Capítulo 12
Capítulo 12:
Querida Ámbar...
Hola, ha pasado un pequeño lapso, ¿verdad? Aunque la verdad ya no sé si decirte «querida» se vea bien en la ocasión, pero he de decirte que me da completamente igual. Es más, ni siquiera debiera estar escribiendo nada que se trate de ti, pero me parece casi imposible. Parece que, aunque ya no estés cerca de mí, sigues atrayéndome a hacer cosas de las que en un principio no tenía ni de cerca una idea de hacer.
Es mi triste realidad. La realidad que al parecer tú decidiste crear para mí.
Cuanto drama, ¿verdad? Pero hoy no fue todo así, pero debo ser sincero conmigo mismo diciendo que me encantó tenerte en mi cabeza por un momento, porque fue por eso por lo que conocí a una persona simplemente increíble. Es una chica muy linda y que me cae muy bien.
¿Sabes? Yo también tenía derecho a conocer a alguien con quien pasar la mayor parte del rato. De la misma manera que tú encontraste a Matteo, que, dicho sea de paso, no me cae para nada bien y que, como es de esperarse porque yo haría lo mismo si tú dijeras que Luna te cae mal, sé que te da igual.
Sí, así son las cosas.
Me enojé, en verdad me enfadé contigo porque, de alguna forma que no sé si lo supiste en ese momento, me sentí defraudado, traicionado y pasado a un segundo plano. ¿Así tratas a tus amigos? Quiero decir, yo no te hubiera cambiado por nadie, quien sea. Porque tú llegaste primero, porque te quería, porque eras mi amiga, y porque... Dios, porque no podría sentirme separado de tu lado ni, aunque viviéramos a kilómetros de distancia.
Otra de las cosas por las que le agradezco a Dios, es porque vivimos a tan solo unos metros. De esa forma al menos puedo sentirte un poco cerca. Sin embargo, yo tengo mi orgullo y ese mismo es el que me impide cruzar la calle y hablarte, o dar unos pasos cuando estás sentada frente a mí y saludarte, hablar contigo, volver a tener tu confianza. La misma confianza que hacía que te lanzaras sobre mí, que te acostaras a mi lado, que me tocaras partes que no me dejaría tocar por cualquiera o que me dijeras que tengo un culo de infarto.
Si me vieras en este momento, te reirías de mi cara colorada cual trasero de mono.
No te quiero olvidar, Ámbar, eso nunca, ni, aunque me borren la memoria quisiera sacarte de mi cabeza. Pero sí quiero superarte, superar el amor que siento por ti y superar tu presencia, justo como me lo hiciste a mí con ese chico. Hoy, no te juzgo, seguro debía ser así, supongo que ese iba a ser nuestro fin desde un principio. Ibas a ser un pequeño problema desde que te vi entrar al salón de clases. Pero era nuestro fin y el inicio de cada uno por separado.
Te quiero, te quiero mucho.
Hablemos algún día, ¿sí? Cuando ambos hayamos dejado nuestros orgullos atrás, cuando sienta que ya puedo hablarte sin que el ver a Matteo deteniendo tu mano me provoque desacomodar todos sus dientes de sus encillas.
Hasta entonces...
Simón.
Se quedó mirando por un momento la nota posada en su escritorio, dejó la pluma de color rosa chillante junto con las demás de colores igual de encendidos, pero de tonalidades diferentes, dobló el papel a la mitad y lo colocó junto a las que anteriormente había escrito, en una de las gavetas a su par. Una sonrisa se dibujó en sus labios al momento de pensar en la rubia y, casi al instante, pensar en Luna. En verdad se había divertido con ella ese día y tal vez lo haría los próximos.
Se metió entre las sábanas posadas sobre su cama, respiró muy profundo y se quedó viendo al techo por un momento. La lámpara que antes ocupaba como única fuente de luz en su habitación estaba encendida y hasta ya entrada la sensación de sueño se dio cuenta, decidió levantarse a apagarla y regresar solo con la única intención de dormirse temprano porque al siguiente día era lunes y debía asistir a clases. Con todo lo que le encantaba levantarse súper temprano para bañarse, dejar el sueño atrás y recibir una jornada que se volvía eterna llena de clases que cada una se volvía más aburrida a cada minuto que pasaba. Pero bueno, esa era la pobre vida de un estudiante.
