𝒗𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒏𝒖𝒆𝒗𝒆
Cansado, sobretodo cansado. Hugo siempre sentía sus ojos pesados y su ánimo abatido y exhausto. No era un cansancio que se resolvía con horas de sueño, no, dormir no ayudaba. Era un cansancio diferente, que solo se aliviaba un poco cuando se alejaba temporalmente de sus tratamientos. Eso fue todo lo que le contó a Muriel, no se atrevió a decirle del dolor en su pecho que a veces le oprimía los pulmones contra las costillas, o del ardor en su garganta cuando el ácido subía, o del hambre sorda que se convertía en inapetencia.
Después de todo, cuando ella fue a verlo en el hospital, Hugo no estaba tan mal. Siempre podía estar peor, él siempre lo recordaba. Y esa vez fue peor, una semana después, de vuelta en su casa mientras esperaba la operación. A penas podía levantarse de la cama y de no ser porque su madre lo obligaba él no habría comido. Se acurrucaba en su cama con aspecto cansado, dormía casi todo el día, exhausto, recuperando energía. Su madre le llevaba la comida y lo hacía tragar fruta, jugo, energía, hasta que el chico la convencía de que no podía más.
Esa semana Hugo se rehusó a ver a La Japonesa o a Rafa.
Pero a Muriel, a Muriel quería verla.
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