𝒕𝒓𝒆𝒊𝒏𝒕𝒂 𝒚 𝒅𝒐𝒔
—Tengo miedo –confesó Hugo, incorporándose hasta quedar sentado con la espalda recostada a la pared de los posters. Se miró las manos y las apretó en la sábana—. Tengo miedo, mucho. No me gusta que me veas así –murmuró—, pero tengo miedo de que sea la última vez que pueda verte.
Muriel, sin decir nada, se quitó los zapatos y se subió del todo en la cama. Hugo la sintió acomodarse a su lado y cuando volteó a verla la encontró sentada a su lado, con las piernas recogidas, las rodillas abrazadas. No lo miraba, veía a lo lejos, a la otra pared, a la televisión apagada.
—Ya te dije que no me importa cómo te veas –murmuró ella, mientras él se entretenía en detallar su perfil con los ojos, acariciando con sus pupilas el arco de su nariz y la curva de sus labios—. No me importa –volteó a verlo, su mirada seria, sin atisbo de sonrisa.
—Lo sé, pero igual no me gusta.
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