Sus cuerpos se movían en una sola danza, un baile perfectamente practicado, al son de una sinfonía suave, sensual, donde dos almas se dejaban guiar, siendo las protagonistas de aquella hermosa sensación de rosarse la una contra la otra. Él besaba su cuello, sus labios, todo su rostro, su abdomen, lo saboreaba como si fuera el único dulce que nunca había probado, el que, a pesar de las tantas veces en que su lengua había movido de un punto a otro, cambiaba su sabor, volviéndose cada vez más delicioso y agradable al contacto con su lengua. Ella arqueaba su espalda, bailando al ritmo que su amante le tocaba. Podía sentirlo, podía ser parte de él y él ser parte de ella. Un solo cuerpo, dos almas envuelta en un enorme manto manchado de puro placer.
—Dime que me quieres —ordenó él, más que dijo luego de terminar de besar su cuello para darle un giro a todo el cuerpo de la muchacha, de forma en que quedara con la cara contra las almohadas.
—Oh, por Dios... —gimió entre cansancio y excitación —. Sí...
—Sí, ¿qué? —mencionó con su voz ronca que le daba un leve toque de enojo.
—Te quiero —corrigió sin cambiar el tono de su voz —. Te quiero tanto.
Y durante lo restante del rato de placer, no se volvió a escuchar palabra por parte de los dos, solo los gemidos, a veces más bien gritos, de placer que el uno le hacía sacar al otro. Pero, entre aquella pasión se desenvolvían diferentes pensamientos. Los de la mujer eran de enamorada, de excitación, de la forma en que solo aquel chico podía hacerla sentir cada vez que la tocaba, aunque la exasperara a veces. Todo en la cama se tornaba de otro color. Parecía tener múltiples conocimientos sobre ella, tantos, que siempre terminaba dando en ese punto donde todo su cuerpo se debilitaba y pedía mucho más de lo que estaba dispuesto a soportar. Lo amaba por eso y por todo cómo era. Simpático, divertido, sonriente, coqueto, a veces muy zafado de la lengua, pero eso nunca le importó, siempre lo vio como la persona que valía la pena tener a su lado en cualquier momento. La estresaba muy fácilmente, la desesperaba aún más fácil, pero con tremenda sabiduría sabía cómo hacerla olvidar de que alguna vez hubo enojo para hacerla pasar a solo ver los diferentes colores en que el placer tomaba forma. No mentía cuando le decía que lo quería, que lo amaba. Le prendía que a media acción le ordenara decirle ese tipo de cosas. Aunque hablar se le dificultara en esos momentos, siempre era capaz de levantar su lengua para pronunciar las palabras que los oídos de su novio querían oír. Pero, como en la mayor parte de las historias, siempre tiene que ir un «pero» haciendo el papel de cintura entre dos o más cosas y en este caso, era que en la mente del moreno las cosas eran, tal vez, un poco-mucho diferentes. No sabía y le daba miedo preguntar lo que pasaba por la mente de su amante cuando él le pedía aquel tipo de cosas. Como cualquier pareja normal, de seguro pensaría que era porque la quería, porque en verdad quería escucharla decir aquello, y es que sí, en parte era de esa forma, pero en parte no. Siempre que la miraba se sentía culpable, siempre que estaba tan cerca de ella sentía que la quería y obviamente se sentía atraído por ella, porque claro, era hermosa, pero de un tiempo a la fecha, ya no era su cara la que veía en sus sueños húmedos, ya no era esa cabellera sedosa y brillante la que quería enredar entre sus dedos cada vez que hacían el amor, ya sus labios no tenían ese embriagante sabor dulce que en un principio lo tuvieron, o tal vez sí lo tenían pero, simplemente, él ya no lo sentía igual. No cerraba los ojos cada vez que tenían sexo porque, entonces, otro rostro venía a su mente y se sentía cargar un peso enorme en su espalda y una opresión en su pecho, como si una persona sin sentimientos estuviera estrujando su corazón en una cirugía a corazón abierto y él siendo consiente de dicha acción. Pedirle que le dijera cosas como decirle que le amaba, que le quería, que gimiera sus dos nombres en una sola oración cada vez que la penetraba, no era otra cosa más para que su voz lo trajera a la realidad, para retenerlo junto a la persona con quien en verdad estaba y que no viajara a con quien deseaba estar. Su mente era un caos e ignoraba si era tan obvio como para que ella se diera cuenta de que lo era. Se mordía la lengua y los labios, evitando que fuera un nombre incorrecto el que pronunciara, ¿qué más podía hacer? No podía decirle lo que le sucedía, llevaba ya tiempo a su lado y echar por la borda algo bonito que había construido sin dificultades no estaba en su lista de cosas por destruir. No, si tuviera que pasar hasta que ella diera por terminada la relación, lo haría, tal vez así no se sentiría tan culpable, pero, por ahora, no podía hacer nada que la lastimara, aunque, de paso, lo lastimara no solo a él, sino a esa tercera persona.
