Capítulo 08
Capítulo 08:
Querida Ámbar...
Hola, soy yo, otra vez. ¿No es gracioso? Estoy aquí expresándote cualquier tipo de tonterías, de la manera más tonta y absurda que se me pueda ocurrir. Lo digo porque estoy completamente consciente de que nunca llegarás a leer ni esta ni la primera carta que te escribí.
Es que, soy un tonto, ¿lo sabes? Sí, lo sabes. Me lo repites a cada momento.
Soy masoquista, lo soy y lo admito porque, hasta cierto punto, me gusta serlo, me gusta serlo solamente cuando estoy contigo. Amo tanto y disfruto el doble cada segundo contigo, es como una pequeña aventura llena de risas, flores e incluso lleno de mariposas, con todo el miedo que me dan esos bichos del demonio. Una historia escrita a mano y con sentimientos hechos solo por mí, porque sé muy bien que tú no te tomarías el tiempo para guardar cada momento a mi lado. Es que somos muy diferentes. Somos tan diferentes que soy para ti como una de las tantas personas a tu alrededor, soy como una mancha más para un tigre que está a punto de volverse negro. Somos diferentes porque tú para mí eres única, especial, irreemplazable. Eres todo lo que quiero tener y sin embargo lo único que no puedo conseguir.
Y pensar que pude haberme negado a mí mismo esta amistad. Esta amistad tan dolorosa y reconfortante al mismo tiempo. Tan colorida y tan gris; tan llena de sentimientos locos que no puedo contener en un mismo sitio, malditos sentimientos que pueden saltar y vibrar entre chillantes colores que, de un momento a otro, pasan a lamentarse sobre una absoluta obscuridad.
Te quiero mucho.
Es tonto, apresurado, demasiado adolescente, pero es muy verdadero. Es lo más bonito y lo más sincero que mi corazón podría decir. Porque en este momento no es mi boca ni es mi mente quienes expresan estas palabras, es mi corazón. Y no, no es por ser cursi, no es por tratar se sonar romántico, lo digo porque lo siento y porque estoy seguro de que es así.
¿Sabes qué me duele? Que seas tan ciega, tan cerrada y tan infantil que piensas que te gusta alguien por su popularidad, por ser similar a ti, eso no es lo que debería importar, ¿no te has dado cuenta de que, prácticamente, te estás viendo a ti misma en ese chico? ¿Acaso será porque lo mío es diferente? Pienso que el amor debería ser entre dos personas que busquen conocerse, no entre las que ya tienen cosas en común porque ya sería muy fácil y aburrida toda la situación. Quizás lo digo solo porque es mi caso y no me estoy poniendo en tus zapatos.
Sí, soy un tonto.
Pero ¿sabes qué? A pesar de las cosas, quiero seguir a tu lado, quiero que sigamos siendo los amigos que hasta ahora hemos sido, sí, estoy dispuesto a ir con ese peso sobre mis hombros. El peso de esto que siento por ti y que tengo que ocultar por cobarde. Vamos, voy a estar aquí para acompañarte hasta donde decidas que ya no lo esté, será difícil, pero sé que llegará ese momento en que nos separemos por alguna u otra razón y lo aceptaré, porque justo ahora no sé si es más difícil quedarme o separarme.
Por hoy, no tengo más qué decir, se me acaba el papel y las palabras. Ten por seguro que habrá más de alguna hoja guardada por aquí en mi habitación que no saldrá porque no se le está permitido.
Tu amigo, Simón.
Le echó un último vistazo al papel que ahora se hallaba vestido con su delicada caligrafía para después sonreír con tristeza La dobló en tres partes, abrió uno de los dos cajones a su par e introdujo el papel justo encima del que semanas antes había escrito. Ya había decidido que para cada carta que escribiría, usaría el mismo color rosa que utilizó la primera vez. Apagó la débil luz de la lampara sobre su escritorio, se levantó de su silla y caminó a su cama. El día había terminado y al día siguiente le tocaban clases, era bueno, le gustaba, pasaba mucho tiempo al lado de Ámbar y eso le gustaba todavía más. Claro, todo cambiaba cuando ella comenzaba a hablar de su vecino de salón. Pero eso era mejor no recordarlo.
