le hubiera avisado que llegaría.
—No lo sé, no la conozco —contestó moviendo la cabeza en modo de negación.
Recorrió el camino a la sala de estar para descubrir que era Delfi quien le hacía una visita. Por primera vez desde que se conocían. Se sorprendió al verla debido a que se suponía que andaba enfadada con él. Pero aun así no puso ninguna expresión en su rostro que demostrara su sorpresa, solo se dedicó a ser condescendiente y fingir que todo iba bien.
—Hola —saludó al llegar bastante cerca de su presencia.
—Hola —le respondió.
—Ah... —no sabía cómo preguntar —. ¿Tú...?
—Vine a que hablemos sobre... —respiró con pesadumbre, pero igual continuó: —. Sobre lo de la otra vez.
Abrió aún más los ojos sin percatarse de que lo hacía y, de un momento a otro, las palabras se le fueron de la boca. Pero fue para mejor. Le ofreció el sillón más grande para que se sentara y él se sentó en uno de los pequeños.
—Tú me dirás —dijo con una sonrisa un poco forzada porque no sabía qué hacer a parte de eso.
Asintió sin saber por dónde empezar, ya a la hora de la hora no encontraba las palabras que nunca se detuvo a pensar. Solo se dispuso a ir a casa del muchacho y ya, además, dentro de ella cabía la posibilidad de que Simón no estuviera en casa y tal vez sería para mejor, porque se regresaría y ya pensaría mejor las cosas para el día siguiente. Pero no fue así.
—Somos amigos —pronunció al fin, abrazando sus dedos entre ellos mismos —. Lo lamento, ¿sí? Lamento si te molesté cuando te dije que Ámbar no te quería. Yo lo hice porque sabes muy bien que no es de mi agrado, y sí, ya sé que vas a decir que es porque no la conozco, pero es simple, Simón, cuando una persona no te cae bien pues simplemente no lo hace y ya —inhaló, echando su brillante melena hacia atrás —. Pero no quiero perderte, no quiero que nuestra amistad se acabe, ¿recuerdas cuando te dije que me gustaba más una amistad con un hombre que con una mujer? Pues sigue siendo cierto y, aunque ahora Luna se nos haya unido a nuestro no muy extenso grupo de amigos, mi opinión no ha cambiado. Vuelve con nosotros, vuelve a nuestra mesa, Pedro te extraña y yo también.
Sin salir de su asombro, Simón decidió acercarse a donde estaba sentada Delfina para sentarse a su lado. Le tomó uno de sus mechones de cabello y, ampliando su sonrisa, le golpeó la frente con su puño, suave, pero sonó como un coco.
—Yo también los extraño —la abrazó con cariño, como si estuviera abrazando a su hermana.
—Créeme que no haría esto por una persona que no me importara —le abrazó de igual manera.
Era reconfortante el saber que al siguiente día podía llegar de nuevo a su salón de clases sin saber que sus amigos están divididos y es por su culpa. Le agradaba aquella sensación y prefería preservarla. El abrazo duró un momento que, a pesar de ser un poco largo, no fue incómodo y la sensación era mutua. Al momento en que se separaron, Delfi le comentó a Simón que a pesar de que ella tenía las intenciones de disculparse con él, fue Pedro quien le dio el último empujón para que lo hiciera, a lo que Simón no pudo estar más agradecido.
—Ya me tengo que ir —dijo ya pasado un rato desde que llegó —. Te veo mañana.
—Que te valla bien —la despidió cuando ambos estaban junto a la puerta principal —. Y, Delfi —ella volteó ante su llamado —, gracias.
—¿De qué? —rodó los ojos con diversión —. Era en serio cuando te dije que si no querías ser mi amigo te mataba. Te quise como mi amigo desde que le preguntaste a todos si tenías algo en el rostro —se carcajeó recordando el momento —. Oye... —se acercó —. No miento al decirte que te quiero, que eres mi amigo, quiero serlo para ti también, así que, si algún día te molesta algo de mí, dímelo. Si hay algo que quieras contarme, puedes hacerlo con toda confianza. De verdad.
—Ven acá —la haló hacia su cuerpo —. No tienes que ser nada —sinceramente lo dijo —. Ya lo eres. Ten por seguro que te contaré lo que sea que me inquiete, amiga.
Lástima que aquella promesa le iba a ser tan difícil de cumplir.