—Eso fue intenso —jadeó sin fuerzas, sintiendo que sus brazos y piernas lo último que hacían era obedecerle.
—Ya lo creo —respondió con una mueca en los labios que se esforzaba por parecer igual de satisfecha que ella.
—Has estado muy cariñoso desde hace un tiempo —se recostó sobre su pecho, masajeando con un dedo cada línea que se dibujaba entre sus músculos.
—¿Tú crees? —intentó no parecer sorprendido. Sabía que era muy obvio cuando de actuar se trataba.
—Me encanta que seas así —le ronroneó cerca de su oído —. Te quiero mucho, lo sabes, ¿no?
Para Simón, la noche, literalmente, se pasó en un abrir y cerrar de ojos. Porque solo cerró los ojos para volverlos abrir cuando ya los rayos del sol iluminaban el cielo y el negro de la noche comenzaba a perderse con la llegada de la estrella de fuego. ¿Por qué a la gente que aprovecha la noche durmiendo, esta misma se le pasa tan rápido? O quizás solo era a él al que le sucedía aquella situación, porque amar dormir era casi igual que amara una persona. Ambas cosas se terminaban y, claro, el sueño regresaba al final del día, pero el amor regresaba o menos fuerte o con más intensidad, eso dependía de las personas, pero algunas veces simplemente no regresaba.
Se dio un baño que a él le pareció uno de los más rápidos que podía darse, pero a su madre le pareció uno de aquellos eternos a los que estaba acostumbrada a soportar, junto con el ir hasta la puerta de la habitación de su hijo y tocarla interminables veces hasta que él se dignara a responder con un «ya estoy listo». Aunque siempre esa frase significaba que apenas estaba empezando.
—Pasas más tiempo en el baño que yo, hijo. ¿Dónde te lavas tanto? —le preguntó mientras lo veía subirse al coche, con el rostro relajado.
—Todo, mamá —la señaló con el dedo índice —. No me critiques solo por bañarme bien.
La cosa es que Simón se preparaba para cualquier cosa, al final de cuentas, no sabía lo que al final del día podía pasar. Siempre preparaba bien su cuerpo sin perder la esperanza de que algo, tal vez «íntimo», pudiese sucederle. Aunque de a poco esas esperanzas se fueran borrando, diciéndose a sí mismo que eso jamás sucedería.
Siempre era bueno prevenir.
—Yo me baño bien y no me tardo tanto en el baño como tú —contraatacó con burla, sin apartar su vista del camino.
—Si te descuidas puedes chocar, mejor no hables —dijo solamente.
—Yo nunca he chocado el auto —frunció las cejas, intentando parecer enojada.
—Pues cuida mantener tu racha, al menos cuando yo te acompañe —rodó los ojos.
—¡Qué grosero eres! —lo empujó con una mano, subiendo una rayita al mal humor de su hijo.
—Cuidado chocas —advirtió por segunda vez, apuntando al frente con la cabeza y con el dedo.
—No te preocupes, no soy una adolescente todavía —lo vio de reojo al mismo tiempo que Simón la miraba.
—¿Estás diciendo que nosotros los adolescentes somos unos despistados?
—Yo no dije eso.
—¡Sí lo dijiste! —tanto sus labios como su ceño se fruncieron en una fingida mueca de enojo.
—Ya, ya, está bien —ladeó la cabeza un par de veces y luego continuó: —. Oye, Simón, ¿cómo te fue ayer?
Y tras la pregunta, la imagen de una chica bajita y de cabellos castaños con azul le vino a la memoria. Sin querer, sin ser consciente de que lo hacía, un mohín se dibujó en sus labios, por supuesto, eso no pasó desapercibido por su madre. Sabía que no le había ido mal porque su semblante ahora tenía un brillo diferente, ya no estaba apagado y, por alguna razón que el muchacho todavía no entendía, el solo recuerdo de Luna le daba un pinchazo en el pecho y cierto malestar en el estómago que quizás no lo pondría en el listado de malestares, sino como sensaciones que le agradaban, pero no sabía de qué manera.
—Me fue bien —respondió sin darse cuenta de la atenta mirada de la mayor.
—De eso me puedo dar cuenta, hijo —se mordió una uña, impaciente por saber qué había pasado la tarde anterior en la vida de Simón. Lo malo es que difícilmente el chico le contaría, no era para nada abierto con el mundo y mucho menos con ella.
—Entonces, ¿para qué preguntas? —entrecerró los ojos, en una expresión de obviedad.
—Ya te dije que eres bastante grosero, ¿verdad? —se encogió de hombros, haciéndose a la idea de que, al menos ese día, no se enteraría de nada.