—¡SIMÓN, LEVÁNTATE QUE LLEGAREMOS TARDE! —gritó a todo pulmón desde la puerta de la habitación de Simón, provocando un exagerado brinco por parte del chico que estaba más dormido que un gato.
—Ámbar, ¿Cuándo vas a dejar de entrar así a mi habitación? —respondió, mareado, con los ojos notablemente cansados, en busca del reloj posado en la pequeña mesa a la par de su cama.
—Cuando estés listo temprano para ir al colegio —pestañeó como solo ella sabía y caminó en dirección al moreno —. Anda, ve a bañarte y aquí te espero.
—No, señorita... —la tomó de la mano para llevarla a la puerta —. Usted me espera abajo.
—¿Qué? ¿Por qué? —frunció las cejas y los labios, en una obvia señal de desconformidad.
—¿Quieres que me desnude frente a ti? —ladeó la cabeza, mirándola serio, sin ninguna intención de esperar a escuchar una respuesta.
—Considerando que tus nalgas son...
—No. —Cerró la puerta, dejándola fuera a pesar de que insistía en entrar.
Y casi todos los días de clases eran iguales: Ámbar llegaba casi excesivamente temprano, con el permiso que su madre le otorgaba y con toda la actitud del mundo. AL principio le sorprendió el hecho de que con tal confianza fuera a despertarlo incluso antes que su propia alarma, pero con el paso de los días ya se había acostumbrado y se acostaba con la idea que la mañana siguiente habría una rubia de ojos azules junto en frente de él al abrir los ojos.
Se desvistió rápidamente con intenciones de meterse al baño y darse una ducha más rápida que cualquier otra cosa, porque desde que Ámbar lo visitaba así eran sus baños los días que le tocaba asistir a clases. Se vistió e hizo todo lo que hacía antes de irse a desayunar, como mirarse en el espejo, hacer caras raras frente al cristal sin objetivo alguno, revisar si no le había salido algún grano en el rostro, intentar peinarse el cabello con los dedos, mirar si había probabilidades de lluvia y ver si su uniforme no tenía alguna arruga.
—Tú te dilatas más que yo cuando me visto —protestaba Ámbar desde el pie de la escalera, golpeando repetidas veces el suelo con sus negros zapatos, que, por primera vez en lo que llevaba de conocerla, no tenían tacones.
—¿Qué pasó con tus tacones? —cuestionó sin dejar de ver los zapatos que llevaba puestos.
—Me voy contigo caminando, me canso mucho, solía usarlos porque me iba en coche con mi tía —respondió mirando ella también en dirección a su nuevo calzado —. No me convencen, pero me tendré que acostumbrar.
—Ahora te ves... —buscó por un momento una palabra adecuada —normal.
—¿Disculpa? —alzó una de sus cejas, mirándolo enseriada.
—¿Qué dije? Solo dije que te ves normal, eras la única chica que usaba ese tipo de zapatos en el colegio —se justificó intentando buscar lo que estaba mal en lo que había dicho.
—Oh, ¿y eso no te gustaba?
—Otra vez: ¿Qué?
—¿No te gustaba que usara tacones con el uniforme? —puso una cara de tristeza que a Simón le enterneció, demostrándolo en una leve sonrisa de ojos.
Se acercó a ella, más de lo que ya estaban, la abrazó con fuerza, sin dejar de sonreír para luego revolverle el cabello que, aunque no tenía el peinado más elaborado del mundo, se veía muy bien con él justo así como lo tenía —Me encantaba verte con tacones.
—¿Entonces por qué dices que ahora me veo normal? —le apretaba ambas manos a la vez que le hablaba mirándolo a los ojos. Su expresión de tristeza que, Simón empezaba a pensar era falsa, había desaparecido.
—Eso no quiere decir que te mirabas mal, te veías bien, es solo que... —se detuvo empezando a notar lo hirviente que se comenzaba a volver su sangre debido al movimiento de lado a lado que Ámbar ejercía sobre sus brazos —¿Sabes qué? Olvídalo, te mirabas bien.
—Dime —exigió.
—Se nos hace tarde, tú eres la obsesionada con llegar más temprano que cualquiera —rodó los ojos y la arrastró hacia la puerta.
