𝒗𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒔𝒆𝒊𝒔

Empezó a sentirse claustrofóbica, como si el armario fuera a tragarla. En algún punto sintió una voz que la nombraba y con ingenua esperanza pensó que Hugo había regresado. Empujó las puertas y salió con las piernas temblorosas. El mar del exterior se había calmado, el silencio nocturno lo había apaciguado todo, excepto a las hormiguillas que le acalambraban los pies.

—Hola otra vez –dijo la voz y en seguida Muriel la reconoció, lo que provocó que las ilusiones se le murieran de golpe—. Hoy he visto a Ana, ¿sabes? –continuó hablando su madre—, ella iba con un muchacho y solo me saludó de lejos.

Muriel se llevó las manos al rostro y se apretó los párpados hasta que vio estrellitas.

—Lili te extraña –murmuró su madre—. Yo te extraño…

Esa mujer, que no merecía el título de madre, suspiró con tristeza y cansancio. Muriel no quiso seguirla oyendo, solo quería que se fuera, que volviera a dejarla sola, como siempre había hecho. Pero no tenía sentido gritárselo, no la oiría. Así que volvió a dirigirse al armario: allí las voces no la alcanzaban. Antes de que pudiera cerrar del todo la puerta, la alcanzó una última frase, dolorosa y punzante se clavó en su pecho y le retorció las entrañas:

—Perdón por no haberte creído.

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