—Como mil veces. Lo que quiero decir es que no pasó nada fuera de lo común.
La verdad era que sí, pues no todos lo día se conocía a alguien tan rara y especial como aquella chiquilla. No, decir que no fue nada especial era casi como un insulto, pero en esos momentos el saber que la volvería a ver no era muy seguro, pues nunca hablaron de eso, de lo que sí estaba más que completamente seguro era de que quería verla otra vez. Quería verla reír y reír con ella. ¿Por qué no? No era un delito conocer a nueva gente.
—Está bien, no me cuentes —tenía en mente otra táctica que posiblemente le serviría para averiguar lo que quería saber —. Está claro que nunca vas a confiar en tu madre.
—Oh, no... —se golpeó el rostro con la palma de su mano —. Ya vas a empezar...
—Apuesto a que confiarías primero en un vagabundo antes que en mí —hizo de su rostro un poema, sabiendo que estaba funcionando su plan.
—Mamá, por favor... —miró hacia donde la cara de sufrimiento de su madre no estuviera pintada —. Dios, ayuda...
—Nunca voy a entender cómo es que los padres vamos a ser los últimos en enterarnos de las cosas —parecía no escucharle. Pero lo hacía.
—Por favor, no hagas más drama —rogaba el pobre Simón, a punto de abrir la puerta y lanzarse del coche sin temor a morir.
—Soy tu madre, ¿lo sabías? Bueno, solo lo digo por si no te dabas cuenta —Simón estaba casi seguro de que escuchaba su nariz moquear y que no faltaba mucho para que las lágrimas aparecieran.
—No sigas —ordenó con la voz muy autoritaria —¡Qué vergüenza! —escondía su rostro con su mochila.
—No me cuentes. Está bien —evitaba mirarlo porque, de hacerlo, su show se caería —. No soy yo quién debería ser conocedora de lo que te sucede, según tú, solo espero que no se te olvide también que yo soy tu...
—¡Ya, mamá, te contaré! —gritó, desesperado por hacer que su madre se callara.
—Bien, te escucho —sonrió como niña inocente preparada para escuchar una historia antes de dormir.
—Conocí a alguien —susurró, tímido ante el saberse contándole eso a su madre. O sea, era verdad eso de la poca confianza con su madre.
—Oh... —se esperaba otra respuesta. Una muy diferente, con cabellos rubios y de ojos claros.
—Su nombre es Luna, me ayudó bastante al librarme de un día en la cama con fiebre a cuarenta grados —sus mejillas se sonrojaron al recordar la frase al ponerle el paraguas sobre la cabeza.
—¿Conociste a una enfermera? —ahora estaba más perdida que en sus tiempos de estudios en la secundaria.
—¿Estás segura de que no eres una adolescente?
—Bueno, bueno. Sigue contando —lo alentó esperando qué seguiría.
—Pues anda, la conocí, me agradó y eso es todo, no es nada fuera de lo normal, te lo dije —dijo, sin darle importancia, a ojos de la mujer, porque para él sí que la tenía.
—Pensé que tú y... —pero no pudo terminar su frase.
—¡CUIDADO CHOCAS! —apuntó uno de los taxis que estaba detenido en frente de ella, debido al rojo del semáforo —¡POR DIOS, TEN CUIDADO! —gritó con la respiración agitada, y de su corazón ni se diga, estaba que se salía de su pecho.
—Ups... —se carcajeó por lo bajo, escuchando después el montón de bocinas detrás de ellos —. No deberías hacerme pláticas mientras conduzco.
—¿Hablas en serio? —dobló su cabeza como esa niña que una vez había visto en una película, donde estaba poseída por alguna clase espíritu maligno y debido a quién sabe qué, doblaba la cabeza los trecientos sesenta grados, al igual que algunos cuando estaban en una prueba o examen escolar.
—Sí, hijo, por poco y chocamos —ahora era ella quien lo apuntaba con el dedo —. Bueno, ya lo tienes en mente para la próxima. Ahora ya estamos llegando, que tengas un lindo día de clases, cariño.
Dos mujeres, una mayor que la otra, caminaban con mucha elegancia por los pasillos del colegio, cargadas con carpetas del mismo tamaño, pero de diferentes colores, los tacones de ambas sonaban como una canción lenta y perfectamente sincronizados, como si fueran conocedoras con bastante experiencia al caminar con lo que algunas personas, sobre todos los hombres, conocían como torturas humanas.
—¿Por qué siempre tienes que cargar esto a todos lados? —preguntó, molesta por el peso de los papeles en las carpetas.