—¡Ese eres tú! —se defendió yendo tras de él.
—No es cierto, ¿Quién me despierta tan temprano sin ninguna intención? —cerró la puerta y luego volteó a verla. Detrás de ella pasaba un niño en una bicicleta, emocionado porque no llevaba las pequeñas ruedas a los lados de la llanta trasera —. Alguna vez deberíamos ir en bicicleta al colegio —mencionó como chiste.
—Te despierto temprano porque eres peor que una señora de cien años bañándose, ¡Por Dios! ¿Qué te lavas tanto? Y, en cuanto a lo de ir en bicicleta, no podrá ser, la última vez que monté en una, me quebré dos uñas y me hice una quemadura por fricción en la rodilla —se miró sus uñas perfectamente pintadas por un esmalte azul, combinando con el color que poseía su uniforme.
—Qué dramático haces sonar que te hiciste un raspón en la rodilla —comenzaron a caminar sobre la acera en dirección a la salida de la comunidad de casas donde vivían —. Y me baño bien, por eso me tardo tanto, no entiendo cómo es que hay personas que tardan tan solo diez minutos en bañarse.
—¿Me estás diciendo que no me baño bien?
—No sé, creo que no mencioné tu nombre en ningún momento, ¿o sí? —se comenzó a reír sabiendo que la justicia estaba de parte suya.
—Sé que lo decías por mí —achicó los ojos, como diciéndole que lo que le había dicho era una completa obviedad.
—¿Qué? No, para nada, nunca en la vida, jamás. O sea... never —movía las manos en formas nada masculinas, remedando los tipos de expresiones corporales que tenía la rubia.
—¡Deja de remedarme! —le pegó con la palma de la mano en el hombro, empezando a impacientarle la actitud del chico.
—¡Deja de remedarme! —imitó el chillido que había pegado la chica.
—Simón, ya. —sentenció mostrando en alto la palma de su mano.
—Simón, ya. —volvió a hacer la misma acción.
—Me estás impacientando —se sobó la sien, tratando de mantener dentro sus sentidos cabales.
—Me estás impacientando.
—¿Ya terminaste? —ladeó la cabeza, de una forma que, a primera vista, parecía imposible de imitar.
—Ya terminé —confesó entre risas al ver la cara seria de la de ojos azules.
—Oye, Simonsie... —pronunció con el tono de voz más dulce que encontró en su interior.
—Dime...
—Tengo un secreto —comenzó a jugar con sus uñas sin importarle que no miraba al frente.
—¡No me digas! —exclamó exagerando con su expresión —¡En secreto estás enamorada de mí y me dices que te gusta ese chico cara rata solo para darme celos y que yo te diga que también estoy enamorado de ti!
—¡No seas bobo! —se carcajeó con fuerza, cosa que no pudo dolerle más al pobre Simón, aunque no lo demostrara.
—Entonces, ¿qué es? —su orgullo le rasgó la garganta al momento en que se obligó a sí mismo a tragárselo.
—Te lo digo en otro momento —le sonrió sin siquiera mirarlo.
—¿Por qué eres así?
—Me pregunto lo mismo.
La mañana de clases continuó como seguía todos los días, los profesores correspondientes a cada bloque llegaban, impartían sus clases, unos que otros bromeaban con algunos alumnos y otros simplemente impartían sus clases con un humor de perros que trataban disimular con alguna que otra palabra escapada por unos de los alumnos.
—Señorita, entrégueme ese celular —estiró la mano mientras ordenaba en un tono que parecía casi rabioso.
—Pero solo estaba viendo la hora —se excusó, abriendo los ojos tanto por el susto al escuchar esa voz como también porque le cagaba el hecho de que ese viejo jodiera a cada rato por cualquier mínima cosa.
—Que me lo entregue —ordenó de nuevo con la voz mucho más áspera que antes.
Se levantó de su asiento a regañadientes, apretando la mandíbula para que no saliera de su boca una mala palabra que después podría traer consecuencias. Le entregó el teléfono móvil, tratando de que su sonrisa pareciera lo más creíble posible.
—Gracias —mencionó él, muy sarcásticamente como ya era de su costumbre.
—De nada —respondió solo para no ser la que se quedara callada primero de entre los dos.
