𝒗𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒏𝒖𝒆𝒗𝒆

La primera vez que Muriel sujetó una cuchilla en sus manos lo hizo con miedo. Le temblaban los dedos, las manos y los hombros. Era de noche y todo el baño estaba a oscuras. Cuando consiguió posarla sobre su piel, sobre su delgada muñeca, los sollozos ahogados se volvieron ruidosos. Aquella no había sido su primera opción, no podrían decir que no pensó en decirlo, que no pensó en otra forma de luchar contra ello, de controlarlo. Pero no podía controlarlo, no podía controlar la forma en que Miguel la miraba, la forma en que la deseaba, la forma en que Miguel…

Abuso. A Miguel iban a procesarlo por abuso. 

Muriel había blandido la cuchilla con duda, apretado los ojos y soltado un quejido cuando el ardor de la sangre le rompió la piel. Estaba cansada, exhausta, solo quería paz. Cuando el rojo se escurrió y rodó una línea por el borde de su muñeca hasta gotear en el suelo, una parte de Muriel le dijo que no quería eso. Pero sí, ella lo quería. 

Lo que no quería era seguir ocultando moretones con ropa de más, seguir escondiéndose. No quería seguir viendo en Lilian los ojos de un padre que la miraban con lascivia. Ella quería ese rojo, manchando todas las baldosas, como prueba irrefutable. Ella lo quería. Lo quería. No. 

La cuchilla cayó al suelo y ella, con susto, se sujetó la muñeca y la lavó bajo el agua del grifo, llorando.

A Miguel iban a procesarlo por abuso. Abuso.

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