—Los terminé anoche y tienen que estar en el colegio, no los puedo tener en mi casa ocupando un lugar que puede servir para algo más importante allá —le respondió comprendiendo de lo que se quejaba su sobria.
—Voy a llegar tarde a clases —se quejó de nuevo.
—¿Cuándo te ha importado?
—Hoy me importa —respondió con enojo.
—Siempre me has usado de excusa —le echó en cara. Lo sabía.
—¿Yo? ¿Cuándo? —sus ojos se abrieron con falso asombro.
—Siempre que llegas tarde. Los profesores siempre me lo dicen, sobre todo el de física —recordó las tantas veces en que el señor había llegado a su oficina, quejándose del mal comportamiento de su sobrina —. Tienes que cambiar esa actitud para con él, si no quieres que cancele tus citas de últimamente.
—No tengo ningún tipo de «actitud» con él. Es solo que defiendo mis derechos, abusa de su autoridad —acusó adelantándose un poco, para poder ir al paso de la mayor que, ahora la estaba dejando atrás.
—Así como tú abusas de ser la sobrina de la directora.
—Pero yo soy una adolescente —se defendió.
—Y él tiene una rara fobia con ese tipo de personas, así que no deberías provocarlo.
—No entiendo cómo es que es profesor —resopló para luego rodar los ojos.
Dejaron los papeles en la oficina de secretaría, donde la mujer que la atendía todavía no había llegado pero que la tía de Ámbar tenía la llave, se despidieron con un beso en la mejilla y la rubia menor emprendió camino hacia su salón de clases, no muy apresurada como había hecho notar a su pariente. Ese día Matteo no había llegado por ella, tal vez estaba enojado o pensaba que ella lo estaba, pues el día anterior no hablaron después de la pequeña discusión que tuvieron gracias a los gustos raros, según la rubia, de Matteo por las carreras.
La hora de que el timbre sonara ya estaba cada vez más cerca, pero no le interesaba, cuando llegó a la raíz de los escalones, escuchó no muy lejos una voz bastante conocida, redujo la velocidad de sus pasos y bajó el volumen a su taconeo. No sabía si ya la había escuchado o si solo estaba fingiendo, como siempre, que ella no estaba allí.
—...se veía bastante agradable, bueno, en realidad lo era —le contaba a su amigo, como en tono confidencial.
—Simón, si yo conociera a alguien de esa forma, de seguro pensaría que me quiere robar —lo miró extrañado por la simpleza con la que decía las cosas, o sea, la persona de quien le estaba hablando era una completa desconocida. Él sabía el nombre de mucha gente, pero no las conocía, sabía el nombre de Obama, pero no decía conocerlo ya, a menos por unas cuantas fotos y videos, eso no significaba nada —. Yo de ti andaría con más cuidado.
—¡Por favor, Nico! —puso los ojos en blanco y siguió: —Ni siquiera mi mamá me dijo eso.
—¡Qué irresponsable! Yo cuidaría muy bien a mi niño, mi pequeñito —le sobó la cabeza y los hombros, muy paternal y maternal a la vez.
—Déjate de chorradas —lo empujó para que dejara de tocarlo —. Me dio su paraguas para que nos volviéramos a ver, si fuera una ladrona me robaría, no me daría algo a guardar.
Ámbar no sabía nada más de que era de una chica de lo que los dos chicos hablaban, pero según lo que parecía, Simón seguía empeñándose en hacerle la ley de hielo. Le dolía, porque hoy llegaba con las pocas esperanzas de poder decirle siquiera un «Hola» y que este fuera respondido. Solo pasaba en su imaginación.
—Permiso, chicos —habló, cuando ya estaba muy cerca de sus espaldas. Los dos se dieron media vuelta y la dejaron pasar, mirándola extrañados, para la ojiazul, fingiendo que no la había visto llegar, pero en verdad no la habían oído llegar, sobre todo porque con esos zapatos la escucharían dos cuadras antes.
—¿Crees que nos haya escuchado? —preguntó Simón, asegurándose de que su tono de voz fuera lo suficientemente bajo como para que Ámbar no lo escuchara.
—No lo sé —respondió su amigo, encogiéndose de hombros sin darle ninguna importancia —. Y si lo escuchó, ¿qué? No es que le importe, ni a ella ni a ti, Simón, ¿verdad? —lo volvió a ver, quería ver si había algo en su mirada que delatara las ganas que tenía por hablarle a la rubia.
—Yo... —allí iba —. Supongo que tienes razón —tragó saliva con dificultad —. Sí, no importa.
—Perfecto, Simonsie —se burló por el cómo llamaba la chica a su amigo, sin importar quién estuviese de frente. Siempre Simón se ponía colorado cuando sus amigos, los que no eran Ámbar en estos tiempos, lo llamaban así.