—Son las 12:26, por cierto.
—Viejo hijo de puta... —le rechinaron los dientes por la fuerza que ejercía para mantenerse en calma.
—Ya, cálmate —le sobó el hombro evitando la risa —. Es que no entiendo por qué sacas tu celular si sabes que al viejo no le gusta ni verlos en clase.
—Pero ¿cómo él sí puede usar el suyo? ¡Y en clases!
—Es el profesor, puede hacer lo que quiera justificándose con lo de «Esta es mi clase y la manejo como yo quiero.» —repitió las mismas palabras que, al inicio de año y al inicio de todas las semanas, decía el profesor aquel.
Unos minutos hasta que se hiciera la mitad de hora y la campana sonara, anunciando la hora del almuerzo. Todos, como era de esperarse, empezaron a guardar las cosas dentro de sus correspondientes bolsos o mochilas y, como era de esperarse también, que el profesor retentado siguiera dando la clase, haciendo sordo a la campana.
—¿Y a ustedes quién les dijo que podían guardar sus cosas? —se volteó, mostrando su rostro enojado y autoritario.
—¿Qué? Pero si ya es la hora del almuerzo —desde la última hilera se pudo escuchar la voz de reproche por parte de Ámbar.
—Pero yo sigo dando la clase —siguió escuetamente.
—Eso no es justo, yo no voy a su casa a impedirle que coma, nosotros tenemos derechos a descansar y a comer, señor. Me va a disculpar, pero yo —se apuntó con la palma de su mano —, estoy en mi hora de descanso. Lo siento muchísimo por ustedes —se dirigió a todos los chicos que la miraban asombrados. Luego regresó su vista firme al docente —, pero si usted está mal acostumbrado a seguir dando clase cuando ya no debe, conmigo se equivocó, puede seguir dando la clase si así lo desea, pero yo no voy a estar en ella, y créame, o la deja hasta aquí o me la tendrá que dar luego en privado, porque lo que soy yo, voy a la cafetería por un delicioso sándwich de queso y una gaseosa, me muero de hambre y usted no me van impedir que me llene el estómago —terminó de aguardar todas su cosas, tomó el bolso y se encaminó a la puerta —. Lo vi, profesor. Permiso.
—Ámbar, si usted se va, le aplazo el parcial —amenazó apuntándola con el dedo acusador.
—¿Me va a castigar por estar en mi hora de descanso? Vaya, eso sí es una noticia —se burló viéndolo de arriba abajo —. Pues apláceme lo que resta del año si así lo desea, pero sabe muy bien que estoy en mi derecho de protestar —y sin esperar una amenaza más de aquel señor, se fue del lugar.
El hombre de la frente amplia, ocultando su vergüenza, miró al público que, con interés, miraba la escena de dimes y diretes que se desataba entre una alumna y un profesor.
—¿A qué esperan para irse a almorzar?
Todos comenzaron a caminar al mismo lugar donde con anterioridad Ámbar se había dirigido, eso incluía a Simón, quien se sentía extraño por no ir a la par de la rubia con la cual siempre almorzaba. Ahora no tenía con quién ir a comer y le provocaba mucha vergüenza unirse a sus otros amigos ya que tenía mucho tiempo que no lo hacía con ellos y cuando hablaban era muy poco.
—¡Hey, Simón! —le gritó Pedro, golpeándole la espalda con la palma de su mano.
—Pedro, hola —saludó —. A todos.
De Delfina había descubierto que era bastante rencorosa, todavía estaba mosqueada con él porque, según ella, los había cambiado por la rubia teñida que le caía como purgante.
—¿Te dejaron solo? —inquirió la morena, haciendo de su cabello dos trenzas no muy firmes.
—Creo que sí...
—¿Quieres almorzar con nosotros? —propuso el chico de cabello negro, alegre como siempre solía mantenerse.
—No creo que sea buena idea —lo decía por Delfi, porque se sentía realmente incómodo con su presencia.
—Vamos, que no te voy a comer —le giñó el ojo y haló a su novio por una de las cintas de la mochila.
