Capítulo 13
Capítulo 13:
En los soles de esos días, como si hubiese sido el día anterior, todavía recordaba las palabras que algunas personas le decían, personas que por creerlas cercanas pensó que nunca las mencionarían. Pero era estúpido pensar que ellos nunca iban a pensar, que nunca iban a hablar en su espalda. No, ¿quién era más estúpido, él o la gente? Tal vez él por esperar más de lo que una persona puede dar.
—...Parece maricón —decía aquel hombre con voz seria, mirada fría y ceño más fruncido que cualquier otra cosa que había visto hasta entonces.
—Pero no lo soy —respondió tratando de parecer que esas simples palabras no le habían afectado.
Y las cosas que le afectaban a parte de las palabras, eran las que no estaban ahí, no para ofenderlo, sino para lo contrario, para defenderlo. Porque su madre lo único que hacía era quedarse callada, otorgando veracidad a las palabras de su padre. Ella también lo creía, ella era una más.
—Se me quitó el hambre —dejó los cubiertos sobre la mesa y se levantó de su lugar, poniendo la vista en aquel sitio donde no estuviera Simón.
La mujer solo bajó la mirada, la cosa típica que hacía cada vez que ese tipo de conversaciones llegaban a la mesa.
—También a mí —y subió a su habitación sin mencionar ninguna otra palabra, absteniéndose de las ganas de llorar que eso le provocaba.
Recodar cosas como esa no era algo que deseara, no era algo que hiciera solo porque sí, era algo que no podía evitar, algo que, según parecía, ya venía en su esencia: sufrir por recuerdos. Cuando lloraba, la gran parte de culpa por la que sus lágrimas se caían de sus ojos no era por las palabras, sino por las personas, porque de quien uno más espera, en quien uno confía, es quien primero te da en la cara con la roca, y eso, esa mierda, duele con todas las ganas.
Esa noche, se despertó en la madrugada, el sueño se le fue de un momento a otro y cuando quiso volver a retomarlo ya era demasiado tarde. Esa hora parecía ayudar a que sus penas salieran a la luz, como si de alguna manera te volviera más sensible y te haga pensar en justo ese tipo de cosas que no quieres volver a escuchar o recordar.
Recordó una vez en la que su vecino, su mejor amigo de ese entonces, le dijo que se iba a mudar. La única persona con la que hablaba cuando estaba en casa, se iba de su vida y muy probablemente no lo volvería a ver. Se la pasó toda la tarde pensando en ello, la imagen sonriente de su amigo no se le escapaba de la cabeza y a fuerza tendría que irse, porque todos tenemos que deshacernos de algo alguna vez, pero Simón no estaba preparado aún.
—Te voy a extrañar mucho, tonto —le abrazó con mucho cariño el muchacho a él. Los dos tragando saliva para que su voz no sonara afectada.
Lo malo de aquella despedida también había sido su padre, claro, dejando a un lado el hecho de que su amigo ya no estaría cerca de él. A pesar del esfuerzo que hizo por no llorar, no pudo evitar que sus ojos se aguaran y se tonaran rojos. Aunque no fue el único de los dos, él era el mal parado, siempre. Volvió a su casa moqueando, haciendo de tripas corazón, pensando que lo último que encontraría sería la severa cara de su progenitor.
—¿Por qué chillas? —el cubo de hielo que era su tono le paralizó todo el cuerpo.
—No estoy chillando —su voz había salido más débil de lo que pensó que saldría.
—No seas tan marica —lo empujó con una mano por el hombro.
—Tengo que hacer tareas —intentó rodearlo para pasar, pero no pudo.
—¿Te gusta ese chico? —aquello debía ser una broma.
—¿Qué? —ahora parecía estarse ahogando.
—Te gusta, ¿verdad? —lo volvió a empujar, pero esta vez con ambas manos —. Ustedes... —inhaló profundo, contrariado por todo lo que pasaba por su mente —Tú y ese chico eran... —ahora las palmas de sus manos desaparecían para volverse puños hambrientos de su carne —¡POR DIOS, DIME QUE NO ERAN NADA! —y después solo sintió la gran manotada casi reventando la piel de su mejilla y removiéndole todos los pensamientos, que, en ese instante, era solo uno: huir de ahí lo más pronto posible.