La mañana de clases no hablaron más sobre el amor platónico de Simón, al menos no más de lo que le hubiera gustado al castaño. Como ya era costumbre, los cuatros chicos se habían sentado haciendo un grupo de sillas, platicando sobre cómo habían pasado su fin de semana. A Nicolás se le iba a lengua y lo de la chica que Simón había encontrado, los otros dos ya sabían exactamente lo mismo que el propio Simón sabía. Agradecía a su amigo castaño por no hacerle gastar saliva al comentarlo por él mismo.
—¿Y era bonita? —inquirió Pedro, que por entre ocasiones parecía ido de la realidad. Pero eso no era cosa de extrañarse.
—Bueno... —revisó la imagen de Luna en su mente —. Sí, era muy guapa.
—¡Oh por Dios! —chilló la morena.
—¿Qué? —hablaron los tres al unísono, viendo a todos lados por si alguien se había caído o hecho el ridículo en medio de todos los demás alumnos.
—Debe ser preciosa —colocó las palmas de sus manos en sus mejillas —. Nunca dices nada parecido a cualquier chica bonita del colegio, de seguro ella es bella.
—No exageres, tampoco es una divinidad, pero tiene lo suyo, es todo —dijo, quitándole importancia a la que sus amigos le estaban dando a una simple frase.
—¿Es más bonita que Ámbar? —preguntó otra vez el novio de Delfi, ganándose un codazo por parte de su pareja y una mirada de enojo, cortesía de Nico —¿Qué? Chicos, no me van a negar que Ámbar es linda, no por nada Simón está que se babea por ella.
Y entonces se ganó hasta patadas, miradas asesinas, un de nada de sexo en mil años y una de te coseré la boca.
—¡No estoy babeando por Ámbar! —decirlo más bajo le hubiera ido de perlas, se le olvidaba que estaban en su salón de clases —¡No estoy babeando por Ámbar! —repitió ya más bajito, de modo en solo llegara a oídos de quienes él quería que llegara.
—No, claro que no —negó tan serio que hasta parecía real —. Solo te derrites cuando la escuchas llegar y cuando la vez, como dice ella: Oh my God! Te mueres.
—Pedro, cariño, ¿te podrías callar? —los dientes de Delfina estaban tan apretados que apenas sí pudo hablar.
—Sí, Pedro, mira, allí está un ave —Nico apuntó a una de las ventanas —¿No te parece magnifica? Quiero decir, tienes dos patas y... —abrió los ojos muy grandes y con una mano tapó su boca — ¡Dios mío! ¡Tiene un pico!
Pedro carraspeó su garganta un tanto incómodo, decidiendo después que la mejor opción que tenía era callarse.
El profesor entró al salón y el grupito regresó a sus lugares, no sin que antes Delfina le advirtiera a Simón que ese día él pagaría el almuerzo. Ya llegaría el día en que pasaría ese suceso, no se negó, era justo. A la hora del almuerzo, a pesar de que hubo incomodidad ante los anteriores comentarios de Pedro, ninguno de los cuatro volvió a tocar el tema de la rubia, aunque se morían por hacerlo, ya que Ámbar estaba sentada sola en una de las mesas más cercanas a la esquina, esperando quizás la llegada de Matteo, quien pasado el receso nunca se apareció por la cafetería. Delfi recibió una llamada a medio almuerzo, su madre la había llamado diciéndole que llegara temprano ese día, tenía que hablar de algo urgente con ella. Cuando llegó la hora de la salida, la pareja se despidió con un beso que de sencillo no tuvo nada, fue casi ofensivo para la vista de los espectadores. Simón supuso que fue por eso por lo que Nico decidió darse media vuelta cuando aquellos dos estaban en otro mundo, conectados solo por sus bocas. Decidió hacer lo mismo, poco les faltaba para que tuvieran sexo en medio de toda la escuela.
—Apuesto una oreja a que, si no se detienen ahora, los mandan a la dirección —aseguró Simón sin siquiera voltearse todavía.
—Yo mismo voy a ir a llamar a la directora, ahora mismo —continuó Nicolás.
Extrañamente, fue Pedro quien dio por terminado el beso, a lo que su novia sonrió con burla y luego empujó no tan suave a los dos entrometidos que forzaron a su novio a dejarla ir.
—Solo están celosos —y sí lo estaban, uno más que el otro —. Bueno, me tengo que ir, nos vemos mañana.
