𝒗𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒄𝒊𝒏𝒄𝒐
Se lo había imaginado miles de veces. Había en su cabeza mil y una versiones de Hugo ninguna era mejor o preferida sobre las otras: algunos días gustaba unas y otros unas diferentes. Para Muriel Hugo había sido chino, negro, pelirrojo, rubio, mulato, trigueño, indio, albino, bajo, alto, flaco y gordo. Había mil y un rostros posibles, con ojos de todos los colores y cabellos de todos los tonos y formas. Lo había imaginado con aparatos en los dientes, con ojeras, con sonrisas brillantes, con risos, con piercings, con tatuajes, con anteojos, con pecas y sin ellas.
No importaba, Muriel sabía que en el fondo no importaba. Y, sin embargo, su mente seguía buscando una imagen que poder asociar a su voz: gruesa pero no tanto, masculina, pero no rasposa. Muriel seguía tratando de darle forma. Y, aunque lo había imaginado miles de veces, aún no podía verlo.
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