𝒕𝒓𝒆𝒊𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒖𝒏𝒐
La habitación de Hugo era mediana, con las paredes pintadas de azul claro desde que tenía memoria, pero cubiertas a medias con posters cerca de su cama: Arctic Monkeys, The Beatles y luego Dark Vader. La cama del muchacho estaba pegada a la pared, las sábanas eran de cuadros azules oscuros, la almohada blanca y la cabecera de madera. La ventana estaba sobre la mesa de noche, que iluminaba a medias la habitación con una lámpara de pantalla de papel blanco.
Del lado opuesto a la cama había un pequeño sofá, lleno de cojines y con una manta mullida de color grisáceo que había cubierto sus pies y los de Muriel la noche que juntos vieron Las luces de la ciudad. La película había sido proyectada en el televisor frente al sofá, sobre una mesita larga cuya mitad no ocupada por la pantalla estaba cubierta por DVD y algunas figuritas de acción, incluso un par de mandos del Xbox.
En el piso había una alfombra redonda y oscura, el armario estaba empotrado en la pared, junto a la cómoda sobre la cual se disponía la colonia masculina y, detrás de la puerta, cuando Penélope la cerró y los dejó solos, Muriel notó que había un espejo.
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