Se encaminaron a la cafetería que ya se encontraba bastante llena de estudiantes hablando entre ellos y comiendo sobre las mesas correspondientes a cada grupo por el cual se dividían. Nico, que no había pronunciado ni una sola palabra en lo que llevaban juntos, se fue con Pedro a la barra para pedir sus comidas y bebidas. Simón, quien había entrado con la ilusión de encontrar a la rubia sentada, esperándolo y que, al momento de verlo, alzaría la mano y la voz para llamarlo a que se sentara a su lado. Pero las cosas no fueron así porque ella no se encontraba por ningún lado. Se fue detrás de Delfina a una de las mesas que por obra y gracia de Dios estaba vacía. Se sentaron uno frente al otro, una decisión que a Simón le había parecido muy mal tomada, porque tenerla de frente era igual o más poco cómodo que saberla viéndolo fijamente sin pronunciar palabra alguna.
—¿Dónde está ella? —preguntó al fin. Entrelazó sus dedos y acomodó su mentón en estos, que, a la vez, estaban sostenidos por sus codos posados sobre la mesa.
—No lo sé, pensé que estaría aquí —le contestó manteniendo su fachada de tranquilidad.
—Qué agallas tiene tu amiguita para responderle de esa forma al profesor —dijo Pedro, que llegaba con las bebidas en mano.
—Es verdad, solo se necesita ser familia de la rectora para poder hacer tal cosa —Delfi rodó los ojos. En parte tenía razón, pero le disgustaba a Simón la forma en que ella se expresaba de Ámbar. No sabía qué hacer, porque ambas chicas eran sus amigas y si le reclamaba a una, se la tiraba de enemiga y muy posiblemente en casos similares al que pasaba en esos momentos, ella no estaría para invitarlo a pasar la hora de almuerzo junto con los demás chicos.
La hora del almuerzo siguió igual de pesada que como comenzó; las pocas frases que Delfi recitaba eran algunas veces bastante afiladas en dirección a una Ámbar que no se encontraba presente, Simón lo único que intentaba hacer, con dificultad, era cambiar de plática, aunque fuera poco disimulado. Lo que sí estuvo más que extraño era que Nico no había pronunciado palabra alguna en todo ese tiempo, solo se había dedicado a tratar de sonreír cuando se dirigían a él, sonrojándose cada vez que la mirada de los tres estaba pegada sobre él.
«Dle a ls profrs q m enfrm» Había sido el único mensaje que Ámbar se había dignado en enviarle y él había cumplido con la orden, pasando de largo las frías miradas que Delfina le enviaba cada vez levantaba la mano para informarle a los profesores que la chica estaba mal de salud y que por esa razón no se encontraba.
A la hora de la salida, se le unió a Nico, intentando sacarle conversación, pero estaba más cerrado que la bodega de la compañía de gaseosas Coca Cola.
—¿Qué te pasa hoy? —cuestionó mirándolo extraño.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Por favor, Nicolás, es obvio que algo te sucede, ¿tuviste alguna discusión con los chicos? —la cara del contrario se volvió a tornar roja, provocando extrañas sospechas y especulaciones en el interior de la cabeza de Simón.
—No, claro que no, ¿cómo se te ocurre tal cosa? —se carcajeó quedamente, huyendo de la mirada del castaño —. No te hagas películas, no me pasa nada.
—Nico, no soy estúpido, sé que algo te pasa.
—¿Sabes? —miró la hora en el reloj que andaba su muñeca izquierda —Mi mamá me dijo que la acompañara a centro comercial, se me hace tarde. Hablamos mañana, Simón.
Y tal como Ámbar había hecho ese día, su amigo también se había ido, dando la apariencia que huía de él tanto como de sus preguntas. No era algo normal, él no era así y definitivamente ese día se estaba comportando raro. Otra cosa que estaba rara era no saber nada de la chica que lo despertaba todos los días. Había desaparecido y no sabía nada sobre ella más que un simple mensaje para que mintiera justificando su ausencia.
—¿Dónde te metiste, Ámbar? —pronunció para él mismo, caminando con la cabeza gacha, camino a su casa —. Me dejaste solo. Mala amiga —tragó saliva y suspiró hondo, mordiéndose el labio inferior —. Yo no te abandonaría por nada.
Continuará...
No había podido actualizar antes porque no tenía internet. ¿Ustedes saben lo feo que es eso?
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