En un parpadeo, nuevamente dos meses acababan de pasar, el año ya estaba por terminar y todavía le parecía increíble esa parte. Las cosas habían seguido su habitual rumbo. Las rutinarias acciones que eran levantarse muy temprano para poder asistir a clases, pasarla bien con sus amigos. Por la tarde, empezando la noche, iniciaban sus prolongadas charlas junto a Ámbar. Así se la pasó esos meses, nada fuera de lo común según lo que miraban sus ojos. Si bien el hecho de que todo pareciera repetitivo, la verdad es que no era nada de qué preocuparse, no lo había aburrido hasta entonces y estaba seguro de que en un largo lapso no lo haría. Como siempre había cosas con las que se sentía poco confortable en ocasiones, como, por ejemplo, los tan acalorados besos que se daban Ámbar y Matteo frente al salón y él se los tenía que tragar como si no hubiese visto absolutamente nada. Nunca mencionó nada al respecto pues consideró que no tenía por qué, al final del día, él y la rubia no eran más que amigos y sí, es cierto que de cuando en cuando los amigos hacen escenas de celos entre ellos como si fueran más de lo que son, a Simón nunca le gustaron y, el dar el primer show no estaba entre sus lista de tareas, aunque por dentro se muriera por reclamar injustamente algo que no era suyo. No obstante, no era el único con aquellos ataques que se guardaba para sí mismo. Igualmente existía otro par de personas comiéndose la lengua cada vez que roces o toques que deberían considerarse como algo mucho más alto que eso, aparecían en escena en el medio de su línea de visión. Una de ellas, por supuesto, era la rubia de los ojos azules. Claro, estaba al tanto de que ella siempre daba ese tipo de exhibiciones ante cualquiera, pero no se sentía muy cómoda cada vez que una chica, de ahora cabellos rubios, se acercaba a su amigo Simón y lo tocaba con más confianza de la que cualquier mortal emplearía para tocar a una persona. Todavía no caía en cuenta cómo era que el muchacho la dejaba tocarlo tanto, si es que le gustaba que lo hiciera. Tal vez era por eso. Sin embargo, mejor apartaba la mirada cada vez que presentía que eso sucedería. Era como si la piel se le calentara cuando su sangre estaba en una temperatura completamente opuesta. Cada vez que llegaba la noche, olía sin querer el perfume femenino que se impregnaba en las camisas del castaño, era un perfume que se propuso no usar en lo que le restara de vida, uno que ya odiaba a pesar de que alguna vez lo utilizó. Nunca dijo nada. No, porque no tenía el derecho y porque, posiblemente, de haberlo hecho, Simón le respondería como ella no haría de ser en caso opuesto: «Tú te besas con tu novio en medio de todos y yo no te digo nada, así que te aguantas». De otro lado de esa línea, existía también una persona que, cuando miraba a Pedro y Delfina besarse como si sus bocas estuvieran pegadas, se retorcía hasta niveles imposibles y hacía un titánico esfuerzo por no gritar que se separaran de una maldita vez. Se sentía como un estúpido juguete, como esas muñecas que usan las niñas pequeñas por un tiempo y que luego dejan abandonadas de la nada. Se sentía así, como un juego. En un principio, se había jurado, se había prometido más a su ser que a cualquier otra persona, no volver a caer en aquello, no volver a dejarse convencer, pero solo Dios sabía cuán difícil fue el solo intentar. No pudo, no soportó ni una semana con aquella promesa. Lo necesitaba, necesitaba esos labios, esos besos, esas caricias y esas palabras que eran muy convincentes, mas parecían desvanecerse cada vez que el mañana llegaba. Se estaba cansando, su mente y su cuerpo estaban dando lo último de sí. Sinceramente ya no se sentía capaz para seguir cargando aquel terrible peso sobre su espalda. Todos tenemos un límite, un tiempo en que ya no damos más, en el que nuestro cuerpo no responde. Donde nuestro cerebro nos pide a gritos que nos detengamos. El corazón, por el contrario, se empecina en querer seguir adelante a pesar del dolor.
—Hoy tengo un compromiso —le dijo con una sonrisa en los labios.
—¿Qué? —frunció el entrecejo mientras negaba con la cabeza —¿me vas a dejar sola hoy?
Simón le tocó la punta de la nariz con el dedo índice de un modo cariñoso y juguetón.
—Solo por hoy, alguien necesita de mi ayuda esta noche —dijo al momento en que su semblante cambiaba de uno alegre a uno serio y preocupado.
En la mente de Ámbar solo cruzaron los más obscenos sucesos que en una noche podría pasar. Luna fue el siguiente pensamiento que le llegó a su cabeza. Mala combinación.
—¿De tu ayuda? —hasta tragar su propia saliva se le complicó —Simón, dime que no tendrás sexo con nadie esta noche, por favor —su cara y su voz eran dos cosas tan serias que Simón se confundió en si reír o no. Terminó haciéndolo —. No te rías, es en serio.
—No puedo tomarte en serio después de lo que acabas de decir —se limpió una lágrima imaginaria provocada por la risa.
—Dilo. No es para nada difícil —exigió.
Se le quedó viendo, estudiándola y percibiendo por primera vez que esas palabras tenían más veracidad de la que parecían tener en un principio.
—Voy a casa de Nico, no creo tener sexo con nadie a menos que me ponga a su perrita —mencionó con burla. Pero ella pareció no notarlo.
—Dilo.
—¿Por qué te preocupa tanto? —preguntó y ella cayó en cuenta de que no lo sabía.
¿Por qué le preocupaba? Era simple: Luna. Si de por sí ya se ponía celosa cuando la chiquilla estaba muy junto a él, no se imaginaba sabiéndolos teniendo sexo. Que la tocara, que ella lo tocara, que se besaran, que hicieran todas las cosas que implica tener sexo. No. Absolutamente no estaba dispuesta a aceptar algo como eso. Por otro lado, decía que iba a casa de Nicolás y en ese aspecto tenía desconfianza ya que, no desde hace poco, tenía unas cuantas dudas arremetidas contra el chico rubio amigo de su amigo.
—Quiero que te conserves virgen hasta el día de la boda —toda la frase se expresó como una duda. De su boca no supo salir una excusa mejor.
—¿Qué te hace pensar que todavía soy virgen? —cuestionó asombrado por ver que ni siquiera dudó en aquello.
Recargó el peso de su cuerpo en una sola pierna y lo observó de arriba abajo. Muy confiada en que sí lo era.
—Solo lo sé —se mordió el labio inferior con una sensualidad estudiada —. Digamos que me envías esa vibra.
—¿Vibra? ¿Qué vibra?
—Una vibra de virginidad —le guiñó un ojo, acercándose un poco-mucho.
—Creo que «tu vibra», está un tanto descompuesta —retrocedió ante la cercanía —. La verdad, está errada en su totalidad —aseguró.
—¿Ya no eres virgen? —preguntó, deteniéndose en seco con los ojos sorprendidos.
Ahora el que atrapó uno de sus labios entre las perlas que eran sus dientes, fue Simón, burlesco ante la expresión que se dibujaba en el lienzo que era el rostro de su amiga.
—Ya pasé por eso. Mi novia se encargó de robarme ese regalo —Ámbar, que desde antes ya estaba sorprendida, ahora estaba un millón de veces peor. Escuchar la palabra «novia» en aquel enunciado la hubo bajado de un halón de la nube en la que estaba subida. Los ojos estuvieron a punto de salir disparados en direcciones opuestas a su rostro. Aseguró que sus piernas se le aflojaron y su cuerpo no respondió por unos segundos que obtuvieron vida eterna.