—¡¿Estás loco?! ¿QUÉ MIERDA TE PASA? —se sobaba la mejilla porque de otra no tenía.
—¡NO ME HABLES ASÍ! —y la otra mejilla sintió el dolor de su hermana.
Entonces eran los puños de Simón los que se presentaron a escena y se juró a sí mismo que devolvería al menos uno de aquellos ataques. El dolor que abarcaba toda su cara quedó en segundo plano y no supo si fue la adrenalina o el enojo quienes provocaron que una fuerza interior que no conocía saliera a la luz, empujando a su padre contra lo único que había bajo de él, que no era más que el piso, cuando una fuerte manotada a dos manos de parte de su hijo lo hizo caer. Simón se abalanzó sobre él, como acto de defensa, porque si no lo hacía a quien le iría peor sería a él mismo. Con una mano sujetó su camisa por el cuelo y con la otra lo golpearía hasta que se cansara, le reventaría toda la cara o al menos un labio. Pero no pudo. Se detuvo a ver fijamente el rostro asustado del hombre y, por un segundo, pudo jurar que vio su mismo rostro reflejado en los ojos de su padre, se pudo ver haciendo daño a una persona que quería, porque sí, lo quería, no tanto, pero algo es algo.
Lo dejó allí tirado y subió en dirección a su cuarto, con el corazón latiendo muy rápido y la respiración dificultosa. Su papá se lo merecía, pero no sería él quien le haría entender las cosas. No sería como él.
A la mañana siguiente, luego del baño, el desayuno y la misma plática de siempre, esa en la que su madre le reclamaba por salir tan tarde del baño, Nico, su amigo del colegio, pasó por su casa, apresurándolo porque al igual que su madre, ya no le gustaba que su amigo pasara tanto dentro de allí.
—Oye, Simón, ¿te puedo preguntar algo? —lo volteó a ver, dudando si preguntar o no.
—Ya lo hiciste, ¿no? —se rio.
—Hablo en serio, no te hagas el gracioso —rodó los ojos y le apartó la mirada.
—Bueno pues, pregunta —asintió alentándolo a hacer la cuestión.
—¿Te tocas cuando estás en el baño? —abrió sus ojos en espera de algún golpe.
—Claro, ¿Quién no lo hace? ¡No me digas que tú no lo haces! —pareció sorprendido, más por lo que dijo que por la respuesta en sí.
—Ah... bueno... ¿no? —Nico avergonzado y Simón confuso, esos eran sus rostros.
—¿En serio? ¿Y cómo le haces para refregarte el cuerpo? ¿Solo te miras y dejas que te caiga el agua? —puso expresión de asco y desaprobación.
Nico puso cara de «estúpido Simón» mientras trataba de morderse la lengua y no decirle un par de cosas de las cuales poco después estaría arrepentido de haber dicho.
—¿Sabes? En este punto de mi vida, no sé si eres tan inocente o simplemente te haces el santo.
Y Simón volvió a poner cara de que no sabía nada, de que no entendía, de que Nico tal vez estaba hablando en un idioma que no conocía o una cara de «no te estás explicando bien».
—Soy inocente, supongo, porque no sé a qué te refieres —se encogió de hombros, quitándole importancia a la conversación.
—Me refiero a... —se detuvo un segundo —, a que si te masturbas —la última palabra se la dijo casi al oído —. ¿Te masturbas cuando estás bañándote?
El castaño se lanzó una risotada, avergonzando todavía más al chico que lo acompañaba.
—Lo siento, Nico, solo quería que dijeras esa palabra —y se volvió a reír —. Tu cara no tiene precio en este momento —la apuntó con su dedo índice al momento en que sus dientes se mostraban al sol —. ¿Por qué me preguntas eso?
—Eres un tonto —frunció su ceño y aligeró su paso.
—No, en serio, ¿por qué me lo preguntas?
—Porque te vives una vida cuando te bañas, estoy seguro de que tu madre también piensa lo mismo de ti —le dio un medio empujón para que no le viera el rostro.
—¿En serio crees que mi madre también piense eso? —inclinó la cabeza hacia un lado, fingiendo pensar —. Voy a tener más cuidado.
—Hasta un sacerdote pensaría eso —se resignó, pero aún estaba la duda allí —. Pero no me has respondido.