Cuando la joven se fue, Simón se sentía en el medio de un campo donde la gravedad tenía otro nombre y ese era molestia. El ambiente estaba tenso entre los tres, no hablaron de nada, caminaron unas cuantas cuadras juntos, pero de ninguna de las bocas salió una palabra. Le achacó la culpa a que aquel beso se había llevado consigo la voz de Pedro y que Nico y su persona habían sido tan amables en no compartir ninguna opinión por no hacer sentir miserable a su amigo.
—Oigan, chicos, ¿saben? Hoy hay un maratón de Harry Potter y por nada del mundo me lo quiero perder, ¿me acompañan? ¿No? ¡Qué lástima! Bien, hasta mañana. Cuídense, besos, abrazos, saludes a sus familias —y se fue sin esperar alguna protesta o pregunta, lo que sea que fuera, por parte de los chicos.
—Es curioso, pareció salir corriendo para huir de nosotros, ¿no crees? —cuestionó Pedro, mientras lo miraba irse.
—Va a ver el maratón de Harry Potter, ¿Que no oíste?
Abrió la puerta con la llave nueva que se le había otorgado solo para que dejara a los sirvientes hacer su trabajo sin tener que estarle abriendo a cada rato. Bueno, eso era lo que ella había dicho, preparándose por si una vez llegaba muy tarde y entrar sin tener que levantar a medio mundo, sobre todo sin en ese mundo estaba como ombligo su tía. Esa tarde ni siquiera se había preocupado en esperar a Matteo, justo como él no se había preocupado por llegar a la cafetería a la hora del almuerzo.
—Adelántate, ya te alcanzo —le había dicho con una de sus mejores sonrisas y de sus mejores guiños de ojo.
Como tonta le creyó y terminó pareciendo una marginada en el fondo, la que castigaron por portarse mal. Pero lo que pasaba su rabia y vergüenza a otro nivel, no fue que la vieran sus compañeros de escuela o de la sección, sino que fuera Simón quien la viera. ¡Por Dios! Sintió sus miradas y a pesar de que disimulara que no las sentía, le molestaba todavía más que él insistiera. ¿Por qué no iba y se sentaba a su lado si tanto era el interés? Eso, al menos, la habría sacado del campo de soledad en el que estaba metida. No quiso irse, decidiendo quedarse a sentirse como el centro de las burlas y de los cuchicheos. Irse sería como perder la dignidad que ya estaba un tanto manchada en cada momento en que intentó acercarse a su examigo y él la rechazó.
—Tonta, Ámbar Smith —se golpeó la frente contra la puerta de su habitación cuando ya se encontraba allí.
¿Qué haría el resto de la tarde? Echarse en la cama como la más grande holgazana, realmente no era lo que se le daba mejor. Era una adolescente guapa, con una vida por delante, necesitaba movimiento, diversión, pero sin amigos lo último que tenía era eso. Lo tuvo una vez, pero esa historia ya se había acabado. Cuando era pequeña, cuando sus padres todavía estaban vivos, su madre la había inscrito en una clase de arte, una clase que la mantenía relaja y ocupada, a parte que le daba bastante tiempo libre a su madre para hacer las cosas de su trabajo que con una niña de ocho años se le dificultaba un poco.
Dibujar un poco hoy no le caería mal y la ocuparía un rato. Aunque debía admitir que nunca fue buena, eso decía su maestra, porque por su parte siempre vio su arte como lo más magnifico e incompresible que se pudo ver jamás, todo a la talla de Vincent van Gogh o de Leonardo da Vinci. No, a veces exageraba un tanto, solo daba la talla como Vincent. Buscó en unos baúles que su tía le había dado para que guardara las cosas que no ocupaba pero que no estaba dispuesta a regalar, entre los que estaban un montón de artilugios para dibujar y pintar, los que, dicho sea de paso, nuca se atrevió a sacar de su empaque nuevo porque consideraba que si los sacaba se perderían al instante y se miraban realmente muy bonitos ordenados, de seguro si los sacaba de la última forma que iban a estar sería ordenados. El orden para ella era como el hermano brillante de familia y ella todo lo contrario. La sombra. La que no tiene ni idea de lo que «ordenar» significa.
Uno de los lienzos pequeños, totalmente en blanco y que parecía recién salido de la tienda, un lápiz de carbón y unos de colores, fue lo que sacó con el dolor de su alma. Los había estado coleccionando por tanto tiempo. Así justificaba el nunca haberlos usado.
—Pero va a quedar hermoso —se propuso, secando lágrimas imaginarias alrededor de sus ojos.
Respiró con profundidad, exhaló sintiendo las vibras de la inspiración correr por sus venas.
Oh sí, ese dibujo quedaría divino.
—Ok, señorita Smith —imitó la voz de su profesora —. ¡Sorpréndame!