—¿Q–Qué? —dijo quedamente —¿Tu qué? —por mucho que intentaba convencerse de que escuchó mal, la palabrita esa seguía rebotando de un lugar a otro. Como insultándola e implicando con cada rebote que se quedara más fuertemente grabada en cada pared de su cerebro.
Simón se acercó del mismo modo en que momentos atrás Ámbar se acercaba a él: seductor, sinuoso, como si con solo el aliento que salía de su boca podía derretir hasta el iceberg con el que se estrelló el Titanic. Se acercó los suficiente hasta donde sus labios casi chocaron con el pequeño lóbulo de su oreja, a esa distancia podía percibir un olor a cerezas venir desde la dorada cabellera de Ámbar. Con unas palabras premeditadamente suaves, le dijo en susurro lo que deseó no volver a escuchar en su vida:
—Fue lo más delicioso que alguna vez probé —el escaso sonido de las palabras y los milímetros de distancia que existía entre sus labios y su oído remataba todas sus esperanzas.
Por puro instinto, con unas fuerzas salidas desde el interior de su alma, empujó a Simón lejos de ella, más fuerte de lo que hubiera querido para no demostrar que estaba afectada. Ella no sabía eso, no tenía ni idea. Simón tenía novia y el hueco en su pecho cada vez se volvía más grande. Como los hoyos negros del espacio, se estaba comiendo todo el espacio que era su cuerpo y en algún momento desaparecería por completo.
—Estás bromeando, ¿no es verdad? —quiso saber. Mantuvo su cara gacha ahora no para que notara hasta dónde esas palabras habían llegado, sino para no ver el rostro del chico. Ese rostro que ya no lo sentía como suyo.
La miró extrañado, era obvio que no quería darle la cara. Pretendió acercar su mano para levantar su cabeza desde su mentón, pero como acto de reflejo ella apartó su mano sin usar agresividad. Solo no dejó que la tocara y, francamente, no comprendía a qué correspondía ese gesto.
—Nos vemos mañana —dijo por fin, aun sin concebir nada.
—Sí... —y esas fueron las últimas palabras que se dijeron aquella tarde.
No quiso que la viera correr, no quiso tampoco mirar hacia atrás porque sabía que él se encontraba mirándola mientras cogía camino para entrar a su casa. Era horrible aquel sentimiento. Se sentía como si desde adentro un montón de gusanos se la estuvieran comiendo de a poco, tan dolorosamente como podían. No estaba segura de nada, inclusive no estaba segura del porqué, solo llegó el fuego para quedarse. Eran un millón y una de sensaciones diferentes. Cuando le dijo lo primero que pensó fue que era una broma –una muy pesada, por cierto –. Un balde de agua helada fue lo primero que sintió, luego de ello fue el fuego, el fuego que chamuscaba su piel como si de plástico viejo se tratara. Después llegó la sensación de vacío dentro de su pecho, esa en que parecía que le acababan de sacar algo muy importante y que sin eso no podría resistir mucho tiempo de pie. Al final, fue la pudrición. Esa donde los gusanos se comían su cuerpo, donde estaba muerta y lo que le quedaba era soportar el dolor de su carne siendo rebanada en pequeños trozos y que estos pasaban a estar en el estómago de otro ser. De uno al que le divertía el dolor que sentía.
«Fue una mentira», pensó para calmar su respiración. No tenía idea de en qué momento llegó a su habitación, no supo tampoco por qué se sentía en el borde de un ataque de pánico. Lo que sí sabía es que ese terror era real. Que un miedo que nunca supo tener, o tal vez no hasta ese punto, ahora se estaba apoderando de todo su ser sin piedad.
—¿Por qué estoy así? —inquirió a sus adentros. La falta de respuesta nunca fue buena compañera, ahora lo era menos.
Llevaba una mochila de cuero colgada al hombro, con una muda dentro, la cual utilizaría el día siguiente ya que, esa noche, tendrían una especie de noche de chicos en casa de su amigo de pelos rubicundos. Claro, una noche de chicos de solo dos chicos, pues tenía entendido que Pedro no estaba invitado. Ese iba a ser un tema que llevaba planeado discutir esa noche. Desde unas semanas atrás, Pedro y Nico se tenían un distanciamiento algo raro. El rubio parecía ser el más obstinado de los dos en no establecer conversación con el moreno. En momentos en los que Pedro trataba de acercarse, de iniciar una plática con él, este solo la evadía o le respondía con monosílabos. Ahora se desaparecía de la hora del almuerzo con la excusa de no tener apetito o tener que ir a algún lado. Cuando Delfina le preguntó a su novio si ocurrió algún conflicto entre los dos que quisiera contar y este solo le contestó fue que no entendía por qué Nicolás estaba distante y, aunque ella ni los demás se tragaron la respuesta, prefirieron no irrumpir en algo que no les incumbía. Un día, uno de los muy pocos en los que Simón iba al baño, se topó con Nico dentro de este; tenía los ojos rojos como si tuviera ya rato de estar llorando, su nariz se encontraba en similares situaciones y el moqueo no le hizo dudar de sus sospechas.
—Nico —lo llamó, preocupado al verlo —. ¿Te encuentras bien? —preguntó acercándose mientras lo veía lavarse la cara con el agua que salía del grifo del lavabo —¿Estabas llorando?
El otro muchacho se terminó de lavar la cara, se miró al espejo por última vez y, pasando el dorso de su mano por su nariz, hizo un mohín que pretendió ser una sonrisa. Pero no salió nada semejante.
—Creo que la gripe me afectó de más —contestó con simpleza y luego dirigirse a la puerta.
—¿Estás seguro? —inquirió tomándolo del antebrazo. Un asentimiento de cabeza y ya no se vieron hasta que regresaron a clases.
La mañana de ese viernes, Nico, que estaba distanciado, pero no totalmente de sus preocupados amigos por su actitud, se acercó a Simón cuando ya todos se iban a tomar el descanso, tomándolo por sorpresa.
—Simón —lo llamó con un leve toque en uno de sus hombros.
