𝒗𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒔𝒊𝒆𝒕𝒆
No siempre Muriel había querido guardárselo para sí misma. Hubo un tiempo, al principio, donde creyó que mostrar los moretones y señalar al culpable podía ser la solución. Hubo, sí, un tiempo donde pensó que habría solución a sus problemas, que la tenían los otros y no ella.
Eso fue antes, antes de que su madre le volteara el rostro de un golpe.
— ¡No te atrevas a volver a decir algo como eso! –había dicho su madre—. ¿Me oyes, Muriel? ¡Nunca más vuelvas a decir algo así! ¡Que no te escuche nadie!
A Muriel se le habían salido lágrimas silenciosas y le habían temblado los labios. Ni siquiera había llegado a descubrirse el estómago y mostrar la prueba: palpitante y amoratada, cerca de su cintura, subiendo hacia sus costillas. Se abrazó a sí misma y miró con odio a la mujer frente a ella que seguía mirándola con asco.
— ¡¿Me oyes, Muriel?! ¡No te atrevas a repetir una mentira como esa!
Apretó los labios y como pudo vació su respuesta de cualquier emoción.
—Sí, mamá.
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