—Está bien, querida profesora —respondió, simulando verla frente a ella —. Primero, empezamos dibujando los ojos —dibujó dos puntos —, luego la boca y la nariz —dos rayas y las únicas partes que conformaban el rostro de la persona estaban hechas —. Ahora, la cabeza —una O que encerraba todo lo antes dibujado —, el cuerpo, las manos y las pineras —una raya en vertical unida a la cabeza, cuatro rayas en diagonal en direcciones izquierda y derecha pegadas al inicio y al final de la raya en vertical —. Como las personas proyectan sombras y da la casualidad de que esta es una persona, también la proyectará —manchó un poco debajo de la persona y difuminó el grafito con el dedo —. Unas cuantas nubes, el sol, un río, unos árboles, unas aves y una serpiente —pensó por un segundo —. Me gustan las serpientes.
Quedó viendo su obra de arte casi terminada, pero, como su maestra alguna vez había dicho: «Para una persona realmente conocedora del arte, una pintura nunca está terminada, siempre habrá algo que le falte». Justo como Leonardo hizo con La Gioconda. Y tenía razón, a aquel hombre dibujado en el lienzo le faltaba algo.
—¡Una esposa! —exclamó después de pensar en el qué. Realizó los mismos pasos solo que a esta chica, le hizo unas rayas de más sobre la cabeza: los hermosos y ondulados cabellos —¡Se ven perfectos! Se parecen a Adán y Eva —se les quedó viendo por un tiempo más —. Y yo me siento como Dios... —sus ojos se le iluminaron —. Pero les voy a cambiar el nombre —una canción le vino a la memoria —, pero no cambio la historia —ahora le dio un tono musical a su voz —. Okay, ya... —se mordió el labio inferior, pensando en los nombres que mejor les vendrían a sus dos hijos —. Tú, pequeña, te llamarás Ámbar... —pareció volver a pensar —, sí, ese nombre te queda, eres guapa y además tienes que llevar el nombre de tu madre, señorita, ¡No te quejes! —frunció su ceño y se dedicó ahora a mirar al chico —. Tú, muchachote, te llamarás... —regresó a su pose de persona científica —Simón. —se rio divertida —. Sí, te pareces a Simón, solo espero no le dejes de hablar a Ámbar porque si lo haces, ella se entristecerá y no podrán poblar el resto de este lienzo —se asustó —. Oh my God! ¡Incesto! —se exaltó, pero después se calmó —Bueno, a nadie le hace mal un poco de incesto en la familia y ustedes serán los primeros en implementarlo, no tienen de qué temer, nadie va a verlos mal ni hablar de ustedes porque, literalmente, no hay nadie más —su pecho se enalteció por el orgullo —. Soy muy ingeniosa, ¿verdad? Decidí no crear a nadie más para que ninguna chica entrometida les arruine su vida amorosa, ni ningún chico amante de las carreras. Y, Ámbar, ¡No la cagues con Simón! Vale mucho la pena tenerlo a tu lado, después te arrepentirás —ahora ya se estaba empezando a deprimir —. Y tiene un culo de infarto... —le apuntó con el lápiz —¡No lo dejes ir! Vivan felices y tengan dos hijos, una niña rubia y un niño castaño a quienes nombrarán Hermosa Ámbar y Simón Junior. Nunca fui buena con los nombres.
Dejó las cosas sobre el escritorio mientras con un deje de tristeza miraba los nombres de las únicas personas pintadas, escritos sobre sus cabezas. Tal vez si los dos vivieran solos en el mundo solo estarían el uno para el otro. Podría ser una vida perfecta, viviendo de frutas y plantas, usando taparrabos al estilo Tarzán y Jane, sin ningún tacón por ningún lado, sin perfume, sin secadora de pelo, ¡Sin nada! Claro que no, odiaría una vida sin eso, pero odiaría más una vida sin Simón. Lo extrañaba, lo extrañaba mucho y con cada día que pasaba lo sentía aún más perdido y de ideas para recuperarlos no había ni rastros.
—Sí, Ámbar, la cagaste —dejó caer su cara contra el dibujo, golpeándose al hacerlo, pues últimamente su escritorio no era de goma —. Eso me dolió.
En la casa del frente, Simón estaba viendo Harry Potter y el cáliz de fuego, con una pregunta existencial taladrando su cabeza, una que lo alejaba de prestarle atención a la película que se desarrollaba frente a sus ojos color chocolate:
—¿Cómo sería ver un maratón de Harry Potter junto con Luna?
Continuará...
Siento los años de retraso, pero... ¡Adivinen quién está hasta las cejas de trabajos!
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