—Hola —respondió sin dejar por detrás su extrañeza.
Con la mirada y con un ligero halón al saco de su uniforme, lo llevó hasta una de las esquinas de las cuatro paredes en que se dividía el aula de clases y, con las manos nerviosas, sin saber por dónde empezar o qué decir, le regaló un atisbo de inseguridad y culpabilidad que pusieron en alerta al de ojos almendrados.
—Dime —le alentó para que hablara, no por impaciencia, sino porque quería ayudarlo a iniciar antes de que se pudiera arrepentir de lo que sea que fuera a contarle.
—Eres mi amigo, ¿verdad? —hasta la pregunta era tonta, pero no se detuvo a decir algo como eso, imaginó que por alguna razón de suficiente peso le exponía la cuestión.
—Por supuesto que sí —el corazón ya le comenzaba a palpitar con creciente interés que preocupaciones —. Algo te pasa, amigo. Cuéntame qué es —quiso acercar unas sillas para que ambos se sentaran, pero fue interrumpido por las palabras del otro:
—No. Mejor ven a mi casa hoy... —dejó salir una bocanada de aire que contenía por algún tipo de presión consigo mismo —. Te contaré todo allí sin ninguna interrupción.
Posteriormente le dijo la dirección de su vivienda y ahora Simón se hallaba en un taxi de camino a casa de uno de sus mejores amigos, repleto de dudas sobre el qué le contaría allí que no pudo ser en el colegio. El conductor se detuvo en un alto portón negro de metal que se abría en dos partes. A la distancia, pero no muy lejos, una construcción relativamente grande se abría espacio entre la fila de árboles de abedul que decoraban la orilla de un camino de piedras. Era una casa muy hermosa, tres plantas y alrededor de treinta a cuarenta metros de solo la parte frontal. No sabía si Nico tenía hermanos o más parientes que sus padres, pero estaba seguro de que, si no, podría sentirse bastante solo en el pequeño castillo en el que vivía. Se aproximó al timbre que estaba en uno de los laterales del portón y una voz de una mujer le contestó como cuando te contesta la impersonal voz de la mujer tras la contestadora del celular. Le dijo sus intenciones y las puertas se abrieron un poco, de modo que él pasara y, ya estando dentro, estas volvieron a cerrarse. Nico lo esperaba en la puerta de la casa.
—Sí viniste —mencionó el dueño de la casa, como si se esperara que lo dejara plantado. Estaba claro que no lo conocía pues cuando Simón decía algo, lo cumplía.
—Pues claro —guiñó uno de sus ojos y pasó adentro cuando Nico le hiso seña para que lo hiciera.
El interior de la casa era lo que se esperaba, bastante bien decorada con alfombras de piel sintética, sillones de cuero negro, unas mesillas de madera color café, acomodadas estratégicamente para que no pasaran desapercibidas, que sostenían unos hermosos floreros de los que a leguas se notaba su buena calidad. Unos muebles más entre los que se encontraba el que albergaba en su medio un plasma de más de cincuenta pulgadas junto con un estéreo de tamaño promedio. Otra cosa que no pasó por alto fue el bello candelabro en forma de araña colgado del techo. Se sorprendió que Nico no fuera estirado como muchos solían ser cuando de vivir muy cómodamente se trataba.
—Acompáñame —le dijo, sin detenerse en la sala de estar. Las escaleras eran dos, a decir verdad, una a cada extremo de la sala, izquierda y derecha, pero ambas llegaban hasta el mismo sitio: el pasillo de la segunda planta.
Las paredes color ocre claro del pasillo, los guiaron al fondo, donde estaba una puerta blanca y brillante que el rubio abrió sin complicaciones ni vacilaciones. El blanco hueso de la habitación del muchacho le hiso recordara a la suya, bastante seria y ordenada. Era algo que compartían. El cuarto se componía de una cama, una mesa de noche donde estaba colocada una lámpara y un reloj digital. Había, además, dos puertas que, supuso, una era para el baño y la otra para el clóset. Dos ventanas de tamaño normal con relucientes persianas y cortinas de un morado bastante pálido. Un escritorio de madera café claro y encima, un ordenador de buen tamaño, una impresora, libros, porta lápices y una lámpara que le recordó a la del logo de Pixar.
—¿Y bien? —inició el castaño, con la creciente incertidumbre en la boca del estómago.
Se removió dificultoso en su lugar y, como acto de nerviosismo, comenzó a jugar con sus dedos de los cuales ya comenzaban a brotar sutiles gotas de sudor. Sabía que contarle algo como lo que se tenía guardado era un poco arriesgado. Primero, cabía la posibilidad que Simón se le viniera encima, juzgándolo y diciéndole todo lo que estaba mal, todo lo hipócrita que todo este tiempo fue. Segundo, vendría el quedarse solo y con el arrepentimiento por haber confesado algo de lo que no se sentía orgulloso. Pero, por otro lado, era Simón a quien le estaría contando, no se lo contaría a alguien en quien no tuviera plena confianza. Mucho en su interior le decía que no tenía nada que temer.
—Yo... —habló con la voz trabada —. Necesito contarte algo...
El de ojos cafés lo miró con preocupación y curiosidad más que todo. No le gustaba verlo así, si se ponía nervioso por lo que fuera que de su boca saldría en los próximos momentos, entonces lo apoyaría, estaría para él como nadie estuvo a su lado cuando él más lo necesitó. Si ser un amigo era estar en los mejores y peores momentos, entonces sería el mejor. Pretendía que Nico volviera ser Nico, el mismo chico alegre que se sentaba a siempre a su lado en la mesa de la cafetería.
—Dime —su mirada no era seria, en absoluto. Lo alentaba, lo hacía sentir en confianza. Lo sacaba del miedo en que estaba cayendo.
Respiró hondo, con esos suspiros que damos cuando terminamos de llorar, cuando estamos alterados. No quería pensar que lo siguiente estaría mal visto por el chico. Porque, desde su perspectiva, lo estaba.