—Nico, yo he repetido esto millones de veces, de verdad: Me tardo, porque me baño muy bien, ¿bueno? Y segundo... —pareció pensarla por un momento —. No...
—No te creo —negó moviendo la cabeza de un lado al otro.
—Tampoco yo —otra vez se encogió de hombros —. Bueno, solo a veces —miró al suelo —. Tal vez semanal —no miraba a Nico —. Tal vez tres veces por semana.
—¡Oh, Dios mío! ¡Eres virgen! —gritó sin ser consciente de que lo hacía. Simón se apresuró a taparle la boca.
—¿No quieres publicarlo en el periódico también? ¿Prefieres un perifoneo? —miraba a todos lados para ver si alguien había escuchado. Nadie al parecer —. Pero tú no te quedas atrás, yo lo sé.
—¿Qué? ¿Cómo sabes? —le apartó las manos de su boca.
—Pedro anteriormente me hizo una plática bastante parecida —recordó.
—¿Ah sí? ¿Y qué te dijo?
—Para hacerlo más corto me dijo que él lo hacía siempre, a toda hora, en todo lugar y que tú... —entrecerró los ojos al momento de apuntarlo con sus dedos acusadores —Tú, Nicolás Navarro... —se acercó a su oído y susurró: —. Fuiste con él a un prostíbulo para que te quitaran la virginidad y que él te estaba viendo mientras te la quitaban.
—¡MADRE DE TODOS LOS VIRGENES! —ahora fue él mismo quien tuvo que taparse la boca y voltear a todos lados para comprobar que nadie les seguía —. Yo mato a Pedro, despídete de tu amigo. Lo mato porque lo mato.
Simón se ahogaba en risas por la cara que en ese momento su amigo tenía, la verdad es que valía oro, estaba avergonzado, furioso y más avergonzado, el moreno no quería hacerlo sentir mal de alguna forma, pero parar de reírse no estaba entre sus prioridades en ese momento.
—No te escandalices, amigo, muchos chicos lo hacen, no eres el primero —le sobó la espalda, denotando que estaba completamente de acuerdo con su amigo en tomar una decisión como aquella.
—¿TODOS LOS CHICOS LO HACEN? —ahora sí sus ojos estaban a punto de salir disparados como balas.
—No todos, pero algunos se van a prostíbulos, como tú, para que una prostituta les quite la flor —decir «la flor» se le hacía chistoso.
—Oh... —se le quedó viendo, como examinándolo —¿Eso te dijo? —entonces fue Simón quien lo vio raro.
—Pues claro... —dudó en su respuesta —. ¿Acaso no fue así?
—¡Obviamente fue así! —asintió rápidamente —Sí, obvio.
—Bien, pues así fue —algo le decía que no debía creerle.
El resto del camino hacia el colegio hablaron de otras cosas que no se tornaran incómodas debido a que la última al final se volvió de ese modo. Ya había bastantes alumnos cuando llegaron, pero eso no les preocupó mucho ya que estaban justo a tiempo y la profesora de inglés era la de la primera hora de ese día, era tranquila y bastante llevadera, no como otros con los que se tenían que andar de puntitas para no ser cachados en lo que fuera que los ojos del profesor miraran mal.
Sentados en sus lugares, Nico se movía nervioso viendo a Pedro jugueteando con Delfi mientras fingía llevar una conversación normal con su amigo castaño.
—¿Crees que ella lo sepa? —preguntó saliéndose de la conversación que, dicho sea de paso, no escuchaba.
—¿Saber qué? —preguntó.
—¡Por favor! De lo que hablamos cuando veníamos —parecía desesperado.
—Probablemente sí, es su novia, debe contarle todo —no le puso mucho interés.
—Ya sé que es su novia —se rascó la cabeza con desespero —. Se me va a caer la cara.
—Nico, en serio, deja eso atrás. Supéralo, amigo —al rubio parecía afectarle más de la cuenta.
Cuando el timbre sonó y supieron que la profesora estaba a punto de llegar, todos volvieron a sus lugares esperando que todo fuera igual que cualquier martes, pero, ese día hubo algo nuevo. Un momento después de que Simón estuviera ya acomodado en su asiento, por la puerta cruzaron lo que él, por un corto lapso, consideró como las chicas más hermosas de todo el universo.
