𝒗𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒖𝒏𝒐
Muriel tomó una enorme bocanada de aire, abriendo sus ojos y tosiendo. El agua mezclada con la saliva salada se le escurrió por la barbilla mientras lograba darse vuelta y escupir en la arena. Cerró los ojos cuando la bilis le subió por la garganta y vomitó, sus músculos temblando, su alma llorando, recordando un momento similar.
Se miró las muñecas, pero no había allí una sola marca.
Volteó su cabeza hacia el mar turbulento que la había devuelto a la orilla; las olas parecían decirle que no pertenecía allí, que aquel no era lugar para ella. Ni siquiera el mar la quería en sus profundidades, ni siquiera como comida para peces.
Las lágrimas se le confundían con las gotas de la tormenta que seguía rugiendo sobre ella. Como pudo se puso de pie, y resbalando varias veces en la arena caminó hasta que logró agarrar la ventana. Se coló de regreso al interior, su llanto rebotando en el eco de la habitación. Cerró la ventana para que el aire salado no volviera a entrar y corrió, descuidadamente e impulsándose del colchón, hasta el armario que la esperaba con sus puertas abiertas.
Entró en el pequeño espacio y se acurrucó. Solo quería desaparecer. Sola. Estaba sola. Ella siempre lo había estado. Pero por un momento, por la breve compañía de Hugo, sintió que quizás, que tal vez, alguien...
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