—Simón, estoy mal... —si de por sí antes su voz ya estaba quebrada, ahora hacía esfuerzos sobrehumanos para que, al menos, sonara entendible —. Me siento mal.
Simón se acercó casi corriendo para sentarse a su lado, realmente preocupado por la fragilidad que se notaba en, no solo la cara, sino en todo el cuerpo del muchacho.
—Cuéntame, hermano, ¿qué te sucede? —le pasó el brazo por los hombros, aferrándolo a él para que se sintiera protegido y capaz de proseguir.
—Soy una mala persona, soy un mal amigo... —abrazó a su amigo como tantas veces abrazó a la almohada mientras retenía las lágrimas que se peleaban por salir —. Ya no puedo seguir con esto.
—Pero no puedo ayudarte si no me dices qué te pasa —acarició su cabello, de la misma manera en que alguna vez le hubiera gustado que su madre o su padre hicieran con él —. Nico, amigo, puedes contarme lo que sea, ¿bueno?
Se quedaron en silencio, uno esperando oír las palabras del otro, y el otro buscando esas palabras dentro de su cabeza. No se mentía cuando confesaba que estar en aquella posición se le volvía vergonzoso, se sentía embarazado por el hecho de parecer la damisela llorona en brazos de su príncipe. No quería verlo de tal manera, pero otra no se le ocurría. Tampoco mentía cuando se decía que se sentía muy bien. Muy querido y apoyado desde antes que incluso comenzara a dar rienda suelta a su confesión.
—Me gusta alguien —empezó, sintiendo que la nariz y los ojos ya comenzaban a picar por la aglomeración de emociones que lidiaban con salir disparadas desde su cuerpo hacia afuera.
—¿Y eso es un problema porque...? —su entrecejo se frunció al no terminar de entender cuál era el problema en que alguien te gustase.
Se separaron de la posición en la que estaban por mando del rubio y, aunque no le dio el privilegio de ver a sus ojos cuando empezó a hablar, supo que estos se encontraban igual de devastados como su dueño.
—Porque me gusta alguien que no debería gustarme, alguien que prácticamente lo tengo prohibido para eso y... —y no pudo más, no pudo seguir conteniendo esas perlas en las que se volvieron sus lágrimas. Ese fue el punto máximo al que alcanzó a llegar. No era fuerte, no lo era y lo lamentaba a cada minuto —. Me siento tan culpable, me siento tan mal.
—¿No deberías? —repitió con un embrollo en su mente —¿Por qué no? ¿De quien se trata?
Esa era precisamente la pregunta que no quería que llegara, una que, por todos los caminos, que no eran muchos, que viera para poder evitarla, siempre estaba allí en el final, esperándolo burlona e hiriente.
—Porque... —se congeló. Sí, eso le pasó —. Porque... —intentó tragar una saliva que le quemó la garganta y cuando lo hizo, supo que su garganta no fue lo único que afectó, su estómago estaba a punto de enviarlo al baño. Las náuseas que la situación le provocaba no eran divertidas para nadie —. Es un hombre —soltó sin querer hacerlo en verdad.
La respiración dejó de ser respiración para convertirse en nada, los latidos de su corazón se detuvieron y juró haber sentido que su sangre se volvió helada al momento en que dejó de circular por sus venas. Su cerebro rebobinaba y rebobinaba cada vez con menos velocidad las palabras que hacía apenas unos segundos abandonaron la boca de Nico para incrustarse en las paredes interiores de su cabeza.
—¿Qué? —logró articular sin aliento.
No tenía otra cosa que decir. Viéndolo de un lado normal, el ángulo por el que todo el mundo debería ver las cosas, ni siquiera dijo nada malo, nada que fuera aterrador, inhumano, castigable o una aberración. Fue solo el impacto de la noticia lo que lo dejó en estado de catatonia. Nicolás interpretó aquella expresión y la forma en que dijo su única respuesta como el suelo que lo esperaba luego de caer por el abismo, fue allí donde empezó a arrepentirse por decirlo. Fue cuando decidió no continuar y rebuscar una buena escusa para que aquello ahora sonara como una broma.
—Oh, Dios... —se agarró la cabeza, creyéndose ya sin una amistad menos —. Lo lamento, de verdad...
—No —lo detuvo Simón, con la mirada seria y con las manchas de impresión y preocupación tomando lugar en su rostro —. No lamentes nada —respiró hondo en más de una ocasión, preparándose psicológicamente para poder seguir en la búsqueda de sus pensamientos —. No te voy a negar que ¡guau! Me quedé en shock —se comenzó a reír, más por los nervios que por burla —. De verdad nunca me lo esperé.
—Entiendo si después de esto tú y yo ya no... —el castaño le tapó la boca con su dedo índice.
—Ni menciones esa estupidez —espetó con la mirada más fría que alguna vez pudo ver en aquellas esferas café que eran sus ojos —¿Crees que te juzgaría porque te gusta un hombre? ¿Qué clase de persona crees que soy? —le dolía que si quiera pensaran de él así.
—Lo siento, yo pensé que... —de nuevo, no terminó de decir la frase entera.
—Para nada. Nunca te juzgaría mal por tus gustos —lo haló con fuerza y lo abrazó terriblemente fuerte —. Te quiero un montón y jamás, ¿me oyes? ¡Jamás! Te dejaría por algo como eso —regresó a la conversación y la duda aun seguía vigente —. ¿Es por eso por lo que dices ser una mala persona? ¿Quién te gusta que te hace pensar que es prohibido? —abrió los ojos y lo apartó de nuevo —. Por favor no me digas que es un hombre mayor, casado y con hijos —se tapó la boca pensando en lo peor.
El que el muchacho bajara la cabeza sin decir nada no fue una buena señal y lo consideró como una afirmación a su teoría que, aunque iba más allá de los ideales que tenía de su amigo, seguía siendo una posibilidad.