Al momento en el que Ámbar llegó al colegio en el Ford de Matteo y acompañada por él, se sentía tan bien. Cómo todos los miraban, como si fueran la pareja del año, la que todos quieren ser y se sentía realmente sobreexcitada porque justo ese día parecía sonreírle, no tenía ni idea del porqué, pero presentía que hoy sería mejor que ayer. El positivismo la levantó de la cama.
—Ámbar, querida, tu tía me dijo que te llamara en cuanto llegaras —le anunció la secretaria del colegio, con su típica amabilidad en la que la rubia empezaba a dudar fuera real —. Te quiere ver en su oficina.
—¿Y no sabes para qué me necesita? —ocultó casi a la perfección la molestia que eso le causaba.
—No, linda, lo siento, solo me dijo que te dijera lo que ya te he dicho —sonrió tanto con sus labios como con sus ojos.
—Bueno, está bien. Muchas gracias... —se dio cuenta que no sabía el nombre de la mujer —. Gracias.
—De nada, querida —se dio media vuelta y se fue.
—¿Nos vemos después? —preguntó Matteo, viendo a la secretaria irse.
—Sí, nos vemos —y se dieron un beso en la mejilla.
Caminó en dirección a la oficina de la directora, un tanto molesta porque su tía la había interrumpido de las miradas de las que se estaba sintiendo más cómoda con el pasar de los días, pero esa mañana que le informó a su pariente que no se iría con ella para el colegio, esta no puso ningún tipo de cabos, solo se limitó a asentir y de ser de otro modo, tampoco tenía trabajos pendientes que de seguro si los tuviera la pondría a cargar y no era una de esas cosas que le encantara en la vida. Al llegar a la oficina, tocó suavemente la superficie de la puerta y la ya conocida voz de su tía llegó a sus oídos en solo una palabra:
—Adelante.
—¿Necesitas algo? —dijo apenas medio empujó la puerta, fue rápida, aunque la pensó dos veces ya que, decir «Te he dicho que no me gusta que me interrumpas cuando estoy ocupada» tal vez le provocaría un castigo que, aunque fuera ella misma quien lo dijera, estaría muy bien merecido.
—Buenos días —corrigió más que saludó, frunciendo levemente las cejas y los labios al mismo tiempo. No estaba sola, una persona más estaba frente a ella, la que ni siquiera se molestó en voltearla a ver cuando entró. No sabía de dónde, pero se le hacía más o menos conocida, es decir, a veces era escasa de la memoria, pero en otras los colores no se le olvidaban y esa chica tenía algo más de color en su cabello.
—¿Necesitas algo, tía de mi alma? —fingió alegría e inocencia.
—Sí, verás, ella es Luna —apuntó con una mano y con la mirada a la chica que no conocía —, es nueva en el Blake y necesito que la lleves a su salón de clases.
—¿Y por qué no mandaste a la secretaria? —eso se le salió —Quiero decir, claro, por supuesto.
—No la mandé con Emily porque quiero que haga amigos —esa también iba dirigida para la rubia, pues Sharon era consciente de las contadas amistades de su sobrina —, ser nuevo suele ser muy difícil, sobre todo cuando las clases ya han empezado y... Luna, ella es mi sobrina, Ámbar, puedes irte con ella a tu primer día de clases.
—Está bien, muchas gracias —sonrió y el gesto fue correspondido por la mayor.
Las dos menores salieron de la oficina y ninguna de las dos mencionaba algo que las sacara de la burbuja de molestia en la que se encontraban metidas. Cuando una miraba a la otra, la contraía sentía la mirada rascándole la piel y no era una de las mejores sensaciones, tal vez se les fuera difícil ser amigas, Luna solo esperaba que no todos fueran como ella. Por otro lado, Ámbar más que su rostro miraba su cabello, preguntándose qué le había pasado por la cabeza al momento en que decidió pintarlo de azul de la mitad hacia abajo.
—¿Te gusta el azul? —curioseó para sacar algo de conversación.
—¿Disculpa?
—Por tu cabello —señaló con el dedo —. Se ve bien —no, para nada.
—Oh, sí, me gusta mucho, pero mi color favorito en realidad es el morado, ¿y el tuyo? —ya parecía que iba haber un poco de conversación, a menos hasta que llegara al salón y le informaran que con Ámbar era malo juntarse o acabaría avergonzada.
