𝒕𝒓𝒆𝒊𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒕𝒓𝒆𝒔

Los labios de Hugo temblaban, razón por la cual Muriel se había encargado de guiar. El beso era lento, triste. Una de las manos de Muriel se había encontrado con el brazo del muchacho, delgado bajo la camisa; la otra había ido directo a su mejilla, acariciando con su dedo el pómulo.

—Hugo –murmuró ella, rompiendo el beso para verlo a los ojos. 

El muchacho tenía los dedos de su mano izquierda enredados en la melena oscura y la otra mano apoyada en el colchón para mantener el equilibrio inclinado hacia ella. Le devolvió la mirada a las nubes grises que tenía por ojos ella.

—Nunca te he dado las gracias por todo lo que hiciste por mí –murmuró ella, rozando su nariz en la mejilla del chico con ademán cariñoso—. Gracias, gracias por no dejarme sola, aunque te pidiera que lo hiciera. 

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