—Es... —volvía a lo mismo, al semejante nerviosismo que pasó antes y que, ahora, como un tornado que tocó la tierra, creció su fuerza —. Sonará horrible, muy mal visto si estás desde el otro lado, pero, Simón, yo no elegí esto y sí, sé que es muy estúpido excusarse uno mismo, pero, por mucho que lo intenté en el inicio, fue imposible no caer, fue imposible esa vez y lo fue todavía más no caer en las que siguieron. Intenté ser fuerte y revelarme contra mí mismo y contra todo lo que siento —el nudo de su garganta hacía que cada palabra saliera con más dificultad y le rozara la culpabilidad como una aguja muy fina a un globo lleno de aire a punto de estallar —. Me siento despreciable, como la más hipócrita de las personas, un mal amigo. Alguien que se merece todos los insultos y golpes por lo que hice. Esto me está comiendo y te lo cuento a ti porque de otra forma sentía que no aguantaría, porque sé que puedo confiar y que me vas a apoyar.
—Nico —le miró con el corazón a mil por segundo —¿De quién se trata?
—¿Sabes? Tiempo atrás nunca pensé que algo como esto pasaría. Créeme, tuve novias en algún tiempo, me divertía con las chicas, pasaba mis buenos ratos hablando de cosas, pero nunca me sentía completamente satisfecho, siempre sentía que nos faltaba o me faltaba algo para que la cosa se volviera excelente. Nunca se me pasó por la cabeza echarles la culpa a las chicas por eso, mas me lo atribuía a mí mismo, porque sentía que era yo quien no daba más, quien no estaba dispuesto a ir más allá de besos y roces más lejanos a ser eso. Tampoco supe de un momento a otro que era gay, todo fue como subiendo de escala, inclusive desde que estaba en la primaria, cuando hacíamos deportes y compartíamos la cancha con los chicos de grados más altos y algunas veces estos se quitaban la camisa y mostraban sus abdómenes torneados, o sus brazos llenos de músculos, yo me sentía extraño, sentía como si quisiera seguir viendo pero al mismo tiempo me negaba a hacerlo porque lo consideraba errado —intentó recordar más de su pasado para poder proseguir —. No fue tanta la atención que le atribuí al asunto en ese momento, hasta logré hacer «que se me olvidara». Cuando cumplí catorce y me metí a unas clases de natación porque, según yo, quería ser un nadador olímpico de grande, Dios mío, creo haber durado alrededor de tres días yendo a ese curso. Me ponía el traje y cuando miraba a los demás chicos con los mismos trajes o del mismo estilo, no lo soportaba, me calentaba tanto que con meterme al agua no era suficiente para hacerme olvidar. Mi padre me llamó la atención porque le hice gastar un mes entero del costo del curso para que no fuera ni una semana. Solo le dije que «no parecía divertido como se veía en la televisión» —rio sin ganas y con lágrimas en los ojos —. En aquel tiempo me gustaba una chica y creo que salimos como seis meses. En sus quince años me dijo que le quitara la virginidad y aunque me sentí tentado a hacerlo, no pude, le dije que me daba miedo de que nos encontraran, pero no, la verdad es que yo no quise, no quise y teniendo la oportunidad servida en bandeja de oro —se rascó la nuca y luego pasó la mano por su cabello. Continuó: —. Llegué al Blake hasta el segundo año, me sentía nervioso por ser el nuevo y porque quizás los demás olieran la homosexualidad que emanaba de mi cuerpo, pero, por lo que parecía, nadie lo echó de ver. Me acuerdo perfectamente quién fue el que me acompañó al salón aquel día: un tipo despistado y que me tomó, y yo de él, una confianza brutal, con decirte que lo primero que me dijo fue que esa mañana le dolía el pene debido a «los cinco pajazos» que se dio antes y durante el baño —Simón reprimió no bien un gritillo, con sus ojos no pudo hacer nada, esos ya estaban del tamaño de un plato, no por lo que dijo, sino por la persona que le llegó sin dudas a la mente —. Me reí luego de aquello y nos hicimos amigos, ese día me presentó a su novia, una chica de cabello negro que apenas me vio me amenazó con que si no era su amigo me sacaba los ojos.
—Delfi... —recordó el castaño el momento en que le dijo que de no ser amigos lo mataría.
—Los tres nos volvimos amigos y ambos me contaron lo sucedido un año anterior con una chica que los avergonzó delante de toda la clase, el apodo que le pusieron a Delfina luego de descubrir una obscena imagen en su teléfono celular y, por supuesto, las alabanzas que los demás chicos del salón enviaron a Pedro cuando también se descubrió su caja de condones —ahora lo peor se avecinaba —. Cuando los meses pasaron y reforzamos la confianza, una vez pedro me invitó a quedarme a su casa, me dijo que estaba solo y que por favor le explicara un tema de matemáticas que como él lo dijo «No me entra ni con inyecciones». Creo que el tema era sobre raíces cuadradas y, aunque yo lo veía un poco complicado al principio, tratando de desenredarlo a él me desenredé yo. Se hizo tarde y no nos dimos cuenta de ello, entonces llamé a mi casa para avisar que no vendría porque me quedaría en casa de un amigo. Todo normal hasta entonces. La habitación de pedro es como la mayoría de las habitaciones para una sola persona, quiero decir, solo hay una cama, así que supuse que yo dormiría en el piso porque «el señor de la casa» mencionó que, ante todo, él nunca dormía en el piso. Yo, la verdad, no tenía problema. O eso pensaba, porque por la madrugada me estaba muriendo del dolor en la espalda entonces lo desperté para decirle que me iría a la sala a dormir en el sillón. A medio dormir me dijo que no me preocupara, que en su cama había espacio para una persona más, no lo dudé y me metí, es más, hasta me pregunté por qué no le propuse dormir los dos en la misma cama desde antes, luego recordé por qué: Pedro duerme solo con ropa interior.
—¡Oh, Dios mío! —ya el relato comenzaba a tomar camino para Simón.