—Bueno, el mío es el rosa, ¿crees que debería teñirme las puntas del cabello en rosa, así como lo hiciste tú? —a ella se le vería bien.
—Es un buen color, supongo que te quedaría muy bien, inténtalo —alentó con una amplia sonrisa —. Me gusta también ese color, se parece un poco al morado, ¿no crees?
—Sí, claro que sí —no, claro que no.
Cuando el camino se acabó y llegaron al salón, los que estaban dentro giraron sus cabezas tal vez por el hecho que la chica era nueva o porque la vieron entrar acompañada de Ámbar. En menos de lo que pudo decir «Busca un lugar donde quieras», una exclamación de alegría salió del más o menos pequeño cuerpo de la chica a su lado.
—¡Simón! —y cuando Luna volteó a ver a un estupefacto Simón, Ámbar ya se daba por enterada de dónde la conocía.
Luna era la chica con la que llegó Simón aquel domingo por la tarde cuando ella se la pasó horrible con Matteo.
—Luna... —susurró poniéndose de pie, como si estuviera viendo una aparición, dos diosas griegas, la reina buena y la reina mucho mejor, de la que estaba enamorado y de la muy posiblemente lo estaría luego —¡Luna!
—No sabía que te encontraría aquí —le dijo mientras se acercaba a él, como si solo estuvieran ellos dos o como si fuera una telenovela y los demás estuvieran detrás de la pantalla del televisor —. Estamos destinados a estar juntos —dijo en broma, pero a alguien eso le dolió en alguna parte.
—Así parece —y la abrazó como si no la había visto en mil años y un día, al momento en que ella le daba un beso en la mejilla, un beso tan peligrosamente cerca de sus labios.
—¿Me puedo sentar a tu par? —y lo que faltaba.
—Claro, ven... —la haló de la mano con una confianza que a Ámbar dejó sin palabras.
—Que te diviertas —fue lo único que dijo para después irse a su lugar, sintiéndose un poco enferma porque le dolía algo y no sabía qué.
El aura positiva con la llegó al colegio, se había lavado con el huracán que Luna le dejó caer. El día ya no le sonreía.
Simón llevó a la chica nueva a su nuevo lugar junto a él, estaba tan entusiasmado con su llegada sorpresa que después de verla entrar junto a la rubia, esta última se volvió hasta casi invisible a sus ojos, eso fue algo de lo que él no se dio cuenta en su momento, pero Ámbar sí y no le agradó para nada.
La profesora llegó y todo antes del almuerzo fue bien, al menos para la mayoría de las personas, al castaño no le pasaba o no le salía de la cabeza que la chica que conoció hacía apenas dos día atrás estaba junto a él, ya no como una desconocida, sino como una amiga, una que serviría para reemplazar a otra, aunque sonara feo si se plateaba de esa manera, pero a como el camino se pintaba, las cosas iban a ser de esa forma. Mientras Matteo almorzaba junto a Ámbar, ella solo prestaba atención a la mesa donde cinco personas conversaban animadamente, Luna se había integrado de inmediato al grupo de Simón, los cuales parecían haberla acogido de la mejor manera, de la misma manera en que a ella le hubiera gustado que lo hicieran cuando ocupaba el lugar que ahora la nueva usurpaba. Sí, porque ese sitio seguía siendo suyo, lo sentía, no lo quería dejar ir, no, eso nunca. Aún le cabía la esperanza de que dentro de poco o dentro de un tiempo no tan corto, las cosas con Simón volvieran a ser las mismas de antes, pero más fuertes todavía.
Esa semana para la rubia pasó muy lenta, todo lo contrario que Simón. Ver a esos chicos paseándose de un lugar a otro como si fueran novios, como si fueran una pareja de casados, como si estuvieran pegados. Le fastidiaba cuando los miraba agarrados de la mano, mucho, era como si le restregaran en la cara lo felices que eran, y, justo como pensó el primer día, Luna no volvió a dirigirle la palabra después de que fuera ella quien la acompañara al salón y que hablaran de colores de tintes para el cabello. El pequeño plan de su madrina se había ido a la basura, Ámbar lo supo desde el principio, pero era algo que se esperaba. Deseaba no ser para nada conocida y empezar otra vez, con borrón y cuenta nueva, incluso si eso conllevaba a que Simón se olvidara de ella, al menos tendría la opción de reconquistarlo a sabiendas que no la rechazaría y de que ella no la volvería a cagar dejándolo a un lado de su vida.
