𝒕𝒓𝒆𝒊𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒖𝒏𝒐
Allí dentro Muriel gobernaba sobre el Sol y la Luna, sobre la marea, sobre el viento, sobre todo. O eso ella creía.
—¿Entonces puedes controlarlo todo? –le había preguntado Hugo una vez.
—Sí, es mi mente, claro que puedo.
El muchacho había resoplado y ella había buscado donde posar su vista en el aire. Lo imaginó cruzado de brazos, quizás rodando los ojos o mirándola con severidad. No podía decirlo con certeza, pero su tono de voz si adquirió el tinte de regaño.
—La mente no solo es el hogar de los sueños. Quizás algún día encuentres una pesadilla.
—Aquí no hay pesadillas, Hugo –refutó ella. Por un segundo estuvieron en silencio y ella estuvo a punto de cambiar de tema cuando él volvió a hablar.
—No les tienes miedo porque sabes que no son reales, ¿verdad? –ella no había dicho nada—. Lo sabes, pero tú misma me has dicho que se siente real. ¿No es cierto? ¿No se sienten reales los sueños, Muriel? –inquirió, su tono persistente, como si buscara alguna respuesta—. ¿No se sentirán reales también las pesadillas? ¿Y qué harás entonces? ¿Crees que puedas controlarlas?
—Hugo –lo dijo en tono de amenaza, pidiéndole que se detuviera.
—Hay una parte de nosotros que nunca seremos capaces de controlar, Muriel. Es esa la parte que tiene miedo, que siempre está triste, que muere poco a poco cada vez. Podrás acallarla, pero no significa que se irá. Y tarde o temprano te encontrarás una pesadilla.
Y Hugo tenía razón.
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