—Los malditos recuerdos que había encerrado en un baúl en el más recóndito rincón de mi mente, volvían a aparecer. Te juro que luego de meterme en esa cama deseé con todas mis fuerzas regresar al piso, ahora parecía un lugar mucho mejor. Sin embargo, las complicaciones no acababan allí, no. Nuestro querido amigo Pedro tiene un dormir de perros, se mueve a un lado, luego al otro, para su suerte no amanece en el patio por las mañanas. No dormí esa madrugada, ¿cómo hacerlo sintiendo una casi completa desnudez a mi lado, con su pierna aferrándome a la cama? No fue desde entonces en que siempre que miraba a Pedro recordaba ese momento, el que comencé a ver con otros ojos a ese chico bruto —apartó la cabeza de la mirada desconcertada de Simón —. Sí, se trata de Pedro y esa es la razón por la que me siento como lo más mierda que existe. Siento que no debería estarle haciéndole esto a Delfi, ella quiere a Pedro. Simplemente yo soy una mierda en su camino.
Sin palabras, sin comentarios. Así estaba Simón. Como si alguien hubiera llegado y mágicamente le hubiera robado el don de poder articular palabras.
—Al menos no es un hombre mayor, casado y con hijos —dijo después de un rato de silencio y digestiones, más serio de lo que pretendió, pero en mal momento —¿Pedro lo sabe? ¿Sabe lo que sientes por él?
La risa amarga de Nico lo hizo confundirse.
—¿Que si lo sabe? Por supuesto que sí, de hecho, si no lo supiera, estoy seguro de que yo me sentiría como en el paraíso, guardando todo para mí mismo. Cuando salí de la casa de Pedro a la mañana siguiente, me prometí no regresar en lo que se me restara de vida, mucho menos si era para quedarme. Para mi desgracia tampoco pude con eso. Pedro volvió a convencerme de que volviera, que en serio necesitaba de mi ayuda ahora con un trabajo de ciencias, no entendía nada sobre Meiosis y Mitosis y ese tipo de cosas. Con un poco de pegas logró sacarme de casa y llevarme a la suya, claro, esta vez antes que cualquier otra cosa, le hice prometer que por favor se dejara la ropa cuando se durmiera, sus padres estaban ese día y me daba vergüenza dormir en la sala. Me dijo que sí pero no lo cumplió. El calor era terrible esa noche que hasta yo me vi en la penosa y difícil obligación de deshacerme de mi ropa. Lo lamento ahora, ese día no. A pesar de que aquella vez sí teníamos cobijas diferentes que nos separaban. Luego de dormir y movernos tanto, una de ellas terminó en el suelo y sobre nosotros la que él ocupaba. Por eso de la media noche, el calor que yo sentía y que el intentaba soportar no nos dejaba dormir. Comenzamos a platicar sobre estupideces hasta que llegamos a una pregunta que desencadenó todo esto.
—¿Cuál fue? —preguntó al instante Simón. Muy interesado en la historia.
—«¿Has besado a un hombre alguna vez?». Yo me quedé pasmado y lo primero que me dije mentalmente fue que mis aires homosexuales estaban al descubierto. Por supuesto me hice el desentendido de la pregunta, evadiéndola con otras cómo «¿Por qué me dices eso?» o «¿Estás loco, qué clase de pregunta es esa?». A el pareció darle igual lo que yo decía y me dijo que siempre había querido probar qué se sentía probar los labios de alguien de tu mismo sexo pero que nuca tuvo la oportunidad antes. De la nada, pasó de estar a un costado mío a encima de mí, al momento en que yo luchaba por mantener mis miedos y excitaciones adentro, él se acercaba muy peligrosamente a mi cara y me susurraba «¿No quieres ser el primero?», «Sí», respondí sin dudar. Aquel fue nuestro primer beso y luego de ese vinieron otros más que nos llevaron a excitaciones, pero acabaron allí. Era extraño, ¿sabes? Ese tipo de sensaciones que sentía cuando él me besaba era como el tipo que buscaba cuando besaba a una chica. Lo sentía como un verdadero beso —se tronó los dedos de la mano, intentando que los recuerdos se borraran —. Era como misión imposible escaparnos a cualquier lugar donde Delfina no nos viera y nos tomábamos nuestras bocas como si se fueran a derretir en un segundo. Nos reíamos tanto y lo disfrutábamos que en ningún momento pensamos que luego los celos y los sentimientos se revelaran en contra nuestra. No fue hasta «Nuestra primera vez».
—Madre de todos los pecados... —susurró Simón con emociones encontradas —. Esto es mucha información que procesar.
—Para diciembre de ese año, Pedro me había propuesto hacerlo, yo estaba rotundamente negado, pues yo no quería. Me aterraba solo pensar que alguien iba a meter su... —apuntó a la parte baja de Simón —, en mi... —hizo un gesto en el que leía que era más que obvio de lo que hablaba —. Por ese entonces calmó con la insistencia. En marzo, para el nuevo año escolar, nosotros en tercero, regresó a lo mismo, me insistió tanto que yo accedí, más porque también quería probar que por sus ruegos. Pedro imaginó que yo ya lo había hecho antes y cuando se dio cuenta de que no, me rechazó porque dijo que no quería lastimarme, en cambio, me pasó un consolador que, por supuesto no utilicé nuca y que, por imbécil le llevé al siguiente día al colegio, claro, ese día me tocó a mí la vergüenza: Ámbar Smith lo vio en mi mochila y yo casi me desmayo de todo el pánico que sentí. Me tuve que inventar la historia de que era de mi hermana. Ni yo me la creí. A los meses, el mismo tonto de Pedro me convenció de ir a un prostíbulo, sé que fui yo más tonto en aceptarlo, pero fui. Lo iba a hacer con un tipo completamente desconocido, ni miedo sentí en ese momento de una enfermedad, pero el que sí sintió miedo al parecer, fue él, Pedro, pues apenas me vio adentrarme a la habitación donde, como dices tú, «perdería mi flor», llegó a sacar al tipo y le dijo que no. Le dio el dinero que pagaría después de hecho el trabajo y, en cambio, lo hizo él. Esa fue nuestra primera vez. Por esa razón cuando te dijo que él vio cuando me la quitaron, es porque fue él mismo quien lo hizo.