Si una cosa como esa pasara, no lo dejaría ir de su lado ni vuelta loca.
El viernes, después de salir del colegio, Matteo le dijo que no podía acompañarla a casa porque tenía algunos asuntos pendientes y le propuso verle al día siguiente, que fueran a comer algo o solo dar un paseo, sin el coche, como solía salir con Simón, aunque tampoco Matteo lo dijo con esas palabras, fue más directo al punto y ya.
—Por favor dime que no me llevarás a una carrera de lo que sea —rogó con una mueca de sonrisa mezclada con cansancio.
Se carcajeó a medias el muchacho y, tomándole las dos manos, se acercó un poco más para decirle: —Ya sé que no te gustan las carreras, por ello no iremos a ninguna —le guiñó uno de sus ojos —, entonces, ¿vamos?
—Vamos... —asintió con la cabeza, aliviada por la noticia.
—Pasaré por ti... —se fue sin antes besar su mejilla, tomándose unos segundos de más para poder verla bien.
Cuando el sábado llegó sí pidió permiso para poder ir con el chico, a lo que su tía se asombró, pero de todas maneras la dejó ir. Matteo como prometió llegó solo caminando, estrenando por lo que parecía ser por primera vez esas piernas y las aceras de su vecindario.
—Pensé que era mentira —le dijo sonriente al momento en que lo vio detrás de la puerta de la entrada.
—Yo no miento, señorita Smith.
Mientras caminaban, platicaban acerca de las cosas que ambos hicieron esa mañana antes de verse, cosas que no tenían ningún tipo de importancia que no fuera para otra cosa más que sacar conversación y que un tema llevara al otro, así como todas las conversaciones empiezan.
—Llegamos —anunció el moreno, alargando el brazo y apuntando de una esquina a otra aquel local donde se vendían helados, ese que Ámbar una vez quiso que Matteo la llevara como Simón lo hizo en el pasado.
—Oh... —dijo, recordando automáticamente a su anterior amigo —. Se ve bien.
Cruzaron la calle, tomados de la mano como si fueran la pareja que aparentaban ser. La puerta de vidrio se abrió en cuanto Matteo la empujó con una mano al mismo tiempo que con la otra halaba a la rubia, buscó entre las mesas que estaban bacillas, que, en realidad, era la gran mayoría, una donde no quedaran cerca de las ventanas a la calle, pero tampoco cerca a donde estaba el chico que pedía las órdenes.
—Siéntate, ya regreso —dijo señalando con la vista la mesa y las sillas.
—No, descuida, iré yo —y se adelantó a donde estaba el único chico que atendía el lugar —. Buenas tardes —saludó cordial e impersonal, así como hacen esas contestadoras de teléfono.
—Buenas tardes, ¿qué desea pedir? —le contestó de la misma manera, pero con una sonrisa que parecía que con tan solo verla se le había iluminado en día.
—Sí, verás, quiero una banana Split y un helado de cono. A la primera me das de fresa, vainilla y napolitano y al de cono de pistacho y menta. —se apoyó en la barra, dando por terminada su orden, por lo que el chico solo asintió con una sonrisa y comenzó a sacar de las bandejas hondas donde estaban metidos, eso para el cono, para lo segundo fue a por dos bananos que estaban en un refrigerador de mediano tamaño, donde Ámbar pudo ver que también estaban más de tres mangas pasteleras, leche y no supo más ya que el muchacho cerró la puerta —. Por favor, me pones bastante crema batida y un extra de sirope de fresa, a veces es un robo lo que te dan de crema —rodó los ojos, sin importarle que tal vez el chico pudiera sentirse ofendido.
—No te preocupes... —pensó un poco —. Pero con el extra te saldrá un poco más caro, es decir, no va con lo que la orden pide, así que por eso se te cobra a parte el extra —resaltó esa última palabra.
—Ya lo sé, ¿tengo cara de tonta? Sé lo que significa —bufó con molestia.
—Está bien, no te molestes, es que muchas veces me ha pasado que tengo que explicar el por qué del aumento de precio, a veces lo clientes se molestan —hablaba sin dejar de lado su sonrisa. Se estaba volviendo media molesta.
