𝒗𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒔𝒊𝒆𝒕𝒆
Los labios de Muriel eran fríos, pero no malos, se sentían suaves y temblorosos, tímidos, asustados. Hugo tanteó con los ojos cerrados, acarició con su boca la contraria, intentando limpiar todo rastro de malos recuerdos asociado a aquel gesto. Se movió con cariño, con cuidado y verdadera devoción. Besaba a Muriel como besaría a un ángel. Y es que, para Hugo, Muriel merecía ser venerada como un ángel entre los mortales.
Fue un beso corto, simple e imperfecto, pero a ninguno le importó.
Los dedos de seda subieron por su brazo y Hugo no se apartó a su cálido tacto, adormilándose bajo las caricias que fueron propiciadas a lo largo de su brazo. Su propia mano libre subió, acunando la mejilla de Muriel. Allí encontró una lágrima y la secó con su dedo antes de romper el beso para besar el recorrido húmedo.
Mantuvo sus labios en su mejilla hasta que Muriel se inclinó, acurrucándose hacia él, abrazándolo y escondiendo la nariz en su cuello, buscando su aroma. Él le había sostenido de vuelta, había enredado los dedos en los hilos de noche de su cabello, había susurrado su nombre y besado la cima de su cabeza mientras ella se mantenía allí: quieta, segura, silenciosa.
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