Oficialmente estaba en shock. No pensó que cuando su amigo azabache le comentó cómo a Nico le habían quitado la virginidad, había sido él, ni por la mente se le pasó. Con razón dijo «Y yo vi cuando eso sucedió», y cómo no, si hasta sintió en el momento en que se deshacían de lo único que le quedaba de inocencia al pobre muchacho.
—No me lo creo —decía sin salir de su laguna mental —. En serio, esto no me lo hubiera pensado jamás. Me hubiera muerto sin saber todo esto. Entonces, por eso te sientes mal, porque te sientes hipócrita al ver a Delfi, porque quieres a Pedro y no soportas verlo con alguien que no eres tú —de cierto modo eso le recordó la similar situación por la que él cruzaba con respecto a Ámbar —. Estos últimos días, ¿te has alejado por eso?
—No me siento bien al ver a Delfi a la cara, ni siquiera debería hablarle, desearía con todas mis fuerzas que ella me odiara para así, al menos, librar un poco de culpa. Pero no puedo, ni siquiera sospecha lo que sucede después que su novio la deja. Recuerdo que después que lo hicimos, siguieron unas cuantas veces más y con cada vez que pasaba, cuando los miraba besarse de esa manera tan salvaje que tienen, deseaba salir corriendo y separarlos, reclamarlo como mío y decirle a Delfi que se alejara porque yo no estaba dispuesto a compartirlo, pero entonces los pensamientos racionales llegaban y yo mismo me contradecía porque yo soy el intruso, yo soy la zorra que se metió en su relación y el que la destruyó. Sé que Pedro la quiere mucho, si no, no estuviera con ella, sin embargo, ha llorado en más de una ocasión junto a mí por decirme que no sabe qué hacer, me dice que cuando está con ella piensa en mí, que se muerde los labios y la lengua para no gritar mi nombre cuando tiene sus orgasmos y, aunque debería sentirme halagado, no puedo, simplemente yo soy el malo desde donde lo veas. Me alejé por eso, porque quiero olvidarle, quiero sacarlo de mi cabeza para que su recuerdo ya no me torture, quiero que la próxima vez que los vea besarse ya no sentir nada. Nada de celos. Solo felicidad para con ellos. Pero es un túnel oscuro y lejano cuya salida no logro visualizar. Estoy jodido, simplemente lo estoy y lo acepto, porque fue mi culpa, de haberme negado a ese beso no hubiera desencadenado todo esto. Soy una mala persona, lo soy y me odio por eso.
—Amigo... —su voz sonó como si hubiera dicho «¿en qué te has metido». Le tocó el hombro compasivo para proseguir: —. No fue tu culpa, no cargues tú solo con algo así. De serlo, la culpa sería de ambos, pero la realidad es que no, nadie manda en esas cosas del amor. Te enamoraste y ya, no es un delito y... —pausó un momento pensando en Delfina —, tal vez, no decirle a Delfi está mal, pero te entiendo, entiendo tu miedo al rechazo, miedo a perder una amistad tan bonita como la de ella, pero ¿sabes qué? De ser tu verdadera amiga lo entenderá, sabrá captar que entre los dos hay algo y que no es un sentimiento que se pueda romper de la noche a la mañana. Yo te apoyo, Nico. Estoy a tu lado porque eres un buen chico, alguien que, como cualquiera, merece ser feliz, te quiero como a un hermano, como el que no tuve nunca, y también a Pedro, nada me hace más feliz que el saber que dos personas que quiero se quieren como dices que lo hacen ustedes dos —le sonrió, tan amable y gentil como solo su sonrisa podía llegar a ser —. No te alejes, lucha por ese amor, sé que Pedro también sufre, ¿has visto la cara de muerto en vida que se trae estos últimos días? Ahora comprendo que es por ti. Te quiere, no lo dejes pasar, tú que tienes la oportunidad de amar a alguien y recibir ese amor, saber que es correspondido, no desaproveches la oportunidad. Te lo aconsejo de todo corazón.
Si de por sí sus lágrimas ya adornaban sus ojos, con las palabras de Simón y con el apoyo que se albergaba en ellas, terminó por derramar las que le quedaban. Ya no se arrepentía de nada, contarle a él había sido la mejor opción, liberador para su alma, su cuerpo. Amaba a ese chico, lo quería con el alma y a partir de hoy mucho más, era complicado encontrar a personas de ese tipo; de esas que no te abandonan cuando les compartes algo tan delicado e intimo como eso. Simón valía oro. El castaño supo entender a su amigo, se sintió orgulloso de él y verdaderamente complacido por saber que él era una persona de confianza para Nico, saber que recurrió a su ayuda para poder desahogarse, bien pudo ser otra persona. Pero fue él. Apoyaría a los dos chicos, los defendería de cualquier situación de ser necesario, porque, a partir de ese momento, se volverían su pareja favorita en todo el colegio. Si necesitaban de su ayuda, estaría para ellos. Porque un verdadero amigo no huye cuando lo necesitan, un verdadero amigo te acompaña y te sostiene cuando estás a punto de caer, es el que está en el fondo del abismo para velar porque el golpe no sea tan duro. Eso sería para esos dos chicos: un amigo incondicional.
—Gracias... —no supo qué más decir. Sencillamente no podía pedir más de lo que Simón le estaba dando, era lo que necesitaba, lo que debió hacer desde que empezó a sentirse mal —. De verdad gracias, Simón. Eres un gran amigo.
Pero resonó dentro de su cabeza aquello que le prometió a Delfi, «Te contaré lo que sea que me inquiete». Le costaría más de lo esperado para mantenerlo en pie.
Continuará...
Capítulo, ahora sí, que bien largo. Les dije que si ponía lo anterior en este, iba a quedar mucho más largo. Espero les haya gustado.
Compénsenme xD y, de nueva cuenta, siento los años de espera.
PD: No saben ustedes cómo adoro yo los romances gays :")
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