—Ya, ya, ¡Qué mal por ti!
—¡Qué mal genio tienes! —ahora fue el chico quien se mosqueó por el comportamiento de la rubia —. Definitivamente prefiero que venga tu novio... —eso último lo susurró.
—¿Qué dijiste? —pero Ámbar no era sorda.
—No dije nada, solo que tu novio me cayó bien —ahora le ponía el extra de sirope que le pidieron.
—¿Cuál novio? —lo miró raro.
—El chico de otro día —inclinó la cabeza hacia un lado para ver a Matteo —. No creo que haya cambiado tanto.
—Es la primera vez que vengo con él —le pasó una mano frente a los ojos para que le prestara atención.
—Ah, entonces era otro —se encogió de hombros —. Pero bueno, aquí tienes —le hizo entrega de su pedido.
—Espera, ¿Cómo supiste que éramos novios?
—Él me lo dijo —suspiró profundo —. Es una lástima que ya no lo traigas por aquí.
—¡Qué descarado eres! —se tocó el pecho sintiéndose golpeada por su naturaleza tan abierta.
—Ya, vete de aquí —la echó como si estuviera corriendo a un pollo —. ¿Me das su número?
—¿De calzado? —se hizo la boba —También conozco el de sus calzones —le guiñó el ojo.
—Dame los que te sepas —ya estaban en confianza.
—Perra desgraciada... —se rio Ámbar, empujándolo suavemente por el hombro —. Ese hombre es mío.
—¡Oye! Que tú tienes a otro ahora —volvió a ver a Matteo.
—Te equivocas, los tengo a los dos —alzó el pecho, victoriosa. Casi creyéndoselo todo, porque la realidad pintaba de otro color.
—¡Tú eres la perra desgraciada!
—Aprende, cariño —le dejó el dinero exacto donde antes estuvieron los helados y se fue.
Cuando el castaño recibió el helado de cono y miró a la rubia empezando a clavarle los dientes y los dedos a la crema de su helado, se puso un tanto celoso e impresionado.
—Yo pensé que ese era el mío —decía mientras la miraba comer.
—¿Estás loco? ¿Tienes idea de cuánto me gusta a mí el helado?
—Ya veo por qué decidiste ir tú a pedirlos.
—Dejando ese tema... —se metió un dedo lleno de crema batida a la boca —¿Qué cuentas de nuevo?
—Todavía nada, pero sí quiero que me pase algo nuevo —lamió por primera vez una de las pelotas de su helado —. ¿Tú no?
Hizo una expresión con la cara que le dijo que ella llevaba mucho tiempo esperando que cosas nuevas le pasaran y, hasta el momento, lo único nuevo que había llegado a su vida, era una chiquilla de cabellos azules llamada Luna.
—Supongo que todos queremos que nos pase algo nuevo siempre, pero ¿sabes? Hay veces en las que es mejor quedarse con las que ya tienes, tú sabes, lo de «Más vale malo conocido que bueno por conocer» —le regaló una sonrisa de medio lado, sin poder evitar pensar en que ese dicho le caía como anillo al dedo, ya que, se lo dijo prácticamente a sí misma.
—¿Crees que es malo conocer algo nuevo? —preguntó tratando de llegar a lo que quería.
—No, no digo que sea malo... —se mordió su labio inferior —. Es solo que, si quieres conocer algo nuevo, tal vez no deberías dejar atrás lo que ya conoces. Es decir, en el momento en que buscas algo nuevo, no piensas en que quizás, más adelante necesites de eso que dejaste atrás.
—¿Lo dices por experiencia? —inquirió, notando un deje de tristeza en el semblante de la rubia.
—Sí... —ahora hasta el hambre por helado se le estaba yendo —. Supongo que sí.
—¿Y qué pasó? —interrogó de nuevo.
La pensó antes de empezar a hablar, ser de apariencia delicada no le estaba colaborando ahora, parecía delatarla el doble. Miró fijamente al muchacho que tenía en frente, ansioso por una respuesta que no estaba segura de darle o no, porque, de alguna manera en la que él no tenía culpa sino ella, estaba involucrado.
—Hace un tiempo... —comenzó —. Hace un tiempo tuve un oso de peluche muy bonito —se rio de la comparación —, tenía unos ojos cafés hermosos, unos que en cuanto los miraba me hacían sentir llena, comprendida, escuchada, unos ojos que incluso cuando es de noche brillan tanto como la luna o como el sol. También tenía dibujada una sonrisa de oreja a oreja que siempre me provocaba querer verla aún estando dormida, cuando me despertaba, lo primero que quería era verla. No era el típico oso barrigón, no, este era delgado, pero tenía un gran trasero que tocarlo era como el más grande placer y gracia del mundo —Matteo sonrió y ella lo hizo con él —. Sin embargo, un día miré un muñeco diferente, nuevo para mí y que, apenas lo tuve en frente, me hizo olvidar a ese oso que estuvo primero que él, con el paso del tiempo me empecé a perder con la belleza del nuevo sujeto, tanto, que mi oso pasó a segundo plano —su mirada estaba posada en la superficie de la mesa, pero en nada a la vez —. Para cuando me di cuenta y quise recuperar a mi oso, este ya no estaba, según parece, el abandono también fue para mí...
El castaño se le quedó mirando con más dudas que otra cosa dentro de su cabeza, eso era mucho más profundo que por dos simples juguetes, ella no parecía infantil y lo que contaba iba más allá de una anécdota de niña pequeña.
—¿Estás segura de que en verdad es un oso de peluche lo que te puso triste? —le agarró una de sus manos entre las dos suyas sin dejar de mirarla.
—Pues claro, yo también tengo apegos con las cosas de mi infancia —actuar se le daba bien. Esta vez no.
—¿Nos vamos? —preguntó, sin querer indagar más en el tema, si ella se lo contaría, lo iba hacer cuando se sintiese emocionalmente mejor. No era psicólogo ni nada que se le asemejara, pero cada cabeza es un mundo y a todos nos afecta algo por muy pequeño que nosotros, como actores fuera del teatro, veamos que sea o consideremos como nada.
—Todavía no termino.
—Otro día volveremos —se puso de pie, ofreciendo su mano para que lo siguiera.
Cuando salió, miró por la pared acristalada que el local tenía en frente, miró directo a aquel chico cuyo nombre no conocía, agitando su mano se despidió, él le respondió con el mismo gesto y después de unos segundos, ambos desaparecieron de la vista del otro.
Como habían llegado, tomados de la mano, de la misma forma estaban regresando a casa, con un Matteo pensativo sobre lo que Ámbar le había contado y sobre si ello implicaba complicaciones en los planes que escribió en una libreta mental para esa tarde. Miraba de reojo a la ojiazul que, con la misma mirada de antes, avanzaba al mismo paso que él, sin mencionar nada y sintiendo la mirada del contrario sobre ella. Las manos ya iban sudadas y la boca estaba rogando porque la dejaran hacer su papel de hablantina. La chica pensaba en cualquier tipo de cosas que al final del día no tenían sentido, cosas por las cuales hasta se olvidó de que hablar era común entre los humanos.
—No puedo —mencionó el moreno, deteniendo su paso y, por consiguiente, el de la mujer también —. De verdad no puedo...
—¿Ah? ¿Con qué no puedes?
—Quiero besarte... —se acercó mucho —. Quiero sentirte... —se acercó más —. Oh, Dios, en serio te voy a besar —espacio ya no había.
Colocó sus manos en las mejillas de ella, sujetándola firmemente, pero sin ejercer mucha fuerza, la acercó como si tuviera miedo de hacerlo, el azul de sus ojos estaba brillante y confundido, sus labios estaban ardientes y entreabiertos, de tal manera que él pudo escuchar que gritaban su nombre, que si no obedecía sería un pecado, que si no obedecía, morirían con las ganas de hacerlo.
—Solo hazlo —rogó —. Solo bésame.
No por ella, sino por él, el beso se dio y ninguno pudo describir lo que sentía. Confusión, pasión, suavidad, brusquedad, dulce, ácido, colores y grises. Pero era hermoso, tal vez no lo que siempre pensaron, pero lo inesperado a veces sabe mejor. Esta era una de esas veces
—Déjame ser tu oso de peluche, Ámbar...
Continuará...
Tarde pero seguro, mis amores. ¿A alguien le gusta el Mambar?
PD: Debo informarles de algo muy importante :'(
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